—¿Qué se proponen? —preguntó Jason, sentado junto a Marie en el atestado café. Acababa de hacer la quinta llamada telefónica, cinco horas después de haberse puesto en contacto con la Embajada—. Quieren que siga corriendo. Me están obligando a hacerlo, y no sé por qué.
—Eres tú mismo el que te obligas a correr de un lado para otro —dijo Marie—. Podrías haber hecho las llamadas desde la habitación del hotel.
—No, no podría haberlas hecho. Por algún motivo, ellos quieren que yo crea eso. Cada vez que llamo, ese bastardo me pregunta dónde estoy en ese momento, si estoy en «territorio seguro». ¡Qué frase más estúpida, «territorio seguro»! Pero, en realidad, lo que quiere decir es otra cosa. Me está diciendo que cada contacto debe ser llevado a cabo desde un lugar distinto, a fin de que nadie de afuera o de adentro pueda seguirme la pista hasta un teléfono en particular, una dirección particular. No quieren tenerme en custodia; lo que quieren es tenerme en un puño. Quieren tenerme en su poder, pero, al mismo tiempo, me tienen miedo; ¡es absurdo!
—¿No es posible que estés imaginando todo eso? Nadie dijo nada ni remotamente parecido.
—No era preciso. Está implícito en todo lo que no dijeron. ¿Por qué no me pidieron que fuera directamente a la Embajada? ¿Por qué no me lo ordenaron? Nadie podría tocarme allí; es territorio de los Estados Unidos. Pero no lo hicieron.
—Las calles están vigiladas; por lo menos eso te dijeron.
—¿Sabes? Lo acepté ciegamente hasta hace cosa de treinta segundos, cuando de pronto se me ocurrió pensar: ¿Por quién? ¿Quién vigila las calles?
—Obviamente Carlos. Sus hombres.
—Tu sabes eso, y yo también lo sé, o al menos podemos suponerlo. Pero ellos no. Puede que yo no sepa quién demonios soy o de dónde vengo, pero sí sé que me ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Ellos no lo saben.
—Pero también podrían suponerlo, ¿no crees? Tal vez descubrieron hombres sospechosos apostados dentro de automóviles, o instalados en algún lugar durante demasiado tiempo, o demasiado obviamente.
—Carlos es más astuto que todo eso. Y hay muchas formas en que un vehículo puede penetrar rápidamente por el portón de una Embajada. En todas partes, contingentes enteros de infantes de Marina han sido adiestrados para ese tipo de cosas.
—Te creo.
—Pero no hicieron eso; ni siquiera lo sugirieron. En cambio, me están retrasando, me están obligando a seguirles el juego. ¿Por qué, maldita sea?
—Tú mismo lo dijiste, Jason. No han sabido nada de ti durante seis meses. Se muestran cautelosos.
—Pero ¿por qué así? Si me meten detrás de esos portones, pueden hacerme todo lo que se les antoje. Pueden controlarme. Me pueden ofrecer una fiesta o arrojarme en una celda. Pero en lugar de eso, no quieren ni tocarme, pero tampoco quieren perderme.
—Están esperando que llegue el hombre de Washington.
—¿Y qué mejor lugar para aguardarlo que la Embajada? —Bourne echó su silla hacia atrás—. Algo anda mal. Salgamos de aquí.
Alexander Conklin, heredero de Treadstone, había tardado exactamente seis horas y doce minutos en atravesar el Atlántico. Para regresar tomaría el primer vuelo del «Concorde» que partía de París por la mañana, llegaría a Dulles a las siete y media, hora de Washington, y a las nueve estaría ya en Langley. Si alguien trataba de llamarlo por teléfono o preguntaba dónde había pasado la noche, un servicial mayor del Pentágono daría una respuesta falsa. Y se le diría a un primer secretario de la Embajada en París que si llegaba a mencionar siquiera que había mantenido una conversación con el hombre de Langley, sería degradado hasta el puesto más bajo y enviado en un barco a su nuevo destino: Tierra del Fuego. Se lo garantizaban.
Conklin marchó directamente a una hilera de teléfonos públicos en la pared y llamó a la Embajada. El primer secretario le habló con el tono de alguien que advierte que ha logrado su cometido.
—Todo está saliendo de acuerdo con lo previsto, Conklin —dijo el hombre de la Embajada, y la omisión del «señor» que había empleado anteriormente, indicaba a las claras que se sentía en un plano de igualdad con él. El ejecutivo de la Compañía se encontraba ahora en París, y ése era su territorio—. Bourne está inquieto. En el curso de nuestra última conversación me preguntó repetidamente por qué no le habíamos pedido que viniera aquí.
—¿Eso dijo?
Al principio, Conklin quedó sorprendido; luego comprendió. Delta estaba fingiendo las reacciones de un hombre que no sabe nada de los acontecimientos acaecidos en la calle Setenta y Uno. Si le hubieran dicho que fuera a la Embajada, se habría negado a hacerlo. Era demasiado astuto como para aceptar tal ofrecimiento; no podía existir ninguna conexión oficial. Treadstone era anatema, una estrategia caída en el descrédito, un estorbo de marca mayor.
—¿Le reiteró usted que las calles estaban vigiladas?
—Naturalmente. Entonces me preguntó quién las vigilaba. ¿Puede imaginárselo?
—Puedo. ¿Y qué le respondió usted?
—Que él lo sabía tan bien como yo y que, teniendo en cuenta las circunstancias, me parecía contraproducente hablar de tales cuestiones por teléfono.
—Excelente.
—También a mí me lo pareció.
—¿Y qué respondió a eso? ¿Le satisfizo su respuesta?
—En cierto modo, diría que sí. Dijo: «Comprendo.» Eso es todo.
—¿Cambió de idea y solicitó protección?
—No; sigue rechazándola. Aunque yo insistí en ofrecérsela. —El primer secretario hizo una pausa—. No quiere que nadie lo vigile, ¿no es así? —dijo confidencialmente.
—No, no lo desea. ¿Cuándo espera su próxima llamada?
—Dentro de unos quince minutos.
—Dígale que el representante de Treadstone ha llegado. —Conklin extrajo el mapa de su bolsillo; estaba doblado de tal manera que a primera vista se observa el área en cuestión, y tenía la ruta marcada con tinta azul—. Dígale que la reunión se ha fijado para la una y media en el camino entre Chevreuse y Rambouillet, once kilómetros al sur de Versalles, en el Cimetière de Noblesse.
