31

Ella abrió la puerta y, por un momento, él se quedó mirándola, contemplando sus enormes ojos castaños que lo escrutaban, ojos que tenían miedo, pero en los que también había curiosidad. Ella sabía. No conocía la respuesta, pero sabía que existía una respuesta, y que él había regresado para decírsela. Entró en la habitación; ella cerró la puerta.

—Ocurrió —dijo ella.

—Ocurrió. —Bourne se volvió y abrió los brazos. Marie se arrojó a ellos, y así se quedaron durante un momento; el silencio de su abrazo era más elocuente que cualquier palabra—. Tenías razón —dijo, por fin él en un susurro, con los labios apoyados sobre su sedoso cabello—. Hay muchas cosas que ignoro, que tal vez no sepa nunca, pero tenías razón. Yo no soy Caín, porque Caín no existe, jamás existió. No el Caín del que hablan. No existí nunca. Es un mito inventado para sacar a Carlos de su madriguera. Yo soy esa creación. Un hombre de Medusa llamado Delta aceptó convertirse en una mentira llamada Caín. Yo soy ese hombre.

Ella se echó hacia atrás, pero sin soltarse de los brazos de Jason.

—Caín es Charlie…

Ella pronunció las palabras con lentitud.

—Y Delta es Caín —completó Jason—. ¿Me has oído decirlo?

Marie asintió con la cabeza:

—Sí. Una noche, en la habitación de Suiza, la gritaste durante el sueño. Jamás mencionaste a Carlos; sólo a Caín… Delta. Yo te dije algo a la mañana siguiente, pero no me contestaste. Te quedaste con la mirada perdida en la ventana.

—Porque no lo comprendía. Sigo sin comprenderlo, pero al menos lo acepto. Explica muchas cosas. Ella asintió una vez más.

—El provocateur. Las palabras clave que usas, las frases extrañas, las percepciones. Pero ¿por qué? ¿Por qué tú?

—Para borrar algo que hice en alguna parte. Eso es lo que él dijo.

—¿Quién lo dijo?

—D’Anjou.

—¿El hombre que estaba en la escalinata en Pare Monceau? ¿El operador del conmutador?

—El hombre de Medusa. Lo conocí en Medusa.

—¿Qué te dijo?

Bourne se lo contó. Y mientras lo hacía, advertía en ella el alivio que él mismo había sentido. Había luz en los ojos de ella, un latido en su cuello, una intensa alegría que pugnaba por escapar de su garganta. Era como si no pudiera esperar a que él terminara el relato para poder abrazarlo de nuevo.

—¡Jason! —exclamó, tomándole el rostro con las manos—. ¡Mi querido, mi amor! ¡Mi amigo ha vuelto a mí! Es todo lo que siempre supimos, todo lo que siempre sentimos!

—Bueno, no exactamente todo —le dijo, tocándole la mejilla—. Yo soy Jason para ti, Bourne para mí, porque ése es el nombre que me dieron, y debo usarlo porque no tengo ningún otro. Pero no es el mío.

—¿Es un nombre inventado?

—No; perteneció a una persona real. Dicen que lo maté en un lugar llamado Tam Quan.

Ella quitó las manos del rostro y las deslizó hasta sus hombros, no permitiendo que se apartara de ella.

—Debe de haber existido alguna razón.

—Así lo espero. No lo sé. Tal vez ésa sea la mancha que estoy tratando de borrar.

—No importa —dijo ella, soltándolo—. Es algo que pertenece al pasado, que sucedió hace más de diez años. Ahora lo único que importa es que te pongas en contacto con el hombre en Treadstone, porque ellos están tratando de ponerse en contacto contigo.

—D’Anjou dijo que habían hecho correr la voz de que los norteamericanos creen que me he cambiado de bando. Seis meses sin saber nada de mí, millones escamoteados de Zurich. Deben de creer que soy uno de los errores más caros de los archivos.

