30

—D’Anjou.

—¿Delta? Me preguntaba cuándo… creo que reconocería tu voz en cualquier parte.

¡Lo había dicho! Había pronunciado el nombre. El nombre que no significaba nada para él y que, sin embargo, lo era todo. D’Anjou sabía. Philippe d’Anjou era parte de aquel pasado olvidado. Delta. Caín es Charlie, y Delta es Caín. Delta. Delta. ¡Delta! ¡Él conocía a ese hombre, y ese hombre sabia la respuesta! Alfa, Bravo, Caín, Delta, Eco, Foxtrot…

Medusa.

—Medusa —dijo, en voz baja, repitiendo el nombre que era un alarido silencioso en sus oídos.

—París no es Tam Quan, Delta. Ya no hay deudas entre nosotros. No intentes que te pague. Ahora trabajamos para diferentes jefes.

—Jacqueline Lavier está muerta. Carlos la ha matado en Neuilly-sur-Seine hace menos de treinta minutos.

—No esperarás que te crea. Hace unas dos horas Jacqueline estaba a punto de abandonar Francia. Ella misma me ha llamado desde el aeropuerto de Orly. Piensa encontrarse con Bergeron…

—¿Que se fue al Mediterráneo en busca de telas? —interrumpió Jason. D’Anjou hizo una pausa.

—La mujer que llamó preguntando por René. Por algo me resultó sospechosa. Pero eso no cambia nada. Yo hablé con Jacqueline; me llamó desde Orly.

—Se suponía que debía hacerlo. ¿Te pareció tranquila?

—Estaba inquieta, y nadie mejor que tú para adivinar el motivo. Has hecho un trabajo excelente. Delta. O Caín. O como te llames ahora. Por supuesto que estaba hecha un manojo de nervios. Por eso se aleja de aquí por un tiempo.

—Por eso está muerta. El siguiente serás tú.

—Las últimas veinticuatro horas han sido dignas de ti. Esto, no.

—La siguieron; lo mismo hacen contigo. Te vigilan en todo momento.

—Si es así, será para protegerme.

—Y entonces, ¿por qué la Lavier está muerta?

—No creo que lo esté.

—¿Te parece una persona capaz de suicidarse?

—Jamás.

—Entonces llama a la rectoría de la iglesia del Santísimo Sacramento en Neuilly-sur-Seine. Pregunta detalles sobre una mujer que se suicidó mientras se confesaba. ¿Qué puedes perder? Te volveré a llamar.

Bourne cortó la comunicación y salió de la cabina. Descendió de la vereda en busca de un taxi. La próxima llamada a Philippe d’Anjou la realizaría a no menos de diez manzanas de distancia. El hombre de Medusa no se convencería con facilidad y, en el ínterin, Jason no estaba dispuesto a arriesgarse a que algún dispositivo electrónico descubriera la localización de la llamada.

¿Delta? Creo que reconocería tu voz en cualquier parte… París no es Tam Quan. Tam Quan… Tam Quan. ¡Tam Quan! Caín es Charlie y Charlie es Caín. ¡Medusa!

¡Basta! No pienses en esas cosas… No debes hacerlo. Concéntrate en lo que es. En el ahora. En ti. No en lo que los demás dicen que eres; ni siquiera en lo que tú crees que eres. Sólo en el ahora. Y el ahora es un hombre que puede darte las respuestas.

Trabajamos para diferentes jefes…

Ésa era la clave.

¡Dime! ¡Por el amor de Dios, dime! ¿Quién es él? ¿Quién es mi jefe, D’Anjou?

Un taxi viró de repente y se detuvo peligrosamente cerca de sus rodillas. Jason abrió la portezuela y subió.

—Place Vendóme —dijo al chófer, sabiendo que quedaba cerca de Saint-Honoré. Era imperativo que estuviera lo más cerca posible para poner en marcha la estrategia que estaba comenzando a planear. Él llevaba la ventaja; era cuestión de usarla con un doble propósito. Debía convencer a D’Anjou de que sus seguidores eran también sus verdugos. Pero lo que esos hombres no podían saber era que alguien más los seguiría a ellos.

Place Vendóme estaba atestada de gente, como de costumbre y, también como de costumbre, el tráfico parecía enloquecido. Bourne vio una cabina telefónica en la esquina y se apeó del taxi. Entró en la cabina, y marcó el número de «Les Classiques»; habían pasado catorce minutos desde su llamada de Neuilly-sur-Seine.

—¿D’Anjou?

—Una mujer se suicidó mientras se estaba confesando, eso es todo lo que sé.

—¡Oh, vamos, no me digas que te contentas con esa explicación! A Medusa no le resultaría satisfactoria.

—Dame un momento para poner el conmutador en automático. —La línea quedó cortada durante unos cuantos minutos. D’Anjou regresó—. Una mujer de edad mediana, cabello canoso, ropas caras y un bolso Sí. Laurent. Eso es como describir a diez mil mujeres de París. ¿Cómo sé que no te apoderaste de una de ellas, la mataste y luego la usaste como pretexto para esta llamada?

