—Ella estuvo tan encantadora, que tengo que demostrarle mi agradecimiento —dijo Marie al teléfono, en un francés efervescente—. Y también a ese muchacho tan dulce; no se imagina cuánto me ayudó. ¡Le aseguro que el vestido fue un succès fou! Estoy tan, pero que tan agradecida…
—Por la descripción que usted me hace, señora —replicó la refinada voz masculina procedente del conmutador de «Les Classiques»—, estoy seguro de que se refiere a Janine y Claude.
—Sí, por supuesto, Janine y Claude, ahora lo recuerdo. Les enviaré a cada uno una nota con una muestra de mi gratitud. ¿Por casualidad sabe usted sus apellidos? Quiero decir, que quedaría muy poco elegante dirigir un sobre simplemente a «Janine» y «Claude». Sería como mandar una misiva al personal doméstico, ¿no lo cree usted? ¿No podría preguntárselo a Jacqueline?
—No es necesario, señora. Sé sus apellidos. Y debo decir que la señora no es sólo generosa, sino también una persona de gran sensibilidad. Janine Dolbert y Claude Oreale.
—Janine Dolbert y Claude Oreale —repitió Marie, mientras miraba a Jason—. Janine está casada con ese pianista tan atractivo, ¿no es cierto?
—No creo que Mademoiselle Dolbert esté casada con nadie.
—Desde luego. Debo de estar pensando en otra persona.
—Si me permite, señora, no he podido escuchar su nombre.
—¡Oh, pero claro, qué distraída soy! —Marie alejó el teléfono y levantó la voz—. ¡Querido, ya estás de vuelta, y tan pronto! ¡Qué estupendo! Estoy hablando con esa gente encantadora de «Les Classiques»… Sí, en seguida, amor mío. —Se acercó el micrófono a la boca—. No sabe cuánto se lo agradezco. ¡Ha sido usted tan, tan amable! —Y cortó la comunicación—. ¿Qué tal he estado?
—Si alguna vez te decides a dejar la economía —dijo Jason, mientras hojeaba la guía telefónica de París— dedícate a la venta. A mí me has convencido por completo.
—Las descripciones, ¿fueron precisas?
—Sencillamente perfectas. ¡Y qué detalle el del pianista!
—Se me ocurrió que si estuviera casada, el teléfono figuraría a nombre de su marido.
—Pero no es así —interrumpió Bourne—. Aquí está. Dolbert, Janine, rué Losserand. —Jason escribió la dirección—. Oreale; se escribe O, no con Au.
—Eso creo. —Marie encendió un cigarrillo—. ¿En serio irás a sus casas?
Bourne hizo un ademán de asentimiento.
—Si me dirigiera a ellos en Saint-Honoré, Carlos estaría vigilándolos.
—¿Y qué me dices de los otros? ¿La Lavier, Bergero y el tipo del conmutador?
—Mañana. Hoy es el día para el mar de fondo.
—¿Para qué cosa?
—Para empezar el alboroto. Hacer que corran de acá para allá diciendo cosas que no deberían decir. Para la hora del cierre, Dolbert y Oreale habrán hecho correr la voz por toda la tienda. Esta noche me pondré en contacto con otras dos personas; llamarán a la Lavier y al hombre del conmutador. Se producirá la primera gran ola y, luego, la segunda. El teléfono del general empezará a sonar esta tarde. Al llegar la mañana, el pánico debería ser total.
—Dos preguntas —dijo Marie, incorporándose del borde de la cama y acercándose a donde estaba él—: ¿Cómo te las arreglarás para que dos vendedores de «Les Classiques» se alejen de la tienda en horas de trabajo? Y, quiénes son las personas con quienes te pondrás en contacto esta noche?
—Nadie vive aislado por completo del mundo —replicó Bourne, mientras echaba una ojeada a su reloj—. Sobre todo, en el mundo de la haute couture. En este momento son las once y cuarto de la mañana; llegaré al departamento de la Dolbert a mediodía y haré que el administrador la llame al trabajo. Le dirá que debe regresar de inmediato a su casa. Que se ha presentado un problema urgente y de índole muy personal, que le conviene tratar de solucionar.
—¿Qué problema?
—No tengo idea, pero ¿quién no tiene un problema?
—¿Harás lo mismo con Oreale?
—Probablemente emplee un recurso más audaz aún.
—Eres un verdadero demonio, Jason.