—A la una treinta, en el camino entre Chevreuse y Rambouillet… en el cementerio. ¿Sabrá cómo llegar?
—Ha estado allí antes. Si le dice que irá en taxi, adviértale que tome las precauciones habituales y lo despida.
—¿No resultará sospechoso? Me refiero al chofer. Es una hora algo extraña para asistir a un entierro.
—Le he dicho que eso es lo que debía «decirle». Es obvio que no tomará un taxi.
—Es obvio —dijo rápidamente el primer secretario, tratando de recuperarse haciendo un ofrecimiento innecesario—. Puesto que no he llamado a su hombre aquí, ¿quiere que lo haga ahora y le avise que ha llegado usted?
—Me ocuparé yo de eso. ¿Todavía tiene su número?
—Sí, por supuesto.
—Quémelo —le ordenó Conklin—. Antes de que él lo queme a usted. Lo volveré a llamar dentro de veinte minutos.
Un tren rugió en el nivel inferior del Metro, y las vibraciones se transmitieron a todo el andén. Bourne colgó el receptor del teléfono público fijado a la pared de cemento y se quedó inmóvil junto a él, con la mirada perdida. Otra puerta se había abierto parcialmente en algún lugar de su mente; la luz demasiado remota, demasiado débil para poder espiar en su interior. Sin embargo, había imágenes. En el camino de Rambouillet… a través de una arcada de hierro enrejado… una pequeña colina con mármol blanco. Cruces: más grandes, más grandes, mausoleos… y en todas partes una serie de estatuas. Le Cimetière de Noblesse. Un cementerio, pero mucho más que un lugar de descanso para los muertos. Un escondite, pero más que eso. Un lugar donde las conversaciones se desarrollaban entre entierros y el descenso de ataúdes. Dos hombres vestidos lúgubremente, tan lúgubremente como la multitud que allí se encontraba, avanzando entre los deudos hasta establecer contacto e intercambiar las palabras que tenían que decirse.
Había un rostro, pero era borroso, estaba desenfocado; sólo podía ver los ojos. Y esa cara borrosa y esos ojos tenían un nombre. David… Abbott. El Monje. El hombre que había conocido, pero que ahora no conocía. El creador de Medusa y de Caín.
Jason parpadeó varias veces y sacudió la cabeza como para liberarse de aquella súbita bruma. Miró a Marie, que se encontraba a unos cinco metros hacia la izquierda apoyada en la pared, supuestamente observando a la gente que estaba en el andén, tratando de descubrir a alguna persona que tal vez lo vigilara a él. Pero no era eso lo que hacía; lo miraba a él, y en su rostro, el ceño fruncido delataba su preocupación. Jason asintió con la cabeza, para tranquilizarla; no era un mal momento para él. Había logrado captar algunas imágenes. Conocía ese cementerio; de alguna manera lo reconocería. Echó a andar hacia Marie; ella se volvió y caminó junto a él mientras enfilaron hacia la salida.
—Está aquí —dijo Bourne—. Treadstone ha llegado. Debo encontrarme con él cerca de Rambouillet. En un cementerio.
—Ése sí que es un toque macabro. ¿Por qué en un cementerio?
—Se supone que es para tranquilizarme.
—¡Buen Dios!, ¿y de qué manera?
—He estado allí antes. Me he encontrado con alguien allí… con un hombre. Al sugerirlo como lugar del encuentro, un encuentro bien extraño, por cierto, Treadstone me está diciendo que es genuino.
Ella lo tomó del brazo mientras subían la escalera hacia la calle.
—Quiero ir contigo.
—Lo siento.
—¡No puedes excluirme!
—Debo hacerlo, porque no sé qué encontraré allá. Y si no es lo que espero, querré tener a alguien de mi lado.
—¡Pero, querido, eso no tiene sentido! La Policía me busca. Si me encuentran, me enviarán de vuelta a Zurich en el primer avión; tú mismo lo dijiste. ¿Y de qué te serviré en Zurich?
—No tú. Villiers. Él confía en nosotros, confía en ti. Si no estoy de regreso para el amanecer y no te he llamado para explicarte por qué, puedes ponerte en contacto con él. Y él puede armar un gran alboroto, y Dios sabe que está dispuesto a hacerlo. Es nuestro único aliado, el único. Para ser más exacto, lo es su esposa… a través de él.
Marie asintió, aceptando la lógica de su razonamiento.
—Sí, no hay duda de que está dispuesto a hacerlo —convino—. ¿Cómo llegarás a Rambouillet?
—Tenemos coche, ¿recuerdas? Te llevaré al hotel y luego iré al garaje.
Entró en el ascensor del edificio de garajes en Montmartre y oprimió el botón del cuarto piso. Sus pensamientos seguían centrados en un cementerio que había en alguna parte entre Chevreuse y Rambouillet, en un camino que él había recorrido, pero no tenía idea de cuándo ni con qué finalidad.
Precisamente por eso quería ir ahora mismo allí, en lugar de llegar más cerca de la hora prevista para la reunión. Si las imágenes que se agolpaban en su cerebro no estaban por completo distorsionadas, se trataba de un cementerio enorme. ¿En qué lugar preciso entre ese enorme conglomerado de tumbas y estatuas estaría el lugar para el encuentro? Llegaría allí alrededor de la una, lo cual le daría una media hora para recorrer los senderos en busca de un par de faros de automóvil o alguna otra señal. Lo demás se iría dando de forma espontánea.
Las puertas del ascensor se abrieron. Tres cuartas partes del piso estaban ocupadas por coches, pero no se veía ni un alma. Jason trató de recordar dónde había aparcado el «Renault»; era en un rincón apartado, eso lo recordaba, pero ¿a la derecha o a la izquierda? Avanzó instintivamente hacia la izquierda; el ascensor había quedado a la izquierda cuando llevó el auto hasta allí hacía varios días. Se detuvo de repente, siguiendo un razonamiento lógico. El ascensor estaba a la izquierda cuando había entrado en el garaje, no después de aparcar el coche; en ese momento había quedado hacia su derecha, en diagonal. Giró con un movimiento rápido, mientras sus pensamientos seguían fijos en una ruta entre Chevreuse y Rambouillet.
