—André François Villers —repitió Marie mientras encendía un cigarrillo. Habían regresado a su habitación del «Terrasse» para ordenar los datos y empaparse de la sorprendente información—. Graduado en Saint-Cyr, héroe de la Segunda Guerra Mundial, una leyenda durante la Resistencia y, hasta la independencia de Argelia, el sucesor aparente de De Gaulle. Jason, vincular con Carlos a un hombre como ése es simplemente increíble.
—La conexión está allí. Créelo.
—Es demasiado difícil. Villiers es un conservador, gloria de Francia, miembro de una familia que se remonta al siglo diecisiete. Hoy es un diputado de jerarquía en la Asamblea Nacional, políticamente a la derecha de Carlomagno, con seguridad, pero, aún más, es un militar de ley. Es como relacionar a Douglas Mac Arthur con un miembro expulsado de la mafia. No tiene sentido.
—Entonces tratemos de encontrarle alguno. ¿Cuál fue la ruptura con De Gaulle?
—Argelia. A principios de la década de los sesenta Villiers era miembro de la OAS, uno de los coroneles argelinos a las órdenes de Salan. Se opusieron a los tratados de Evian, que darían la independencia a Argelia, ya que creían que, por derecho, Argelia pertenecía a Francia.
—Los coroneles locos de Argelia —replicó Bourne.
¡Cuántas palabras y frases llegaban a él sin saber de dónde provenían ni por qué las había dicho!
—¿Significa esto algo para ti?
—Debería, pero no sé qué.
—Piensa —dijo Marie—. ¿Por qué querrían los locos coroneles argelinos aliarse contigo? ¿Qué es lo primero que se te ocurre? ¡Rápido!
Jason la miró impotente; luego surgieron las palabras.
—Los bombardeos…, las infiltraciones. Provocateurs. Los estudiaste, estudiaste los mecanismos.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Se basan las decisiones en lo que se aprendió?
—Creo que sí.
—¿Qué clase de decisiones? ¿Qué decidiste?
—Las desorganizaciones.
—¿Qué significa eso para ti? Desorganizaciones.
—¡No lo sé! ¡No puedo pensar!
—Bien…, bien. Volveremos sobre el tema en cualquier otro momento.
—No hay tiempo. Volvamos sobre el tema de Villiers. Después de Argelia. ¿Qué sucedió?
—Hubo una especie de reconciliación con De Gaulle; Villiers nunca estuvo complicado directamente con el terrorismo, y su hoja de servicios lo exigía. Regresó a Francia, fue bien recibido; un luchador por una causa perdida, pero una causa respetable. Recuperó su mando y ascendió a general, antes de dedicarse a la política.
—¿Es un político activo, entonces?
—Más que un político, un portavoz, un viejo estadista. Es todavía un militar de trincheras, aún suspira por la perdida importancia militar de Francia.
—Howard Leland —dijo Jason—. Ahí está la conexión con Carlos.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Leland fue asesinado porque se interfirió en las promociones y exportaciones de armas del Quai d’Orsay. No necesitamos nada más.
—Parece increíble, un hombre como él… —La voz de Marie se desvaneció; los recuerdos lo golpeaban—. Asesinaron al hijo de Villiers. Fue un hecho político, hace alrededor de cinco o seis años.
—Cuéntame.
—Volaron su coche en la rué de Bac. Lo publicaron los diarios de todas partes. Él era el político activo, como su padre, un conservador, se oponía a los socialistas y a los comunistas siempre que se presentaba la ocasión. Era un miembro joven del Parlamento, que se oponía a los gastos del Gobierno, pero en realidad bastante popular. Un aristócrata encantador.
—¿Quién lo asesinó?
—Se especuló con que fueron los comunistas. Se las había arreglado para bloquear algunas que otras leyes que favorecían a la extrema izquierda. Después de ser asesinado, las posiciones se dividieron y las leyes se aprobaron. Muchos creen que éste fue el motivo por el que Villiers dejó el Ejército y se presentó como candidato a la Asamblea Nacional. Esto es lo improbable, lo contradictorio. Después de todo, su hijo fue asesinado; uno pensaría que un asesino profesional sería la última persona en la Tierra con quien quisiera relacionarse.
