25

Bourne esperó en el «Renault», doscientos metros al este de la entrada del restaurante, el motor encendido, preparado para partir, en el momento en que viera irse a Villiers. Algunos otros ya habían partido en coches separados. Los conspiradores no hacen propaganda de su asociación y aquellos viejos eran conspiradores en todo el sentido de la palabra. Habían cedido todos los honores ganados, por la mortal conveniencia de las armas y la organización de un asesino. La edad y los prejuicios les habían quitado la razón, de la misma manera que ellos habían pasado sus vidas robando la vida… a los jóvenes, a los muy jóvenes.

¿Qué es? ¿Por qué no me deja? Alguna cosa terrible está muy dentro de mí, trata de doblegarme, de matarme. El miedo y la culpa me asaltan… pero de qué y por qué, no lo sé. ¿Por qué esos viejos marchitos provocan en mí estos sentimientos de miedo y de culpa… y de hastío?

Eran la guerra y la muerte. En la tierra y desde los cielos. Desde los cielos… desde los cielos. Ayúdame, Marie. ¡Por Dios, ayúdame!

Allí estaba. Los faros se deslizaban hacia la carretera; la carrocería larga y negra reflejaba la luz de los reflectores. Jason mantuvo las luces apagadas al salir de las sombras. Aceleró por la carretera hasta llegar a la primera curva; allí encendió los faros y apretó a fondo el pedal del acelerador. El tramo de ruta solitario que bordeaba el campo estaba a tres kilómetros; debía llegar pronto.

Eran las once y diez, y lo mismo que tres horas antes, los campos se internaban en las montañas, bañados por la luz de la luna de marzo, ahora en el cenit. Llegó a la zona; era factible. El arcén era ancho, bordeaba unas praderas; por tanto, los dos automóviles podían salir de la carretera. El objeto inmediato, sin embargo, era lograr que Villiers detuviera la marcha. El general era viejo, pero no débil; si sospechara la maniobra, se abriría paso a campo traviesa y escaparía. Todo era cuestión de saber elegir el momento oportuno, el momento inesperado.

Bourne hizo girar en U el «Renault», y esperó hasta divisar los faros a lo lejos, luego aceleró, girando violentamente el volante hacia ambos lados; un coche fuera de control, un conductor incapaz de seguir una línea recta, pero, no obstante, a gran velocidad.

Villiers no tuvo alternativa; disminuyó la marcha al acercarse Jason peligrosa y velozmente hacia él. Luego, cuando sólo faltaban seis metros para que los coches chocaran, Bourne giró el volante hacia la izquierda, haciendo saltar las vallas de la carretera, mientras los frenos chirriaban. Finalmente, se detuvo, abrió la ventanilla y gritó con una voz indefinida. Medio grito, medio alarido; podría haber sido la explosión vocal de un enfermo o un borracho, pero no una amenaza. Golpeó con la mano el marco de la ventanilla y permaneció en silencio, agachado en el asiento, el arma sobre las piernas.

Oyó abrirse la portezuela del sedán de Villiers y espió a través del volante. El viejo no estaba armado; parecía no sospechar nada; sólo aliviado porque se había evitado un choque. El general avanzó hacia la ventanilla izquierda del «Renault» a través de los rayos de luz de los focos; en sus gritos ansiosos se entreveía el espíritu de mando de la Academia Militar de Saint-Cyr.

—¿Qué significa esto? ¿Qué piensa que está haciendo? ¿Está usted bien?

Aferró la base de la ventanilla.

—Sí, pero usted no —respondió Bourne en inglés, apuntándole con el revólver.

—¿Qué…? —De pie, erguido, el viejo jadeó—. ¿Quién es usted, y qué es esto?

Jason bajó del «Renault», la mano izquierda extendida sobre el cañón del arma.

—Me alegra que su inglés sea fluido. Vuelva a su coche y sáquelo de la carretera.

—¿Y si me niego?

—Lo mataré inmediatamente. No se necesita mucho para provocarme.

—¿Proceden esas palabras de las Brigadas Rojas? ¿O de la división parisiense del Baader Meinhof?

—¿Por qué? ¿Podría invalidarlas usted si fuera así?

—¡Las escupo! ¡Y a usted también!

