Bourne la vio en la esquina, caminando bajo un farol de la calle hacia el pequeño hotel en que se alojaba. Monique Brielle, la número uno de Jacqueline Lavier, era una versión más dura, más vigorosa, de Janine Dolbert; recordaba haberla visto en la tienda. Tenía un aire de gran seguridad, el andar propio de una mujer que tiene confianza en sí misma, que está segura de su pericia. Realmente imperturbable. A Jason le resultaba fácil comprender por qué era la número uno de Lavier. Su confrontación sería breve; el impacto del mensaje, sorprendente; la amenaza, inherente. Era el momento de iniciar la segunda gran ola de conmoción. Permaneció inmóvil y la dejó pasar, con el golpeteo rítmico de sus tacones. La calle no estaba atestada de gente, pero tampoco desierta por completo, tal vez habría alrededor de media docena de personas. Sería preciso aislarla y luego conducirla a algún lugar donde nadie pudiera oír lo que tenía que decirle, pues eran palabras que ningún mensajero permitiría que otras personas oyeran. Se puso a su lado cuando sólo faltaban unos diez metros para llegar a la entrada del pequeño hotel; luego disminuyó el ritmo de su marcha, a fin de seguir caminando junto a ella.
—Póngase en contacto en seguida con Lavier —le dijo en francés, mirando hacia delante.
—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Quién es usted, señor?
—¡No se detenga! Siga caminando. Hasta más allá de la entrada de su hotel.
—¿Sabe dónde vivo?
—Es muy poco lo que no sabemos de usted.
—¿Y qué pasará si entro? Hay un portero…
—También está Lavier —la interrumpió Bourne—. Perderá usted su trabajo y no le será posible encontrar otro en todo Saint-Honoré. Y mucho me temo que ése será el menos importante de sus problemas.
—¿Quién es usted?
—No soy su enemigo —afirmó Bourne, mientras la miraba a los ojos—. No haga que lo sea.
—Usted. ¡El norteamericano! ¡Janine… Claude Oreale!
—Carlos —completó Bourne.
—¿Carlos? ¿Qué es toda esta locura? ¡Durante toda la tarde no he oído hablar más que de Carlos! ¡Y de números! ¡Todo el mundo tiene un número, del que nadie ha oído hablar jamás! ¡Y todas esas historias de trampas y de hombres armados! ¡Es absurdo!
—Pero está sucediendo. Siga caminando. Se lo ruego. Por su propio bien.
Ella le obedeció, pero con un andar menos seguro, el cuerpo tenso, una marioneta rígida, insegura de los hilos que la sostienen.
—Jacqueline nos habló a todos —dijo con intensidad en su voz—. Nos dijo que eran sólo patrañas, que la finalidad de todo esto, la de usted, era arruinar a «Les Classiques». Que alguna de las otras casas de modas debió de haberle pagado para llevarnos a la ruina.
—¿Qué esperaba usted que dijera?
—Usted es un provocateur a sueldo. Ella nos dijo la verdad.
—¿También les dijo que mantuvieran la boca cerrada? ¿Que no dijeran ni una palabra de esto a nadie?
—Desde luego.
—Sobre todo —siguió diciendo Jason, como si no la hubiese escuchado— que no se les ocurriera ponerse en contacto con la Policía, cosa que, en las presentes circunstancias, sería la reacción más lógica y sensata. En cierto sentido, lo único posible.
—Sí, naturalmente…
—No, nada es natural —contradijo Bourne—. Mire: yo soy sólo un transmisor, probablemente alguien no más importante que usted. No estoy aquí para convencerla de nada, sino para entregarle un mensaje. A Janine la usamos para verificar algo: le dimos información falsa.
—¿Janine? —A la perplejidad de Brielle se le sumaba ahora una creciente confusión—. ¡Dijo unas cosas increíbles! Tan increíbles como los gritos histéricos de Claude… y las cosas que él dijo. Pero lo que ella decía era exactamente lo opuesto a lo que decía él.
—Eso ya lo sabemos, fue una jugada intencionada de nuestra parte. Ella ha estado en contacto con Azur.