Si lo que ocurrió a continuación se debió a su repentino e inesperado cambio de dirección o a la inexperiencia de quien lo vigilaba, Bourne no lo supo ni le importó demasiado. Sea como fuere, lo cierto es que le salvó la vida, de eso no cabía duda. La cabeza de un hombre se ocultó debajo del capó de un coche en el segundo pasillo de la derecha; ese hombre había estado vigilándolo. Alguien más experimentado se habría incorporado, sosteniendo visiblemente en la mano un llavero que fingiría haber recogido del suelo, o se habría puesto a revisar la escobilla del limpiaparabrisas, y luego se habría alejado del lugar. Pero la única cosa que no debía hacer era precisamente lo que había hecho: arriesgarse a ser visto por el mero hecho de agacharse para ocultarse.
Jason mantuvo su ritmo de marcha, con la mente concentrada en aquella nueva circunstancia. ¿Quién era aquel hombre? ¿Cómo lo habían encontrado? De pronto las respuestas a ambas preguntas le resultaron tan claras, tan obvias, que se sintió rematadamente tonto: el empleado del «Auberge du Coin».
Carlos hacía las cosas concienzudamente —siempre había sido así—, examinando cada uno de los detalles que habían llevado al fracaso. Y uno de esos detalles era un empleado que estaba de turno durante uno de esos fracasos. Habría sido preciso investigarlo, luego interrogarlo; no debió de resultar muy difícil. La mera vista de un cuchillo o una pistola seguramente fue más que suficiente. Y entonces la información brotó a raudales de los labios temblorosos del empleado nocturno, y el ejército de Carlos recibió la orden de diseminarse por la ciudad, cada distrito dividido en sectores, para tratar de hallar un determinado «Renault» negro. Una búsqueda concienzuda, pero no imposible, facilitada por el conductor del coche en cuestión, que no se había molestado siquiera en cambiar la matrícula. ¿Cuántas horas hacía que el garaje estaba bajo vigilancia? ¿Cuántos hombres había allí? ¿Estaban dentro o fuera? ¿Con qué rapidez llegarían los demás? ¿Acudiría Carlos en persona?
Las preguntas eran accesorias. Lo importante era salir de allí. Tal vez pudiera prescindir del coche, pero la consiguiente dependencia de arreglos desconocidos podría coartar su libertad de acción; necesitaba un medio de transporte, y lo necesitaba sin pérdida de tiempo. Ningún taxi llevaría a un extraño a un cementerio, en las afueras de Rambouillet, a la una de la madrugada, y no era momento para confiar en la posibilidad de robar un coche por la calle.
Se detuvo y sacó cigarrillos y fósforos; luego encendió una cerilla, se cubrió la cara con las manos e inclinó la cabeza para proteger la llama. Con el rabillo del ojo advirtió una sombra, una figura maciza y corpulenta; una vez más, el hombre se había agachado, ahora, detrás del maletero de un coche más cercano.
Jason se puso en cuclillas, viró a la izquierda y saltó velozmente fuera del pasillo entre dos coches adyacentes, amortiguando su caída con las palmas de las manos, lo cual hizo que la maniobra resultara silenciosa. Reptó alrededor de las ruedas traseras del coche de la derecha, moviendo los brazos y las piernas con rapidez y sin hacer ruido, desplazándose por el estrecho pasadizo de vehículos como una araña que se desliza velozmente sobre su tela. Ahora se encontraba detrás del hombre; siguió arrastrándose hacia el pasillo y se incorporó hasta quedar de rodillas, llevando la cabeza lentamente hacia delante por entre el suave metal, y espió desde detrás de un faro. La visión del hombre corpulento era ahora total. Estaba de pie y, evidentemente, se sentía azorado, pues avanzó vacilante hacia el «Renault», otra vez agachado, entornando los ojos para poder ver a través del parabrisas. Lo que vio lo asustó aún más: no había nada, no había nadie. Quedó boquiabierto, y su audible inspiración de aire era el preludio del comienzo de una carrera. Habían conseguido burlarlo; lo sabía, y no estaba dispuesto a quedarse allí y aguardar las consecuencias. Ello reveló a Bourne otra cosa: le habían dado instrucciones respecto al conductor del «Renault», le habían explicado el peligro que implicaba. El hombre empezó a correr hacia la rampa de salida.
Ahora. Jason se incorporó de un salto y corrió hacia delante en línea recta entre los automóviles del segundo pasillo, alcanzó al hombre que corría, se lanzó sobre él desde atrás y lo arrojó al suelo de cemento. Le hizo una llave, inmovilizándole el brazo detrás de la espalda, y comenzó a golpearle la cabeza contra el suelo, mientras con los dedos de la mano izquierda le oprimía la cuenca de los ojos.
—Tiene exactamente cinco segundos para decirme quién está ahí afuera —le dijo en francés, recordando el rostro y la sonrisa falsa de otro francés en un ascensor de Zurich. Entonces había hombres fuera, hombres que querían matarlo, en la Bahnhofstrasse—. ¡Dígamelo! ¡Ahora mismo!
—Un hombre, un solo hombre! Bourne apretó más la llave y aumentó la presión de los dedos en los ojos del individuo.
—¿Adonde?
—Dentro de un coche —escupió el hombre—. Aparcado al otro lado de la calle. ¡Dios mío, me está estrangulando! ¡Me está cegando!
—Todavía no. Lo sabrá cuando haga ambas cosas. ¿Qué tipo de coche?
—Extranjero. No lo sé. Italiano, creo. O norteamericano. No lo sé. ¡Por favor! ¡Mis ojos!
—¿Color?
—¡Oscuro! Verde, azul, muy oscuro. ¡Oh, Dios!
—Es usted un hombre de Carlos, ¿verdad?
—¿De quién?
Jason le dio otro tirón, aumentó la presión.
—Ya me ha oído: ¡trabaja usted para Carlos!
—No conozco a ningún Carlos. Llamamos a un tipo; tenemos un número. Eso es todo lo que hacemos.
—¿Lo llamaron? —El hombre no respondió; Bourne hundió más sus dedos—. ¡Dígamelo!
—Sí. Tuve que hacerlo.
—¿Cuándo?
—Hace unos minutos. Por el teléfono público que está junto a la segunda rampa. ¡Dios mío! No veo.
—Sí, sí que puede. ¡Levántese! —Jason soltó al hombre y lo obligó a ponerse de pie—. Vaya hasta ese coche. ¡De prisa! —Bourne lo empujó entre los coches aparcados, hasta donde se encontraba el «Renault». El hombre se volvió y protestó, indefenso—. Ya me ha oído. ¡Dése prisa! —gritó Jason.
—Sólo me gano unos francos.
—Muy bien. Ahora tiene la oportunidad de ganárselos conduciendo. —Bourne lo empujó una vez más hacia el «Renault».