—Hay algo más todavía. Dijiste que fue bien recibido al regresar a París porque nunca había estado implicado de forma directa con el terrorismo.
—Si lo estuvo —interrumpió Marie— se lo ocultó. Son más tolerantes con las causas apasionadas aquí, donde la tierra y el hogar se relacionan. Fue un héroe legítimo, no lo olvides.
—Pero un terrorista siempre es un terrorista, no olvides tú tampoco eso.
—No estoy de acuerdo. Las personas cambian.
—No respecto a ciertas cosas. Ningún terrorista se olvida jamás lo efectivo que ha sido; vive de ello.
—¿Cómo puedes saberlo?
—No estoy seguro si quiero preguntármelo ahora.
—Entonces no lo hagas.
—Pero estoy seguro con respecto a Villiers. Voy a llegar hasta él. —Bourne se acercó a la mesita de noche y cogió la guía telefónica—. Veamos si figura o si ese número es privado. Necesitaré su dirección.
—No te acercarás a él. Si es el contacto de Carlos, estará custodiado. Te asesinarán al verte; tienen tu fotografía, ¿recuerdas?
—No les ayudará. No soy el que están buscando. Aquí está. Villiers. A.F. Pare Monceau.
—Aún no puedo creerlo. El simple hecho de saber a quién llamaba debe de haberle causado una conmoción a Madame Lavier.
—O asustarla hasta el punto de impedirle hacer algo.
—¿No te resulta extraño que le hayan dado ese número?
—No, en estas circunstancias. Carlos quiere que sus zumbones sepan que no está jugando. Quiere a Caín. Marie se puso de pie.
—Jason, ¿qué es un zumbón?
Bourne la miró.
—No lo sé… Alguien que trabaja ciegamente para otro.
—¿Ciegamente? ¿Sin ver?
—Sin saber. Creyendo que está haciendo algo cuando en realidad hace algo distinto.
—No entiendo.
—Digamos que te pido esperes un coche en cierta esquina. El auto nunca llega, pero el hecho de que estés allí le prueba a alguien que algo ha sucedido.
—Aritméticamente, un mensaje cuya pista no puede seguirse.
—Sí, creo que es eso.
—Es lo que sucedió en Zurich. Walter Apfel era un zumbón. Divulgó la historia del robo sin saber lo que realmente estaba diciendo.
—¿Cuál fue?
—Es una buena hipótesis que te propongan atrapar a alguien que conoces muy bien.
—«Treadstone Setenta y Uno» —dijo Jason—. Y volvemos a Villiers. Carlos me encontró en Zurich por medio de la Gemeinschaft. Eso significa que él debía saber lo de «Treadstone»; hay muchas posibilidades de que Villiers lo sepa también. Si no lo supiera, quizás habría una forma de que nos atrapara.
—¿Cómo?
—Su nombre. Si es todo lo que tú dices que es, aprecia demasiado su nombre. Una «gloria de Francia» vinculada a un cerdo como Carlos causaría cierto efecto. Amenazaré con ir a la Policía, a los diarios.
—Simplemente lo negará. Dirá que es injurioso.
—Déjalo. No lo es. Ése era su número en la oficina de Lavier. Además, cualquier retractación aparecerá en la misma página de su obituario.
—Aún tienes que llegar hasta él.
—Lo haré. Soy en parte un camaleón, ¿recuerdas?
La rué Pare Monceau, con sus árboles alineados, le resultaba de alguna manera familiar, pero no porque hubiera pasado por allí antes. En cambio, lo familiar era la atmósfera. Dos hileras de casas de piedra bien cuidadas, las puertas y ventanas resplandecientes, los herrajes brillantes, las escaleras limpias y cuidadas; más allá, las habitaciones iluminadas llenas de plantas colgantes. Era una calle lujosa, en un barrio distinguido de la ciudad, y Bourne sabía que había estado en otro lugar como éste y que eso había significado algo.
