29

Jason permaneció acurrucado en un rincón del asiento posterior cuando el taxi se acercó a la calle en que vivía Villiers, en Pare Monceau. Examinó los coches aparcados junto a la vereda; no había ningún «Citroën» gris, ninguna matrícula con las letras NYR.

Pero estaba Villiers. El viejo soldado permanecía de pie, solo, en la vereda, a cuatro puertas de distancia de su casa.

Dos hombres… en un automóvil aparcado cuatro casas más allá de la mía.

Villiers estaba ahora en el lugar que había ocupado el automóvil; era una señal.

Arretez, s’il vous plait —dijo Bourne al taxista—. Le vieux là-bas. Je veux parler avec lui. —Bajó el vidrio de la ventanilla y se asomó—: Monsieur?

—En inglés —replicó Villiers, mientras se acercaba al taxi; un anciano citado por un desconocido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jason.

—No he podido detenerlas.

—¿Detenerlas?

—Mi esposa se fue con la Lavier. Pero yo me mostré inflexible. Le dije que aguardara mi llamada en el «George Cinq». Que era un asunto de la mayor importancia y que necesitaba su consejo.

—¿Y qué contestó ella?

—Que tal vez no estuviera en el «George Cinq». Que su amiga insistía en ver a un sacerdote en Neuilly-sur-Seine, en la iglesia del Santísimo Sacramento. Dijo que se sentía obligada a acompañarla.

—¿Se opuso usted?

—Tenazmente. Y por primera vez en nuestra vida en común, ella dijo lo que yo estaba pensando: «Si lo que quieres es controlarme, André, ¿por qué no llamas a la parroquia? Estoy segura de que alguien me reconocerá y me conducirá al teléfono.» ¿Le parece que estaba poniéndome a prueba?

Bourne trató de pensar.

—Quizá. Se aseguraría de que alguien la viera allí. Pero atender el teléfono ya es otra cosa. ¿Cuándo se fueron?

—Hace menos de cinco minutos. Los dos hombres del «Citroën» las siguieron.

—¿Fueron en su automóvil?

—No. Mi esposa llamó un taxi.

—Voy para allá —dijo Jason.

—Pensé que lo haría —repuso Villiers—. Busqué la dirección de la iglesia.

Bourne deslizó un billete de cincuenta francos por encima del asiento delantero del automóvil. El conductor lo tomó apresuradamente.

—Es fundamental que llegue a Neuilly-sur-Seine tan pronto como sea posible. La iglesia del Santísimo Sacramento. ¿Sabe dónde queda?

—Por supuesto, señor. Es la parroquia más hermosa del distrito.

—Lléveme allí en seguida y le daré otros cincuenta francos.

—¡Volaremos con las alas de los ángeles bienaventurados, señor!

Y, en efecto, lo hicieron, y el plan de vuelo puso en peligro a la mayor parte de los vehículos que se cruzaron en su camino.

—Allí se ven las agujas del Santísimo Sacramento, señor —dijo el conductor, en tono triunfal, doce minutos más tarde, señalando tres elevadas torrecillas de piedra a través del parabrisas—. Un minuto más, tal vez dos, si nos lo permiten los idiotas que deberían ser eliminados de la calle…

—Disminuya la velocidad —interrumpió Bourne, con la atención fija no en las agujas de la iglesia, sino en un coche que se encontraba pocos vehículos más adelante. Acababan de doblar una esquina y lo había divisado mientras hacían el giro; era un «Citroën» gris, y dos hombres ocupaban el asiento delantero.

Llegaron a un semáforo, y los coches se detuvieron. Jason deslizó el segundo billete de cincuenta francos por encima del asiento y abrió la portezuela.

—En seguida vuelvo. Si cambia la luz, avance muy despacio; yo saltaré dentro del coche.

Bourne salió, manteniéndose agachado, y se desplazó entre los coches hasta que vio las letras NYR; los números que seguían eran 768, pero por el momento no tenían mayor importancia. El chofer se había ganado su dinero.

Cambió la luz del semáforo, y la fila de automóviles se arrastró hacia delante como un alargado insecto que trata de incorporar todas sus partes desarticuladas. El taxi se acercó a la vereda; Jason abrió la portezuela y trepó dentro.

—Su trabajo es excelente —dijo al chofer.

—No estoy muy seguro de saber qué tipo de trabajo estoy haciendo.