—¡Oh, claro, la llevé a la iglesia en brazos como una pietà, mientras la sangre que brotaba de sus estigmas goteaba sobre las naves! Sé razonable, D’Anjou. Comencemos por lo más obvio. El bolso no era de ella; Jacqueline llevaba uno de cuero blanco. No me parece probable que estuviera dispuesta a hacer publicidad a una casa rival suya.

—Lo cual no hace sino confirmar lo que te digo. No era Jacqueline Lavier.

—Ello confirma mi teoría. Los documentos que había en el bolso la identificaban como otra persona. El cuerpo será reclamado de inmediato; nadie debe tocar a «Les Classiques».

—¿Sólo porque tú lo dices?

—No. Porque es el método empleado por Carlos por lo menos en cinco asesinatos que puedo enumerarte —y podía hacerlo. Eso era lo más alarmante—. Un hombre es eliminado, la Policía cree que se trata de otra persona, la muerte es un misterio; los asesinos, desconocidos. Luego descubren que se trata en realidad de alguien distinto, pero a tales alturas, Carlos se encuentra ya en otro país, y ya ha cumplido otro contrato. Lavier fue un variante de ese método, nada más.

—No son más que palabras, Delta. Jamás hablabas mucho, pero cuando lo hacías, sabías elegir las palabras adecuadas.

—Y si tú estuvieras en Saint-Honoré dentro de tres o cuatro semanas, cosa que no ocurrirá, verías por ti mismo cómo acaba esta historia. Un accidente aéreo o un barco perdido en el Mediterráneo. Cuerpos quemados más allá de toda posibilidad de identificación, o, sencillamente, desaparecidos. Y, sin embargo, las identidades de las personas estarán claramente establecidas: Lavier y Bergeron. Pero sólo uno de ellos está en realidad muerto: Madame Lavier. Monsieur Bergeron es un privilegiado; mucho más de lo que supones. Bergeron estará de vuelta haciendo negocios. Y en cuanto a ti, te habrás convertido en una simple estadística en la morgue de París.

—¿Y tú?

—De acuerdo con los planes, yo también estaré muerto. Piensan aprehenderme por intermedio tuyo.

—Es lógico. Ambos somos de Medusa, y ellos lo saben; Carlos lo sabe. Cabe suponer que me reconocerías.

—¿Y tú a mí no? D’Anjou hizo una pausa.

—Sí —respondió—. Como ya te dije, ahora trabajamos para distintos jefes.

—De eso quisiera hablar.

—Nada de conversaciones, Delta. Pero en recuerdo de los viejos tiempos, por lo que hiciste por nosotros allá en Tam Quan, hazle caso a un miembro de Medusa: sal de París, o te convertirás en el hombre muerto que acabas de mencionar.

—No puedo irme.

—Tienes que hacerlo. Si se me presenta la oportunidad, yo mismo apretaré el gatillo, y me pagarán una buena suma por ello.

—Entonces te daré esa oportunidad.

—Perdóname si te digo que me parece ridículo.

—Tú no sabes qué es lo que quiero, ni cuánto estoy dispuesto a arriesgar para obtenerlo.

—Sé que, sea cual fuere tu objetivo, te arriesgarás por él. Pero los que correrán más peligro serán tus enemigos. Te conozco bien, Delta. Bueno, debo regresar al conmutador. Te desearía buena caza, pero…

Era el momento indicado para utilizar la única arma que le quedaba, la única amenaza que podría hacer que D’Anjou siguiera hablando con él.

—¿Adonde pedirás instrucciones ahora que Pare Monceau ha sido eliminado?

El silencio de D’Anjou acentuó la tensión. Cuando respondió, su voz era un susurro.

¿Qué has dicho?

—Por eso la mataron. Por eso te matarán también a ti. Ella fue a Pare Monceau y murió por ese motivo. Tú has estado en Pare Monceau y también morirás por ello. Carlos ya no se puede permitir el lujo de que permanezcas con vida: sabes demasiado. ¿Por qué poner en peligro toda una organización tan bien montada? Te usará para atraparme, luego te matará a ti y creará otro «Les Classiques». De un miembro de Medusa a otro, ¿puedes poner en duda mis palabras?

El silencio fue más prolongado, más intenso que el anterior. Era evidente que el otro integrante de Medusa se estaba formulando algunas preguntas difíciles.

—¿Qué quieres de mí? Excepto yo mismo, por supuesto. Deberías saber que los rehenes no sirven para nada. Y, sin embargo, me provocas, me sorprendes con lo que has descubierto. Yo no te sirvo para nada ni vivo ni muerto; por tanto, ¿qué deseas de mí?

—Información. Si la tienes, me iré de París esta misma noche, y ni Carlos ni tú volveréis jamás a tener noticias mías.

—¿Qué información?

—Si te lo digo ahora, me contestarás con una mentira. Al menos eso haría yo. Pero cuando estemos frente a frente me dirás la verdad.

—¿Con un alambre alrededor del cuello?

—¿En medio del gentío?

—¿Del gentío? ¿A la luz del día?

—Dentro de una hora. Fuera del Louvre. Cerca de la escalinata. En la parada de taxis.