—¿La Casa de Azur?
—Averígüelo mañana. Interróguela.
—¿Qué la interrogue?
—Hágalo. Podría estar relacionado.
—¿Con qué? ¿Con la Interpol? ¿Con las trampas? ¡Sigue siendo absurdo! ¡Nadie tiene la menor idea de qué está usted hablando!
—Lavier lo sabe. Póngase de inmediato en contacto con ella. —Llegaron a la otra calle; Jason le tocó el brazo—. La dejaré aquí en la esquina. Vaya a su hotel y llame a Jacqueline. Dígale que las cosas están peor de lo que ella supone. Que todo se está derrumbando. Y que, para colmo, alguien se ha pasado al otro bando. No es Dolbert, ni una de las vendedoras, sino alguien más alto. Alguien que está enterado de todo.
—¿Alguien se ha pasado al otro bando? ¿Qué significa eso?
—Que hay un traidor en «Les Classiques». Dígale que se cuide mucho. De todos. De lo contrario, podría ser el fin.
Bourne le soltó el brazo, bajó la vereda y cruzó la calle. Una vez al otro lado, vio un portal oscuro y rápidamente se metió dentro.
Luego asomó ligeramente la cabeza y espió, mirando a la esquina. Monique Brielle se encontraba ya a mitad de camino, dirigiéndose apresuradamente hacia la entrada del hotel. Se había iniciado el primer pánico de la segunda gran oleada de conmoción. Era hora de llamar a Marie.
—Estoy preocupada, Jason. Todo esto lo está destrozando. Casi se derrumbó mientras hablaba por teléfono conmigo. ¿Qué sentirá al mirarla? ¿Cuáles serán sus pensamientos, sus sentimientos?
—Él sabrá cómo manejarlos —replicó Bourne, mientras contemplaba el tráfico de los Champs-Elysées desde el interior de una cabina telefónica, deseando poder sentirse más seguro con respecto a André Villiers—. Si no es así, yo lo habré matado. No quisiera tener que cargar con esa culpa, pero no me queda más remedio que reconocer que es obra mía. Debería haberme callado la boca y ocuparme yo mismo de ella.
—No habrías podido hacerlo. Viste a D’Anjou en la escalinata; era imposible entrar…
—Podría haber pensado en alguna otra cosa. Convinimos en que soy una persona de muchos recursos; más de lo que yo mismo quisiera reconocer.
—¡Pero estás haciendo algo! Estás creando pánico, estás obligando a que los que cumplen las órdenes de Carlos se pongan al descubierto. Alguien tiene que ser víctima del pánico, y hasta tú mismo dijiste que no creías que Jacqueline Lavier fuera lo suficientemente importante como para hacerlo. Jason, verás a alguien y te darás cuenta. ¡Lo prenderás! ¡Sé que lo harás!
—Eso espero; Cristo, ¡vaya si lo espero! Sé exactamente lo que estoy haciendo, pero a veces… —Bourne se interrumpió. Odiaba tener que decirlo, pero debía hacerlo; debía decírselo a ella—, me siento confundido. Es como si estuviese partido en dos, con una parte que me dice: «Salva tu pellejo», y la otra… Dios me ayude… me dice: «Atrapa a Carlos.»
—Es lo que has estado haciendo desde el principio, ¿no es así? —dijo Marie dulcemente.
—¡Me importa un bledo Carlos! —gritó Jason, mientras se secaba el sudor, que comenzaba a brotarle del nacimiento del pelo, consciente, al mismo tiempo, de que tenía frío—. Todo esto me está volviendo loco —añadió, no muy seguro de si lo había dicho en voz alta o para sí.
—Querido, regresa.
—¿Qué? —Bourne se quedó mirando el teléfono, una vez más, dudando de si las palabras que había escuchado habían sido pronunciadas por ella o si sólo se trataba de algo que deseaba oír. Le estaba ocurriendo de nuevo. Las cosas eran y no eran. El cielo estaba oscuro afuera, en el exterior de una cabina telefónica en los Champs-Elysées. En algún momento había, sido muy luminoso, muy brillante, casi cegador. Y no hacía frío, sino calor. Con chillidos de pájaros y estridentes reflejos metálicos…
—¡Jason!