—Nunca dudó nadie de su valor, general. Camine hacia su coche.

—¡No es cuestión de valor! —exclamó Villiers sin moverse—. ¿Es una cuestión de lógica? No conseguirá nada si me mata, y menos aún si me secuestra. Mis órdenes son estrictas y mi equipo y mi familia las ha entendido perfectamente. Los israelíes están en lo cierto. No puede haber negociaciones con los terroristas. ¡Vamos, dispare, basura! ¡O márchese de aquí!

Jason estudió al viejo general; repentinamente se sentía muy inseguro, pero no sería burlado. Vio aquellos furiosos ojos que lo miraban. Un nombre empapado de corrupción ligado a otro nombre colmado de honores por su nación causaría una especie de explosión; se reflejaría en sus ojos.

—En aquel restaurante dijo usted que Francia no sería el lacayo de nadie. General André Villiers, mensajero de Carlos. El contacto de Carlos, el soldado de Carlos, el lacayo de Carlos.

Los furiosos ojos se agrandaron, pero no de la manera esperada por Jason. A la furia se le sumó el odio; ni histeria, ni sorpresa, sólo una profunda e inflexible aversión. El revés de la mano de Villiers trazó un arco desde su cintura hasta la cara de Bourne. El golpe fue cortante, certero, doloroso. Lo siguió una bofetada brutal, insultante, cuya fuerza hizo tambalear a Jason hacia atrás. El viejo se desplazó, sin sentir miedo al ver el revólver, cegado sólo por la idea de castigar. Los golpes llegaron uno tras otro, propinados por un poseso.

—¡Cerdo! —gritó Villiers—. ¡Porquería, cerdo detestable! ¡Basura!

—Dispararé. ¡Lo mataré! ¡Deténgase!

Pero Bourne no podía presionar el gatillo. Tenía la espalda contra el pequeño coche, sus hombros apretados contra el techo. El viejo seguía atacando, sus manos se elevaban una y otra vez para caer sobre el cuerpo de Jason.

—¡Máteme si puede, si se atreve! ¡Basura! ¡Inmundicia!

Jason arrojó el arma al suelo y levantó los brazos para rechazar el ataque de Villiers. Golpeó al general con la mano izquierda, desvió su muñeca derecha, luego su izquierda, agarrándole con fuerza el antebrazo, que lo acuchillaba como una gran espada. Le retorció ambos brazos violentamente y Villiers se encorvó sobre él. Forzó al viejo a permanecer inmóvil; sus caras quedaron separadas apenas por unos centímetros; el pecho del viejo palpitaba.

—¿Está usted diciéndome que no es el hombre de Carlos? ¿Lo niega?

Villiers se abalanzó hacia delante, tratando de zafarse de Bourne, mientras lo aplastaba contra su pecho.

—¡Lo aniquilaré! ¡Animal!

—Maldito. ¿Sí o no?

El viejo hombre escupió en la cara a Bourne; el fuego de sus ojos se había empañado, le brotaban lágrimas.

—Carlos asesinó a mi hijo —dijo en un murmullo—. Mató a mi único hijo en la rué de Bac. La vida de mi hijo fue segada con cinco cargas de dinamita en la rué de Bac.

Con lentitud, Jason aflojó la presión de sus dedos. Respiró pesadamente y habló con la mayor calma posible.

—Conduzca el coche al campo y quédese allí. Hemos de hablar. Ha ocurrido algo que usted ignora y será mejor que lo analicemos juntos.

¡Nunca! ¡Imposible! ¡No puede haber ocurrido!

—Ocurrió —replicó Bourne, sentado junto a Villiers en el asiento delantero del sedán.

—¡Se cometió un terrible error! ¡Usted no sabe lo que dice!

—No hay error. Y sé lo que digo, porque yo mismo encontré el número. No es sólo el número correcto, sino una magnífica emboscada. Nadie en su sano juicio lo vincularía con Carlos, especialmente después de la muerte de su hijo. ¿Todo el mundo sabe que Carlos lo mató?

—Preferiría que usara un lenguaje diferente, señor.

—Lo siento.

—¿Todo el mundo? En la Sureté, casi todos. En Información Militar y en la Interpol, con toda seguridad. Leo sus informes.