—Puedes explicarles lo que sucedió. No has roto ningún trato a sabiendas; por otra parte, no puedes seguir así. Es imposible. Todo el adiestramiento que recibiste no significa nada para ti. Está ahí sólo en forma fragmentaria: imágenes y frases que no relacionas con ninguna otra cosa. No conoces a gente que se supone deberías conocer. Son rostros sin nombres, sin ningún motivo para que estén donde están o sean lo que son.

Bourne se quitó el abrigo y extrajo la automática de la cintura. Estudió el silenciador: esa fea y perforada extensión del cañón que garantizaba reducir los decibelios de un disparo hasta convertirlo en una especie de tos sorda. Le enfermaba. Fue hasta el escritorio, metió el arma en un cajón y lo cerró. Durante un instante se quedó con la mano apoyada sobre el tirador, la mirada perdida en el espejo, en aquel rostro que carecía de nombre, reflejado en el vidrio.

—¿Y qué se supone que debo decirles? —preguntó—. Habla Jason Bourne. Por supuesto que sé que ése no es mi verdadero nombre, porque yo maté a un individuo llamado Jason Bourne, pero es el nombre que ustedes me pusieron… Lo siento, caballeros, pero algo me ocurrió camino de Marsella. Perdí algo, nada a lo que ustedes puedan asignarle valor, sólo mi memoria. Ahora bien, tengo entendido que hicimos un trato, pero no recuerdo bien qué es, excepto por frases absurdas como «¡Aprehende a Carlos!» y «¡Atrapa a Carlos!», y algo acerca de que Delta es Caín y se supone que Caín remplace a Charlie, y Charlie es en realidad Carlos. Cosas por el estilo, que pueden inducirlos a creer que recuerdo. Incluso es posible que se digan: «Este tipo que tenemos delante es un canalla de primer orden. Encerrémoslo por un par de décadas en una prisión bien segura. No sólo nos traicionó, sino que, lo que es peor aún, puede convertirse en una persona sumamente molesta». —Bourne se volvió y miró a Marie—. No hablo en broma. ¿Qué debo decirles?

—La verdad —respondió ella—. Ellos la aceptarán. Te han enviado un mensaje; están tratando de ponerse en contacto contigo. Y con respecto a esos seis meses, telegrafía a Washburn en Port Noir. Él llevó registro de todo; un registro completo y detallado.

—Quizá no responda. Hicimos nuestro pacto. Por recomponer lo que quedaba de mí, debía recibir un quinto de lo de Zurich, al cual no se le pudiera seguir la pista. Le mandé un millón de dólares norteamericanos.

—¿Crees que eso le impedirá ayudarte? Jason hizo una pausa.

—Tal vez no esté en condiciones de ayudarse a sí mismo. Tiene un problema: es un borracho. No un bebedor. Un borracho perdido. De la peor clase: lo sabe y le gusta serlo. ¿Cuánto tiempo crees que puede vivir con un millón de dólares? Más concretamente: ¿Cuánto tiempo le dejarán vivir esos piratas de los muelles una vez que lo descubran?

—Puedes demostrar que estuviste allí. Estabas enfermo, aislado. No estuviste en contacto con nadie.

—¿Y cómo harán los hombres de Treadstone para estar seguros de ello? Desde su punto de vista, soy una enciclopedia ambulante de secretos oficiales. Debía de serlo para hacer lo que hice. ¿Cómo pueden estar seguros de que no hablé con gente equivocada?

—Sugiéreles que manden un equipo a Port Noir.

—Donde los recibirán con miradas inexpresivas y silencio. Yo abandoné la isla en medio de la noche, con la mitad de los habitantes del muelle persiguiéndome con ganchos. Si alguno de ellos logró sacarle dinero a Washburn, advertirá la relación existente y caminará hacia otro lado.

—Jason, no sé qué propones. Ya tienes tu respuesta, la respuesta que has estado buscando desde que te despertaste una mañana en Port Noir. ¿Qué más quieres?