—¿Qué?
—Regresa. Vuelve, por favor, vuelve.
—¿Por qué?
—Estás cansado. Necesitas descansar.
—Tengo que ver a Trignon. Pierre Trignon, el contable.
—Hazlo mañana. Eso puede esperar hasta mañana.
—No. Mañana es para los capitanes. —¿Qué estaba diciendo? Capitanes. Tropas. Figuras que entrechocan, presas del pánico. Pero era la única forma, la única forma. El camaleón era un… provocateur.
—Escúchame —decía Marie con insistencia—. Algo te está pasando en este momento. Te ha ocurrido antes; ambos lo sabemos, amor mío. Y cuándo sucede tienes que detenerte; eso también lo sabemos. Regresa al hotel. Te lo suplico.
Bourne cerró los ojos; el sudor comenzaba a secarse, y los sonidos del tráfico en el exterior de la cabina remplazaban a los chillidos de pájaros que resonaban en sus oídos. Contempló las estrellas en aquella noche fría; no más sol cegador, no más calor insoportable. Había pasado, había pasado aquella cosa que no sabía lo que era.
—Estoy bien. De veras, ya estoy bien. Ha durado sólo un momento.
—¿Jason? —Marie hablaba en voz muy baja, obligándolo a esforzarse para poder oírla—. ¿Qué lo ha provocado?
—No lo sé.
—Acabas de estar con la Brielle. ¿Te ha dicho algo? ¿Alguna cosa que te haya recordado algo?
—No estoy seguro. Estaba demasiado ocupado pensando en qué decirle.
—¡Piensa, querido!
Bourne cerró los ojos, intentando recordar. ¿Había habido algo? ¿Algo que se dijo al pasar, o en forma tan rápida que en ese momento no percibió su importancia?
—Dijo que yo era un provocateur —respondió Jason, sin saber bien por qué había vuelto a cruzársele la palabra por la mente—. Pero, bueno, eso es lo que soy, ¿no es así? Eso es lo que estoy haciendo.
—Sí —convino Marie.
—Debo ponerme en marcha —siguió diciendo Bourne—. Trignon vive a sólo un par de calles de aquí. Quiero verlo antes de las diez de la noche.
—Ten cuidado.
Marie pronunció estas palabras como si estuviera pensando en otra cosa.
—Lo tendré. Te amo.
—Yo creo en ti —concluyó Marie St. Jacques.
La calle estaba tranquila, y aquella parte era una extraña mezcla de tiendas y edificios de apartamentos, propia del centro de París, que hervía de actividad durante el día y estaba desierta por la noche. Jason llegó a la pequeña casa de apartamentos que figuraba en la guía telefónica como la residencia de Pierre Trignon. Subió la escalinata y entró en un vestíbulo, apenas iluminado. A la derecha había una hilera de buzones de bronce, y encima de cada uno, un pequeño círculo de orificios a través del cual los visitantes debían identificarse en voz alta. Jason deslizó un dedo a lo largo de los nombres impresos debajo de las ranuras: Pierre Trignon - 42. Oprimió dos veces el diminuto botón negro; diez segundos más tarde se escuchó un sonido de estática.
—Oui?
—Monsieur Trignon, s’il vous plait?
—Ici.
—Télégramme, monsieur. Je ne peu pas quitter ma bicyclette.
—Télégramme? Pour moi?
Pierre Trignon no era hombre que recibiera telegramas con frecuencia; se advertía en el tono perplejo de su voz. El resto de sus palabras fue casi incomprensible, pero la voz de mujer, al fondo, pareció perturbarse mucho, por considerar tal vez que un telegrama era sinónimo de toda clase de horrendos desastres.