Eran las 7.35 de una noche fría de marzo; el cielo claro y el camaleón vestido de acuerdo con la ocasión. El cabello rubio de Bourne estaba cubierto con una boina; el cuello, oculto por la solapa de una chaqueta que llevaba escrito en la espalda el nombre de una agencia de mensajeros. Llevaba colgada del hombro una banda de lona, prendida a una maleta casi vacía; era el final de la ronda de este mensajero en particular. Debía hacer dos o tres paradas, quizá cuatro o cinco, si lo consideraba necesario; lo determinaría sobre la marcha. Los sobres no eran realmente sobres, sino tarjetas que hacían publicidad de los placeres del Bateaux Muche, recogidas en una sala de estar de un hotel. Elegiría al azar algunas casas próximas a la residencia del general Villiers y depositaría las tarjetas en los buzones. Sus ojos debían registrar todo lo que veían; buscaba con avidez sólo una cosa: ¿Qué tipo de medidas de seguridad tenía Villiers? ¿Quién custodiaba al general y cuántos hombres había en aquel lugar?
Como estaba convencido de encontrarse con hombres en coches de guardia, se alarmó al no ver a nadie. André Francois Villiers, militarista, portavoz de su causa y principal contacto con Carlos, no contaba, por lo visto, con medios de seguridad exteriores. Si estaba protegido, tal protección se limitaba al interior de la casa. Si se consideraba la enormidad de su crimen, Villiers era tan arrogante, que llegaba a ser un descuidado o un chiflado.
Jason subió por la escalinata de una residencia adyacente. La puerta de la casa de Villiers estaba a una distancia no mayor de seis metros. Metió la tarjeta en el buzón, observando las altas ventanas de la casa, en busca de una cara, una figura. No había nada.
La puerta se abrió de pronto. Bourne se agazapó, se metió la mano debajo de la chaqueta y buscó el arma, pensando que él era el chiflado; algún observador más diestro lo había localizado. Las palabras que oyó le demostraron que estaba equivocado. Una pareja de mediana edad, una criada uniformada y un hombre con chaqueta oscura, hablaban en la entrada.
—Asegúrense de que todos los ceniceros estén vacíos —dijo la mujer—. Ya sabe lo que le disgustan los ceniceros llenos.
—Partió en coche esta tarde, lo cual significa que ahora estarán llenos —replicó el hombre.
—Límpielos en el garaje, tiene tiempo. No bajará hasta dentro de diez minutos. Debe de estar en Nanterre a las 8.30, no antes.
El hombre asintió con la cabeza y, levantándose las solapas de la chaqueta mientras bajaba los escalones, dijo:
—Diez minutos —sin dirigirse a nadie.
La puerta se cerró, y el silencio volvió a reinar en la tranquila calle. Jason se incorporó, con la mano en la barandilla, mientras observaba al hombre que se apresuraba por la vereda. No estaba seguro dónde quedaba Nanterre; sólo sabía que era un suburbio de París. Si Villiers iba a conducir el coche y estaba solo, no había motivo para posponer la confrontación.
Bourne se quitó la correa del hombro, bajó rápidamente los escalones y se dirigió hacia la izquierda de la calle. Diez minutos.
Jason vio a través del parabrisas cómo se abría la puerta y aparecía el general del Ejército André Francois Villiers. Era un hombre de complexión mediana y pecho ancho; su edad oscilaba entre los sesenta y setenta años. No llevaba sombrero, el cabello era gris y tupido, y lucía una barba blanca, muy cuidada. Su porte era, sin duda alguna, el de un militar; su cuerpo se imponía en el espacio que lo rodeaba, penetrándolo como si lo rompiera y destruyera al moverse paredes invisibles.
Bourne lo miró con atención, fascinado, mientras trataba de imaginarse qué locuras podrían haber conducido a un hombre semejante hasta el terrible mundo de Carlos. Cualesquiera que hubieran sido las razones, tenían que ser poderosas, ya que él era poderoso. Esto lo hacía peligroso, porque era respetado y tenía el apoyo de su Gobierno.