—¿Qué dijeron?

—Se supuso que Carlos hizo un favor a viejos amigos de sus épocas extremistas, hasta el punto de permitirles aparecer silenciosamente como responsables del acto. Tuvo motivos políticos, como sabrá. Mi hijo fue un sacrificio, un ejemplo para otros que se oponen a los fanáticos.

—¿Fanáticos?

—Los extremistas estaban formando una coalición falsa con los socialistas, hacían promesas que no tenían intención de cumplir. Mi hijo entendió esto, lo divulgó e inició una legislación para impedir la alianza. Lo mataron por eso.

—¿Por ese motivo se retiró usted del Ejército y se presentó a las elecciones?

—Con todo mi corazón. Es costumbre que el hijo continúe con la tarea del padre… —El anciano hizo una pausa; la luz de la luna iluminaba su cara ojerosa—. En este caso, el legado del padre fue continuar con la del hijo. Él no era soldado, ni yo político, pero las armas y los explosivos no son extraños para mí. Yo modelé sus causas, su filosofía reflejaba la mía propia, y fue muerto por esas cosas. Mi decisión me resultó simple y clara. Yo continuaría con nuestros ideales en el campo político y permitiría que sus enemigos me atacaran. El soldado estaba preparado para luchar contra ellos.

—Más de un soldado, creo.

—¿Qué quiere decir?

—Esos hombres del restaurante. Parecía que mandaban a la mitad de las tropas de Francia.

—Lo hacían, señor. En una época fueron conocidos como los jóvenes e iracundos comandantes de Saint-Cyr. La República, estaba corrompida, la milicia era incompetente; la Maginot, una broma. Si se les hubiera cuidado en su momento, Francia no habría caído. Se convirtieron en los líderes de la Resistencia, lucharon contra los alemanes y Vichy a través de Europa y África.

—¿Qué hacen ahora?

—La mayoría vive de sus pensiones; muchos, obsesionados por el pasado. Rezan a la Virgen para que nunca se repita. Sin embargo, ven que sigue ocurriendo en muchos lugares. El Ejército fue reducido a acciones secundarias; los comunistas y los socialistas están presentes para siempre en la Asamblea, desgastando las fuerzas de los servicios. El aparato de Moscú sigue creciendo; no cambia con el paso de las décadas. Una sociedad libre está madura para la infiltración, y una vez que ha sido infiltrada, los cambios no se detienen hasta que esa sociedad adquiere otra imagen. En todos lados hay conspiración; no puede continuar sin desafío.

—Cualquiera diría que sus palabras resultan bastante extremistas.

—¿Con qué fin? ¿Supervivencia? ¿Fuerza? ¿Honor? ¿Son estos términos demasiado anacrónicos para usted?

—No, no los considero así. Pero creo que se hace mucho daño en nombre de ellos.

—Nuestras filosofías difieren, y no me importa debatirlas. Usted me ha preguntado por mis asociados y le he respondido. Y ahora, esa increíble mala información suya. Es espantosa. No sabe lo que es perder a un hijo, que maten a un hijo suyo.

El dolor vuelve a mí y no sé por qué. Dolor y vacío, un vacío en el cielo… desde el cielo. Muerte en el cielo y desde los cielos. ¡Jesús, lastima! Esto lastima. ¿Qué es?

—Puedo lamentarlo —dijo Jason, con las manos apretadas, para detener el repentino temblor—. Pero se ajusta a los hechos.

—¡Ni por un instante! Como usted ha dicho, nadie en su sano juicio me vincularía con Carlos, ni siquiera el cerdo asesino. Es un riesgo que no correría. Es inimaginable.

—Exactamente. Es inimaginable el motivo por el cual lo están usando. Usted es el perfecto relevo para mis instrucciones finales.

—¡Imposible! ¿De qué forma?

—Alguien que usa su teléfono está en contacto directo con Carlos. Emplearon claves, y dicen ciertas palabras para que esa persona se ponga al teléfono. Probablemente cuando usted no está, tal vez cuando está presente. ¿Atiende el teléfono usted mismo?

Villers frunció el entrecejo.

—Realmente no lo hago. No atiendo las llamadas de ese número. Hay mucha gente a la que prefiero evitar, y tengo una línea privada.