Momentos más tarde, el pequeño automóvil negro descendía por la rampa de salida hacia un camerino de vidrio con un único ocupante y la caja registradora. Jason iba en el asiento posterior con el arma clavada en la magullada nuca del hombre que iba al volante. Bourne sacó por la ventanilla un billete y la tarjeta de aparcamiento; el encargado cogió ambas cosas.
—¡Conduzca! —dijo Bourne—. ¡Haga exactamente lo que le dije!
El hombre apretó el acelerador, y el «Renault» se precipitó hacia la salida. Hizo un brusco viraje en forma de U en la calle, deteniéndose frente a un «Chevrolet» color verde oscuro. Detrás de ellos se abrió la portezuela de un coche y luego se oyó el ruido de alguien que corría.
—Jules? Que se passe-t-il? C’est toi qui conduis? Una figura se asomó por la ventanilla abierta. Bourne levantó su automática y apuntó el cañón a la cara del hombre.
—Dé dos pasos hacia atrás —le dijo, en francés—. No más, sólo dos. Y luego quédese inmóvil. —Dio unos golpecitos en la cabeza del hombre llamado Jules—. Bájese. Despacio.
—Sólo debíamos seguirlo —protestó Jules, apeándose del automóvil—. Seguirlo e informar sobre su paradero.
—Harán algo mejor que eso —replicó Bourne, mientras salía del «Renault» y cogía el mapa de París—. Conducirán para mí. Durante un rato. ¡Métanse en su coche!
A ocho kilómetros de París, en la carretera de Chevreuse, ordenó a los hombres que se bajaran del coche. Era una carretera oscura, mal iluminada, de tercer orden. A lo largo de los últimos cinco kilómetros no habían pasado por ningún comercio, ni edificio, ni casa, ni teléfono público.
—¿Cuál era el número al que les dijeron que llamaran? —preguntó Jason—. No me mientan. Se meterían en un lío mucho más grave.
Jules le dio el número. Bourne asintió y subió al asiento delantero, sentándose al volante del «Chevrolet».
El viejo del abrigo raído estaba acurrucado a la sombra de la cabina vacía junto al teléfono. El pequeño restaurante estaba cerrado, y su presencia allí se debía a un favor que le había hecho su amigo de tiempos mejores. Tenía la vista clavada en el teléfono, preguntándose cuándo sonaría. Era sólo cuestión de minutos, y cuando sonara, él, a su vez, haría una llamada, y entonces los tiempos mejores regresarían de forma definitiva. Sería el único hombre de París como enlace de Carlos. Todos los viejos harían correr la voz, y él volvería a ser respetado.
El estridente sonido del timbre surgió de pronto del teléfono, reverberando en las paredes del restaurante desierto. El pordiosero salió de la cabina y se abalanzó sobre el teléfono, con el corazón golpeándole en el pecho. Era la señal. ¡Caín estaba acorralado! Todos aquellos días de paciente espera habían sido sólo un preludio de la buena vida. Levantó el auricular.
—¡Diga!
—¡Habla Jules! —gritó una voz casi sin aliento.
El viejo palideció, y los golpes que le daba el corazón en el pecho eran tan feroces, que casi no podía oír las espantosas noticias que le estaban comunicando. Pero había oído más que suficiente.
Era hombre muerto.
Frenéticas explosiones de calor se añadieron a las vibraciones que sacudieron su cuerpo. Sólo notaba relámpagos blancos y ensordecedoras erupciones que surgían de su estómago y acababan en su cabeza.
El pordiosero se desplomó, con el cable del teléfono tenso y el aparato todavía en la mano. Miró al horrible aparato que había transmitido aquellas terribles palabras. ¿Qué podía hacer? En el nombre de Dios, ¿qué es lo que haría ahora?
Bourne caminó por el sendero entre las tumbas, obligándose a dejar su mente en libertad, como Washburn le había ordenado hacía un siglo en Port Noir. Si alguna vez debía convertirse en esponja, aquél era el momento de hacerlo; el hombre de Treadstone debía comprenderlo. Estaba tratando con todas sus fuerzas de encontrarle sentido a lo no recordado, de encontrar significado en las imágenes que surgían en su mente sin previo aviso. Él no había roto ningún convenio establecido; no se había pasado al otro bando, no había escapado… Era un tullido; así de sencillo.
Debía encontrar al hombre de Treadstone. ¿En qué parte de aquella superficie cercada de silencio se encontraría? ¿Dónde esperaría que estuviera él? Jason había llegado al cementerio bastante antes de la una, pues el «Chevrolet» era un coche mucho más rápido que el «Renault». Había traspasado la verja y recorrido cientos de metros antes de aparcar en un sitio razonablemente fuera de la vista. Cuando se dirigía de nuevo a la verja había comenzado a llover. Era una lluvia fría, lluvia de marzo, pero también una lluvia serena, que no perturbaba el silencio reinante.
Pasó por un conjunto de tumbas que estaba en un lote cercado por una verja baja de hierro, y en cuyo centro se levantaba una cruz de alabastro de dos metros y medio de altura. Se detuvo un momento frente a ella. ¿Había estado antes en aquel lugar? ¿Se estaba entreabriendo otra puerta para él a la distancia? ¿O acaso era él quien trataba con desesperación de encontrar una puerta? Y luego recuperó el recuerdo. No era aquel conjunto particular de tumbas, ni la alta cruz de alabastro, ni el cerco bajo de hierro. Era la lluvia. Una lluvia súbita. Una muchedumbre de deudos vestidos de negro rodeando el lugar del entierro; el ruido de paraguas que se abrían. Y dos hombres que se encontraban, cuyos paraguas chocaban entre sí, y el murmullo de breves palabras de disculpa, mientras un sobre largo de color pardo cambiaba de manos y pasaba de un bolsillo a otro sin que los deudos lo advirtieran.
Había algo más. Una imagen desencadenada por otra, alimentándose a sí misma, algo que había visto hacía sólo unos minutos. La lluvia que caía en cascadas por el mármol blanco; pero no un lluvia fría, leve, sino un aguacero, que golpeaba contra las paredes de una superficie blanca y brillante… y columnas… hileras de columnas por todas partes, una réplica en miniatura de un antiguo tesoro.