—Tener cuidado, eso es todo —dijo Bourne en tono abrasivo—. Quiero «mirar antes de dar el salto», y asegurarme de que «la puerta del establo está cerrada», y «Jack, sé listo; Jack, sé rápido; Jack, salta sobre el candelero. Pero, por amor de Dios, Jack, ¡no vayas a quemarte!». ¿Qué te parece mi memoria ahora?

Lo dijo gritando; luego se interrumpió.

Marie atravesó la habitación y quedó frente a él.

—Me parece espléndido. Pero no se trata de eso, ¿no es así? Me refiero a lo de ser cuidadoso.

—No, no es eso —replicó Jason, sacudiendo la cabeza—. A cada paso que he dado he sentido miedo, miedo de las cosas que he ido descubriendo. Ahora, al final, estoy más asustado que nunca. Si no soy Jason Bourne, ¿quién soy en realidad? ¿Qué he dejado allá atrás? ¿Lo has pensado alguna vez?

—Con todas sus consecuencias, querido. En cierta forma, yo estoy mucho más asustada que tú. Pero no creo que eso pueda detenernos. ¡Ojalá pudiera detenernos, pero sé que es imposible!

El agregado de la Embajada norteamericana en la Avenue Gabriel entró en el despacho del primer secretario y cerró la puerta. El hombre que estaba sentado frente al escritorio levantó la vista.

—¿Está seguro de que es él?

—Sólo sé que usó las palabras clave —dijo el agregado mientras se acercaba al escritorio con una ficha de archivo de bordes rojos en la mano—. Aquí está su ficha —siguió diciendo, y la entregó al primer secretario—. He verificado las palabras que usó, y si esa ficha es correcta, diría que es genuino.

El hombre que estaba detrás del escritorio estudió la tarjeta.

—¿Cuándo pronunció el nombre de Treadstone?

—Sólo cuando logré convencerlo de que no podría hablar con ningún miembro del Servicio Secreto de los Estados Unidos hasta que me diera una razón más que suficiente para ellos. Creo que pensó que yo quedaría estupefacto cuando me dijo que era Jason Bourne. Así que cuando, sencillamente, le pregunté qué podía hacer por él, pareció confundido, casi como si estuviera a punto de cortar en seguida la comunicación.

—¿No dijo que había una ficha de él?

—Yo esperaba que hiciera alguna referencia a eso, pero no la hizo. De acuerdo con el resumen de once palabras: «Oficial superior experimentado. Posible deserción o detención por parte de enemigos», con sólo pronunciar la palabra «ficha» habríamos «sintonizado». Pero no la dijo.

—Entonces, tal vez no sea genuino.

—Sin embargo, el resto concuerda. Lo que sí dijo es que D.C. lo buscaba hacía más de seis meses. Y entonces utilizó el nombre de Treadstone. Dijo que era de Treadstone; se supone que ése fuera el explosivo. También me dijo que transmitiera las palabras clave Delta, Caín y Medusa. Las dos primeras están en la ficha; ya lo verifiqué. Pero no sé qué quiere decir Medusa.

—Yo no sé qué quiere decir nada de eso —replicó el primer secretario—. Excepto que tengo órdenes de entregarlo de inmediato a comunicaciones, enviar todos los datos a los criptógrafos de Langley y mandar un informe confidencial a un tal Conklin. De él sí he oído hablar: un maldito bastardo a quien le destrozaron un pie en Nam hace diez o doce años. Tiene una extraña influencia en la Compañía. Y también logró sobrevivir a las purgas, lo cual me lleva a pensar que no quieren que ande vagando por las calles en busca de empleo. O de un editor.

—¿Quién cree usted que es Bourne? —preguntó el agregado—. En los ocho años que falto de los Estados Unidos, jamás he visto un operativo tan intenso y, al mismo tiempo, tan desarticulado para atrapar a una persona.

—Creo que es alguien a quien quieren encontrar a toda costa. —El primer secretario se puso de pie—. Gracias por esto. Informaré a D. C. lo bien que ha manejado usted todo. ¿Cuál es el plan de acción? Supongo que no le dio ningún número de teléfono.