Villiers se volvió para hablar a la criada, mirando el reloj pulsera. La mujer asintió con la cabeza y cerró la puerta, mientras el general, después de bajar aprisa los escalones, dio una vuelta al coche hasta llegar al lugar del conductor de su gran sedán. Abrió la puerta y se acomodó en el interior; luego conectó el motor y se deslizó hacia el centro de la calle con lentitud. Jason esperó a que el sedán llegara a la esquina y girase a la derecha; retiró con facilidad el «Renault» que estaba junto a la acera y aceleró; llegó al cruce justo a tiempo para poder ver a Villiers, que giraba de nuevo hacia la derecha en dirección este.
Había una cierta ironía en la coincidencia, un augurio, si se podía creer en tales cosas. La ruta que el general Villiers eligió para ir al remoto suburbio de Nanterre incluía un trecho de camino apartado, junto al campo, casi idéntico a la de Saint-Germain-en-Laye, donde hacía doce horas Marie le había suplicado que no se rindiera, que no entregara ni su vida ni la de ella. Había tramos de tierra con prados, campos que se deslizaban hacia las incipientes montañas, pero en vez de estar coronadas por la luz del amanecer, se hallaban bajo el frío y los blancos rayos de la luna. A Bourne se le ocurrió que aquel tramo de ruta solitario sería el mejor lugar para interceptar al general a su regreso.
A Jason no le resultó difícil seguirlo a una distancia promedio de cuatrocientos metros, por eso se sorprendió al alcanzar casi al viejo soldado. Villiers había disminuido repentinamente la velocidad y giraba por un sendero de grava abierto en el bosque; más allá, el lugar de aparcamiento iluminado por reflectores. Un letrero colgaba de dos cadenas en el alto ángulo de un poste exhibía el nombre: «L’Arbalète». El general iba a encontrarse con una persona para cenar en un restaurante fuera de la ruta, no en el suburbio de Nanterre, pero cerca. En el campo.
Bourne pasó por la entrada y desvió el coche de la parte visible de la ruta, el lado derecho quedó cubierto de follaje. Debía de meditar todo con cuidado. Tenía que dominarse. Había un fuego en su mente que crecía y se expandía. Repentinamente, lo dejó absorto una extraordinaria posibilidad.
Al considerar las partes sueltas de los hechos, la inmensa turbación que Carlos había experimentado la noche anterior en el motel de Montrouge, le hacía suponer que André Villiers había sido citado para una reunión de emergencia en un restaurante apartado. Quizá así, Carlos mismo participara en ella. Si era así, el lugar debía de estar protegido y un hombre cuya fotografía había sido distribuida a esos guardias, sería asesinado en el mismo instante de ser reconocido. Por otra parte, la oportunidad de observar a un grupo de Carlos —o a Carlos mismo— era algo que nunca volvería a presentarse. Tenía que entrar en el «L’Arbalète». Un apremio interior lo impulsaba a correr el riesgo. Cualquier riesgo. ¡Era una locura! Entonces, él no estaba cuerdo, cuerdo como un hombre con memoria lo está. Carlos. ¡Encontrar a Carlos! Dios mío, ¿por qué?
Sintió la presión del arma en la cintura; estaba segura. Bajó del coche y se puso un abrigo que tapaba la chaqueta con letras en la espalda. Sacó del asiento un sombrero de ala angosta y tela suave; curvando toda el ala, cubriría su cabello. Luego trató de recordar si llevaba puestas las gafas de montura de carey cuando le habían tomado la fotografía en Argenteuil. No, no las había usado; las había dejado en la mesa cuando los sucesivos proyectiles de dolor habían insensibilizado su cabeza, inducidos por palabras que le recordaban un pasado demasiado familiar, demasiado espantoso para enfrentarse con él. Buscó en el bolsillo de la camisa; allí estaban si las necesitaba. Cerró la puerta y se encaminó hacia el bosque.