—Me propongo ser implacable —dijo Bourne, mientras deslizaba una vez más el índice a lo largo de una columna de nombres—. Aquí Está. Oreale, Claude Giselle. Sin comentarios. Rué Racine. Lo veré a eso de las tres. Cuando termine con él, enfilará de inmediato a Saint-Honoré empezará a chillar a voz en cuello.
—¿Y que me dices de los otros dos? ¿Quiénes son?
—Obtendré sus nombres a través de Oreale o de Dolbert, o de ambos. No lo sabrán, pero me estarán brindando la segunda gran ola de conmoción.
Jason se encontraba en la rué Losserand, bajo la sombra de un portal fuera de uso. Estaba como a cinco metros de la entrada de la pequeña casa de departamentos en que vivía Janine Dolbert y donde un perplejo y repentinamente más rico administrador había complacido a un extranjero cortés llamando por teléfono a Mademoiselle Dolbert a su trabajo y diciéndole que en dos oportunidades se había presentado un caballero, en un automóvil con chofer, preguntando por ella. Y en ese momento estaba allí de vuelta. ¿Qué debía hacer el administrador?
Un taxi de color negro se detuvo junto a la acera y de él saltó literalmente una Janine Dolbert palidísima y agitada. Jason emergió del portal y la interceptó en plena calle, a pocos pasos de la entrada de su casa.
—Ha venido usted realmente de prisa —le dijo, tocándole el hombro—. Me alegra volver a verla. El otro día me fue usted muy útil.
Janine Dolbert se quedó contemplándolo, con los labios entreabiertos, primero como si tratara de recordar, y luego con perplejidad.
—Usted. El norteamericano —le dijo, en inglés—. Monsieur Briggs, ¿no es verdad? Y usted es el que…
—Le dije a mi chofer que se tomara una hora libre. Quería hablar con usted en privado.
—¿Conmigo? No imagino con qué objeto.
—¿No lo sabe? Entonces, ¿por qué corrió hacia aquí a toda prisa?
Sus enormes ojos, debajo del cabello muy cortito, lo miraban fijamente; su rostro pálido pareció empalidecer aún más a la luz del sol.
—¿Es usted de la Casa de Azur, entonces? —preguntó, a manera de tanteo.
—Podría ser —Bourne le presionó algo más en el codo—. Y… ¿qué me dice?
—Ya entregué lo que prometí. Convinimos en que no les daría nada más.
—¿Está usted segura?
—¡No sea idiota! No conoce la couture parisiense. Alguien se pondrá furioso con alguien más y hará comentarios maliciosos en su propio estudio. ¡Qué extrañas divergencias! Y cuando se lance la moda de otoño y usted presente la mitad de los modelos de Bergeron antes que él, ¿cuánto tiempo cree usted que podré quedarme en Les Classiques? Yo soy la número dos de Lavier, una de las pocas que tienen acceso a su despacho. Así que es mejor que me proteja, como prometió. Y me lleve a trabajar en una de sus tiendas de Los Ángeles.
—Caminemos un poco —dijo Jason, empujándola suavemente—. Me parece que se ha equivocado de hombre, Janine. Jamás he oído hablar de la Casa de Azur, y no tengo el menor interés en diseños robados, excepto en la medida en que ese conocimiento pueda resultarme útil.
—¡Oh, Dios mío…!
—Siga caminando —Bourne le apretó el brazo con más fuerza—. Ya le dije que quería hablar con usted.
—¿Sobre qué? ¿Qué quiere de mí? ¿Cómo consiguió mi nombre? —Las palabras comenzaron a brotarle a borbotones, cada nueva frase superponiéndose a la anterior—. Dije que salía a almorzar más temprano que de costumbre y debo regresar en seguida; hoy tenemos mucho trabajo. Por favor…, me hace usted daño.
—Lo siento.
—Lo que le dije antes fueron sólo tonterías. Una mentira. Allá en la tienda hemos oído rumores; lo que hice fue someterlo a una prueba. ¡Eso fue lo que hice; lo sometí a una prueba!
—Es usted muy convincente. Digamos que acepto sus palabras.
—Yo soy leal a «Les Classiques». Siempre fui leal.
—Ésa es una cualidad admirable, Janine. Admiro la lealtad. Como le decía el otro día a… ¿cómo se llamaba?… ese tipo tan agradable que se ocupa del conmutador. ¿Cuál es su nombre? Siempre me lo olvido.