—De ninguna manera. Quería volver a llamar a los quince minutos, pero yo desempeñé el papel de desagradable burócrata, y le dije que me llamara aproximadamente en una hora. O sea, poco después de las cinco de la tarde, lo cual nos permitiría ganar otra hora o dos, aduciendo que salí a comer.

—No sé. No podemos arriesgarnos a perderlo. Dejaré que Conklin establezca las bases del juego. Él es quien controla todo esto. Nadie hace nada con respecto a Bourne, a menos que él lo autorice.

Alexander Conklin estaba sentado a la mesa de su despacho de paredes blancas en Langley, Virginia, y escuchaba al hombre de la Embajada de París. Estaba convencido: era Delta. La referencia a Medusa era la mejor prueba de ello, pues era un hombre que nadie conocía, salvo Delta. ¡El muy canalla! Estaba desempeñando el papel de agente desamparado; sus controles en el teléfono de Treadstone no respondían a las palabras clave apropiadas porque los muertos no hablan. ¡Usaba aquella omisión para tratar de zafarse del gancho! La audacia del canalla era verdaderamente sorprendente. ¡Canalla, canalla!

Mata a los controles y utiliza esas muertes para poner fin a la cacería. Cualquier tipo de cacería. «¡Cuántos hombres lo han hecho antes!», pensó Alexander Conklin. Él mismo lo había hecho. Existió un control central en las colinas de Huong Khe, un enajenado que transmitía órdenes insensatas, una muerte certera para una docena de equipos de Medusa en una cacería enloquecida. Un joven oficial de espionaje llamado Conklin se arrastró de vuelta a la Base de Camp Kilo con un rifle norvietnamita, de calibre ruso, y disparó dos balas al loco en la cabeza. Hubo toda clase de lamentos y se establecieron medidas de seguridad más estrictas, pero también se dio por terminada la cacería.

Sin embargo, en los senderos de la jungla que desembocaban en la Base de Camp Kilo no habían aparecido fragmentos de vidrio. Fragmentos con huellas digitales que identificaran de manera irrefutable al francotirador como un miembro occidental de Medusa. Pero tales fragmentos sí se encontraron en la calle Setenta y Uno, aunque el asesino no lo sabía, Delta lo sabía.

—Por un momento dudamos seriamente de que fuera genuino —dijo el primer secretario, extendiéndose sobre el tema como para llenar el enojoso silencio de Washington—. Un oficial superior experimentado le habría dicho al agregado que buscara una ficha, pero el sujeto no lo hizo.

—Un olvido, seguramente —replicó Conklin, obligándose a concentrar sus pensamientos en el tremendo enigma que era Delta Caín—. ¿Qué han arreglado?

—Inicialmente Bourne insistió en volver a llamar a los quince minutos, pero yo me ocupé de ordenar que lo retrasaran para ganar tiempo. Por ejemplo, podríamos aprovechar la hora de la cena…

El hombre de la Embajada estaba tratando de asegurarse de que un ejecutivo de la CIA en Washington apreciara la perspicacia de sus contribuciones. Conklin sabía que lo seguiría haciendo durante casi un minuto; ya conocía demasiadas variaciones sobre el mismo tema.

Delta. ¿Por qué había cambiado de bando? La locura debió de haberle consumido el cerebro, dejándole tan sólo el instinto de supervivencia. Había estado vagando durante demasiado tiempo; sabía que tarde o temprano lo encontrarían, lo matarían. Jamás hubo otra alternativa; eso lo supo desde el momento mismo en que cambió de bando, o se derrumbó, o lo que fuese. Ya no tenía dónde esconderse; era un blanco en cualquier lugar del Planeta. En cualquier momento, alguien podía surgir de las sombras y poner fin a su vida. Era algo con lo que todos tenían que vivir; el argumento único y el más persuasivo contra la defección. Así que era preciso encontrar otra solución: la supervivencia. El Caín bíblico fue el primero en cometer fratricidio. ¿Habría ese mítico nombre provocado la obscena decisión, la estrategia misma? ¿Era algo tan simple como todo eso? Dios sabía que era la solución perfecta. Mátalos a todos, mata a tu propio hermano.

