26

El viejo soldado marchó en silencio junto al hombre más joven por el sendero del Bois de Boulogne iluminado por la luna. Ninguno de los dos habló, pues ya se habían pronunciado demasiadas palabras para admitir, objetar, negar y reafirmar. Villiers debía reflexionar y analizar, a fin de aceptar o rechazar violentamente lo que había escuchado. Su vida sería mucho más tolerable si pudiera reaccionar con violencia, negar la mentira y recuperar su cordura. Pero no podía hacerlo impunemente; era un soldado y no estaba acostumbrado a esquivar el bulto.

Había demasiada verdad en el hombre de menos edad. Estaba en sus ojos, en su voz, en cada uno de sus gestos, que exigían comprensión. El hombre sin nombre no mentía. En definitiva, la traición se había consumado en la casa de Villiers. Eso explicaba muchas cosas que jamás se había animado a cuestionar antes. El viejo sintió deseos de llorar.

Para el hombre sin memoria era poco lo que debía modificarse o cambiarse; no fue preciso apelar al camaleón. Su historia resultaba convincente porque la parte más vital de la misma estaba basada en la verdad. Debía encontrar a Carlos, descubrir qué era lo que sabía del asesino: no habría vida para él si fracasaba en el intento. Pero, aparte eso, no diría nada. No se hizo mención alguna de Marie St. Jacques, ni de Port Noir, ni de un mensaje enviado por una persona o personas desconocidas, ni de una viviente cáscara vacía que tal vez fuera o no alguien que él era o no era; que en realidad ni siquiera sabía con certeza si le pertenecían los fragmentos de recuerdos que poseía. No se dijo nada de eso.

En cambio, refirió todo lo que sabía sobre el asesino llamado Carlos. Y ese conocimiento era tan vasto que, durante el relato, Villiers lo contemplaba perplejo, al reconocer información que sabía estaba rotulada como muy secreta, impresionado frente a esos datos nuevos y sorprendentes que concordaban con muchas teorías existentes, pero que jamás nadie había expuesto con tanta claridad. Gracias a su hijo, el general había tenido acceso a los archivos ultra secretos que su país poseía acerca de Carlos, y el contenido de esos documentos se veía superado con creces por la serie de hechos que le proporcionaba el hombre de menos edad.

—Esa mujer con quien usted habló en Argenteuil, la que suele llamar por teléfono a mi casa, la que admitió haber sido mensajera suya…

—Su apellido es Lavier —interrumpió Bourne. El general hizo una pausa.

—¡Ah, sí! Ella le descubrió el juego; hizo que le tomaran a usted una fotografía.

—En efecto.

—¿No tenían ninguna fotografía suya?

—No.

—De manera que mientras usted trata de dar caza a Carlos, él, a su vez trata de atraparlo a usted. Pero usted no tiene ninguna fotografía: sólo conoce a dos emisarios, uno de los cuales estaba en mi casa.

—Así es.

—Hablando con mi esposa.

—Sí.

El viejo volvió la cara. El período de silencio había comenzado.

Llegaron al final del sendero, donde había un pequeño lago artificial. Estaba bordeado de grava blanca y había bancos colocados cada tres o cuatro metros, rodeando el agua como una guardia de honor en torno a una tumba de mármol negro. Caminaron hasta el segundo banco. Villiers rompió el silencio en que se había encerrado.

—Quisiera sentarme un poco —dijo—. Con la edad disminuye el vigor. Es algo que con frecuencia me hace sentir muy mal.

—No tiene sentido —comentó Bourne, mientras tomaba asiento junto a él.

—Tal vez no lo tenga —convino el general—, pero es así. —Hizo una breve pausa y añadió—: Me sucede con mucha frecuencia cuando estoy con mi esposa.

—No es preciso que entremos en esos detalles —dijo Jason.

—Se equivoca usted —repuso el viejo volviéndose al más joven—. No me estoy refiriendo a la cama, sino a que hay ocasiones en que me veo obligado a interrumpir e incluso renunciar a algunas actividades; retirarme temprano de una cena, pasar algunos fines de semana en el Mediterráneo, o declinar una invitación a Gstaad.

—No estoy muy seguro de entender lo que quiere usted decirme.

—Mi esposa y yo estamos con frecuencia distantes el uno del otro. En muchos aspectos llevamos vidas separadas, disfrutando, por supuesto, de las actividades del otro.