—¿Quién lo atiende entonces?

—Por lo general, el ama de llaves o su esposo, que es en parte mayordomo y en parte chofer. Fue mi chofer durante los últimos años que estuve en el Ejército. Si no lo hace ninguno de ellos, entonces responde mi mujer. A veces, también mi ayudante. Con frecuencia trabaja en mi oficina y en mi casa; fue mi adjunto durante veinte años.

—¿Quién más?

—No hay nadie más.

—¿Y las criadas?

—No hay ninguna fija; cuando se las necesita se las contrata para la ocasión. Es más la fama del nombre «Villiers» que el dinero que hay en el Banco.

—¿Mujeres para la limpieza?

—Dos vienen dos veces por semana, y no siempre las mismas.

—Será mejor que vigile al chofer y a su ayudante.

—¡Absurdo! ¡Su lealtad es incuestionable!

—Bruto era así, y lo sucedido a César lo desacredita a usted.

—No puede hablar en serio.

—Estoy hablando con toda seriedad, y será mejor que lo crea. Todo lo que le he dicho es verdad.

—En realidad no me ha dicho mucho, ¿o no? Su nombre, por ejemplo.

—No es necesario. Si lo supiera, podría ofenderlo.

—¿En qué forma?

—Si consideramos la remota posibilidad de que estoy equivocado en cuanto al enlace y esa posibilidad apenas existe.

El anciano asintió con la cabeza, aturdido y desconfiado. Contempló su rostro desconcertado, bajo la luz de la luna.

—Un hombre sin nombre me detiene en una carretera, de noche, me apunta con un revólver, me dirige una acusación tan puerca, que deseo matarlo, y pretende que acepte su palabra. La palabra de un hombre sin nombre, cuya cara desconozco y que no me ofrece más pruebas que la manifestación de que Carlos me persigue. ¿Dígame por qué debería creer en un hombre así?

—Porque no tendría otra razón para acercarse a él, si no creyera que ésa es la verdad —replicó Bourne. Villiers lo miró fijamente.

—No, hay mejor razón. Hace un rato me perdonó usted la vida. Tiró al suelo el arma, no la disparó. Podría haberlo hecho con facilidad. Eligió, en cambio, suplicarme y conversar.

—No creo haberle suplicado.

—Estaba en sus ojos, joven. Se descubre siempre en los ojos. A veces en la voz, pero hay que saber escuchar con cuidado. Se puede fingir una súplica, pero no la rabia. Es verdadera o sólo una postura. Su rabia era verdadera… como la mía. —El viejo gesticulaba hacia el pequeño «Renault», a diez metros en el campo—. Sígame a Pare Monceau. Hablaremos más en mi oficina. Juro por mi vida que se equivoca con respecto a esos dos hombres, pero, como usted señaló, César estaba cegado por una falsa devoción. Y aun así, me desacreditó.

—Si entro en su casa y alguien me reconoce, me matará. Lo mismo le sucederá a usted.

—Mi ayudante partió esta tarde a las cinco, y mi chofer, como usted lo llama, se retira a las diez para mirar su interminable televisión. Esperará afuera mientras entro y reviso. Si todo está normal, lo llamaré; si no es así, saldré de la casa y partiré en el coche. Me seguirá. Me detendré en cualquier parte y continuaremos.

Jason observaba a Villiers mientras éste hablaba.

—¿Por qué quiere que regrese a Pare Monceau?

—¿A qué otro lugar, si no? Creo en el impacto de una confrontación inesperada. Uno de los hombres está en cama viendo la televisión, en una habitación del tercer piso. Hay otra razón. Quiero que mi esposa oiga lo que usted ha dicho. Es la mujer de un viejo soldado y entiende ciertas cosas que, con frecuencia, se le escapan a un oficial en el campo. Me he acostumbrado a creer en sus intuiciones; quizás ella pueda reconocer un modelo de acción cuando lo haya oído.

Bourne se sintió obligado a decirlo:

—Lo he atrapado simulando un choque; usted puede atraparme fingiendo otra cosa. ¿Cómo sé que Pare Monceau no es una trampa?

El viejo no vaciló.

—Le doy mi palabra de general de Francia; es todo lo que tiene. Si no es suficiente, tome el arma y márchese.