¿Webb desaparecido, el Monje desaparecido, el Marino y la esposa de éste… las únicas personas que podían repudiar las instrucciones recibidas por Delta, puesto que sólo esas cuatro personas eran las que les transmitían las instrucciones? Tomó los millones y lo distribuyó siguiendo las órdenes. Se los había entregado a destinatarios desconocidos que, según supuso, eran esenciales para los planes del Monje. ¿Quién era Delta para cuestionar al Monje? El creador de Medusa, el genio que lo había reclutado y lo había creado a él: Caín.

La solución perfecta. Para ser definitivamente convincente, todo lo que se requería era la muerte de un hermano y las consiguientes condolencias. Luego se daría un comunicado oficial: Carlos se había infiltrado y había destruido Treadstone. El asesino a sueldo ganaba la partida, y Treadstone abandonaba. ¡El muy canalla!

—… así que, básicamente, me pareció mejor que fuera usted quien estableciera las reglas del juego.

El primer secretario de la Embajada en París había concluido su exposición. Era un imbécil, pero Conklin lo necesitaba; era preciso escuchar una melodía mientras se ejecutaba la otra.

—Hizo usted muy bien —respondió un respetuoso ejecutivo en Langley—. Me encargaré de que los de aquí se enteren de lo bien que lo llevó todo. Tiene usted toda la razón del mundo; necesitamos tiempo, pero Bourne no se da cuenta de eso. Y tampoco podemos decírselo, lo cual dificulta aún más las cosas. Ya que hablamos por una línea muy segura, ¿me permite que le hable con toda franqueza?

—Por supuesto.

—Bourne ha estado sometido a una gran presión. Ha estado… detenido… durante un período prolongado. No sé si soy claro.

—¿Los soviéticos?

—Nada menos que hasta la Lubianca. Su huida se llevó a cabo por medio de un doble registro. ¿Está usted familiarizado con el término?

—Sí, lo estoy. Así que en Moscú creen que ahora está trabajando para ellos.

—Eso es lo que ellos creen. —Conklin hizo una pausa—. Y nosotros mismos no estamos muy seguros. Pasan cosas muy extrañas en la Lubianca.

El primer secretario dejó escapar un leve silbido.

—¡Vaya lío! ¿Cómo hará para llegar a una decisión?

—Usted me ayudará. Pero esto es de carácter tan confidencial, que lo coloca por encima del nivel de Embajada, incluso supera el nivel del embajador. Usted está en escena; usted fue la persona con quien él estableció contacto. Puede aceptar la condición o no. Si lo hace, creo que es muy probable que hasta el Despacho Oval le haga llegar su aprobación.

Conklin podía escuchar la lenta respiración procedente de París.

—Haré todo lo que esté en mis manos, desde luego. Dígame qué debo hacer.

—Ya lo ha hecho. Queremos retrasarlo. Cuando vuelva a llamar, háblele usted mismo.

—Naturalmente —interrumpió el hombre de la Embajada.

—Dígale que transmitió las claves. Dígale que Washington enviará a un miembro de Treadstone por transporte militar. Dígale que D.C. quiere que se mantenga oculto y lejos de la Embajada; que todos los caminos están vigilados. Luego pregúntele si necesita protección y, en caso afirmativo, averigüe dónde quiere recibirla. Pero no envíe a nadie; cuando hable de nuevo conmigo, yo ya me habré puesto en contacto con una persona de allí. Le daré a usted entonces su nombre y una identificación visual para que se los dé a él.

—¿Una identificación visual?

—Sí… Algo o alguno a quien él pueda reconocer.

—¿Uno de sus hombres?