La luz de los reflectores del restaurante se filtraba a través de los árboles, aumentando con cada metro que avanzaba y al disminuir el follaje que lo cubría; Bourne llegó al lindero del pequeño bosque y se detuvo frente al aparcamiento de grava. Estaba al lado del rústico restaurante; una hilera de pequeñas ventanas recorrían toda la construcción; las llamas vacilantes de unas velas, detrás de los cristales, iluminaban las figuras de los comensales. Luego sus ojos se dirigieron al segundo piso; no era de la misma extensión que la construcción baja, sino sólo la mitad; la parte posterior era una terraza abierta. Sin embargo, la parte cubierta era similar al primer piso. Una hilera de ventanas, poco más grandes quizá, pero alineadas e iluminadas con luz de velas. Las figuras se arremolinaban, pero eran diferentes de las de los comensales del piso bajo.
Todos eran hombres. Estaban de pie, moviéndose indiferentemente; con copas en las manos; el humo de los cigarrillos formaba espirales sobre las cabezas. Era imposible decir cuántos eran. Quizá más de diez y menos de veinte.
Él estaba allí, moviéndose de un grupo a otro; la barba blanca sobre el mentón era como una señal luminosa que se encendía y apagaba intermitentemente al quedar oculta por las siluetas próximas a las ventanas.
En realidad, el general Villiers había marchado en su coche a Nanterre para una reunión, y las probabilidades indicaban allí una conferencia en la que se trataría de los fracasos de las últimas cuarenta y ocho horas, fracasos que permitían seguir vivo a un hombre llamado Caín.
Las probabilidades. ¿Cuáles eran las probabilidades? ¿Dónde estaban los guardias? ¿Cuántos eran y dónde se encontraban sus puestos? Dejó atrás el lindero de los bosques y caminó de lado, hacia el frente del restaurante, mientras torcía las ramas silenciosamente y sus pies se deslizaban sobre la maleza. Se detuvo, en busca de hombres escondidos entre el follaje o bajo la protección de las sombras del edificio. No vio a nadie; continuó su camino, ganando terreno, hasta que llegó a la parte trasera del restaurante.
Se abrió una puerta; la brusca luz se esparció y apareció un hombre vestido con chaqueta blanca. Se detuvo un momento, ahuecando las manos para encender un cigarrillo. Bourne miró a derecha e izquierda y hacia la terraza; no vio a nadie. Un guardia apostado en la zona se habría alarmado ante la repentina luz surgida tres metros abajo de donde se celebraba la conferencia. No había guardias en el exterior. Las medidas de protección —como debía ser en la casa de Villiers en Pare Monceau— se limitaban al interior del edificio.
Otro hombre apareció en la puerta; llevaba también chaqueta blanca y se tocaba con un sombrero de chef. Su voz sonó enojada, y su francés se mezclaba con el gutural dialecto de Gascuña.
—¡Mientras tú haraganeas, nosotros sudamos! El carrito de los postres está casi vacío. Llénalo. ¡Ahora mismo, bastardo!
El pastelero se volvió y se encogió de hombros, aplastó el cigarrillo y regresó al interior, cerrando la puerta tras sí. La luz se desvaneció; sólo el blanquecino resplandor de la luna iluminaba la terraza, pero era suficiente. Allí no había nadie, ni guardias que patrullaran las anchas y dobles puertas que conducían al salón interior.
Carlos. Encontrar a Carlos. Atrapar a Carlos. Caín es Carlos, y Delta es Caín.
Bourne consideró la distancia y los obstáculos. Sólo lo separaban quince metros de la parte posterior del edificio, y estaba a tres o cuatro debajo de la barandilla que bordeaba la terraza. Había dos extractores en la parte exterior, a través de ambos salía vapor, y junto a ellos, una tubería de desagüe que llegaba hasta el borde de la barandilla. Si pudiera escalar la cañería y conseguir un apoyo para el pie en el respiradero bajo, podría aferrarse a un barrote de la barandilla e introducirse en la terraza. Pero no podría hacer nada de esto si llevaba puesto el abrigo. Se lo quitó y lo dejó en el suelo, junto con el sombrero de ala flexible; después los cubrió con la maleza. Luego caminó hacia la linde del bosque y corrió lo más silenciosamente posible a través de la grava, hacia la cañería de desagüe.