—Philippe —dijo la vendedora asustada, obsequiosa—. Philippe d’Anjou.
—Eso es. Muchas gracias. —Llegaron a una callejuela empedrada entre dos edificios. Jason la condujo hasta ella—. Entremos aquí por un momento, así nos salimos de la calle. No se preocupe, no llegará tarde. Sólo le robaré unos minutos. —Caminaron unos diez pasos por el estrecho recinto. Bourne se detuvo; Janine Dolbert se apretó contra la pared de ladrillos—. ¿Quiere un cigarrillo? —le preguntó Jason, extrayendo un paquete del bolsillo.
—Sí, gracias.
Él se lo encendió, al advertir que a ella le temblaba la mano.
—¿Se siente ahora algo más tranquila?
—Sí. No, en realidad no. ¿Qué desea, Monsieur Briggs?
—Ante todo, no me llamo Briggs, pero supongo que eso ya lo sabrá.
—No lo sé. ¿Por qué cree usted que debería saberlo?
—Estaba seguro de que la número uno de Lavier se lo habría dicho.
—¿Monique?
—Use los apellidos, por favor. La precisión es lo que cuenta.
—Brielle, entonces —dijo Janine, frunciendo el ceño con curiosidad—. ¿Ella lo conoce?
—¿Y por qué no se lo pregunta?
—Como quiera. ¿Qué es lo que desea, señor? Jason sacudió la cabeza.
—Entonces, de veras no lo sabe, ¿no es así? Las tres cuartas partes de los empleados de «Les Classiques» trabajan para nosotros, y una de las vendedoras más destacadas ni siquiera ha sido llamada. Desde luego, es posible que alguien creyera que usted era un riesgo; suele ocurrir.
—¿Qué es lo que suele ocurrir? ¿De qué riesgo me habla? ¿Quién es usted?
—No tenemos tiempo de entrar en todos esos detalles. Sus compañeros pueden ocuparse de eso. Estoy aquí porque jamás recibimos ningún informe suyo y, sin embargo, usted conversa todo el día con lo más granado de la clientela.
—Señor, le ruego que hable con más claridad.
—Digamos que yo soy el portavoz de un grupo de personas, norteamericanos, franceses, ingleses y holandeses, que están empeñados en cercar a un criminal que ha asesinado a líderes políticos y militares en sus respectivos países.
—¿Asesinado? Militares, políticos… —Janine quedó con la boca abierta, mientras la ceniza del cigarrillo caía y se desparramaba por encima de su mano rígida—. ¿Qué es todo eso? ¿De qué está hablando? ¡Jamás he oído nada igual!
—Lo único que me queda es presentarle mis excusas —dijo Bourne con voz cálida y sincera—. Deberían haberse puesto en contacto con usted hace varias semanas. Fue un error del que me precedió. Lo siento; todo esto debe de haberla sobresaltado.
—Le aseguro que es un sobresalto, señor —replicó la vendedora con un suspiro—. Habla usted de cosas que escapan a mi comprensión.
—Pero ahora por lo menos yo comprendo —interrumpió Jason—. Con razón no recibimos ningún informe suyo sobre nadie. Ahora está muy claro.
—No para mí.
—Estamos cerrando el círculo alrededor de Carlos. El asesino a sueldo conocido como Carlos.
—¿Carlos?
El cigarrillo se desprendió de la mano de Dolbert; la perplejidad fue total.
—Es uno de sus clientes más importantes, todas las pruebas parecen indicarlo. Hemos limitado a ocho el número de los posibles candidatos. Hemos preparado la trampa para algún momento dentro de los próximos días, y estamos tomando las mayores precauciones posibles.
—¿Precauciones…?
—Siempre se corre el peligro de que se tomen rehenes, todos lo sabemos muy bien. Prevemos que habrá un tiroteo, pero trataremos de que no sea de grandes proporciones. El problema básico lo constituirá precisamente Carlos. Ha jurado que jamás lo atraparán con vida; tiene la costumbre de caminar por las calles cargado de explosivos de una intensidad que se calcula superior a una bomba de mil kilos de peso. Pero nosotros nos ocuparemos de eso. Tendremos a nuestros tiradores apostados en el lugar; bastará una sola bala en medio de la cabeza, y todo habrá terminado.
—Une seule baile… Bourne consultó su reloj.