—Sí, creemos que eso será lo mejor. Aparte usted, no tiene sentido que involucremos a la Embajada. De hecho, es fundamental que no lo hagamos, así que cualquier conversación que tenga con él no debe ser grabada.

—Yo me ocuparé de eso —dijo el primer secretario—. ¿Pero en qué forma esa única conversación que mantendré con él lo ayudará a determinar si es o no un doble agente?

—Porque no será tan sólo una; quizá hasta diez.

—¿Diez?

—Así es. Sus instrucciones para Bourne, las que nosotros le enviamos por intermedio suyo, son que lo llame por teléfono cada hora para confirmar que está en territorio seguro. Hasta la última llamada, cuando usted le avise de que el miembro de Treadstone ha llegado a París y se encontrará con él.

—¿Y qué lograrán con eso? —preguntó el hombre de la Embajada.

—Se mantendrá en movimiento… si no trabaja para nosotros. Hay una media docena de agentes soviéticos ultra secretos en París, y tenemos intervenidos los teléfonos de todos ellos. Si nuestro amigo trabaja para Moscú, lo más probable es que use al menos uno de ellos. Estará alerta. Y si las cosas se dan de esa manera, creo que usted no olvidará por el resto de su vida la ocasión en que tuvo que pasarse toda la noche en la Embajada. Las recomendaciones presidenciales suelen tener un efecto inmediato en lo que se refiere a ascensos. Pero, por otro lado, usted ya no puede llegar mucho más alto…

—Yo diría que sí, Mr. Conklin —interrumpió el primer secretario.

La conversación había llegado a su fin; el hombre de la Embajada volvería a llamar en cuanto tuviera noticias de Bourne. Conklin se levantó y atravesó la habitación, cojeando hasta llegar a un mueble archivo gris que estaba contra la pared. Abrió el cajón superior con su llave. Adentro había una carpeta cerrada que contenía un sobre lacrado con los nombres y direcciones de hombres a los que se podía recurrir en casos de emergencia. Se trataba de personas cuyo trabajo había sido valioso, personas leales, que, por algún motivo, ya no podían figurar en la nómina de Washington. En todos los casos fue necesario eliminarlos de la escena oficial, y colocarlos en algún otro sitio con una nueva identidad. Los que hablaban otro idioma con fluidez recibían a menudo ciudadanía extranjera a cambio de cooperar con el Gobierno de ese otro país. Sencillamente, desaparecían del mapa.

Eran parias, hombres que habían violado la ley al servicio de su patria, que por ella llegaron incluso a matar. Pero su país no podía tolerar la existencia oficial de tales individuos; sus escondrijos habían sido descubiertos, y sus acciones eran ya del dominio público. Empero, eran personas con las que se podía contar. Constantemente se giraba dinero a cuentas que escapaban a la inspección oficial, y dichos pagos entrañaban ciertos acuerdos tácitos.

Conklin llevó el sobre a su mesa y lo abrió; más tarde debería ser marcado y lacrado nuevamente. Existía un hombre en París, un hombre dedicado que había surgido a través del cuerpo de oficiales del Servicio de Espionaje del Ejército y que había llegado a teniente coronel a los treinta y cinco años. Era una persona en quien se podía confiar; comprendía bien las prioridades nacionales. Había matado a un operador de cine izquierdista en un pueblo cerca de Hué, hacía doce años.

Tres minutos más tarde tenía a aquel hombre en la línea, tras una llamada que no se asentaría ni grabaría. Al antiguo oficial se le había proporcionado un nuevo nombre y una breve historia de deserción, incluyendo un viaje secreto a los Estados Unidos, durante el cual el desertor en cuestión, cumpliendo una misión especial, había eliminado a las personas que controlaban la estrategia.

—¿Un registro doble? —preguntó el hombre de París—. ¿Moscú?

—No, no, son los soviéticos —replicó Conklin, sabiendo que si Delta solicitaba protección, los dos hombres se pondrían en contacto.

—Era una operación ultra secreta de largo alcance para atrapar a Carlos. —¿El asesino a sueldo?