Bourne esperó fuera de la puerta de cristal esmerilado que conducía al interior de la casa de apartamentos. Segundos más tarde oyó el ruido precipitado de pisadas que sonaban cada vez más fuertes, a medida que alguien —obviamente, Trignon— bajaba corriendo por las escaleras. La puerta se abrió de par en par, ocultando a Jason; un hombre corpulento, de cabello que comenzaba a hacerse ralo, y unos tirantes superfinos que le arrugaban la piel debajo de una camisa blanca y holgada, se dirigió hacia la hilera de buzones, deteniéndose frente al número 42.
—¿Monsieur Trignon?
El hombre corpulento giró en redondo, con su rostro ingenuo alterado por una expresión de desesperanza.
—¡Un telegrama! ¡Hay un telegrama para mí! —exclamó—. ¿Me trae usted un telegrama?
—Le pido que me excuse por la artimaña, Trignon, pero ha sido por su propio bien. Pensé que preferiría no ser interrogado en presencia de su esposa y su familia.
—¿Interrogado? —exclamó el contable, con sus labios gruesos y prominentes curvados y una expresión atemorizada en los ojos—. ¿Yo? ¿Sobre qué? ¿Qué es todo esto? ¿Por qué está usted aquí, en mi casa? ¡Soy un ciudadano respetuoso de la ley!
—¿Trabaja usted en Saint-Honoré? ¿En una tienda llamada «Les Classiques»?
—En efecto. ¿Quién es usted?
—Si lo prefiere, podemos hablar en mi despacho —dijo Bourne.
—¿Quién es usted?
—Un investigador especial del Departamento de Impuestos y Archivos, División de Fraude y Conspiración. Sígame; tengo el coche oficial aquí afuera.
—¿Afuera? ¿Que lo siga? ¡Estoy sin chaqueta, sin abrigo! Mi esposa. Está arriba esperando que suba con el telegrama. ¡El telegrama!
—Puede enviarle uno si lo desea. Vamos, venga conmigo. He estado trabajando todo el día y quiero acabar con esto.
—¡Por favor, señor! —protestó Trignon—. ¡No quiero ir a ninguna parte! Ha dicho que tenía que hacerme unas preguntas. Pues hágamelas y déjeme subir. No tengo el menor deseo de acompañarlo a su oficina.
—Tal vez tardemos algunos minutos —dijo Jason.
—Llamaré a mi mujer por el portero eléctrico y le diré que ha sido una equivocación. Que el telegrama es para el viejo Gravet; vive en el primer piso y casi no sabe leer. Ella entenderá.
Madame Trignon no entendió, pero sus estridentes objeciones fueron acalladas por un Monsieur Trignon aún más estridente.
—Ahí tiene, ya lo ve —dijo el contable al regresar junto al buzón, con los escasos mechones de cabello pegados por el sudor—. No hay ningún motivo para ir a ninguna parte. ¿Qué son unos pocos minutos en la vida de un hombre? El programa de televisión se volverá a transmitir en un mes o dos. Y ahora, ¿qué es todo esto, señor, por el amor de Dios? ¡Mis libros están inmaculados, totalmente inmaculados! Por supuesto que no soy responsable de lo que haga el contable. Eso es para una firma separada; él es una firma separada. Si he de serle franco, jamás me gustó; no hace más que blasfemar, bueno, ya sabe lo que quiero decir. Pero, por otro lado, ¿quién soy yo para decirle nada?
Trignon extendió las manos, con las palmas hacia arriba y el rostro transfigurado por una sonrisa obsequiosa.
—Para empezar —dijo Bourne, haciendo caso omiso de sus protestas—, no debe abandonar los límites de París. Si por algún motivo, personal o profesional, se viera usted obligado a hacerlo, debe notificárnoslo. Pero le adelanto que no le permitirán hacerlo.
—Imagino que está usted gastándome una broma, ¿no es así, señor?
—Le aseguro que no.
—No tengo ningún motivo para alejarme de París, ni medios para hacerlo, pero es increíble que me diga usted eso. ¿Qué se supone que he hecho?
—El Departamento revisará sus libros por la mañana. Esté preparado.
—¿Los revisará? ¿Por qué motivo? ¿Que esté preparado para qué?
—Los pagos para los supuestos proveedores cuyas facturas son fraudulentas. La mercadería jamás fue recibida, jamás se pensó que lo sería, pero, en cambio, los pagos fueron depositados en un Banco de Zurich.