Al otro lado de la colina. Cerca de la verja de entrada. Un mausoleo blanco, una versión reducida del Partenón. Había pasado por allí hacía menos de cinco minutos y lo había mirado, pero sin verlo. Era allí donde había caído la lluvia repentina, donde dos paraguas habían entrechocado y un sobre había pasado de una mano a otra. Miró furtivamente su reloj. Era la una y catorce minutos; comenzó a correr de regreso por el sendero. Todavía era temprano; aún había tiempo de ver los faros de un coche, o un fósforo que se encendía, o…
El haz de una linterna. Allí estaba, al pie de la colina, y se movía hacia arriba y hacia abajo, girando de cuando en cuando hacia la verja, como si a la persona que la sostenía le preocupara la posibilidad de que apareciera alguien. Bourne sintió una necesidad casi imperiosa de correr a toda velocidad por entre las hileras de tumbas y estatuas, gritando a voz en cuello: ¡Estoy aquí! Soy yo. Comprendo su mensaje. ¡He regresado! ¡Tengo tanto que contarle… y hay tantas cosas que usted debe contarme a mí!
Pero no gritó ni corrió. Ante todo, tenía que demostrar dominio, pues lo que lo afligía era indominable. Había de tener un aspecto totalmente lúcido, debía parecer normal dentro de los límites de su memoria. Comenzó a descender la colina bajo la lluvia fría y leve, deseando que la sensación de urgencia no le hubiera hecho olvidarse de llevar una linterna.
La linterna. Había algo extraño en el haz de luz ciento cincuenta metros más abajo. Trazaba pequeños movimientos verticales y vehementes… como si la persona que la sostenía en la mano hablara enfáticamente con otra.
Y así era. Jason se puso en cuclillas, escudriñando a través de la lluvia, los ojos golpeados por un agudo y veloz reflejo de luz que se producía cada vez que el haz de la linterna chocaba contra algún objeto cercano. Avanzó a gatas, con el cuerpo casi a ras de tierra, cubriendo prácticamente treinta metros en cuestión de segundos, su mirada todavía fija en el haz de luz y el extraño reflejo. Ahora podía ver la escena con mayor claridad; se detuvo y se concentró. Había dos hombres: uno empuñaba la linterna; el otro, un rifle de cañón corto cuyo grueso acero conocía Bourne demasiado bien. A una distancia de hasta cien metros podía hacer saltar a un hombre por el aire dos metros de altura. Era un arma muy extraña, por cierto, para estar en manos de un representante de la CIA enviado por Washington.
El haz de luz iluminó uno de los lados del blanco mausoleo; la figura que sostenía el rifle retrocedió rápidamente, deslizándose detrás de una columna a no más de seis metros del hombre que sostenía la linterna.
Jason no tuvo necesidad de pensar: sabía lo que tenía que hacer. Si había alguna explicación para la presencia de aquella mortífera arma, allá ellos, pero no la usarían contra él. Se puso de rodillas, calculó la distancia y buscó algunos puntos para ocultarse y para protegerse. Comenzó a avanzar, quitándose el agua que le cubría el rostro y palpando el arma que llevaba en la cintura y que sabía no podría usar.
Se arrastró de lápida en lápida, de estatua en estatua, enfilando a la derecha, luego virando gradualmente hacia la izquierda, hasta que el semicírculo casi se completó. Estaba a menos de cinco metros del mausoleo; el hombre con el arma asesina estaba de pie junto a la columna de la izquierda, debajo del corto pórtico, para protegerse de la lluvia. Tocaba el arma como si se tratara de un objeto sexual, abriendo y cerrando el cargador, incapaz de resistir la tentación de espiar en su interior. Deslizó la palma de la mano sobre los casquillos de las balas con gesto casi obsceno.
Ahora. Bourne avanzó desde detrás de la lápida, impulsándose con las manos y las rodillas sobre el césped mojado, hasta que estuvo a unos dos metros del hombre. Dio un salto, convertido en una pantera silenciosa, letal, lanzando barro frente a ella, una mano dirigida hacia el cañón del rifle y la otra, a la cabeza del hombre. Logró los dos objetivos; cerró las manos sobre ellos, aprisionando el cañón con los dedos de la mano izquierda, y el pelo del hombre con la derecha. La cabeza crujió al doblarse hacia atrás, la garganta se cerró, se silenció toda posibilidad de sonido. Estrelló la cabeza del hombre contra el mármol blanco con tal fuerza, que la expulsión de aire que siguió revelaba la eficacia del golpe. El hombre quedó hecho una masa fláccida, y Jason lo sostuvo contra la pared, permitiendo que el cuerpo inconsciente se fuera deslizando silenciosamente hasta el suelo entre las columnas. Registró al hombre y le quitó una automática «Magnum» calibre 357 que llevaba en una pistolera de cuero cosida a la chaqueta, un cuchillo de pescador afilado como una navaja en una vaina enganchada al cinturón, y un pequeño revólver calibre 22 de una pistolera en el tobillo. Ni remotamente alguien enviado por el Gobierno; aquel hombre era un matón a sueldo, un arsenal ambulante.
Rómpele la mano. Bourne oyó de nuevo aquellas palabras; habían sido pronunciadas por un hombre de gafas con montura dorada, dentro de un enorme sedán que escapaba a toda velocidad de la Steppdeckstrasse. Había un motivo detrás de la violencia. Jason se apoderó de la mano derecha del hombre y le dobló los dedos hacia atrás hasta oír los crujidos; hizo lo mismo con la mano izquierda, mientras tapaba la boca del hombre incrustándole el codo entre los dientes. No se escuchó ningún sonido sobre el rumor de la lluvia, y ya ninguna de las manos podría esgrimir un arma ni ser usada como arma; por otra parte, las armas estaban en las sombras, fuera de su alcance.
Jason se puso de pie y asomó el rostro por la columna. El oficial de Treadstone dirigía ahora el haz de luz directamente hacia la tierra que estaba frente a él. Era la señal estática, una señal que guiaría al pájaro perdido; también podía tener algún otro significado; eso lo sabría en pocos minutos más. El hombre giró hacia la entrada dio un paso como si hubiera escuchado algo; y entonces fue cuando Bourne vio el bastón, observó la cojera. El representante oficial de Treadstone Setenta y Uno era un lisiado… lo mismo que él.
Jason retrocedió hacia la primera lápida, se ocultó detrás de ella y espió por el borde del mármol. El hombre de Treadstone seguía concentrado en la verja de entrada. Bourne echó una mirada a su reloj: la una y veintisiete. Todavía quedaba tiempo. Se alejó de la tumba a gatas hasta quedar fuera del radio de visión de aquél. Luego se puso de pie y corrió, desandando el camino, hasta el arco que estaba en la parte superior de la colina. Permaneció allí un momento, hasta que su respiración y su ritmo cardíaco adquirieron cierta normalidad, y luego se metió la mano en el bolsillo, en busca de un librillo de fósforos.