—Sigo sin comprender.

—¿Tendré que seguir profundizando en un tema que me pone tan violento? —dijo Villiers—. Cuando un viejo conoce a una mujer joven deseosa de compartir su vida, algunas cosas se sobrentienden y otras no tanto. Existe, desde luego, seguridad de tipo financiero y, en mi caso, también todo lo que implica estar ligada a una figura pública: comodidades materiales, acceso a lugares importantes, entablar relaciones con gente famosa. Todo es muy comprensible. A cambio de tales cosas, uno se lleva una hermosa compañera a su hogar, y se luce con ella entre sus pares; algo así como una forma de perpetuar su virilidad. Pero siempre surgen dudas. —El viejo soldado permaneció en silencio unos momentos; lo que tenía que decir no le resultaba fácil—. ¿Se buscará un amante? —siguió diciendo en voz baja—. ¿Anhela tener a su lado un cuerpo más joven, más firme, más acorde con el suyo? Si la respuesta es afirmativa, uno puede llegar a aceptarlo, incluso, supongo, con cierto alivio, rogando a Dios que tenga el tino de ser discreta. Un estadista cornudo pierde sus electores con mayor rapidez que un borracho esporádico. Significa que ha perdido por completo su poder. Surgen también otras preocupaciones. ¿Ultrajará ella su apellido? ¿Condenará públicamente a un adversario a quien uno está tratando de convencer? Tales son las inclinaciones de los jóvenes: son manejables, eso es parte del riesgo que implica el intercambio. Pero hay una duda subyacente que, si se viera confirmada, resultaría intolerable. Y es la de que tal vez ella haya sido parte de un plan. Desde el comienzo.

—Entonces, ¿llegó usted a tener esa sensación? —preguntó Jason con serenidad.

—¡Las sensaciones no son la realidad! —repuso con vehemencia el viejo soldado—. No pueden tener cabida al examinar el campo de batalla.

—Entonces, ¿por qué me cuenta usted todo eso? Villiers echó la cabeza hacia atrás, y luego la dejó caer hacia delante, con los ojos fijos en el agua.

—Tal vez exista alguna explicación sencilla de lo que ambos vimos esta noche. Deseo fervientemente que así sea, y le daré a ella todas las oportunidades para que me la proporcione. —El viejo hizo otra pausa—. Pero, en el fondo de mi corazón, sé que no la hay. Lo supe en cuanto usted me refirió lo de «Les Classiques». Clavé los ojos al otro lado de la calle, en la puerta de mi casa, y de pronto una serie de cosas comenzaron a encajar dolorosamente en su sitio. Durante las dos últimas horas he desempeñado el papel de abogado del diablo; no tiene sentido seguir haciéndolo. Estaba mi hijo, antes de que apareciera esa mujer.

—Pero usted afirmó que confiaba en su juicio. Que ella fue una gran ayuda para usted.

—Es cierto. Verá usted: yo quería confiar en ella, lo deseaba con desesperación. No hay nada tan fácil como convencerse a sí mismo de que se tiene razón. Y cuando uno se pone viejo, resulta todavía más fácil.

—¿Cuáles fueron las cosas que encajaron en su sitio, las que de pronto adquirieron sentido?

—Precisamente la ayuda que ella me prestó, la confianza que yo deposité en ella —Villiers se volvió y miró a Jason—. Usted sabe muchísimo acerca de Carlos. He estudiado esos archivos tal vez más que ningún otro ser viviente, pues me importaría mucho más que a ningún otro ser viviente conseguir verle atrapado y ejecutado, y ser yo sólo el pelotón de fusilamiento. Pero por abultados que sean los archivos, se quedan muy cortos en comparación con lo que usted sabe. Y, sin embargo, parece usted estar concentrado sólo en sus asesinatos, en sus métodos para matar. Ha pasado por alto el otro aspecto de Carlos: que no sólo vende su revólver, sino también los secretos de un país.

—Eso ya lo sé —dijo Bourne—. Pero no es el aspecto…

—Por ejemplo —siguió diciendo el general, como si no hubiera escuchado a Jason—. He tenido acceso a documentos secretos relacionados con la seguridad militar y nuclear de Francia. Tal vez haya cinco hombres, todos por encima de toda sospecha, que tengan también acceso a ellos. Y, sin embargo, con una frecuencia alarmante descubrimos que Moscú se ha enterado de esto; Washington, de aquello otro, y Pekín, de lo de más allá.