—Bueno, ya le he robado demasiado tiempo. Usted debe regresar a la tienda, y yo, a mi puesto. Recuerde: si me llega a ver en alguna parte, usted no me conoce. Si uno de estos días aparezco por «Les Classiques» tráteme como si fuera uno de sus clientes ricos. A menos que sospeche usted haber descubierto a nuestro hombre entre sus clientes; entonces le aconsejo que me lo haga saber sin pérdida de tiempo. Una vez más, lamento lo ocurrido. Se debió a una ruptura en nuestras comunicaciones, eso es todo. Son cosas que pasan.
—Une rupture…?
Jason asintió, se dio la vuelta y, con rapidez, comenzó a salir de la callejuela en dirección a la calle principal. Se detuvo y volvió la cabeza para mirar a Janine Dolbert. Estaba apoyada contra la pared y en estado comatoso; el elegante mundo de la haute couture estaba empezando a girar salvajemente fuera de órbita.
Philippe d’Anjou. El nombre no le decía nada, pero, Bourne no pudo evitar repetirlo silenciosamente, tratando de evocar una imagen… mientras el rostro del operador del conmutador, con su cabello gris, le provocó violentas imágenes de oscuridad y algunos fogonazos de luz. Philippe d’Anjou. Nada. Nada en absoluto. Y, sin embargo, había habido algo, algo que hizo que en el estómago de Jason se formara un nudo, los músculos se le pusieran tensos y rígidos, un bloque de carne firme y contraída… por la oscuridad.
Estaba sentado junto al ventanal de un bar de la rué Racine, próximo a la puerta, preparado para levantarse y salir en cuanto divisara la figura de Claude Oreale recortada en el portal del antiguo edificio al otro lado de la calle. Vivía en el quinto piso, en un departamento que compartía con otros dos hombres, y al que sólo llegaba subiendo por una escalera angular y gastada. Cuando llegara, Bourne estaba seguro de que no vendría a pie.
Pues Claude Oreale, que se había mostrado tan efusivo con Jacqueline Lavier en otra escalera en Saint-Honoré, había recibido una llamada de su desdentada casera, quien lo conminaba a regresar de inmediato a la rué Racine y poner fin a los gritos y el ruido de muebles que tenía lugar en ese momento en su apartamento del quinto piso. En caso contrario, llamaría a los gendarmes; le daba veinte minutos de plazo para que lo hiciera.
Llegó quince minutos más tarde. Su figura menuda, embutida en un traje Pierre Cardin, corría por la escalera procedente de la salida más cercana del Metro. Evitaba los choques con la agilidad de un corredor. Su fino cuello estaba proyectado hacia delante varios centímetros al frente de su pecho, cubierto por un chaleco, y su cabello oscuro y largo flotaba en el aire formando una línea paralela con el suelo. Llegó a la entrada y se aferró al pasamanos, saltando ágilmente los peldaños y zambulléndose en las sombras del vestíbulo.
Jason salió de prisa del bar y corrió hacia el otro lado de la calle. Una vez dentro del edificio, se dirigió a toda velocidad a la antigua escalera y comenzó a trepar por los rajados escalones. Desde el rellano del cuarto piso, escuchó los violentos golpes dados contra la puerta del piso superior.
—Ouvrez! Ouvrez! Vite, nom de Dieu!
Oreale se detuvo, y el silencio del interior del apartamento le resultó más atemorizador que ninguna otra cosa.
Bourne trepó los restantes peldaños hasta divisar a Oreale por entre las rejas del pasamanos y del piso. El cuerpo frágil del vendedor estaba apretado contra la puerta, con las manos a ambos lados, los dedos abiertos, la oreja contra la madera, la cara enrojecida. Jason gritó en un francés gutural y burocrático, mientras emergía por la escalera:
—Sureté! ¡Quédese donde está, jovencito! Le ruego que no cause ninguna escena desagradable. Hemos estado observándolos a usted y a sus amigos. Sabemos todo lo referente al cuarto oscuro.
—¡No! —chilló Oreale—. ¡No tiene nada que ver conmigo, lo juro! ¿Cuarto oscuro? Bourne levantó una mano.
—¡Cállese; no grite de esa manera!
Se asomó por encima del pasamanos y miró hacia abajo.
—¡Usted no puede incriminarme! —siguió vociferando el vendedor—. ¡No tengo nada que ver! ¡Les he advertido reiteradamente que debían deshacerse de todo eso! Un día acabarán por matarse. ¡Las drogas son para los imbéciles! ¡Dios mío, qué silencioso está todo! ¡Creo que están muertos!