—¿En el Louvre? ¿En medio del gentío? ¿Quieres que te dé información que hará que te vayas de aquí? Supongo que no pretendes que te hable de mi jefe.

—No del tuyo. Del mío.

—¿Treadstone?

Él sabía. Philippe d’Anjou conocía la respuesta. Tranquilízate. No dejes que se note la ansiedad que sientes.

—Setenta y Uno —completó Jason—. Sólo una pregunta y desapareceré. Y cuando me des la respuesta, la verdad, yo te daré algo a cambio.

—¿Qué podría querer yo de ti? ¿Que no fueras tú mismo?

—Información que puede hacer que conserves el pellejo. No es ninguna garantía, pero créeme si te digo que sin ella no estarás vivo. Pare Monceau, D’Anjou.

Silencio otra vez. Bourne se imaginaba a aquel ex miembro de Medusa con el cabello gris, la mirada perdida en el conmutador que tenía delante, y el nombre de ese elegante distrito de París reseñándole en la cabeza con intensidad cada vez mayor. Pare Monceau equivalía a la muerte, y D’Anjou lo sabía con la misma certeza que Jason sabía que la mujer muerta en Neuilly-sur-Seine era Jacqueline Lavier.

—¿Qué tipo de información sería ésta? —preguntó D’Anjou.

—La identidad de tu jefe. Un nombre y pruebas suficientes para que lo metas en un sobre lacrado y se lo des a un abogado para que lo guarde mientras estés con vida. Pero si llegaras a morir de forma no natural, o incluso accidental, tendría instrucciones de abrir el sobre y revelar su contenido. Es una forma de protección, D’Anjou.

—Comprendo —replicó lentamente el ex hombre de Medusa—. Pero tú dices que me vigilan, que me siguen.

—Cúbrete —dijo Jason—. Diles la verdad. Tienes un número de teléfono al que puedes llamar, ¿no es así?

—Sí, hay un número, un hombre. La voz del mayor de los dos hombres subió ligeramente de tono por la sorpresa.

—Llámalo, dile exactamente lo que te he dicho… Excepto lo relativo a nuestro intercambio, desde luego. Dile que me he puesto en contacto contigo, que quiero que nos veamos. Que el encuentro se llevará a cabo fuera del Louvre, dentro de una hora. La verdad.

—Has perdido el juicio…

—Sé lo que hago.

—Solías saberlo. Te estás abriendo tu propia trampa; estás montando tu propia ejecución.

—Entonces es posible que recibas una sustanciosa recompensa.

—O que me ejecuten, si lo que dices es cierto.

—Averigüémoslo. Me pondré en contacto contigo de una u otra forma, te doy mi palabra. Tienen mi fotografía; me reconocerán en cuanto lo haga. Es mejor una situación controlada que una en la que no existe ningún tipo de control.

—Ahora reconozco a Delta —dijo D’Anjou—. Él no crea su propia trampa; no camina frente a un pelotón de fusilamiento y pide que le venden los ojos.

—No, en efecto, no lo hace —convino Bourne—. No tienes otra salida, D’Anjou. Dentro de una hora. Fuera del Louvre.

El éxito de cualquier trampa reside en su simplicidad fundamental. La trampa invertida, por la naturaleza de su única complicación, debe ser rápida y aún más sencilla.

Recordó las palabras mientras aguardaba dentro del taxi en Saint-Honoré, frente a «Les Classiques». Había dicho al chófer que diera un par de vueltas a la manzana, simulando ser un turista norteamericano cuya esposa estaba de compras en la zona de la haute couture. Tarde o temprano saldría de una de las tiendas y la encontraría.

A los que encontró fue a los hombres de Carlos. La antena con tope de goma del sedán negro era a la vez la prueba y la señal de peligro. Se sentiría mucho más seguro si pudiera eliminar aquel transmisor de radio, pero no tenía cómo hacerlo. La otra alternativa era suministrarle información falsa. En algún momento, durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Jason haría lo posible por lograr que aquella radio transmitiera un mensaje falso. Desde su posición oculta, en el asiento trasero del taxi, estudió a los dos hombres que estaban dentro del automóvil, al otro lado de la calle. Si había algo que los destacaba de entre los cientos de otros hombres parecidos a ellos en Saint-Honoré, era el hecho de que no hablaban entre sí.

Philippe d’Anjou salió a la calle, tocado con un sombrero gris de alas anchas que le cubría sus cabellos grises. Escrutó la calle con la mirada, lo cual le indicó a Bourne que el ex integrante de Medusa se había cubierto. Había marcado su número; había transmitido la sorprendente información; sabía que los hombres que se encontraban en el automóvil estaban preparados para seguirlo.

Un taxi, aparentemente pedido por teléfono, se detuvo junto a la vereda. D’Anjou dijo algo al conductor y subió al taxi. Al otro lado de la calle, una antena comenzó a emerger ominosamente de su base; la cacería había comenzado.