—Es suficiente —repuso Bourne—. No por ser la palabra de un general, sino porque es la palabra de un hombre cuyo hijo fue asesinado en la rué de Bac.

El viaje de regreso a París le pareció a Jason mucho más largo que el de ida. Nuevamente luchaba contra imágenes, imágenes que lo hacían sudar. Y el dolor, que empezaba en las sienes, le recorría el pecho hasta formarle un nudo en el estómago, punzadas que le daban ganas de gritar.

Muerte en los cielos… de los cielos. No oscuridad, sino luz cegadora. No más alas que impelan mi cuerpo hacia una oscuridad mayor, pero, en cambio, silencio y el hedor de la jungla y… las riberas del río. La quietud seguida del chillido de los pájaros y el penetrante rechinar de los vehículos. Pájaros… vehículos descendiendo veloces desde los cielos con luz cegadora. Explosiones. Muerte. De los jóvenes, de los muy jóvenes.

¡Detente! Sostén el volante. ¡Concéntrate en la carretera, pero no pienses! Pensar es muy doloroso, y no sabes por qué.

Llegaron a Pare Monceau, a la calle con árboles alineados. Villiers iba unos treinta metros delante, y debió enfrentarse con un problema que unas horas antes no había tenido. En la calle había ahora un número de coches mucho mayor que trataban de aparcar.

Sin embargo, frente a la casa del general, a mano izquierda, quedaba libre un espacio suficiente para los dos coches. Villiers sacó la mano por la ventanilla e indicó a Jason que aparcara detrás.

Sucedió a los pocos instantes. Una luz en la entrada llamó la atención a Jason; fijó su vista en las dos siluetas, como si las enfocara en la mira de un arma.

La sensación de estar reconociendo a alguien lo llevó a buscar el arma que llevaba en la cintura.

¿Lo habían conducido, finalmente a una trampa? ¿Carecía de valor la palabra de un general francés?

Villiers maniobraba el sedán para aparcarlo en su sitio. Bourne se volvió en el asiento y miró en todas direcciones; nadie se acercaba a él, nadie se aproximaba. No era una trampa. Era algo más, parte de lo que estaba sucediendo y que el viejo soldado desconocía.

Ya que, al otro lado de la calle, junto a la escalera de la casa de Villiers —en la entrada—, estaba de pie una mujer joven y llamativa. Hablaba apresuradamente, con pequeños gestos ansiosos, a un hombre que, de pie en el peldaño más alto, movía la cabeza como aceptando instrucciones. El hombre, de cabellos grises y porte distinguido, era el operador del conmutador de «Les Classiques». Jason conocía muy bien la cara de aquel hombre, pero nada más. Aquella cara había hecho surgir otras imágenes… imágenes tan violentas y dolorosas como las que lo habían asaltado durante la última media hora en el «Renault».

Pero había una diferencia. Aquella cara le hacía recordar la oscuridad y los vientos torrenciales en el cielo nocturno, sucesivas explosiones, un tiroteo resonando a través de los millares de túneles de una selva.

Bourne apartó la vista de la puerta y miró a Villiers a través del parabrisas. El general ya había apagado las luces y se disponía a bajar del coche. Jason soltó el embrague y avanzó hasta ponerse en contacto con el parachoques del sedán. Villiers giró rápidamente en su asiento.

Bourne apagó los faros y encendió la débil luz interior del techo. Levantó la mano, con la palma hacia abajo, y repitió dos veces el mismo movimiento, indicándole al viejo soldado que permaneciera donde se encontraba. Villiers asintió con la cabeza y Jason apagó la luz.

Volvió a observar la puerta de entrada. El hombre había descendido un paso, la mujer lo detuvo con una nueva orden. Ahora Bourne la podía ver sin dificultad. Su edad oscilaba entre los treinta y cinco y cuarenta años; su cabello oscuro, de corte elegante, enmarcaba un rostro bronceado por el sol. Era alta, escultural, de figura estilizada, de turgentes pechos acentuados por la tela suave y adherente de un vestido blanco largo que realzaba el bronceado de su piel. Si formaba parte de la casa, Villiers no la había mencionado, lo cual significaba que no lo era. Era una visitante que sabía cuándo debía ir a casa del viejo; concordaba con la estrategia de enlaces. Y eso significaba que tenía un contacto en casa de Villiers. El viejo debía de conocerla; pero ¿la conocería bien? Obviamente, la respuesta no era del todo buena.