Protegiéndolo de la lluvia, arrancó un fósforo de cartón y lo encendió.
—¿Treadstone? —dijo lo bastante fuerte como para ser oído desde abajo.
—¡Delta!
Caín es Charlie y Delta es Caín. ¿Por qué el hombre de Treadstone había usado el nombre de Delta en lugar de Caín? Delta no pertenecía a Treadstone; había desaparecido junto con Medusa. Jason comenzó a descender por la colina; la lluvia fría le fustigaba el rostro y su mano se deslizaba instintivamente debajo de la chaqueta, oprimiendo la automática que llevaba en la cintura.
Caminó hasta la faja de césped que se extendía frente al mausoleo. El hombre de Treadstone cojeó hasta él; luego se detuvo y llevó la linterna hacia arriba y su violento haz hizo que Bourne entornara los ojos y volviera la cabeza.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo el oficial lisiado, bajando la linterna—. Me llamo Conklin, por si lo ha olvidado.
—Gracias. En efecto, lo había olvidado. Pero ésa es sólo una de las cosas.
—¿Una de qué cosas?
—De las que he olvidado.
—Sin embargo, ha recordado este lugar. Supuse que lo haría. Leí los registros de Abbott; aquí fue donde se encontraron por última vez, donde se hizo la última entrega. Me parece que fue durante las exequias de algún ministro, ¿no es así?
—No lo sé. De eso tenemos que hablar primero. Ustedes no han tenido noticias mías durante más de seis meses. Pero hay una explicación.
—¿De veras? Escuchémosla.
—La manera mas simple de decirlo es que me hirieron de un balazo, y los efectos de la herida me provocaron una severa… amnesia. Tal vez desorientación sería una palabra más adecuada.
—No suena del todo mal. ¿Qué significa?
—Que sufrí pérdida de memoria. Total. Que estuve varios meses en una isla del Mediterráneo, al sur de Marsella, sin saber quién era ni de dónde venía. Hay un médico allá, un inglés de apellido Washburn, que tiene toda la historia clínica. Él puede confirmar lo que le estoy diciendo.
—Estoy seguro de que lo hará —dijo Conklin, asintiendo—. Y apuesto a que la historia clínica es sumamente detallada. ¡Cristo, vaya si pagó usted bastante por lo que lo fuera!
—¿Qué quiere decir?
—Nosotros también llevamos un registro. Un funcionario de un Banco de Zurich que creyó que Treadstone lo estaba sometiendo a una prueba, transfirió un millón y medio de francos suizos a Marsella para una colección imposible de localizar. Gracias por proporcionarnos el nombre.
—Eso es parte de lo que debe usted comprender. Yo no lo sabía. Me había salvado la vida, me había «recauchutado». Yo era prácticamente un cadáver cuando me llevaron a él.
—Así que decidió que poco más de un millón de dólares era una cifra bastante redonda, ¿no es así? Cortesía del presupuesto de Treadstone.
—Ya se lo he dicho: no lo sabía. Treadstone no existía para mí; en muchos sentidos, sigue sin existir.
—Lo olvidaba. Perdió usted la memoria. ¿Cuál era el término? ¿Desorientación?
—Sí, pero no lo suficientemente fuerte. La palabra exacta es amnesia.
—Quedémonos mejor con desorientación. Porque parecería que usted logró orientarse derechito a Zurich, al Gemeinschaft.
—Llevaba un negativo implantado quirúrgicamente cerca de la cadera.
—Por cierto que sí; y bien que insistió usted en ello. Unos pocos comprendimos por qué. Es el mejor seguro que puede usted tener.
—No sé a qué se refiere. ¿No puede comprender eso?
—Desde luego. Usted descubrió el negativo, que sólo tenía un número, y en seguida asumió el nombre de Jason Bourne.
—¡No fue así como sucedió! Cada día parecía descubrir algo más, paso a paso, una revelación cada vez. Un empleado de hotel me llamó Bourne; sólo me enteré del nombre de Jason cuando fui al Banco.
—En donde supo exactamente qué debía hacer —interrumpió Conklin—. Sin ningún tipo de vacilaciones. Entró y salió, y con usted desaparecieron cuatro millones.
—¡Washburn me dijo lo que debía hacer!
—Y entonces apareció una mujer, que casualmente era una especie de mago de las finanzas, y le dijo cómo escamotear el resto. Y antes de eso, eliminó a Chernak en la Löwenstrasse, y a tres hombres que nosotros no conocíamos, pero que supongo lo conocían bien a usted. Y aquí en París, otro disparo contra un camión de transporte de dinero. ¿Otro socio? Borró usted todas las pistas, todas las malditas pistas. Hasta que sólo le restaba hacer una cosa. Y usted, usted, bastardo, lo hizo.
—¡Escúcheme! Esos hombres trataron de matarme; han estado tratando de darme caza desde Marsella. Aparte de eso, honestamente no sé de qué me habla. En algunos momentos recuerdo cosas. Rostros, calles, edificios; a veces imágenes que no puedo situar, pero que sé que significan algo, sólo que no puedo relacionarlas con nada. Y nombres; nombres sin rostros. ¡Maldito sea: soy un amnésico! ¡Ésa es la verdad!
—Uno de esos nombres, ¿no sería Carlos, por casualidad?
—Sí, y usted lo sabe. Ésa es la cuestión; usted sabe mucho más que yo acerca de todo eso. Puedo decirle mil cosas sobre Carlos, pero no sé por qué. Un hombre que en este momento está viajando de regreso a Asia me dijo que yo tenía un convenio con Treadstone. El hombre trabajaba para Carlos. Dijo que Carlos lo sabe. Que Carlos estaba cerrando sus redes alrededor de mí, que ustedes hicieron correr la voz de que yo había cambiado de bando. Él no podía comprender la estrategia, y yo no pude explicársela. Ustedes creyeron que yo había cambiado de bando porque no tenían noticias mías, y yo no podía ponerme en contacto con ustedes porque no sabía quiénes eran. ¡Y sigo sin saberlo!
—Supongo que tampoco sabe quién es el Monje.
—Sí, sí… el Monje. Su nombre era Abbott.
—Muy bien. ¿Y el Marino? Supongo que lo recuerda ¿no es verdad? ¿Y a la esposa de éste?
—Nombres. Están ahí, sí. Pero sin sus rostros.
—¿Elliot Stevens?
—No.