—¿Zurich? ¡No sé de qué me habla! Yo no he extendido ningún cheque para Zurich.
—No directamente, eso lo sabemos. Pero ¡qué sencillo le resultó extenderlos a nombre de firmas inexistentes, cobrar el dinero, y luego girarlo a Zurich!
—¡Toda factura es conformada por Madame Lavier! ¡Jamás pago nada por mi cuenta! Jason permaneció en silencio, frunciendo el ceño:
—Ahora es usted quien bromea —dijo.
—¡Le doy mi palabra! Es la política de la casa. ¡Pregúntele a cualquiera! «Les Classiques» no paga ni un céntimo a menos que la señora lo autorice.
—Eso quiere decir que es usted quien recibe órdenes directamente de ella.
—¡Naturalmente!
—Y ella, ¿de quién recibe órdenes? Trignon rió irónicamente.
—Se dice que de Dios, si no es al revés. Por supuesto, se trata de una broma, señor.
—Supongo que puede usted hablar con mayor seriedad. ¿Quienes son los verdaderos dueños de «Les Classiques»?
—Una sociedad, señor. Madame Lavier tiene muchas amistades adineradas; personas que han decidido invertir su dinero aprovechando la aptitud de ella. Y, por supuesto, también el talento de Rene Bergeron.
—¿Se reúnen con frecuencia dichos inversores? ¿Sugieren la política a seguir? ¿Recomiendan tal vez a algunas firmas con las que deben realizar operaciones comerciales?
—No sabría decirle, señor. Naturalmente, todos contamos con amigos.
—Es posible que nos hayamos equivocado de persona —interrumpió Bourne—. No sería extraño que usted y Madame Lavier, las dos personas directamente involucradas en las finanzas de todos los días, estén siendo utilizados.
—¿Utilizados para qué?
—Para hacer que el dinero llegue a Zurich. A la cuenta de uno de los más peligrosos asesinos de Europa.
Trignon se crispó, y su hinchado estómago comenzó a temblar, mientras caía contra la pared.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué es lo que dice?
—Prepárense. Sobre todo usted. Fue usted quien extendió los cheques, y no otra persona.
—¡Pero sólo cuando se trataba de cheques conformados!
—¿Alguna vez verificó la mercadería que figuraba en las facturas?
—¡Ése no es trabajo que me corresponda!
—De modo que, en rigor, usted hizo pagos por mercaderías que jamás vio.
—¡Yo jamás veo nada! Sólo facturas que han sido conformadas. ¡Ésas son las únicas que pago en todo momento!
—Le sugiero que las busque todas. Es mejor que usted y Madame Lavier comiencen a escarbar en los archivos. Porque ustedes dos, sobre todo usted, deberán hacer frente a las acusaciones.
—¿Acusaciones? ¿Qué acusaciones?
—A falta de una específica, lo llamaremos complicidad por homicidio múltiple.
—Homicidio múltiple…
—Asesinato. La cuenta de Zurich pertenece al asesino conocido con el nombre de Carlos. Usted Pierre Trignon, y su actual empleadora, Madame Jacqueline Lavier, están directamente implicados en financiar al asesino más buscado de Europa. Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos.
—¡Aughhhh…! —Trignon se deslizó hasta el suelo del vestíbulo, los ojos desorbitados, el mofletudo rostro desfigurado—. Toda la tarde… —susurró—. Gente que corría por todos lados, reuniones histéricas en los pasillos, personas que me miraban con expresión extraña, que pasaban por el rincón donde trabajo y movían la cabeza. ¡Oh, Dios!
—Si yo fuera usted, no perdería un momento. Mañana llegará pronto, y es posible que sea el día más difícil de toda su vida. —Jason se dirigió a la puerta de la calle y se detuvo, con la mano en el picaporte—. No soy quién para darle consejos, pero si yo fuera usted, me pondría en contacto con Madame Lavier de inmediato. Comiencen a preparar su defensa conjunta… tal vez sea la única oportunidad que tengan de hacerlo. No debemos descartar la posibilidad de que se lleve a cabo una ejecución pública.