El operador del conmutador de cabellos grises, cabeceó por última vez, bajó los escalones y caminó aprisa calle abajo. La puerta se cerró; las luces de los focos de los vehículos brillaban en la vacía escalera junto con los herrajes de bronce de la puerta negra.

¿Por qué aquellos escalones y aquella puerta significaba algo para él? Imágenes. Realidad que no era real.

Bourne bajó del «Renault», y observó las ventanas en busca del movimiento de una cortina; nada. Corrió hacia el coche de Villiers; la ventanilla delantera estaba bajada; el general mantenía la cara alzada, las tupidas cejas eran arqueadas por la oscuridad.

—¡En nombre de Dios!, ¿qué está usted haciendo? —preguntó.

—Allí, en su casa —dijo Jason poniéndose en cuclillas—. ¿Ha visto usted lo mismo que yo acabo de ver?

—Eso creo.

—¿Quién es esa mujer? ¿La conoce?

—¡Vaya si la conozco! Es mi esposa.

—¿Su esposa? —La cara de Bourne traslucía su sorpresa—. Creí que había dicho… pensé que había dicho que era una mujer de edad. Que quería que me escuchara porque con los años había aprendido usted a respetar sus juicios. En el campo, dijo. Eso es lo que usted dijo.

—No, exactamente. Dije que era la mujer de un viejo soldado. Pero del mismo modo respeto sus juicios. Es mi segunda esposa, mi segunda y muy joven esposa, pero tan íntegramente devota como la primera, que murió hace ocho años.

—¡Oh! ¡Dios mío!

—No se deje influir por la diferencia de edad. Ella se siente orgullosa y feliz de ser la segunda Madame Villiers. Me ayuda mucho en la Asamblea.

—Lo siento —murmuró Bourne—. Realmente lo siento.

—¿Por qué? ¿La confundió con otra persona? Generalmente le ocurre eso a la gente; es una muchacha magnífica. Estoy muy orgulloso de ella.

Villiers abrió la puerta del coche, al tiempo que Jason se ponía de pie en la acera.

—Espere aquí —dijo el general—. Entraré para comprobar si todo está en orden, abriré la puerta y le haré una señal. Si hubiera inconvenientes, regresaré al coche y nos marcharemos.

Bourne permaneció inmóvil frente a Villiers e impidió al viejo alejarse.

—General, debo preguntarle algo. No estoy muy seguro de cómo hacerlo, pero debo hacerlo. Le he dicho que encontré su número en un puesto de enlace abandonado que antes empleaba Carlos. No le dije dónde, sólo que alguien lo confirmó y admitió que pasaba mensajes de y para Carlos. —Bourne tomó aire, los ojos fijos en la puerta de la casa al otro lado de la calle—. Ahora debo preguntarle algo, y por favor, piense con cuidado antes de responder. ¿Se compra la ropa su esposa en una tienda llamada «Les Classiques»?

—¿En Saint Honoré?

—Sí.

—Sé que no lo hace.

—¿Está seguro?

—Completamente. No sólo porque nunca he visto una cuenta de esa tienda, sino también porque a ella no le gustan los modelos de «Les Classiques». Mi esposa es buena conocedora de asuntos de moda. ¿Qué sucede?

—General, no puedo entrar en esa casa. No importa lo que encuentre. No puedo entrar en ella.

—¿Por qué no? ¿Qué está diciendo?

—El hombre que estaba hablando con su esposa en la escalera de su casa es parte del asunto; un empleado de «Les Classiques». Es un contacto de Carlos.

La sangre desapareció del rostro de André Villiers. Se volvió a través de la calle de árboles alineados, observó su casa, la puerta negra resplandeciente y los herrajes de bronce que reflejaban la luz de los faros de los vehículos.

El mendigo de cara picada de viruela se rascó la crecida barba, se quitó la raída boina y cruzó trabajosamente las puertas de bronce de la pequeña iglesia de Nevilly-sur-Seine.

Se dirigió hacia la distante nave.