Jason se incorporó y se acercó a Oreale, con las palmas de las manos levantadas.
—Le he dicho que se callara —susurró con tono áspero—. ¡Entre allí y quédese quieto! Todo esto fue para que lo oyera esa vieja arpía que está allá abajo.
El vendedor estaba paralizado; su pánico, contenido por una histeria muda.
—¿Cómo dice?
—Usted tiene una llave —dijo Bourne—. Abra la puerta y entremos.
—Han echado el cerrojo por dentro —replicó Oreale—. Siempre lo hacen en momentos como éste.
—¡Pedazo de idiota, teníamos que ponernos en contacto con usted! Teníamos que hacerlo venir hasta aquí sin que nadie sospechara por qué. Abra esa puerta. ¡En seguida!
Como un conejo asustado, Claude Oreale se metió la mano en el bolsillo y, finalmente, encontró la llave. Abrió la cerradura y abrió la puerta de par en par como lo haría un hombre obligado a entrar en un depósito repleto de cadáveres mutilados. Bourne lo empujó hacia dentro y penetró a la habitación, cerrando la puerta tras sí.
Lo que podía observarse del apartamento parecía contradecir la apariencia del resto del edificio. La espaciosa sala de estar estaba adornada con muebles elegantes y costosos, y había muchos almohadones de terciopelo rojos y amarillos esparcidos en sofás, sillas y en el suelo. Era un cuarto erótico, un lujoso santuario en medio de los escombros.
—Sólo tengo unos minutos —dijo Jason—. El tiempo justo para hablar de negocios.
—¿Negocios? —preguntó Oreale, con expresión atónita—. ¿Este… este cuarto oscuro? ¿Qué cuarto oscuro?
—Olvídese de eso. Usted tenía algo mejor que eso.
—¿Qué negocio?
—Nos avisaron de Zurich y queremos que se lo transmita a su amiga Lavier.
—¿A Madame Jacqueline? ¿Mi amiga?
—No confiamos en el teléfono.
—¿Qué teléfono? ¿Les avisaron? ¿Qué les dijeron?
—Que Carlos está bien.
—¿Carlos? ¿Carlos qué?
—El asesino a sueldo.
Claude Oreale lanzó un chillido. Se llevó la mano a la boca, se mordió el nudillo del dedo índice, y gritó:
—¿Qué es lo que dice?
—¿Cállese?
—¿Por qué me dice todo esto a mí?
—Usted es el número cinco. Contamos con usted.
—¿Qué cinco? ¿Para qué?
—Para ayudar a Carlos a no caer en la trampa. Lo están cercando. Mañana, pasado mañana, al día siguiente. Debe mantenerse alejado; tiene que permanecer alejado. Rodearán la tienda tiradores apostados cada tres metros. El fuego cruzado será atroz; pero, si él está dentro, podría convertirse en una verdadera matanza. Todos y cada uno de ustedes. Muertos.
Oreale volvió a gritar, con el nudillo color rojo subido.
—¡Haga el favor de callarse! ¡No sé de qué habla! Es usted un demente y no escucharé ni una palabra más de su boca; no he escuchado nada de lo que dijo. ¡Carlos, fuego cruzado… matanzas! Me estoy ahogando… ¡necesito aire!
—Recibirá usted dinero. Mucho dinero, imagino. La Lavier se lo agradecerá. También d’Anjou.
—¿D’Anjou? ¡Me detesta! Dice que soy un pavo real, me insulta siempre que me ve.
—Es para disimular, por supuesto. En realidad, lo aprecia a usted mucho… tal vez más de lo que se imagina. Él es el número seis.
—¿Qué son todos esos números? ¡Deje de referirse a números!
—¿Y de qué otra manera, sino, podríamos diferenciarlos, asignarles tareas? No podemos emplear sus nombres.
—¿Quién no puede hacerlo?
—Todos los que trabajamos para Carlos. El alarido fue suficiente para destrozar tímpanos, y la sangre comenzó a correr en el dedo de Oreale.
—¡No pienso escucharlo! ¡Soy un couturier, un artista!
—Usted es el número cinco. Hará exactamente lo que le ordenemos o jamás volverá a contemplar este nido de víboras suyo.
—Aunghunn!