—¿Ha hablado usted alguna vez de esos temas con su esposa? —preguntó Bourne, sorprendido.

—Desde luego que no. Cada vez que llevo esos documentos a casa, los pongo en mi despacho, dentro de una caja fuerte. Nadie puede entrar en esa habitación excepto en mi presencia. Una sola persona más tiene la llave de ese lugar, una sola persona más conoce el lugar desde donde se desconecta la alarma: mi esposa.

—Considero que eso es casi tan peligroso como comentar con ella el contenido de los documentos. En cualquiera de los dos casos, alguien podría forzarla a revelar lo que sabe.

—Hubo una razón para ello. A mi edad, lo inesperado está a la orden del día; no hay más que verlo en las esquelas necrológicas. Si algo llegara a ocurrirme, ella tiene instrucciones de telefonear al Conseiller Miiltaire, bajar a mi despacho y quedarse junto a la caja fuerte hasta que llegue el personal de seguridad.

—¿No sería suficiente que ella permaneciera junto a la puerta?

—Muchos hombres de mi edad han encontrado la muerte sentados a su escritorio. —Villiers cerró los ojos—. Y todo el tiempo fue ella. En la única casa, el único lugar en que todo el mundo creyó que sería imposible que ocurriera.

—¿Está usted seguro?

—Más de lo que me atrevo a confesármelo a mí mismo. Fue ella quien insistió en que nos casáramos. Yo siempre sacaba a relucir la diferencia de edad que existía entre ambos, pero ella no quiso nunca saber nada del asunto. Lo único que contaba, según ella, eran los años que pasaríamos juntos, y no los que separaban nuestras fechas de nacimiento. Se ofreció a firmar un acuerdo renunciando a toda reclamación sobre las propiedades de los Villiers, a lo cual, por supuesto, yo me negué rotundamente, pues el mero ofrecimiento era una prueba de su devoción hacia mí. Nada más acertado que aquel adagio que dice: No hay peor tonto que un viejo tonto. Sin embargo, siempre surgían dudas; con cada viaje, con cada separación inesperada.

—¿Inesperada?

—Ella tiene muchos intereses, intereses que exigen su atención. Un museo francosuizo en Grenoble, una galería de arte en Amsterdam, un monumento a la Resistance en Boulogne-sur-Mer, una absurda conferencia oceanográfica en Marsella. Sostuvimos una acalorada discusión sobre esta última. Yo necesitaba que estuviera junto a mí en París; debía cumplir funciones diplomáticas y quería que ella me acompañara. Pero no quiso quedarse. Es como si recibiera órdenes de estar aquí y allí, y en alguna otra parte, en un momento dado.

Grenoble: cerca de la frontera suiza, a una hora de Zurich. Amsterdam. Boulogne-sur-Mer: sobre el Canal, a una hora de Londres. Marsella… Carlos.

—¿En qué fecha se celebró la conferencia de Marsella? —preguntó Jason.

—Creo que en agosto de este año. Hacia final de mes.

—El 26 de agosto, a las cinco de la tarde, el embajador Howard Leland fue asesinado en el muelle de Marsella.

—Sí, lo sé —dijo Villiers—. Ya lo mencionó antes. Y lamento la desaparición de ese hombre, no la de sus juicios. —El viejo soldado se interrumpió y miró a Bourne—. ¡Dios mío! —murmuró con un hilo de voz—. Ella tenía que estar con él. Carlos la mandó llamar y ella acudió. Ella le obedeció.

—Jamás se me ocurrió —replicó Jason—. Le juro que siempre creí que ella era una especie de transmisor, un mero transmisor. Nunca se me ocurrió otra cosa.

De pronto, de la garganta del viejo escapó un clamor, un grito profundo, lleno de agonía y de odio. Se cubrió la cara con las manos, echó de nuevo la cabeza hacia atrás, y lloró.

Bourne no se movió; no había nada que pudiera hacer.

—Lo siento —dijo.

El general logró dominarse.

—Yo también lo siento —respondió, por último—. Le ruego que me disculpe.

—No tiene por qué.