—Un asunto del corazón. Es preciso pescar in fraganti a la persona que traiciona.

—¿En la iglesia, señor? El mundo avanza demasiado de prisa para mí.

—No en medio del tráfico —dijo Bourne.

Se acercaban a la última esquina antes de la iglesia del Santísimo Sacramento. El «Citroën» giró; ahora sólo había un coche entre éste y un taxi cuyos pasajeros resultaba imposible distinguir. Había algo que molestaba a Jason. La vigilancia por parte de ambos hombres era demasiado abierta, demasiado evidente. Era como si los secuaces de Carlos quisieran que alguien dentro del taxi supiera que ellos estaban allí.

¡Por supuesto! La esposa de Villiers estaba en el taxi. Con Jacqueline Lavier. Y los dos hombres del «Citroën» querían que la esposa de Villiers supiera que ellos iban detrás de ella.

—Ahí está el Santísimo Sacramento —dijo el conductor, penetrando en la calle en que se elevaba la iglesia con su esplendor medieval, en medio de un parque muy cuidado, atravesando por senderos de piedra y con estatuas diseminadas por doquier—. ¿Qué hacemos ahora, señor?

—Aparque allí —ordenó Jason, indicando un espacio en la fila de coches aparcados. El taxi en que iban la esposa de Villiers y la Lavier se detuvo junto a un sendero custodiado por un santo de cemento. La sorprendente esposa de Villiers fue la primera en apearse, tras lo cual extendió la mano a Jacqueline Lavier, quien, emergió, pálida, en la vereda. Llevaba enormes gafas de sol de montura anaranjada y un bolso blanco, pero ya no tenía aspecto elegante. Su corona de cabello con hebras grises caía formando líneas rectas y disociadas a ambos lados de aquel rostro tan pálido que parecía la máscara de la muerte, y sus medias estaban rotas. Estaba por lo menos a noventa metros de distancia, pero a Bourne casi le pareció escuchar el jadeo que acompañaba los vacilantes movimientos de la otrora majestuosa figura que caminaba frente a él a la luz del sol.

El «Citroën» se había adelantado al taxi y se aproximaba a la vereda. Ninguno de los dos hombres descendió del coche, pero del capó comenzó a emerger una delgada varilla metálica, que reflejaba el brillo del sol. Estaban activando la antena de la radio y enviando claves en una frecuencia secreta. Jason se sentía hipnotizado, no por la visión y el conocimiento de lo que estaba ocurriendo, sino por algo más… Le estaban llegando palabras, no sabía bien de dónde, pero allí estaban.

Delta a Almanac, Delta a Almanac. No responderemos. Repitan, negativo, hermano.

Almanac a Delta. Responderán como se les ha ordenado. Abandonen, abandonen. Es una orden terminante.

Delta a Almanac. Lo que se termina es usted, hermano. Váyase al demonio. Delta —fuera, equipo dañado.

De pronto lo rodearon las tinieblas, el sol había desaparecido. No había elevadas torres de una iglesia que se proyectaran hacia el cielo; había, en cambio, formas oscuras de follaje irregular que se estremecían bajo la luz de nubes iridiscentes. Todo se movía, todo se movía; él también debía moverse. Permanecer inmóvil significaba morir. ¡Muévete! ¡Por el amor de Dios, muévete!

Y sácalos. Uno a uno. Arrástrate por el suelo y acércate más; supera el miedo —el terrible miedo— y reduce el número. Eso era todo lo que había que hacer. Reducir el número. El Monje se había encargado de aclararlo bien. Cuchillo, alambre, rodilla, pulgar; colocados en los puntos vitales. En los puntos de la muerte.

La muerte es una estadística para las computadoras. Pero para ti significa la supervivencia.

El Monje.

¿El Monje?

Él sol volvió a salir, cegándolo por un momento, su pie sobre la acera, su mirada clavada en el «Citroën» gris a cien metros de distancia. Pero le resultaba difícil ver; ¿por qué le resultaba tan difícil? Había niebla, bruma… ya no se trataba de oscuridad, sino de una bruma impenetrable. Tenía calor; no, frío. ¡Frío! Levantó bruscamente la cabeza, consciente de pronto de dónde se encontraba y qué estaba haciendo. Había mantenido la cara apretada contra la ventanilla, y su aliento había empañado el vidrio.

—Estaré fuera un par de minutos —dijo Bourne—. Quédese aquí.