El sedán arrancó detrás del taxi de D’Anjou; era la confirmación que Jason necesitaba. Se inclinó hacia delante y habló al chofer:

—¡Lo había olvidado! —comentó con irritación—. Me dijo que esta mañana iría al Louvre, y que haría las compras por la tarde. ¡Ya hace más de media hora que debía encontrarme con ella allá! Lléveme al Louvre, por favor.

Mais oui, monsieur, Le Louvre.

En dos oportunidades, en aquel corto viaje hasta la fachada monumental que daba al Sena, el taxi de Jason se adelantó al sedán negro, para luego ser pasado por éste. La proximidad le dio a Bourne la oportunidad de ver exactamente lo que necesitaba. El hombre que estaba junto al conductor hablaba continuamente ante un micrófono que tenía en la mano. Carlos se estaba asegurando de que en la trampa no hubiera ningún cabo suelto; otros se iban aproximando para llevar a cabo la ejecución. Llegaron a la enorme entrada del Louvre.

—Póngase en fila detrás de esos taxis —dijo Jason.

—Pero ésos están libres y esperan pasajero, señor. Yo tengo uno: usted es mi pasajero. Lo llevaré a la…

—Haga lo que le digo —replicó Bourne, deslizando un billete de cincuenta francos por encima del asiento.

El chofer viró bruscamente y se colocó en fila. El sedán negro estaba a veinte metros de distancia, a la derecha; el hombre que sostenía el micrófono había girado en su asiento y miraba por la ventanilla trasera izquierda. Jason siguió su mirada y vio lo que había supuesto. A unos cincuenta metros hacia el Oeste, en aquella inmensa área, había un automóvil gris, el mismo que había seguido a Jacqueline Lavier y a la esposa de Villiers a la iglesia del Santísimo Sacramento y había sacado luego a toda velocidad a la segunda de las mujeres de Neuilly-sur-Seine después que ésta había acompañado a Lavier a hacer su última confesión. Su antena se retraía ahora hacia la base. A la derecha, el hombre de Carlos ya no sostenía el micrófono. La antena del sedán negro también estaba desapareciendo de la vista; habían establecido contacto y confirmado la posición del blanco. Cuatro hombres. Eran los verdugos de Carlos.

Bourne se concentró en el gentío que se encontraba frente a la entrada del Louvre y en seguida descubrió a D’Anjou, elegantemente vestido. Iba y venía lenta y cautelosamente, junto al enorme bloque de granito blanco que flanqueaba la escalinata de mármol a mano izquierda.

Ahora. Había llegado el momento de enviar la información falsa.

—Sálgase de la fila —ordenó Jason.

—¿Qué, señor?

—Le daré doscientos francos si hace exactamente lo que le digo. Salga de aquí y vaya hasta el comienzo de la fila, luego gire dos veces a la izquierda y regrese por el otro carril.

—¡No lo entiendo, señor!

—No tiene por qué entender nada. Trescientos francos.

El chofer viró hacia la izquierda, avanzó hasta el principio de la fila, y dio un giro violento hacia la izquierda, hacia donde estaba la hilera de coches aparcados. Bourne extrajo la automática del cinturón y se la colocó entre las rodillas. Examinó el silenciador, asegurándose de que el cilindro estuviera bien ajustado.

—¿Adonde desea que lo lleve, señor? —preguntó el perplejo chófer cuando entraban en el carril que los conducía una vez más a la entrada del Louvre.

—Disminuya la velocidad —dijo Jason—. Ese coche gris grande que está delante de nosotros, el que apunta hacia la salida al Sena…, ¿lo ve usted?

—Por supuesto.

—Dé la vuelta alrededor de él, lentamente, hacia la derecha.

Bourne se deslizó en el rincón izquierdo del asiento y bajó la ventanilla, ocultando la cabeza y el arma. Sacaría a relucir ambas en unos pocos segundos.

El taxi se aproximó al maletero del sedán, y el conductor volvió a girar el volante. Los dos automóviles estaban ahora paralelos. Jason dejó ver su rostro y su arma. Apuntó hacia la ventanilla trasera del sedán gris e hizo cinco disparos, uno tras otro, destrozando los vidrios y cogiendo por sorpresa a los dos hombres, quienes se gritaron mutuamente y se parapetaron tras los marcos de las ventanillas, bajo los asientos delanteros. Pero lo habían visto. Ésa era la información falsa.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Bourne al aterrado chófer, mientras le arrojaba trescientos francos por encima del asiento y tapaba la ventanilla posterior con su sombrero. El taxi salió disparado hacia las puertas de piedra del Louvre.

Ahora.

Jason se tiró hacia atrás en el asiento, abrió la puerta y rodó por la calle empedrada, gritándole al mismo tiempo las últimas instrucciones al conductor.

—¡Si quiere seguir con vida, desaparezca de aquí!