—Él mismo.

—Tal vez usted diga que no se trata de Moscú, pero a mí no logrará convencerme de ello. Carlos fue entrenado en Novgorod y, por lo que sé, sigue siendo un sucio tirador de la KGB.

—Tal vez. No puedo darle más detalles, pero basta que le diga que estamos convencidos de que nuestro hombre fue comprado; se ha hecho con bastantes millones y quiere conseguir un pasaporte en regla.

—De modo que eliminó a sus controles y arregló todo para incriminar a Carlos, lo cual no significa absolutamente nada, sino que sólo añade otro asesinato a su haber.

—En efecto. Queremos seguirle el juego, que crea que es libre de regresar a su patria. Mejor aún, queremos conseguir una especie de confesión, toda la información que sea posible, y ése es el motivo de mi viaje allá. Pero lo que realmente importa es sacarlo de allí. Demasiada gente, en demasiados lugares, contribuyó a ponerlo donde está. ¿Puede usted ayudarnos? Recibirá, por cierto, una bonificación.

—Con mucho gusto. Y guárdese el dinero, detesto a los tipos de su calaña. Hacen saltar redes enteras.

—Tiene que ser un plan sin fallos; él es uno de los mejores hombres en su campo. Le sugiero que se busque alguien más; por lo menos una persona.

—Tengo a un hombre del Saint-Gervais que vale por cinco. Y está disponible.

—Contrátelo. Aquí van los detalles. El control en París es un contacto ciego de la Embajada; no sabe nada, pero está en comunicación con Bourne y tal vez solicite protección para él.

—Yo se la brindaré —dijo el antiguo oficial del Servicio Secreto—. Continúe.

—No hay mucho más por el momento. Tomaré un avión en Andrews. Llegaré a la capital de Francia entre las once y las doce de la noche, hora de París. Quiero entrevistarme con Bourne durante una hora, más o menos, y estar de vuelta en Washington mañana mismo. Es un horario apretado, pero es así como debe ser.

—Así será, entonces.

—El contacto ciego de la Embajada es el primer secretario. Su nombre es…

Conklin le dio los detalles pertinentes, y ambos hombres elaboraron un código básico para su contacto inicial en París. Palabras clave que indicarían al hombre de la CIA si había o no algún problema cuando se pusieran en contacto. Conklin colgó el receptor. Todo estaba en movimiento, exactamente como Delta supondría que lo estaría. Los herederos de Treadstone harían todo según las reglas, y las reglas eran inflexibles en lo concerniente a estrategias y estrategas ineficaces. Era preciso disolverlos, no permitir ninguna conexión o reconocimiento oficial. Las estrategias y los estrategas fracasados eran un estorbo para Washington. Y desde sus vapuleados comienzos, Treadstone Setenta y Uno había hecho uso y abuso de cada una de las unidades principales de la comunidad del Servicio de Espionaje de los Estados Unidos y de no pocos Gobiernos extranjeros. Se emplearían pinzas muy largas cuando se tocara a alguno de los sobrevivientes.

Delta sabía todo esto, y como quiera que él mismo se había encargado de destruir a Treadstone, advertía las precauciones, se anticiparía a ellas, se alarmaría si no eran tomadas. Y cuando lo enfrentaran reaccionaría con falsa furia y fingida aflicción respecto a la violencia desatada en la calle Setenta y Uno. Alexander Conklin lo escucharía con gran atención, tratando de descubrir alguna nota auténtica, e incluso el esbozo de una explicación razonable, pero sabía que no hallaría ninguna de las dos cosas. Los fragmentos irregulares de vidrio no podían enviar sus rayos a través del Atlántico, e incluso podían quedar ocultos en una residencia particular de Manhattan; pero las huellas dactilares eran una prueba más precisa de la presencia de un hombre en la escena que cualquier fotografía. No había manera de falsificarlas.

Conklin daría a Delta dos minutos para decir cualquier cosa que se le ocurriera. Lo escucharía, y luego apretaría el gatillo.