—Me quedaré todo el día, si usted lo desea, señor. Jason se levantó las solapas del abrigo, se ladeó el sombrero y se puso las gafas de montura de carey. Caminó junto a una pareja en dirección a un puesto de artículos religiosos que había sobre la acera, alejándose luego para apostarse detrás de una madre y su hijo que estaban junto al mostrador. Desde allí podría observar con comodidad el «Citroën», pero el taxi que había sido llamado a Pare Monceau ya no se encontraba allí; había sido despedido por la esposa de Villiers. Es una actitud bastante extraña de su parte, pensó Bourne, pues allí le sería imposible conseguir otro.

Tres minutos más tarde, la explicación resultaba clara… y perturbadora. La esposa de Villiers salió de la iglesia, caminando con rapidez; su figura alta y escultural despertó miradas de admiración entre los transeúntes. Marchó directamente al «Citroën», dijo unas palabras a los hombres que estaban en el asiento delantero, y luego abrió la portezuela trasera.

El bolso. ¡Un bolso blanco! La esposa de Villiers llevaba el bolso que, unos segundos antes, aferraba con fuerza Jacqueline Lavier. Trepó al asiento trasero del «Citroën» y cerró la portezuela. El motor del coche rugió con estrépito, señal de una partida precipitada y repentina. A medida que el coche se alejaba, la reluciente varilla metálica de la antena se fue acortando cada vez más, retrayéndose dentro de su base.

¿Dónde estaba Jacqueline Lavier? ¿Por qué le había entregado su bolso a la esposa de Villiers? Bourne comenzó a andar y luego se detuvo, obedeciendo un impulso. ¿Una trampa? Si la Lavier había sido seguida, era posible que también sus seguidores hubieran sido seguidos, y no precisamente por él.

Examinó la calle, en uno y otro sentido, estudiando, en primer lugar, los peatones que se encontraban en la vereda, y luego cada automóvil, cada conductor y pasajero, buscando algún rostro que no correspondiera, como Villiers había dicho respecto de los dos hombres del «Citroën» frente a su casa.

No encontró nada sospechoso, ninguna mirada insinuante, ni manos ocultas en bolsillos abultados. Se estaba mostrando excesivamente cauto; Neuilly-sur-Seine no era una trampa para él. Se alejó del mostrador y echó a andar hacia la iglesia. Se detuvo de pronto, con los pies clavados en el suelo. Un sacerdote salía de la iglesia; un sacerdote vestido con traje negro, cuello blanco almidonado y un sombrero negro que le cubría parcialmente el rostro. Jason lo había visto antes. No hacía mucho tiempo, no en un pasado olvidado, sino hacía poco, muy poco; semanas, días… quizás horas. ¿Dónde lo había visto? ¿Dónde? ¡Estaba seguro de conocerlo! Lo sabía por su forma de caminar, por la inclinación de la cabeza, por los hombros anchos que parecían deslizarse en su lugar sobre el movimiento fluido de su cuerpo. ¡El hombre llevaba revólver! ¿Dónde lo había visto antes?

¿En Zurich? ¿En el «Carillón du Lac»? Dos hombres que se abrían paso entre la muchedumbre, convergiendo, comerciando con la muerte. Uno de los dos llevaba gafas de montura dorada; no se trataba de él. Aquel hombre estaba muerto. ¿Era éste el otro hombre del «Carillón du Lac»? ¿O del Quai Guisan? Un animal que gruñía, salvaje, lleno de violencia. ¿Era él? O tal vez alguna otra persona. Un hombre de abrigo oscuro en el pasillo sin luces del «Auberge du Coin», excepto por el haz de luz que iluminaba la trampa. Una trampa invertida, en la que aquel hombre había disparado su arma en la oscuridad contra unas figuras que creyó humanas. ¿Sería ese hombre?

Bourne no lo sabía, lo único que sí sabía era que había visto a aquel sacerdote antes, pero no como sacerdote. Como un hombre con un revólver.

El asesino vestido de sacerdote llegó al final del sendero de piedra y dobló hacia la derecha, justo debajo del santo de cemento, donde su rostro fue alcanzado por un rayo de sol. Jason quedó petrificado: su piel. La piel del asesino era oscura, no bronceada por el sol, sino natural. Una piel latina, cuyo tinte había sido templado muchas generaciones atrás por antepasados que vivían alrededor del Mediterráneo. Antepasados que se dispersaron por el mundo… y cruzaron los mares.