El taxi se lanzó a toda velocidad, con el chofer dando alaridos. Bourne se zambulló entre dos coches aparcados, oculto ahora del sedán gris, y se incorporó con mucha lentitud, espiando por entre las ventanillas. Los hombres de Carlos eran veloces, profesionales, y no perdieron un instante en iniciar la caza. Mantenían a la vista el taxi, cuyo motor no podía compararse con el del potente sedán, y en aquel taxi iba el blanco. El hombre que iba al volante pisó el acelerador y arrancó de prisa, mientras su compañero empuñaba el micrófono y la antena volvía a emerger. Le estaban gritando órdenes a otro sedán que estaba más próximo a las escalinatas de piedra. El taxi viró bruscamente hacia una calle que corría junto al Sena, seguido muy de cerca por el inmenso coche gris. Cuando pasaron a escasos centímetros de Jason, las expresiones de los hombres lo decían todo. Tenían a Caín a la vista, la trampa se había cerrado, y en pocos minutos se ganarían el sueldo que cobraban.

La trampa invertida, por la naturaleza de su única complicación, debe ser rápida y aún más sencilla…

En pocos minutos… Sólo debía aguardar unos pocos minutos si estaba en lo cierto. ¡D’Anjou! El contacto había desempeñado su papel —un papel menor, por cierto—, y era desechable… Como Jacqueline Lavier había sido desechable…

Bourne saltó entre los coches y empezó a correr hacia donde se encontraba el sedán negro; estaba sólo a cincuenta metros. Podía ver a los dos hombres: estaban convergiendo sobre Philippe d’Anjou, quien seguía caminando frente a la escalinata de mármol. Un disparo certero de cualquiera de los dos hombres y D’Anjou sería hombre muerto. Y Treadstone Setenta y Uno se perdería con él. Jason corrió más rápido, con la mano metida en el abrigo, empuñando la pesada automática.

Los hombres de Carlos estaban ahora a pocos metros de distancia, preparándose para una ejecución rápida, para abatir al condenado a muerte antes de que éste comprendiera lo que estaba corriendo.

¡Medusa! —rugió Bourne, sin saber por qué gritaba aquel nombre en lugar del de D’Anjou—. ¡Medusa…, Medusa!

La cabeza de D’Anjou dio una sacudida, su rostro se demudó. El conductor del sedán negro había girado, y su revólver apuntaba ahora a Jason, mientras su compañero se acercaba al lugar donde se encontraba D’Anjou, con el arma apuntando al ex integrante de Medusa. Bourne se zambulló hacia la derecha, con la automática extendida hacia delante, sostenida con ambas manos. Disparó al aire, pero apuntando a un blanco certero; el hombre que se acercaba a D’Anjou se arqueó hacia atrás, al tiempo que las piernas le quedaron paralizadas; por último, se desplomó sobre el empedrado. Las balas silbaron sobre la cabeza de Jason, y fueron a incrustarse en la superficie metálica que estaba detrás de él. Rodó hacia la izquierda, con el arma otra vez preparada, apuntando al segundo hombre. Apretó dos veces el gatillo; el conductor lanzó un grito, y un borbotón de sangre le cubrió el rostro mientras se derrumbaba.

La histeria hizo presa en la muchedumbre. Hombres y mujeres gritaban, los padres cubrían a sus hijos con sus cuerpos, otros trepaban por las escaleras a toda prisa hacia el interior del Louvre, al tiempo que los guardias pugnaban por salir.

Bourne se incorporó, buscando a D’Anjou, El hombre de más edad se había lanzado detrás de la mole de granito blanco, y su enjuta figura asomaba, aterrada y torpe, de su escondite. Jason se abrió paso a toda velocidad entre la muchedumbre llena de pánico, colocándose la automática en el cinturón y apartando los cuerpos histéricos que lo separaban del hombre que podía darle las respuestas que necesitaba. Treadstone. ¡Treadstone!

Por fin llegó junto al hombre de cabellos grises, su antiguo camarada de Medusa.

—¡Levántate! —le ordenó—. ¡Vayámonos de aquí!

—¡Delta…! ¡Era uno de los hombres de Carlos! Lo conozco bien, ¡lo he usado! ¡Iba a matarme!

—Lo sé. ¡Vamos! ¡Rápido! Los otros volverán; comenzarán a buscarnos. ¡Vamos, te digo!

Bourne sintió de repente la presencia de una sombra negra. Se volvió como un rayo al tiempo que, instintivamente, empujaba a D’Anjou al suelo, y cuatro disparos brotaron de una pistola empuñada por una figura oscura apostada junto a la fila de taxis. Alrededor de ellos volaron fragmentos de granito y de mármol. ¡Era él! Los hombros anchos y pesados, la cintura angosta destacada por un ceñido traje oscuro… el rostro de tez oscura enmarcado por una bufanda de seda blanca y el sombrero negro de ala angosta. ¡Carlos!

¡Aprehende a Carlos! ¡Atrapa a Carlos! ¡Caín es Charlie y Delta es Caín! ¡Falso!

¡Busca a Treadstone! Busca un mensaje dirigido a un hombre! ¡Busca a Jason Bourne!