—O… Gordon Webb.
Conklin pronunció el nombre con la mayor de las lentitudes.
—¿Qué? —Bourne sintió una sacudida en el pecho, y luego un dolor punzante y abrasador atravesó sus sienes y se le incrustó en los ojos. ¡Tenía los ojos en llamas! ¡Fuego! Explosiones y oscuridad, intenso viento y dolor… ¡Almanac a Delta! ¡Abandonen, abandonen! Responderán como se les ha ordenado. ¡Abandonen!
—Gordon…
Jason oyó su propia voz, pero estaba muy lejos, perdida en un viento remoto. Cerró los ojos, los ojos que tanto le quemaban, y trató de apartar la bruma. Luego abrió los ojos y no le sorprendió en absoluto descubrir que Conklin le apuntaba a la cabeza con un revólver.
—No sé cómo lo hizo, pero usted lo hizo. Era lo único que le quedaba por hacer, y lo hizo. Volvió a Nueva York y los hizo volar a todos. Los asesinó, bastardo. Lo que más desearía sería poder llevarlo de regreso y verlo atado a la silla eléctrica, pero eso no es posible. Así que haré lo que sigue en la lista de prioridades: lo mataré yo mismo.
—No he estado en Nueva York hace muchos meses. Antes de lo que le cuento, no lo sé; pero por lo menos no en los últimos seis meses.
—¡Mentiroso! ¿Por qué no hizo las cosas realmente bien? ¿Por qué no montó su maldito truco para poder estar allá para los funerales? El del Monje fue hace tan sólo algunos días; eso le habría permitido encontrarse con muchos amigos. ¡Y el de su propio hermano! ¡Oh, Dios Todopoderoso! Si hasta podría haber escoltado a su esposa por la nave central de la iglesia. O tal vez pronunciado un panegírico; ése sí que sería un final irónico. Pero al menos le permitiría hablar bien del hermano que usted mismo mató.
—¿Hermano…? ¡Basta! ¡Por el amor de Dios, cállese!
—¿Por qué tengo que callarme? ¡Caín está vivo! ¡Nosotros lo creamos y él se hizo, realidad!
—Yo no soy Caín. ¡Él nunca existió! ¡Yo nunca lo fui!
—¡Así que lo sabe! ¡Mentiroso! ¡Canalla!
—Guarde ese revólver. ¡Le digo que lo baje!
—Ni por asomo. Me juré a mí mismo que le concedería dos minutos porque quería escuchar lo que me diría. Pues bien, lo he escuchado, y apesta. ¿Quién le dio a usted algún derecho? Todos perdemos cosas; son gajes del oficio, y si a uno no le gusta este maldito trabajo, pues no sigue haciéndolo. Si no existe ningún convenio, se evapora uno; eso es lo que yo pensé que usted había hecho, y estaba dispuesto a darle esa oportunidad, a convencer a los demás de que lo dejaran desaparecer. Pero no, usted regresó y nos puso en la mira de sus armas.
—¡No! ¡Eso no es cierto!
—Dígaselo a los técnicos de laboratorio que tienen en su poder ocho fragmentos de vidrio que equivalen a dos huellas digitales. Dedos índice y medio de la mano derecha. Usted estuvo allí y asesinó a cinco personas. Usted, que solía ser uno de ellos, sacó sus pistolas, en plural, y los hizo saltar por el aire. Un plan perfecto. Una estrategia de desprestigio. Varios tipos de casquillos, múltiples balas, infiltración. El plan de Treadstone abortado y usted se marcha en libertad.
—¡No, se equivoca usted! Fue Carlos. No yo, sino Carlos. Si lo que usted dice se produjo en la calle Setenta y Uno, ¡fue él! Él sabe. Ellos saben. Una residencia en la Calle Setenta y Uno. Número 139. ¡Ellos lo sabían!
Conklin asintió, con los ojos ensombrecidos; el odio que destilaban era visible a pesar de la poca luz, a pesar de la lluvia.
—¡Cuánta perfección! —dijo lentamente—. El encargado de realizar el primer movimiento en la estrategia la hace pedazos haciendo un trato con el blanco. ¿Cuál es su tajada, aparte los cuatro millones? ¿Carlos le proporcionó inmunidad de su estilo particular de persecución? Ustedes dos sí que forman una bonita pareja.
—¡Eso es disparatado!
—Y exacto —completó el hombre de Treadstone—. Sólo nueve personas vivas conocían esa dirección antes de las siete y media de la tarde del viernes pasado.
Tres de ellas fueron asesinadas, y nosotros somos las otras cuatro. Si Carlos se enteró de ella, hay una sola persona que pudo habérsela dado: usted.
—¿De qué manera? Yo no la conocía. ¡No la conozco!
—Acaba usted de decirla.
La mano izquierda de Conklin empuñó el bastón; era el preludio del disparo: afianzar bien el pie lisiado.
—¡No lo haga! —gritó Bourne, aun sabiendo que la súplica era inútil; se giró violentamente hacia la izquierda mientras gritaba, lanzando el pie derecho contra la muñeca que sostenía el arma.
¡Che-sah!, era la palabra desconocida que brotaba como un grito mudo en su cabeza. Conklin cayó hacia atrás, disparando salvajemente al aire y tropezando con su bastón.
Jason giró en redondo, se agachó y, con el pie izquierdo, hizo volar el arma con el aire.
Conklin rodó por el suelo con los ojos clavados en las lejanas columnas del mausoleo, esperando oír la explosión que haría volar en fragmentos a su atacante. ¡No! El hombre de Treadstone rodó nuevamente. Ahora hacia la derecha, con expresión sorprendida, y los ojos clavados en… ¡Había alguien más!
Bourne saltó hacia un lado; cuatro balas surcaron el aire en rápida sucesión, y tres de ellas rebotaron casi silenciosamente. Rodó dando una vuelta, y otra, mientras sacaba la automática del cinturón. Vio al hombre por entre la lluvia; la silueta se incorporaba detrás de una lápida. Hizo dos disparos; el hombre cayó al suelo.
Tres metros más allá, Conklin se agitaba sobre el césped húmedo, extendiendo ambas manos frenéticamente, en busca de un revólver. Bourne saltó y corrió hacia allá; se arrodilló junto al hombre de Treadstone; con una mano lo asió del cabello húmedo, y con la otra empuñó su automática, con el cañón apretado contra el cráneo de Conklin. De las columnas más alejadas del mausoleo llegó un grito prolongado y desgarrador, que fue creciendo, sostenida y pavorosamente en intensidad, y luego cesó.