Bourne se quedó paralizado entre el impacto de su propia certeza. Estaba contemplando a Ilich Ramírez Sánchez.

Aprehende a Carlos. Atrapa a Carlos. Caín es Charlie y Delta es Caín.

Jason desabrochó el abrigo y buscó con la mano derecha la empuñadura del revólver que llevaba en la cintura. Comenzó a correr por la acera, chocando contra espaldas y pechos de transeúntes, empujando con el hombro a un vendedor callejero, sacudiendo a su paso a un pordiosero que hurgaba en un cubo de basura. ¡El pordiosero! La mano del pordiosero había desaparecido dentro de su bolsillo; Bourne se volvió a tiempo para ver cómo de la raída chaqueta emergía el cañón de una automática, que resplandeció bajo los rayos del sol. ¡El pordiosero tenía un revólver! Su mano huesuda lo levantó, manteniendo el arma y la mirada fijas. Jason se zambulló en la calle, parapetándose detrás de un coche. Por encima de él oyó el silbido de las balas que surcaban el aire con repugnante finalidad. Gritos estridentes y de dolor surgían procedentes de la acera, de labios de personas que estaban fuera de su radio visual. Bourne se ocultó entre dos automóviles y se lanzó entre el tráfico hasta el otro lado de la calle. El pordiosero huía; un hombre viejo, de ojos de acero, estaba perdiéndose entre la multitud, perdiéndose en el olvido.

Aprehende a Carlos. Atrapa a Carlos. ¡Caín es…! Jason se volvió una vez más y salió disparado hacia delante, tirando todo lo que encontró a su paso, corriendo desaforadamente en dirección al asesino. Se detuvo, sin aliento, lleno de confusión y rabia, con agudas punzadas de dolor en las sienes. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Carlos? Y entonces lo vio; el asesino estaba ante el volante de un enorme sedán negro. Bourne se internó de nuevo entre el tráfico, golpeando capós y maleteros mientras se abría paso con dificultad donde se encontraba el asesino. De pronto se encontró bloqueado por dos coches que habían chocado. Apoyó las manos abiertas contra una parrilla cromada reluciente y saltó hacia un lado por encima de los parachoques. Se detuvo otra vez, incrédulo ante lo que veían sus ojos, sabiendo que no tenía sentido continuar. Era demasiado tarde. El enorme sedán negro había encontrado un claro en el tráfico, e Ilich Ramírez Sánchez escapó a toda velocidad.

Jason cruzó la acera más lejana, mientras los silbatos de la Policía hacían que todo el mundo volviera la cabeza. Los transeúntes habían sido espantados, heridos o muertos; un pordiosero les había disparado. ¡La Lavier! Bourne comenzó a correr una vez más, esta vez, de vuelta a la iglesia del Santísimo Sacramento. Llegó al sendero de piedra bajo la mirada del santo de cemento y giró hacia la izquierda, echando a correr hacia las trabajadas puertas en arco y los peldaños de mármol. Trepó por ellos y se metió en la iglesia gótica; vio hileras de velas ardiendo con vacilantes llamas, y rayos de luces de todos colores procedentes de los vitrales en lo alto de los oscuros muros de piedra. Caminó por la nave central, con la mirada clavada en los fieles, buscando una cabeza surcada de algunas hebras plateadas y la máscara de un rostro laminado de blanco.

La Lavier no aparecía por ninguna parte y, sin embargo, no había abandonado el lugar; estaba en algún rincón de la iglesia. Jason dio media vuelta, examinando la nave central; vio a un sacerdote alto que pasaba con aire casual junto a las velas encendidas. Bourne esquivó una hilera de cojines, emergió en la nave de la extrema derecha y lo interceptó.

—Discúlpeme, padre —le dijo—. Me parece que se me ha perdido alguien.

—Nadie se pierde en la casa del Señor, hijo mío —replicó el clérigo, sonriendo.

—Tal vez no se haya perdido su parte espiritual, pero si no encuentro al resto de su persona, se enfadará mucho. Se ha producido una emergencia en su tienda. ¿Hace mucho que está usted aquí, padre?

—Recibo con alegría a los feligreses que necesitan ayuda. Llevo aquí alrededor de una hora.