—No estoy de acuerdo. Pero no seguiremos hablando del asunto. Haré lo que debo hacer.

—¿Qué es lo que se propone? El soldado permaneció erguido sobre el banco, con la mandíbula firme.

—¿Y me lo pregunta usted?

—Sí, debo saberlo.

—Lo que ella hizo no es muy distinto de haber matado al hijo mío que no lleva su sangre. Simuló evocar con gran afecto su memoria. Y, sin embargo, fue y es cómplice de su asesinato. Además, al mismo tiempo, traicionaba a la nación a la que he servido durante toda la vida.

—¿Piensa matarla?

—La mataré. Me confesará la verdad, y luego morirá.

—Negará todo lo que usted dice.

—Lo dudo.

—¡Es una locura!

—Jovencito, me he pasado medio siglo atrapando a los enemigos de Francia y luchando contra ellos, aunque se tratara de franceses. La verdad se conocerá.

—¿Qué cree que hará ella? ¿Quedarse sentada escuchándolo y reconocer con toda calma que es culpable?

—No lo hará con calma. Pero sí lo reconocerá; lo proclamará.

—¿Cuáles serían sus motivos?

—Cuando la acuse, ella tendrá oportunidad de matarme. Cuando haga el intento, yo ya tendré mi explicación, ¿no le parece?

—¿Correrá usted ese riesgo?

—Debo hacerlo.

—¿Y si ella no lo intenta, no trata de matarlo?

—Ésa sería otra explicación —dijo Villiers—. En ese caso, muy poco probable, yo que usted, señor, echaría un buen vistazo a mi alrededor. —Meneó la cabeza—. Pero eso no sucederá. Ambos lo sabemos; yo, con más claridad que usted.

—Escúcheme —insistió Jason—. Usted afirma que primero fue su hijo. ¡Piense en él! Vaya tras el asesino, y no sólo tras su cómplice. Ella significa un gran dolor para usted, pero él lo es aún más. ¡Prenda al hombre que asesinó a su hijo! Al final, los tendrá a ambos. No se enfrente con ella, todavía no. Ponga en juego todo lo que sabe acerca de Carlos. Démosle caza juntos. Jamás nadie le ha pisado tan de cerca los talones.

—Me pide demasiado —dijo el viejo.

—No si piensa en su hijo. Si piensa sólo en usted, entonces tiene razón en considerarlo excesivo. Pero no si piensa en la rué de Bac.

—Es usted excesivamente cruel, señor.

—Tengo razón y usted lo sabe.

Una nube alta se desplazó por el cielo oscuro, ocultando por un instante la luz de la luna. La oscuridad era completa. Jason se estremeció. El viejo soldado habló, y había en su voz un dejo de resignación.

—Sí, tiene usted razón —admitió—. Sus palabras no sólo son excesivamente crueles, sino también muy certeras. Debemos aprehender al asesino, no a la ramera. ¿Cómo podemos trabajar juntos, cazar juntos?

Bourne cerró los ojos un instante con inmenso alivio.

—No haga nada. Carlos debe de estar buscándome por todo París. He matado a sus hombres, he hecho saltar una trampa, he descubierto un contacto. Estoy demasiado cerca de él. A menos que ambos nos equivoquemos, su teléfono cobrará una actividad inusitada. Yo me ocuparé de que así sea.

—¿De qué manera?

—Interceptaré a media docena de los empleados de «Les Classiques». A varios vendedores, a la Lavier, tal vez a Bergeron, y, sin duda, al encargado del conmutador. Ellos hablarán. Y también lo haré yo. No le quede duda de que su teléfono sonará durante las veinticuatro horas.

—¿Y qué me dice de mí? ¿Qué debo hacer?

—Quedarse en su casa. Diga que no se siente bien. Y, cada vez que suene el teléfono, trate de estar cerca de la persona que atiende la llamada. Escuche la conversación, trate de pescar claves, interrogue a la servidumbre respecto a qué les dijeron. Hasta podría intentar escuchar la conversación por la extensión. Si oye algo interesante, estupendo; pero lo más probable es que no sea así. Quienquiera que esté del otro lado de la línea, sabrá que usted está escuchando. Sin embargo, eso servirá para frustrar la transmisión del mensaje. Y según el lugar que ocupe su esposa…

—Según el lugar que ocupe la ramera —corrigió el viejo soldado.