En las sombras se arrastró hasta la cañería; estaba firmemente sujeta. Se estiró cuanto pudo y luego saltó y se aferró a la tubería. Empezó a trepar hasta que el pie izquierdo quedó paralelo al primer respiradero. Sin detenerse, continuó. Deslizó el pie en el hueco y se impulsó aún más arriba por la tubería. Le faltaban sólo cincuenta centímetros para llegar a la barandilla; un último impulso desde el respiradero y podría alcanzar el último barrote.
La puerta se abrió debajo, con violencia y un rayo de luz blanca cruzó la grava hasta el bosque. Una figura, que se balanceaba para mantener el equilibrio, fue arrojada fuera, seguida del chef, que gritaba:
—¡Insecto! ¡Estás borracho, eres un borracho! ¡Has estado borracho toda la maldita noche! Todos los pasteles están desparramados por el suelo de la cocina. Todo es un revoltijo. ¡Vete, no verás ni un céntimo!
Cerró la puerta con violencia y le echó el cerrojo. Era, sin duda, el final. Jason se aferraba a la cañería, le dolían los brazos y los tobillos, el sudor le corría por la frente. Abajo, el borracho se tambaleaba mientras hacía gestos obscenos con la mano derecha dirigidos al chef, que ya no podía verlo. Su vidriosa mirada subió por la pared y se detuvo en la cara de Bourne. Jason contuvo la respiración cuando sus ojos se encontraron; el hombre miró fijamente, parpadeó y volvió a mirar. Sacudió la cabeza, cerró los ojos y luego los abrió de par en par; veía algo que no estaba seguro de si realmente estaba allí. Retrocedió y se marchó zigzagueando. Seguramente había creído que la silueta que trepaba por la pared era tan sólo producto de su imaginación, por exceso de trabajo. Giró en el ángulo del edificio; estaba en paz consigo mismo al haber podido rechazar la visión que se había presentado ante sus ojos.
Bourne respiró aliviado y se relajó contra la pared. Pero fue sólo un momento; el dolor del tobillo había descendido hasta el pie: un calambre. Aferrado con la mano derecha a la barra de hierro que formaba la base de la barandilla, soltó la izquierda de la tubería y, con un nuevo impulso logró asir la barra. Apretó las rodillas contra el metal y reptó por la pared hasta que la cabeza quedó sobre el borde de la terraza. Estaba desierta. Impulsó la pierna izquierda sobre el borde y alcanzó con la mano derecha el remate de hierro forjado; se balanceó sobre la barandilla.
Estaba en una terraza que servía de cenador durante los meses de primavera y verano, en la que cabrían diez o quince mesas. En el centro de la pared que separaba la parte interior de la terraza estaban las anchas puertas dobles que había visto desde el bosque Las siluetas del interior no se movían, estaban de pie inmóviles; por un momento, Jason se preguntó si quizás habría sonado una alarma, si estarían esperandolo. Se detuvo como petrificado, con la mano en el arma; no sucedió nada. Se acercó a la pared, a amparo de las sombras. Una vez allí, caminó hacia la primera puerta, pegada su espalda a la madera, hasta que tocó el marco con la mano. Lentamente, centímetro a centímetro, su cabeza se aproximó hasta el panel de vidrio, a un nivel que le permitía observa el interior.