El camaleón abrió la puerta y salió al exterior; el viento helado de la noche le azotó la cara.
Coge a Carlos. Atrapa a Carlos. Caín es Charlie y Delta es Caín.
¡Falso!
Busca un número de Nueva York. Busca a Treadstone. Descubre el significado de un mensaje. Busca al que lo envió.
Encuentra a Jason Bourne.
Los rayos del sol penetraron por los vitrales mientras el viejo, afeitado y con el traje pasado de moda, caminó a toda prisa por el pasillo central de una iglesia en Neuilly-sur-Seine. El sacerdote, de elevada estatura, que estaba de pie junto al montón de cirios, lo observó, asaltado por una sensación de familiaridad. Por un momento, el clérigo pensó que había visto al hombre antes, pero no pudo situarlo. Recordó al pordiosero desgreñado del día anterior, más o menos de la misma estatura, del mismo… No; los zapatos de este viejo habían sido lustrados, el cabello blanco estaba bien peinado, y el traje, aunque pertenecía a otra década, era de buena calidad.
—Ángelus Domini —dijo el viejo, mientras apartaba las cortinas del confesionario.
—¡Suficiente! —susurró la figura recortada a través del lienzo—. ¿Qué novedades me traes de Saint-Honoré?
—De poca importancia, pero respeto sus métodos.
—¿Hay algún patrón de conducta?
—El azar, al parecer. Elige a personas que no sepan absolutamente nada y provoca el caos a través de ellas. Sugeriría que no se llevaran a cabo más actividades en «Les Classiques».
—Naturalmente —dijo la silueta—. Pero ¿cuál es su meta?
—¿Además del caos? —preguntó el viejo—. Diría que sembrar la desconfianza entre aquellos que saben algo. La Brielle lo dijo. Afirmó que el norteamericano le sugirió que le dijera a Lavier que había un «traidor» adentro, aseveración evidentemente falsa. ¿Quién de ellos se atrevería? Anoche fue una verdadera locura, como bien sabe. El contable, Trignon, perdió el juicio. Estuvo aguardando fuera de la casa de Lavier hasta las dos de la madrugada, y cuando ella regresó del hotel de la Brielle, la asaltó y se puso a gritar y a llorar en plena calle.
—La Lavier no estuvo tampoco demasiado brillante. Prácticamente estaba fuera de sí cuando llamó a Pare Monceau; se le dijo que no volviera a hacerlo. Nadie debe llamar allí… nunca más. En ninguna circunstancia.
—Ya nos lo advirtieron. Los pocos que conocemos el número, ya lo hemos olvidado.
—Asegúrate de que así sea. —La silueta se movió de pronto; se formó una onda en la cortinilla—. ¡Es evidente que la finalidad era sembrar desconfianza! Es lo que suele ocurrir después del caos. De eso ya no cabe ninguna duda. Él irá atrapando los contactos, tratará de sonsacarles información, y cuando uno le falle, se lo arrojará a los norteamericanos y se dedicará al siguiente. Pero hará los contactos solo; eso es parte de su ego. Es loco. Y está obsesionado.
—Tal vez sea ambas cosas —comentó el viejo—, pero también es un profesional. Él se encargará de que sus superiores reciban los nombres si algo llegara a pasarle. Así que, lo atrapes o no, ellos serán apresados.
—Estarán muertos —dijo el asesino—. Pero no Bergeron. Es demasiado valioso. Dile que se vaya a Atenas; él sabrá adonde.
—¿Debo suponer que yo ocuparé el lugar de Pare Monceau?
—Eso sería imposible. Pero, mientras tanto, te encargarás de transmitir mis decisiones finales a quien corresponda.
—Y la primera persona con quien debo ponerme en contacto es Bergeron. En Atenas.
—Sí.
—¿De modo que Lavier y el colonial, D’Anjou, están marcados?
—En efecto. La carnada rara vez sobrevive, y tampoco lo harán ellos. También quiero que transmitas otro mensaje a los equipos que cubren a Lavier y D’Anjou. Diles que estaré vigilándolos; todo el tiempo. No puede haber errores.