—Ése es su matón a sueldo —dijo Jason, tirando bruscamente de la cabeza de Conklin hacia un lado—. Treadstone ha contratado a unos hombres muy extraños, por cierto. ¿Quién era el otro tipo? ¿De qué celda para condenados a muerte lo sacó?
—Él era mucho mejor hombre que usted —replicó Conklin con voz cansina; la lluvia brillaba en su rostro iluminado por la linterna, que estaba en el suelo, a dos metros de distancia—. Todos ellos lo son. Todos han perdido tanto como usted, más no por eso han cambiado de bando. ¡Podemos contar con ellos!
—No importa lo que diga, usted no me creerá. ¡No quiere creerme!
—Porque sé lo que usted es; lo que usted hizo. Acaba de confirmarme todo el maldito asunto. Puede matarme, pero ellos lo atraparán. Usted es de la peor calaña. Se cree una persona muy especial. Siempre fue igual. Yo lo vi después de Phnom Penh; todo el mundo estaba perdido allá, diseminado por todas partes, pero eso no contaba. ¡Lo único importante era usted, sólo usted! ¡Y luego en Medusa! ¡Las reglas no regían para Delta! Al animal sólo le importaba matar. Y ésos son justamente los tipos que después se pasan al otro lado. Pues bien, yo también perdí, pero jamás me pasé al otro bando. ¡Adelante! ¡Máteme! Entonces podrá regresar junto a Carlos. Pero cuando vean que no vuelvo, ellos lo sabrán. Lo perseguirán y no cejarán hasta echarle las manos encima. ¡Vamos! ¡Dispare!
Conklin gritaba, pero Bourne casi no lo escuchaba. En cambio, había escuchado dos palabras y las punzadas de dolor le martilleaban las sienes. ¡Phnom Penh! Phnom Penh, La muerte en los cielos, la muerte proveniente del cielo. La muerte de los jóvenes y de los muy pequeños. Pájaros que chillaban y ruidosas ametralladoras, y el hedor como de muerte de la jungla… y un río. De nuevo se sentía cegado, en llamas.
Debajo de él, el hombre de Treadstone había escapado. Su cuerpo lisiado se arrastraba presa del pánico, arremetiendo, tanteando con las manos la hierba mojada. Jason pestañeó, tratando de obligar a su mente a regresar al presente. Luego, súbitamente, supo que debía apuntar la automática y disparar. Conklin había encontrado su revólver y lo recogía. Pero Bourne no pudo apretar el gatillo.
Se lanzó hacia la izquierda y rodó por el suelo, arrastrándose en dirección a las columnas de mármol del mausoleo. Los disparos de Conklin parecían no tener meta fija, pues el lisiado no podía afianzar la pierna ni su puntería. Entonces el fuego cesó y Jason se incorporó, apretando la cara contra la superficie lisa y mojada de la piedra. Miró hacia fuera, con la automática en posición de disparar; debía matar a aquel hombre, pues de lo contrario lo mataría a él, mataría a Marie, los relacionaría a ambos con Carlos.
Conklin marchaba cojeando patéticamente hacia la verja de entrada, volviéndose una y otra vez con el arma extendida. Bourne levantó la automática y apuntó hasta tener en la mira la figura lisiada. Una fracción de segundo y todo habría terminado; su enemigo de Treadstone estaría muerto, y con su muerte se abriría un rayo de esperanza, pues en Washington había aún personas razonables.
Pero no podía hacerlo; no podía apretar el gatillo. Bajó el arma y se quedó de pie, indefenso, junto a la columna de mármol, mientras Conklin trepaba a su coche.
El coche. Debía regresar a París. Había una manera. Siempre la hubo. ¡Ella había estado allí!
Llamó suavemente a la puerta; la mente funcionaba a toda velocidad analizando los hechos, absorbiéndolos y descartándolos vertiginosamente mientras elaboraba un plan. Marie reconoció la llamada y le abrió la puerta.
—¡Santo cielo! ¡Mírate! ¿Qué ha ocurrido?
—No hay tiempo —replicó, y corrió hacia el teléfono que había en el otro extremo de la habitación—. Era una trampa. Están convencidos de que los traicioné, de que me he vendido a Carlos.
—¿Qué?
—Afirman que volé a Nueva York la semana pasada, el viernes último. Que maté a cinco personas… entre ellas a mi hermano. —Jason cerró un instante los ojos—. Había un hermano. Hay un hermano. No sé, no puedo pensar en eso ahora.
—¡Si jamás has abandonado París! ¡Y puedes demostrarlo!
—¿Cómo? Ocho, diez horas, eso es todo lo que habría necesitado. Y ocho o diez horas de las cuales no puedo dar cuenta es todo lo que ellos necesitan ahora. ¿Quién saldrá en mi defensa?
—Yo. Has estado conmigo.
—Creerán que tú eres parte de todo este asunto —replicó Bourne, mientras descolgaba el aparato y marcaba un número—. El robo, la traición, Port Noir, toda la maldita historia. Te relacionan conmigo. Carlos planeó esto hasta el último fragmento de huella digital. ¡Cristo! ¡Y vaya si se encargó de reunir las piezas!
—¿Qué estás haciendo? ¿A quién llamas?
—Á nuestro aliado, ¿recuerdas? El único que tenemos. Villiers. La esposa de Villiers. Ella es nuestro último recurso. La prenderemos, la haremos trizas, la someteremos a mil tormentos si es preciso. Pero no hará falta que lleguemos a eso; ella no luchará porque no puede ganar… ¡Maldito sea!, ¿por qué no contesta?
—El teléfono privado está en su despacho. Son las tres de la madrugada. Es probable que…
—¡Aquí está! ¿General? ¿Es usted? —Jason se vio obligado a preguntárselo, pues la voz en el otro extremo de la línea sonaba extrañamente tranquila, pero no con la calma del sueño interrumpido.
—Sí, soy yo, mi joven amigo. Le pido disculpas por la tardanza. Estaba arriba con mi esposa.
—Precisamente quiero hablarle de ella. Tenemos que ponernos en movimiento. Ya mismo. Alertar al Servicio Secreto francés, Interpol y la Embajada norteamericana, pero con la advertencia de que no interfieran hasta que yo la haya visto y hasta hablado con ella. Tenemos que hablar.
—No lo creo, Mr. Bourne… Sí, conozco su nombre, amigo mío. En cuanto a hablar con mi mujer, mucho me temo que no será posible. Simplemente, acabo de matarla.