¡Se estaba volviendo loco! Imágenes borrosas de su pasado convergían con la terrible realidad del presente y lo sacaban de quicio. Las puertas de su mente se abrían y se cerraban, se abrían con un golpe y se cerraban con otro; en un momento, una luz cegadora; al siguiente, una oscuridad total. Las sienes comenzaron a dolerle de nuevo; eran punzadas que parecían truenos ensordecedores. Comenzó a correr tras el hombre del traje negro y bufanda de seda blanca. Entonces vio los ojos y el cañón del arma, tres órbitas oscuras que apuntaban hacia él como rayos láser. ¿Bergeron…? ¿Era Bergeron? ¿Era él? O Zurich… o… ¡Ya no había tiempo!

Amagó hacia la izquierda, y luego se zambulló hacia la derecha, poniéndose fuera de la línea de fuego. Las balas llovían sobre la piedra, y cada explosión iba seguida por el estrépito que producían al rebotar contra su superficie. Jason se tiró bajo un coche aparcado, entre las ruedas observó que la figura de negro escapaba hasta desaparecer. El dolor persistió, pero los truenos cesaron. Reptó por el empedrado hasta salir de su guarida, se puso de pie y corrió de nuevo hacia la escalinata del Louvre.

¿Qué había hecho? ¡D’Anjou había desaparecido! ¿Cómo había ocurrido aquello? La trampa invertida no había sido ninguna trampa en absoluto. Su plan se había vuelto contra él, permitiendo que escapara el único hombre que podía proporcionarle las respuestas, ¡Había perseguido a los hombres de Carlos, y Carlos lo había perseguido, a él desde Saint-Honoré. Todo había sido inútil; lo embargó una desesperante sensación de vacío.

Y entonces escuchó las palabras, pronunciadas desde el otro lado de un automóvil cercano. Philippe d’Anjou se asomó cautelosamente.

—Parece como si Tam Quan nunca estuviera demasiado lejos. ¿Adonde iremos, Delta? No podemos permanecer aquí.

Se sentaron en un compartimiento con cortinillas de un atestado café de la rué Pilón, callejuela que era algo más que un pasaje en Montmartre. D’Anjou bebía su coñac doble, mientras decía en voz baja y tono reflexivo:

—Regresaré a Asia. A Singapur, o a Hong Kong, o incluso a las Seychelles. Francia nunca ha sido un lugar demasiado bueno para mí; ahora es sinónimo de muerte.

—Tal vez no sea preciso que te alejes —replicó Bourne mientras bebía el whisky—. Te lo dije en serio. Dime lo que quiero saber, y te daré… —se interrumpió lleno de dudas; no, estaba decidido a decirlo—. Te daré la identidad de Carlos.

—No me interesa en absoluto —replicó D’Anjou con los ojos clavados en Jason—. Te diré lo que pueda. No veo por qué he de callarme nada. Es obvio que no lo acusaré ante las autoridades, pero si tengo información que pueda ayudarte a aprehender a Carlos, el mundo se convertirá en un lugar más seguro para mí, ¿no lo crees? Sin embargo, personalmente no deseo verme envuelto en ese tipo de cosas.

—¿Ni siquiera sientes curiosidad?

—Tal vez sólo en un sentido académico, pues por tu expresión adivino que será una sorpresa para mí. De modo que suelta de una vez las preguntas y luego sorpréndeme.

—Quedarás sorprendido.

De improviso, D’Anjou pronunció el nombre con toda calma:

—¿Bergeron?

Jason no se movió; atónito, se quedó mirando al hombre de más edad. D’Anjou siguió hablando.

—Lo he pensado una y otra vez. Cada vez que hablo con él, lo miro y me pregunto. Sin embargo, siempre acabo por rechazar la idea.

—¿Por qué? —interrumpió Bourne, sin querer dar su brazo a torcer.

—Te aclaro que no estoy seguro; es sólo una corazonada. Tal vez se deba a que me he enterado de más cosas sobre Carlos de labios de Rene Bergeron que de ninguna otra fuente. Está obsesionado con Carlos; hace muchos años que trabaja para él, y se siente muy orgulloso de contar con su confianza. El único problema es que habla demasiado de él.

—¿El ego que se expresa, aparentemente, a través de otro?

—Tal vez, pero no es coherente con todas las precauciones que toma Carlos, ese muro literalmente impenetrable de misterio que ha erigido en torno a él. No tengo una certeza total, por supuesto, pero dudo mucho de que se trata de Bergeron.

—Has sido tú el que ha aludido a él, no yo.

D’Anjou sonrió.

—No tienes por qué preocuparte, Delta. Formula tus preguntas.

—Pensé que era Bergeron. Lo siento.

—No lo sientas tanto, pues quizá sea él. Ya te dije que no me importa. Dentro de pocos días estaré de regreso en Asia, persiguiendo el franco, o el dólar, o el yen. Nosotros, los de Medusa, siempre estamos llenos de recursos, ¿no es así?

Jason no supo por qué, pero de pronto recordó el rostro macilento de André Villiers. Se había prometido tratar de averiguar todo lo posible para el viejo soldado. Y no tendría otra oportunidad para hacerlo.

—¿Qué papel desempeña la esposa de Villiers en todo esto? Las cejas de D’Anjou se arquearon:

—¿Angélique? Pero, por supuesto, tú te has referido a Pare Monceau, ¿no es verdad? ¿Cómo…?