Le tocaba ahora al viejo hacer una pausa, exigir atención silenciosamente.
—He dejado lo mejor para el final, Carlos. El «Renault» fue encontrado hace una hora y media en un garaje de Montmartre. Fue llevado allí anoche.
Él viejo pudo escuchar la respiración lenta y deliberada de la figura que estaba oculta por el lienzo.
—Supongo que habrás tomado medidas para que se lo vigile, y se lo siga, incluso en este preciso momento.
El ex pordiosero rió en voz baja.
—De acuerdo con tus últimas instrucciones, me tomé la libertad de contratar a un amigo, un amigo con un potente automóvil. Él, a su vez, ha empleado a tres conocidos suyos, y juntos hacen guardia de seis horas cada uno en la calle, frente al garaje. No saben nada, por supuesto, excepto que deben seguir al «Renault» a cualquier hora del día o de la noche.
—Jamás me decepcionas.
—No puedo permitirme ese lujo. Y puesto que Pare Monceau ha sido eliminado, no tenía otro número de teléfono que darles, salvo el mío, que, como sabes, es el de un café ruinoso. El dueño y yo fuimos amigos en las viejas épocas, en aquellos tiempos mejores. Podría ponerme en contacto con él cada cinco minutos para averiguar si hay algún mensaje, y él no pondría ningún reparo. Sé dónde obtuvo el dinero para comprarse el negocio, y a quién tuvo que matar para conseguirlo.
—Te has portado bien; vales mucho.
—Pero tengo un problema, Carlos. Puesto que ninguno de nosotros debe llamar a Pare Monceau, ¿cómo haré para ponerme en contacto contigo? En caso de que fuera preciso hacerlo. Digamos, por ejemplo, algo relacionado con el «Renault».
—Sí, comprendo la dificultad. ¿Tienes alguna idea del peso que te echas encima?
—Te aseguro que preferiría no tenerlo. Mi única esperanza es que cuando todo haya acabado y Caín esté muerto, recuerdes mi contribución y, en lugar de matarme, cambies el número.
—No cabe duda de que te anticipas a los hechos.
—Antiguamente era la única forma de sobrevivir. El asesino susurró un número de siete cifras.
—Eres la única persona viva que conoce este número. Por supuesto, es imposible de localizar.
—Naturalmente. ¿Y a quién se le podría ocurrir que un viejo pordiosero lo tiene?
—Cada hora que pasa te acerca más a un mejor nivel de vida. La red se está cerrando; cada hora que pasa lo aproxima a una de varias trampas. Caín será aprehendido, y el cadáver de un impostor será arrojado de vuelta a los azorados estrategas que lo crearon. Ellos confiaban en conseguir un ego monstruoso, y él se los proporcionó. Y, al final, resultó ser sólo un títere, un títere desechable. Todo el mundo lo sabía, excepto él.
Bourne contestó el teléfono:
—¡Diga!
—¿Habitación 420?
—Adelante, general.
—Las llamadas telefónicas han cesado. Ya nadie se pone en contacto con ella, al menos, no por teléfono. Nuestra pareja había salido, y el teléfono sonó dos veces. En ambas ocasiones me pidió a mí que contestara. Alegó que no se sentía con ánimos para atender ninguna llamada.
—¿Quiénes eran?
—Los farmacéuticos con una receta, y un periodista solicitando una entrevista. No podía conocer a ninguna de ellos.
—¿Tuvo usted la impresión de que intentaba despistarlo al pedirle que atendiera las llamadas?
Villiers permaneció en silencio y luego respondió con bastante furia:
—¡Sí, sin duda! Aunque el efecto no fue demasiado sutil, puesto que diga que tal vez saliera a almorzar. Añadió que había reservado una mesa en el «George Cinq» y que, si decidía ir, la podía llamar allí.
—Si llegara a ir, preferiría llegar antes que ella.
—Le avisaré.
—Ha dicho usted que ya nadie establece contacto telefónico con ella. «Al menos, no por teléfono», creo que han sido sus palabras. ¿Qué ha querido decir con eso?