—Hace unos minutos que han entrado aquí dos mujeres. Una era muy alta, bastante llamativa; llevaba un abrigo de color claro, y creo que un pañuelo oscuro en la cabeza. La otra era algo mayor, no tan alta como la primera y, evidentemente, no demasiado serena. ¿Las ha visto por casualidad?

El sacerdote asintió.

—Sí. Había congoja en el rostro de la de más edad; estaba pálida y afligida.

—¿Sabe adonde se dirigió? Me parece que su amiga más joven ya se fue.

—Una muy buena amiga, debo añadir. Acompañó a la pobre señora a un confesionario y la ayudó a arrodillarse en él. La limpieza del alma nos da a todos fortaleza en los momentos difíciles.

—¿A un confesionario?

—Sí; el segundo de la derecha. Debo agregar que ese padre confesor es muy misericordioso. Un sacerdote que pertenece a la archidiócesis de Barcelona y está de visita aquí. Un hombre notable, por cierto; siento decir que es el último día de su permanencia entre nosotros. Regresa a España… —El sacerdote frunció el ceño—. ¿No es extraño? Hace un momento me pareció ver al padre Manuel irse. Supongo que algún sacerdote lo ha remplazado por un rato. No importa, la señora está en muy buenas manos.

—No me cabe la menor duda —dijo Bourne—. Muchísimas gracias, padre. La esperaré.

Jason caminó por la nave hacia la hilera de confesionarios, con los ojos clavados en el segundo, en el que una pequeña tira de tela blanca indicaba que estaba ocupado, que un alma piadosa estaba lavando sus pecados. Se sentó en la fila delantera, luego se arrodilló, mientras giraba la cabeza para poder observar la parte posterior de la iglesia. El padre alto estaba de pie en la entrada, su atención concentrada en el alboroto de la calle. Afuera se oía el lejano gemido de sirenas que se acercaban cada vez más.

Bourne se incorporó y se dirigió al segundo confesionario. Corrió la cortinilla y miró dentro, encontró lo que esperaba. Sólo el método empleado seguía siendo un misterio.

Jacqueline Lavier estaba muerta; su cuerpo desplomado hacia delante, y hacia un lado, sostenido por el reclinatorio, con la cara hacia arriba, los ojos abiertos de par en par, mirando en la muerte hacia el techo. Su abrigo estaba abierto, y la tela del vestido, empapada en sangre. El arma era un abrecartas largo y delgado, que le habían clavado encima del pecho izquierdo. Sus dedos estaban apretados alrededor de la empuñadura, y sus uñas pintadas se confundían con el color de su sangre.

A sus pies había un bolso, no el que tenía aferrado en las manos diez minutos antes, sino un elegante bolso Yves St. Laurent, con sus iniciales estampadas en la tela, un escudo de la haute couture. La razón de su presencia allí era clara para Jason: en su interior había papeles que identificaban a aquella suicida trágica, a aquella mujer sobreexcitada, tan abrumada de aflicción que se había quitado la vida mientras buscaba ser absuelta a los ojos de Dios. Carlos era minucioso, brillantemente minucioso.

Bourne cerró la cortina y se alejó del confesionario. En lo alto de una torre repicaron espléndidas las campanadas del Ángelus matutino.

El taxi vagó sin meta fija por entre las calles de Neuilly-sur-Seine, con Jason en el asiento trasero, mientras en su mente las ideas se sucedían con rapidez.

No tenía sentido esperar, e incluso tal vez fuera peligroso hacerlo. Las estrategias se modificaban a medida que cambiaban las condiciones, y las cosas habían tomado repentinamente un giro: todavía era un personaje valioso. Entonces, Bourne comprendió. Jacqueline Lavier no encontró la muerte por haber sido desleal a Carlos, sino más bien por haberle desobedecido. Había ido a Pare Monceau: ése fue su imperdonable error.

Había otro transmisor conocido en «Les Classiques»: un operador de conmutador de cabello gris llamado Philipe d’Anjou, cuyo rostro evocaba imágenes de violencia y oscuridad y dispersos fogonazos de luz y de sonido. Estaba en el pasado de Bourne, Jason se hallaba seguro de ello, y por esa razón debía tener cautela; no podía saber qué significaba en realidad aquel hombre para él. Pero era un transmisor, y sin duda también él, como Lavier estaría vigilado, representaría un cebo adicional para otra trampa, un cebo que sería eliminado tan pronto como se cerrara la trampa.