El mendigo intentó débilmente hacer una genuflexión, se sentó en un banco de la iglesia, en la segunda fila, cruzó los brazos y se arrodilló; su cabeza, en posición de oración, mientras con la mano derecha tiraba de la manga izquierda de su abrigo. En la muñeca izquierda llevaba un reloj que contrastaba con el resto de su indumentaria. Era un caro reloj digital, de números grandes y cuadrante brillante. Nunca sería tan tonto como para desprenderse del reloj, porque había sido un regalo de Carlos. Una vez había llegado con veinticinco minutos de retraso para la «confesión»; la tardanza había molestado a su benefactor. No tenía más excusa que la de decirle que no tenía un reloj exacto y preciso. Durante el siguiente encuentro, Carlos se lo había deslizado debajo de la cortina translúcida que separa los penitentes de los hombres consagrados. Era la hora y el minuto exactos. El mendigo se incorporó y se dirigió al segundo confesionario de la derecha. Corrió la cortina y entró.

Ángelus Domini.

Ángelus Domini, hijo de Dios —replicó el «confesor» ásperamente—. ¿Son tus días agradables?

—Los hacen agradables.

—Muy bien. ¿Qué me has traído? Mi paciencia está por acabarse. Pago miles, cientos de miles, por fracasos e incompetencia. ¿Qué ha ocurrido en Mount-rouge? ¿Quién fue el responsable de las mentiras que surgieron de la Embajada de Montaigne? ¿Quién las aceptó? El «Auberge du Coin» fue una trampa, pero no fue necesario matar a nadie. Es difícil saber con exactitud qué sucedió. Si el agregado llamado Corbelier repitió las mentiras, nuestra gente está convencida de que lo hizo sin saber. Lo embaucó la mujer. ¡Lo engañó Caín! Bourne investiga cada fuente, alimenta todas las informaciones falsas y así pone en peligro todo y confirma el peligro. Pero ¿por qué? ¿A quién responde? Ahora sabemos quién es y qué es, pero no envía nada a Washington. Se niega a aparecer.

—Para dar una respuesta —replicó el mendigo— debo retroceder muchos años; pero es posible que no quiera interferencias de sus superiores. El Servicio de Espionaje norteamericano cuenta con un grupo de autócratas que se desplazan de un lado a otro y raramente se comunican entre sí. En los días de la guerra fría se ganaba mucho dinero vendiendo información tres y cuatro veces a través de las mismas estaciones. Quizá Caín espera a estar convencido de que sólo existe una forma de actuar, y no distintas estrategias que deberían ser discutidas por los superiores.

—La edad no ha debilitado tu sentido para la intriga, viejo amigo. Por eso te he citado.

—O quizá —continuó el mendigo— se desvió. Ha sucedido otras veces.

—No lo creo, pero no importa. Washington cree que lo hizo. El Monje está muerto, todos los de Treadstone están muertos. Caín es señalado como el asesino.

¿El Monje? —repitió el mendigo—. Un nombre que pertenece al pasado; actuó en Berlín, en Viena. Lo conocíamos muy bien. Su eficacia era mayor si actuaba desde lejos. Ahí tienes la respuesta, Carlos. El estilo de actuar del Monje siempre consistió en reducir las cantidades al menor número posible. Operaba con la teoría de que sus círculos estaban infiltrados, comprometidos. Debe haberle ordenado a Caín que lo informara sólo a él. Esto explicaría la confusión de Washington, los meses de silencio.

—¿Explicaría también el nuestro? Durante meses no hubo ni una palabra, ninguna actividad.

—Una serie de posibilidades. Enfermedad, cansancio, concentración para un nuevo entrenamiento. Aún más; para sembrar confusión entre el enemigo. El Monje tenía miles de trucos.

—Pero antes de morir le dijo a un socio que no sabía qué había sucedido. Que ni siquiera estaba seguro de que el hombre fuera Caín.

—¿Quién era ese socio?

—Un hombre llamado Gillette. Era nuestro hombre, pero Abbot no podía saberlo.

—Otra posible explicación. El Monje tenía cierto instinto para tales hombres. En Viena se dijo que Abbot era capaz de desconfiar del propio Jesús en el monte y buscar otro señor.

—Es posible. Tus palabras me reconfortan; buscas cosas que otros no buscarían.