—Hace treinta minutos vino a casa una mujer. Mi esposa se mostró reacia a verla, pero, no obstante, la recibió. Sólo alcancé a ver su rostro por un momento en la sala, pero fue lo suficiente. Estaba aterrada.
—Descríbamela. Villiers lo hizo.
—Jacqueline Lavier —dijo Jason.
—Pensé que podría ser ella. Por su aspecto, diría que el ataque submarino simultáneo fue un éxito; era obvio que no había pegado ojo. Antes de hacerla pasar a la Biblioteca, mi esposa me dijo que era una vieja amiga que estaba pasando por una crisis matrimonial, lo cual no fue sino una mentira necia; a su edad, ya no se producen crisis en el matrimonio; sólo aceptación y paciencia.
—No puedo comprender por qué fue hasta su casa. Es una audacia excesiva y sin sentido. A menos que lo hiciera por su propia cuenta y riesgo, sabiendo que no debían hacerse más llamadas telefónicas.
—Yo también lo pensé —dijo el soldado—. Así que sentí el deseo de tomar un poco de aire fresco, de estirar las piernas y dar una vuelta a la manzana. Mi asistente me acompañó; un viejo decrépito que hace su limitada y habitual caminata bajo la mirada alerta de un acompañante. Pero mis ojos también estuvieron vigilantes. Lavier fue seguida. Dos hombres estaban instalados en un coche aparcado cuatro casas más allá de la mía, y el vehículo estaba equipado con radio. Esos hombres no estaban casualmente allí. Se les notaba en la expresión, en la forma en que vigilaban mi casa.
—¿Cómo sabe que la mujer no llegó con ellos?
—Vivimos en una calle sumamente tranquila. Cuando llegó Lavier, yo estaba en la sala tomando café, y oí sus pasos en la escalinata. Me acerqué a la ventana a tiempo para ver el taxi que se marchaba.
—¿A qué hora abandonó su casa?
—Aún está aquí. Y los hombres siguen apostados afuera.
—¿Cómo es el coche?
—Un «Citroën». Gris. Las primeras letras de la matrícula son NYR.
—Pájaros en el aire, siguiendo a un contacto. ¿De dónde proceden los pájaros?
—Perdón. No lo he entendido. ¿Qué ha dicho?
Jason meneó la cabeza.
—No estoy seguro. No se preocupe. Intentaré llegar ahí antes de que Lavier abandone su casa. Haga lo que pueda para ayudarme. Interrumpa a su esposa, dígale que tiene que hablar con ella un instante. Insista en que su «vieja amiga» permanezca allí; diga cualquier cosa, pero asegúrese de que no se vaya.
—Haré lo posible.
Bourne colgó el receptor y miró a Marie, que estaba junto a la ventana, al otro lado de la habitación.
—Funciona. Están comenzando a dudar unos de otros. Lavier fue a Pare Monceau y la siguieron. Ellos también empezaron a sospechar.
—«Pájaros en el aire» —dijo Marie—. ¿Qué has querido decir con eso?
—No lo sé; no es importante. No hay tiempo.
—Yo creo que sí es importante, Jason.
—Ahora no.
Bourne se acercó a la silla en la que estaban su abrigo y su sombrero. Se los puso rápidamente y fue al escritorio, abrió el cajón y sacó el revólver. Lo contempló durante un momento, recordando. Las imágenes estaban allí, un pasado que era el suyo y que, sin embargo, no le pertenecía. Zurich. La Bahnhofstrasse y el «Carillón du Lac»; «Drei Alpenhäuser» y «Löwenstrasse»; una roñosa pensión en la Steppdeckstrasse. El revólver simbolizaba todo eso, pues en cierta ocasión casi le había quitado la vida en Zurich.
Pero ahora estaba en París. Y todo lo que había comenzado en Zurich se movía ya velozmente.
Busca a Carlos. Atrapa a Carlos. Caín es Charlie y Delta es Caín.
¡Falso! ¡Falso, maldito sea!
Busca a Treadstone. Busca un mensaje. Busca a un hombre.