—Por cierto que para mí no son importantes.

—Los detalles no interesan en este momento.

—¿Qué me dices de ella? —lo presionó Bourne.

—¿La has mirado con atención? Me refiero a su tez.

—He estado lo suficientemente cerca de ella. Está muy bronceada. Es muy alta y está muy bronceada; se cuida mucho de mantener su piel bronceada: la Riviera, las islas griegas, la Costa del Sol, Gstaad. Siempre con la piel bañada por el sol.

—Le sienta muy bien.

—Sí. Y es también un recurso muy inteligente. Disimula su verdadero aspecto. Para ella no existe la palidez del otoño ni del invierno. El tono atractivo de la piel siempre está allí, porque estaría allí de todos modos. Con o sin Saint-Tropez, la Costa Brava o los Alpes.

—¿Qué quieres decir?

—Que aunque se supone que la atractiva Angélique Villiers es parisiense, no lo es. Es latinoamericana. Venezolana, para ser precisos.

—Sánchez —susurró Bourne—. Ilich Ramírez Sánchez.

—Sí. Se dice que es prima hermana de Carlos, y su amante desde los catorce años. Se rumorea que es la única persona en la Tierra que a él le importa algo.

—¿Y Villiers es, sin saberlo, el zángano que conquista a la abeja reina?

—¿Utilizas el lenguaje de Medusa, Delta? —D’Anjou asintió con la cabeza—. Sí, ése es Villiers. El plan brillantemente concebido por Carlos para tener acceso a muchos de los departamentos más impenetrables del Gobierno francés, incluyendo el expediente sobre el mismo Carlos.

—Un plan realmente brillante —replicó Jason, recordando—. Precisamente porque es inimaginable.

—Por completo.

Bourne se inclinó hacia delante.

—Treadstone —dijo, mientras aferraba con ambas manos su copa—. Háblame de Treadstone Setenta y Uno.

—¿Y qué podría decirte yo a ti?

—Todo lo que saben. Todo lo que sabe Carlos.

—No creo que sea capaz de hacer eso. Yo digo cosas, fragmentos aislados, luego lo reconstruyo, pero, excepto en lo concerniente a Medusa, no soy precisamente un consultor, y mucho menos un confidente.

Fue todo lo que Jason pudo hacer para dominarse: abstenerse de preguntar acerca de Medusa, Delta y Tam Quan; el viento que silbaba en la noche, la oscuridad, las expresiones de luz que lo cegaban cada vez que escuchaba esas palabras. Pero no podía preguntar nada al respecto; debía suponer ciertas cosas, no hacer referencia alguna a su propia pérdida, no dar ninguna indicación en tal sentido. Todo era cuestión de prioridades. Treadstone. Treadstone Setenta y Uno…

—¿Qué sabes de ello? ¿Qué has logrado reconstruir?

—Lo que he escuchado y lo que he logrado reconstruir no siempre fueron cosas compatibles. No obstante, ciertos hechos me resultaron evidentes.

—¿Como por ejemplo?

—Cuando vi que eras tú, lo supe en seguida. Delta había establecido un acuerdo lucrativo con los norteamericanos. Otro acuerdo lucrativo, aunque tal vez de índole distinta del anterior.

—Explícamelo mejor, te lo ruego.

—Hace once años se rumoreaba en Saigón que el helado Delta era el mejor pagado de todos los integrantes de Medusa. Sin la menor duda, tú eras el más capaz que yo conocía, así que di por sentado que te habrías metido en un asunto muy difícil. Y debes andar en otro infinitamente más complicado, a juzgar por lo que haces ahora.

—¿Y de qué se trata? Siempre de acuerdo con los rumores, por supuesto.

—Lo que ambos sabemos. Fue confirmado en Nueva York. El Monje lo confirmó antes de morir; al menos eso fue lo que me dijeron. Era coherente con el patrón desde el principio.

Bourne aferró la copa, evitando la mirada de D’Anjou. El Monje. El Monje. No preguntes. El Monje está muerto, quienquiera que fuera y dondequiera que estuviera. Ya no es pertinente.

—Te lo pregunto una vez más —dijo Jason—. ¿Qué suponen que hago ahora?

—Vamos, Delta; yo soy el que está a punto de partir. No tiene sentido…

Por favor —lo interrumpió Bourne.

—De acuerdo. Tú aceptaste convertirte en Caín. En el mítico asesino con una interminable lista de contratos que jamás existieron, hechos de la nada, sustanciados por todo tipo de recursos fiables. Finalidad: desafiar a Carlos. «Desgastar su prestigio en cada oportunidad que tuvieras»; ésa fue la forma en que lo expresó Bergeron. Para bajarle el precio, hacer que todo el mundo se enterara de sus deficiencias, de tu superioridad. Básicamente, para sacar a Carlos del juego y apoderarse de él. Ése fue tu trato con los norteamericanos.

Rayos de su propio sol personal irrumpieron en los rincones oscuros de la mente de Jason. Allá lejos se entreabrían algunas puertas, pero estaban demasiado lejos, y sólo se abrían de forma parcial. Pero había luz donde antes existía oscuridad.