—Tengo mucha más experiencia; fui un hombre poderoso una vez. Por desgracia, malgasté el dinero.

—Aún lo malgastas.

—Un libertino, ¿qué puedo decirte?

—Obviamente algo más.

—Eres perceptivo, Carlos. Deberíamos habernos conocido en los viejos tiempos.

—Ahora eres presuntuoso.

—Siempre lo fui. Sabes bien que sé que puedes quitarme la vida en el momento que elijas; para que no ocurra debo ser útil.

—¿Qué tienes que decirme?

—Quizá no sea de gran valor, pero es algo. Me vestí con ropas decentes y pasé un día en el «Auberge du Coin». Había un hombre obeso, cuestionado y expulsado por la Sureté, con ojos demasiado inquietos. Sudaba mucho. Conversé con él y le mostré una identificación oficial OTAN que me había hecho a principios de los años cincuenta. Parece que había negociado el alquiler de un coche ayer a las tres de la madrugada. Se lo había alquilado a un hombre rubio acompañado por una mujer. La descripción concuerda con la de la fotografía tomada en Argenteuil.

—¿Un alquiler?

—Supuestamente. La mujer debe devolver el coche dentro de uno o dos días.

—No lo hará.

—Por supuesto que no, pero sugiere una pregunta, ¿no es cierto? ¿Por qué Caín se iba a complicar de ese modo para obtener un coche?

—Para llegar lo más lejos en el menor tiempo posible.

—Así considerada la información no tiene sentido —dijo el mendigo—. Pero hay otras muchas formas de viajar rápido que son menos evidentes. Bourne no podía confiar en un avaro empleado nocturno. Podría haberlo pedido a la Sureté o cualquier otro.

—¿Cuál es tu idea?

—Me parece que Bourne obtuvo el automóvil con el único propósito de seguir a alguien aquí en París. Para no andar, ya que lo podrían haber localizado. Sin emplear coches alquilados cuya pista pudiera seguirse, sin necesidad de carreras frenéticas en busca de taxis esquivos. Lo mejor era un simple intercambio de las plazas de la matrícula y un «Renault» negro desconocido por las calles atestadas. ¿Dónde se debería comenzar la búsqueda?

La silueta giró.

—La Lavier —dijo el asesino con suavidad—. Y cualquier otro que sea sospechoso para Bourne en «Les Classiques». Es el único lugar para comenzar. Los observaremos, y en unos días, horas tal vez, veremos un «Renault» negro desconocido y lo encontraremos. ¿Tienes una descripción completa del coche?

—Hasta sé que tiene tres abolladuras en el parachoques izquierdo.

—Bien. Informa a los viejos. Rastrea las calles, los garajes, las zonas de aparcamiento. El que lo encuentre, nunca más tendrá que buscar trabajo.

—Ya que hablamos de ese tema… Deslizó un sobre entre el rígido borde de la cortina y el fieltro azul del marco.

—Si tu teoría resulta correcta, considera esto como una prueba.

—Tengo razón, Carlos.

—¿Por qué estás tan convencido?

—Porque Caín actúa como lo harías tú, como lo hubiera hecho yo en los viejos tiempos. Debe ser respetado.

—Debe ser eliminado —dijo el asesino—. Hay una simetría en el tiempo. En pocos días será 25 de marzo. El 25 de marzo de 1968, Jason Bourne fue muerto en las junglas de Tam Quan. Ahora, años después, muy cerca del día, perseguimos a otro Jason Bourne; los norteamericanos están tan ansiosos como nosotros por verlo muerto. Me pregunto quién apretará el gatillo esta vez.

—¿Tiene importancia?

—Lo quiero —murmuró la silueta—. Nunca fue real, y ése es el crimen que cometió en mi contra. Dile a los viejos que si alguno lo encuentra, se ponga en contacto con Pare Monceau, pero que no actúe. Que no lo pierda de vista, pero que no haga nada. Lo quiero vivo el 25 de marzo. El 25 de marzo lo liquidaré yo mismo y enviaré su cadáver a los norteamericanos.

Ángelus Domini, criatura de Dios.

—Tus órdenes serán difundidas de inmediato.

Ángelus Domini —respondió el mendigo.