—¡Deje de gritar! Lo apreciamos; sabemos que todos ustedes están sometidos a una gran tensión. De paso, le diré que no confiamos en su contable.
—¿En Trignon?
—Prefiero que usemos sólo los nombres. Nada de apellidos. El anonimato es importante.
—Pierre, entonces. Es odioso. Nos descuenta el importe de las llamadas telefónicas.
—Creemos que trabaja para la Interpol.
—¿Interpol?
—Si así fuera, usted podría pasarse unos diez años en prisión. Se lo comerían vivo, Claude.
—Aunghunn!
—¡Cállese! Espere a que Bergeron se entere de lo que sospechamos. No pierda de vista a Trignon, sobre todo durante los dos próximos días. Si se aleja de la tienda por algún motivo, cuídense mucho. Podría significar que se está cerrando el cerco. —Bourne se dirigió a la puerta, con la mano en el bolsillo—. Tengo que regresar, y lo mismo tiene que hacer usted. Dígales a los números uno al seis todo lo que le he dicho. Es fundamental que corra la voz.
Oreale volvió a lanzar un grito, nuevamente presa de la histeria:
—¡Números! ¡Siempre números! ¿Por qué me habla de números a mí? ¡Yo soy un artista, no un número!
—Si no regresa a su trabajo tan rápidamente como vino, no le quedará cara. Hábleles a Lavier, d’Anjou, Bergeron. Lo más rápido que pueda. Y luego a los otros.
—¿Qué otros?
—Pregúnteselo al número dos.
—¿Dos?
—Dolbert. Janine Dolbert.
—Janine. ¿También ella?
—Eso es. Es la número dos.
El vendedor levantó los brazos en un ademán de inútil protesta.
—¡Todo esto es una locura! ¡Nada tiene sentido!
—Su vida sí lo tiene, Claude —replicó Jason con sencillez—. Atesórela. Estaré aguardando al otro lado de la calle. Salga de aquí exactamente en tres minutos. Y no use el teléfono; salga y regrese a «Les Classiques». Si no está en la calle dentro de tres minutos, me veré obligado a volver aquí.
Se sacó la mano del bolsillo. Empuñaba un revólver.
Al ver el arma, Oreale expulsó todo el aire que le quedaba en los pulmones y su rostro adquirió el color de la ceniza. Bourne salió y cerró la puerta.
Sonó el teléfono en la mesita de noche. Marie consultó su reloj: eran las ocho y cuarto y, por un momento, sintió un sobresalto de temor. Jason había dicho que llamaría a las nueve. Había partido de «La Terrasse» cuando ya había oscurecido, a eso de las siete de la tarde, para interceptar a una vendedora llamada Monique Brielle. El plan era preciso, lo mismo que los horarios previstos, y sólo una emergencia podría modificarlos. ¿Habría ocurrido algo?
—¿Es la habitación 420? —preguntó una voz grave de hombre en el otro extremo de la línea.
Marie sintió un profundo alivio: se trataba de André Villiers. El general había llamado a última hora de la tarde para decir a Jason que el pánico había cundido en «Les Classiques»; habían llamado por teléfono a su esposa no menos de seis veces en el curso de una hora y media. No obstante, ni siquiera una vez pudo escuchar nada significativo; siempre que levantaba el aparato de la extensión, la conversación seria se transformaba en una charla insustancial.
—Sí —dijo Marie—. Es la habitación 420.
—Perdóneme, no hemos hablado antes.
—Sé quién es usted.
—También yo he oído hablar de usted. Permítame tomarme la libertad de expresarle mi gratitud.
—Entiendo. No tiene importancia.
—Vayamos al grano. La llamo desde mi despacho y, desde luego, esta línea no tiene una extensión. Dígale a nuestro común amigo que la crisis se ha precipitado. Mi esposa se ha encerrado en su habitación, alegando que tiene náuseas, pero al parecer no se siente tan mal como para no contestar el teléfono. En varias ocasiones, como ocurrió anteriormente, he levantado el aparato de la extensión sólo para descubrir que estaban alertas por si advertían alguna interferencia. Cada vez me he disculpado con cierta rudeza, afirmando que estaba esperando una llamada. No estoy muy seguro de que mi esposa lo creyera, pero, claro está, ella no se halla precisamente en condiciones de cuestionarme. Seré franco y directo, señorita. Se ha levantado entre nosotros una tácita barrera de fricción y, debajo de la superficie, es muy violenta. Que Dios me dé la fuerza necesaria.