—… en la jerarquía de Carlos, podemos obligarlo a salir a la superficie.

—Otra vez le pregunto: ¿De qué manera?

—Sus líneas de comunicación quedarán interrumpidas. Y el transmisor seguro y por encima de toda sospecha, se verá obstaculizado. El exigirá encontrarse con su esposa.

—No creo que se arriesgue a revelar su paradero.

—Tiene que decírselo a ella. —Bourne hizo una pausa, al cruzársele otro pensamiento por la mente—. Si la interrupción de las comunicaciones es suficientemente grave, se producirá esa única llamada, o llegará a su casa esa persona que usted no conoce, y poco después su esposa le dirá que tiene que ir a alguna parte. Cuando ocurra, insista en que le deje algún número al que se la pueda llamar. Muéstrese inflexible en ese aspecto; dígale que no intenta impedir que salga, pero que es preciso que sepa dónde encontrarla. Dígale cualquier cosa, use la relación que ella se ocupó de desarrollar. Dígale que se trata de una cuestión militar sumamente secreta y que no puede darle más datos hasta que lo autoricen a hacerlo, pero que necesitará intercambiar ideas con ella antes de emitir su juicio. Es posible que eso la convenza.

—¿Y qué sacaremos con eso?

—Se verá obligada a decirle dónde se encuentra. Tal vez dónde se encuentra Carlos. Pero aunque no se trate de él, serán otros que están muy cerca de Carlos. Entonces póngase en contacto conmigo. Le daré el nombre de un hotel y el número de una habitación. El nombre que figura en el registro carece de toda importancia, no se preocupe por eso.

—¿Por que no me da su verdadero nombre?

—Porque si llegara a mencionarlo, consciente o inconscientemente, sería usted hombre muerto.

—No soy tan chocho.

—No, no lo es. Pero sí un hombre que ha recibido una herida muy profunda. Tan profunda como puede soportarla un ser humano, me parece. Tal vez a usted no le importe arriesgar la vida; yo no pienso hacerlo.

—Es usted un hombre extraño, señor.

—Sí. Si yo no estoy allí cuando usted llame, atenderá el teléfono una mujer. Ella sabrá adonde me encuentro. Estipularemos un horario para comunicarnos los mensajes.

—¿Una mujer? —exclamó el general con recelo—. Usted no mencionó a ninguna mujer, ni a ninguna otra persona.

—No hay nadie más. Si no fuera por ella, yo no estaría con vida. Carlos nos busca a ambos; ha tratado de matarnos a los dos.

—¿Está enterada ella de todo lo relacionado conmigo?

—Sí. Ella es la que dijo que no podía ser cierto. Que usted no podía estar aliado con Carlos. Yo creí que sí lo estaba.

—Tal vez llegue a conocerla.

—No es probable. Hasta que prendamos a Carlos, si es que podemos hacerlo, es fundamental que no nos vean con usted. Con usted, menos que nadie. Después, si hay un después, es posible que sea usted el que no desee que lo vean en nuestra compañía. Conmigo. Le estoy hablando con toda franqueza.

—Lo comprendo y lo respeto por eso. De todos modos, déle las gracias a esa mujer en mi nombre. Agradézcale el creer que yo no podía estar del lado de Carlos.

Bourne asintió con la cabeza.

—¿Está seguro de que su línea privada no ha sido intervenida?

—Estoy absolutamente seguro. Son examinadas y verificadas en forma sistemática; se hace lo mismo con todos los teléfonos asignados al Conseiller.

—Cada vez que espere una llamada mía, conteste al teléfono y carraspee dos veces. Sabré que es usted. Si por algún motivo no puede hablar, dígame que me comunique con su secretaria por la mañana. Volveré a llamarlo diez minutos más tarde. ¿Cuál es el número?

Villiers se lo dio.

—¿Y cuál es el nombre de su hotel? —preguntó el general.

—El «Terrasse». Rué de Maistre, Montmartre. Habitación 420.

—¿Cuándo comenzará usted?

—Lo antes posible. Hoy al mediodía.

—Proceda como los submarinos, cuando realizan un ataque simultáneo —dijo el viejo soldado, inclinándose hacia delante, como un comandante que instruye a su cuerpo de oficiales—: hágalo con rapidez.