—Entonces, los norteamericanos son… —Bourne no terminó esa afirmación, deseando con todas sus fuerzas que D’Anjou lo hiciera por él.

—Sí —añadió D’Anjou—: Treadstone Setenta y Uno. La unidad más controlada del Servicio de Espionaje norteamericano desde las Operaciones Consulares del Departamento de Estado. Y fue creada por el mismo hombre que creó Medusa: David Abbott.

El Monje —dijo Jason en voz baja, instintivamente: otra puerta entreabierta a lo lejos.

—Desde luego. ¿Y a qué otra persona le pediría que desempeñara el papel de Caín sino al hombre de Medusa conocido como Delta? Como te dije en cuanto te vi, lo supe.

—Un papel… —Bourne se interrumpió. La luz del sol era cada vez más brillante, pero no lo cegaba, sino que le proporcionaba calidez. D’Anjou se inclinó hacia delante.

—Desde luego, aquí es donde lo que escuché y lo que reconstruí son incompatibles. Se decía que Jason Bourne aceptó la misión por motivos que yo sabía no eran los verdaderos. Yo estaba allí, ellos no; no tenían cómo saberlo.

—¿Y qué fue lo que dijeron? ¿Qué escuchaste?

—Que tú eras miembro del Servicio Secreto Norteamericano, posiblemente militar. ¿Te imaginas? ¡Tú Delta! Un nombre lleno de desprecio por muchas cosas, entre las cuales la menor no era precisamente todo lo que fuera norteamericano. Le dije a Bergeron que era imposible, pero no estoy muy seguro de que me haya creído.

—¿Qué fue lo que dijiste?

—Lo que yo creía. Lo que sigo creyendo. No fue el dinero; ninguna suma de dinero podría haberte impulsado a hacerlo. Tenía que ser algo más. Creo que lo hiciste por el mismo motivo por el que, hace once años, tantos otros aceptaron integrar Medusa. Para hacer borrón y cuenta nueva y así poder recuperar algo que tenías antes, algo que se te estaba negando. No lo sé con certeza, desde luego, y tampoco espero que me lo confirmes, pero eso es lo que pienso.

—Es posible que tengas razón —replicó Jason, conteniendo el aliento; la fría brisa de la liberación soplaba sobre la bruma. Tenía sentido. Se había enviado un mensaje. Tal vez fuera éste. Busca el mensaje. Busca al que lo envió. ¡Treadstone!

—Lo cual nos lleva de vuelta —continuó D’Anjou— a todas las historias acerca de Delta. ¿Quién era? ¿Qué era? Este hombre educado y extrañamente sereno que podía transformarse en un arma letal en la jungla. Que se exigió a sí mismo y a los demás, más allá de lo soportable, por ningún motivo en absoluto. Jamás pudimos comprenderlo.

—Jamás hizo falta. ¿No hay nada más que puedas decirme? ¿Saben la situación precisa de Treadstone?

—Desde luego. Me enteré por Bergeron. Una residencia en la ciudad de Nueva York, en la calle Setenta y Uno Este. Número 139. ¿Es eso?

—Posiblemente… ¿Algo más?

—Sólo lo que evidentemente tú conoces, cuya estrategia, confieso, no logro comprender.

—¿A qué te refieres?

—A que los norteamericanos creen que has cambiado. O, mejor dicho: quieren que Carlos crea que ellos piensan que te has desviado.

—¿Por qué?

Ahora estaba muy cerca. ¡Era allí!

—La historia es un largo período de silencio que coincide con la inactividad de Caín. Amén de fondos robados; pero, en particular, el silencio.

Era eso. El mensaje. El silencio. Los meses en Port Noir. La locura de Zurich, en París. Nadie podía saber qué había ocurrido. Le ordenaban que apareciera. Que saliera a la superficie. Tenías razón, Marie, amor mío, queridísima mía. Tuviste razón desde el comienzo.

—¿Nada más, entonces? —preguntó Bourne, tratando de dominar la impaciencia de su voz, deseoso como nunca de estar de regreso junto a Marie.

—Es todo lo que sé. Pero, entiéndeme, nadie me dijo todo eso. A mí se me hizo participar en el asunto por los conocimientos que tenía de Medusa, y se estableció que Caín pertenecía a Medusa, pero jamás formé parte del círculo íntimo de Carlos.

—Pero estabas lo suficientemente cerca de él. Muchas gracias.

Jason dejó varios billetes en la mesa y empezó a incorporarse.

—Una cosa más —dijo d’Anjou—. No sé si tiene mucha importancia a estas alturas, pero saben que tu nombre no es Jason Bourne.

—¿Cómo dices?

—Veinticinco de marzo. ¿No lo recuerdas, Delta? Sólo faltan dos días, y la fecha es muy importante para Carlos. Se ha corrido la voz. Él quiere tener tu cadáver el veinticinco. Quiere entregárselo a los norteamericanos ese día.

—¿Qué tratas de decirme?

—Él 25 de marzo de 1968, Jason Bourne fue ejecutado en Tam Quan. Tú lo ejecutaste.