—Lo único que le pido es que no pierda de vista el objetivo —observó Marie—. Recuerde a su hijo.
—Sí —replicó el viejo con calma—. Mi hijo. Y la ramera que finge venerar su memoria. Lo siento.
—No se preocupe. Le transmitiré sus palabras a nuestro amigo. Él llamará más o menos dentro de una hora.
—Un momento —la interrumpió Villiers—. Hay más. Por eso he llamado. En dos ocasiones, mientras mi esposa hablaba por teléfono, las voces me resultaron familiares. Reconocí a la segunda de ellas; en seguida recordé su rostro. Trabaja en un conmutador en Saint-Honoré.
—Sabemos cómo se llama. ¿Y qué hay de la primera?
—Fue extraño. No reconocí la voz, y no la pude asociar con ningún rostro, pero de alguna manera comprendí por qué estaba allí. Era una voz rara, mezcla de susurro y orden; un eco de sí misma. Fue el tono autoritario lo que me impresionó. ¿Sabe?, esa voz no mantenía una conversación con mi esposa, le había dado una orden. Cambió en seguida, en cuanto advirtió mi presencia en la línea, como es natural; una señal convenida de antemano para despedirse de prisa, pero en el aire flotaban todavía rastros. Esos rastros, incluso el tono, le resultan familiares a todo soldado; es su manera de demostrar fuerza, poder. ¿He sido claro?
—Así lo creo —aprobó Marie con dulzura, sabiendo que si el significado de las palabras del viejo era el que ella sospechaba, él debía de estar soportando una tensión casi intolerable.
—No le quepa ninguna duda, señorita —dijo el general—: era el cerdo asesino. —Villiers se interrumpió; su respiración se hizo audible, y las siguientes palabras parecían haber sido extraídas por la fuerza de la garganta de un hombre fuerte a punto de romper a llorar—. Estaba… dándole instrucciones… a mí… esposa —la voz del viejo soldado se quebró al fin—. Perdóneme lo que no tiene perdón. No tengo ningún derecho a abrumarla con mis problemas.
—Tiene todo el derecho del mundo —respondió Marie, sintiendo una súbita alarma—. Lo que está ocurriendo tiene que resultarle espantosamente doloroso, y más doloroso todavía porque no tiene con quién desahogarse.
—Lo estoy haciendo con usted, señorita. No debería, pero es así.
—¡Ojalá pudiéramos seguir hablando! ¡Ojalá uno de nosotros pudiera estar con usted! Pero eso no es posible, y sé que lo comprende. Le suplico que trate de aguantar. Es muy importante que nadie lo relacione a usted con nuestro amigo. Podría costarle a usted la vida.
—Considero que tal vez ya la haya perdido.
—Ça, c’est absurde! —dijo enérgicamente Marie, como abofeteando en la cara al viejo soldado—. Vous étes un soldat. Arretez ça inmédiatement!
—C’est I’institutrice qui corrige le mauvais eleve. Vous avez bien raison.
—On dit que vous étes un géant. Je le crois.
Se abrió un silencio en la línea; Marie contuvo el aliento. Cuando Villiers habló, ella volvió a respirar.
—Nuestro común amigo es muy afortunado. Es usted una mujer admirable.
—En absoluto. Lo único que deseo es que mi amigo regrese a mi lado. Y eso no tiene nada de admirable.
—Quizá no. Pero me gustaría ser yo también su amigo. Usted le recordó a un hombre ya viejo quién y qué es. O quién y qué fue en una época, y lo que debe tratar de ser una vez más. Le estoy agradecido de nuevo.
—¡No hay de qué… amigo mío!
Marie colgó el teléfono, profundamente conmovida y, al mismo tiempo, perturbada. No estaba demasiado segura de que Villiers pudiera enfrentarse con las siguientes veinticuatro horas, y en ese caso, el asesino se daría cuenta de hasta qué punto habían penetrado en su organización. Ordenaría que todos los contactos de «Les Classiques» abandonaran París y desaparecieran. O se produciría una matanza en Saint-Honoré, con idénticos resultados.
Si ocurría una de esas dos cosas, no habría ninguna respuesta, ninguna dirección en Nueva York, ningún mensaje descifrado, ningún remitente hallado. El hombre al que amaba regresaría a su laberinto. Y lo perdería.