¿Eran sólo ellos dos? ¿Había otros? ¿Tal vez un dependiente oscuro y sin rostro, que no era en realidad un empleado, sino otra cosa? Un proveedor que pasaba horas en Saint-Honoré legítimamente empeñado en la causa de la haute couture, pero con otra causa que era mucho más vital para él. O para ella. O el musculoso diseñador, Rene Bergeron, cuyos movimientos eran tan rápidos y… fluidos.

De repente Bourne se puso rígido, con la nuca aplastada contra el asiento, al evocar un recuerdo reciente. Bergeron. La tez de tono oscuro, los anchos hombros realzados por mangas angostas y arremangadas… hombros que flotaban sobre una cintura fina, debajo de la cual unas piernas firmes se movían con rapidez, como las de un animal, un felino.

¿Sería posible? ¿Eran las demás conjeturas tan sólo fantasmas, fragmentos mezclados de imágenes familiares que él se había convencido podían ser Carlos? ¿Estaba el asesino, desconocido para sus transmisores, bien metido en su propia organización, controlando y decidiendo cada movimiento? ¿Era Bergeron?

Tenía que encontrar un teléfono en seguida. Cada minuto que perdía era un minuto que lo alejaba más de la respuesta, y demasiados minutos significaban que no habría ninguna respuesta en absoluto. Pero él no podía efectuar la llamada; la secuencia de acontecimientos había sido demasiado rápida, debía reprimirse, almacenar su propia información.

—En la primera cabina telefónica que vea, deténgase —le dijo al chofer, quien se sentía aún agitado por el caos en la iglesia del Santísimo Sacramento.

—Muy bien, señor. Pero si el señor quisiera comprender, ya ha pasado sobradamente la hora en que debía presentarme a la flota de taxis en el garaje.

—Comprendo.

—Ahí tiene un teléfono.

—Muy bien. Aparque allí.

La cabina telefónica roja, con los cristales brillando a la luz del sol, parecía una gran casa de muñecas, y en el interior olía a orina. Bourne marcó el número de la «Terrasse», insertó las monedas y pidió que le comunicaran con la habitación 420. Marie respondió.

—¿Qué ha ocurrido?

—No tengo tiempo de explicártelo. Quiero que llames a «Les Classiques» y pidas hablar con Rene Bergeron. D’Anjou probablemente estará en el conmutador; inventa un nombre y dile que has estado tratando de ponerte en contacto con Bergeron en la línea privada de Lavier durante la última hora. Dile que es urgente, que tienes que hablar con él.

—Cuando se ponga al aparato, ¿qué le digo?

—No creo que lo haga, pero si lo hace, corta la comunicación. Y si, en cambio, es D’Anjou quien reaparece en la línea, pregúntale cuándo esperan que regrese Bergeron. Te llamaré dentro de tres minutos.

—Querido, ¿estás bien?

—He pasado por una profunda experiencia religiosa. Ya te lo contaré más tarde.

Jason mantuvo los ojos clavados en su reloj, en los pequeños e infinitesimales saltos de aquella manecilla fina y delicada que parecía moverse con angustiosa lentitud. Comenzó su propia cuenta atrás a los treinta segundos, basándose en los latidos que le golpeaban la garganta y calculando que dos y medio equivalían a un segundo. Comenzó a marcar a los diez segundos, introdujo las monedas, a las cuatro, y estaba hablando con el conmutador de la «Terrasse» a las menos cinco. Marie contestó en el instante mismo en que comenzó a sonar el teléfono.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jason—. Creía que aún estarías hablando.

—Ha sido una conversación muy breve. Creo que d’Anjou ha estado muy cauteloso. Es posible que tenga una lista de las personas a quienes se les ha dado el número privado; no lo sé con certeza. Pero me ha parecido lejano, vacilante.

—¿Qué te ha dicho?

—Que Monsieur Bergeron está en viaje de negocios por el Mediterráneo, buscando telas. Que partió esta mañana y no se lo espera de regreso hasta dentro de varias semanas.

—Es posible que yo lo vea a varios cientos de kilómetros del Mediterráneo.

—¿Adonde?

—En la iglesia. Si era Bergeron, le dio la absolución a alguien con la punta de un instrumento muy delgado.

—¿De qué estás hablando?

—Lavier está muerta.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué piensas hacer?

—Hablar con un hombre que creo que la conocía. Si tiene una pizca de sensatez, me escuchará. Está condenado a muerte.