Lo que vio lo dejó pasmado. Los hombres estaban alineados —tres filas, de cuatro hombres cada una— frente a André Villiers. El general se dirigía a ellos. Trece hombres en total, doce de ellos no sólo de pie, sino en posición de firmes. Eran hombres viejos, pero también soldados viejos. Ninguno vestía uniforme; pero llevaban en las solapas galones de a colores y medallas que indicaban tanto la graduación como el premio al valor. Aquellos hombres habían estado acostumbrados a mandar, a usar el poder. Se veía en sus caras, en sus ojos, en la manera de alinearse, y de escuchar; respetaban, pero no ciegamente, siempre con criterio. Sus cuerpos eran viejos, pero había fuerza en ellos. Una fuerza inmensa. Ese era el aspecto pasmoso. Si aquellos hombres pertenecían a Carlos, los recursos del asesino estaban muy lejos de ser alcanzados, y resultaban extraordinariamente peligrosos. Porque no eran hombres comunes, sino templados soldados profesionales. Salvo que estuviese completamente equivocado —pensó Bourne—, la magnitud de la experiencia y el alcance de la influencia de aquel recinto eran aterradores.
Los locos coroneles de Argelia ¿qué había quedado de ellos? Hombres obsesionados por los recuerdos de una Francia que ya no existía, por un mundo acabado, sustituido por otro al que encontraban débil e ineficaz. Tales hombres podían hacer un pacto con Carlos, aunque sólo fuese por el poder secreto que les confería. Golpear. Atacar. Matar. Las decisiones sobre vida o muerte que una vez fueron parte integrante de sus vidas, eran recuperadas a través de una fuerza que servía a causas que ellos rehusaban admitir como no practicables. Una vez iniciado en el terrorismo, siempre se era terrorista, y el asesinato era la entraña del terrorismo.
El general alzaba la voz. Jason intentó oír las palabras a través del vidrio. Sonaban claras.
«… nuestra presencia se sentirá, y nuestro propósito será entendido. Compartimos todos juntos una posición, nuestra posición, que es inamovible; seremos oídos. Por la memoria de todos los que cayeron, nuestros hermanos de armas, que dieron sus vidas por la gloria de Francia. ¡Obligaremos a nuestro amado país a recordar, y en sus nombres a permanecer fuertes, libres, no lacayos de nadie! Quienes se nos opongan, conocerán nuestra ira. En esto también estamos unidos. Recemos a Dios Todopoderoso para que aquellos que han partido antes que nosotros hayan encontrado la paz, ya que nosotros aún estamos en conflicto… señores: ¡les entrego a Nuestra Señora, Nuestra Francia!»
Hubo un murmullo de aprobación por parte de los viejos soldados, que continuaban firmes. Luego se elevó otra voz y cantó solo las primeras cinco palabras; a la sexta se le unieron las voces del resto del grupo:
Allons enfants de la patrie.
Le jour de glorie est arrivé…
Bourne se alejó, confuso por aquella visión. Destruir en nombre de la gloria; la muerte de los compañeros exige más muertes; es la exigencia, y si significa un pacto con Carlos, se hará.
¿Qué lo perturbaba tanto? ¿Por qué se vio asaltado por sentimientos de rabia y futilidad? ¿Qué provocó aquel cambio que sentía tan profundamente? Después lo supo. Odiaba a André Villiers, despreciaba a todos los hombres allí reunidos. Eran hombres viejos que hicieron la guerra, robando la vida de los jóvenes… de los muy jóvenes.
¿Por qué lo asaltaban nuevamente las dudas? ¿Por qué era tan agudo el dolor? No había tiempo para preguntas, ni fuerzas para tolerarlas. Debía expulsarlas de su mente y concentrarse en André Villiers, soldado y jefe guerrero cuyas causas pertenecían al pasado; pero el pacto que había establecido con su asesino clamaba hoy por su muerte.
Atraparía al general. Lo doblegaría. Le haría confesar. Se enteraría de todo lo que sabía el general y probablemente luego lo mataría. Los hombres como Villiers robaban la vida de los jóvenes, de los demasiado jóvenes. Hombres como ése no merecían vivir. Estoy otra vez en mi laberinto, y las paredes están recubiertas de espinas. ¡Oh, Dios, lastiman!
En la oscuridad, Jason trepó por la barandilla y descendió por la tubería de desagüe, con todos los músculos doloridos. El dolor también debía ser desterrado. Debía llegar hasta un tramo desierto de la carretera bajo la luz de la luna y atrapar al comerciante de la muerte.