23

Eran las tres menos diez de la mañana, cuando Bourne se acercó al mostrador del «Auberge du Coin»; Marie continuó hacia la puerta de entrada. Para alivio de Jason, no había diarios en el mostrador, pero el último empleado nocturno tenía el mismo aspecto que su colega del centro de París. Era un hombre calvo y fuerte; estaba recostado en una silla con los ojos medio cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho; reflejaba la agotadora depresión de una noche interminable. «Pero esta noche —pensó Bourne—, iba a recordarla durante un tiempo bastante largo, más allá de los daños ocasionados en una de las habitaciones de los pisos superiores, que no serían descubiertos hasta la mañana siguiente.» Un empleado de relevo nocturno de Mountrouge debía de tener un medio de locomoción propio.

—Acabo de telefonear a Rúan —dijo Bourne, con las manos apoyadas sobre el mostrador. Parecía un hombre enojado, furioso por problemas personales que no podía dominar—. Debo partir de inmediato, y necesito alquilar un coche.

—¿Por qué no? —resopló el empleado al ponerse de pie—. ¿Qué prefiere usted, señor? ¿Un carruaje dorado o una alfombra mágica?

—¿Disculpe?

—Alquilamos habitaciones, no coches.

—Debo estar en Rúan antes de la mañana.

—Imposible. A no ser que encuentre a un taxista tan loco que acepte llevarlo a estas horas.

—Creo que no me entiende. Podría sufrir considerables pérdidas y dificultades si no estoy en mi oficina hacia las ocho de la mañana. Estoy dispuesto a pagar generosamente.

—Tiene usted un problema, señor.

—Sin duda, alguien de aquí estaría gustoso de prestarme su coche, digamos… mil, mil quinientos francos.

—¿Mil… mil quinientos francos…, señor? —Los ojos semicerrados del empleado se abrieron tanto, que la piel del rostro quedó tensa—. ¿Al contado, señor?

—Naturalmente. Mi amiga lo devolvería mañana por la tarde.

—No hay prisa, señor.

—¿Disculpe? Por supuesto, no hay ningún motivo válido para no tomar un taxi. Puedo pagar el silencio.

—No sé dónde podría encontrar uno para usted —interrumpió el empleado en un frenético tono persuasivo—. Por otra parte, quizá mi «Renault» no sea muy nuevo, y tal vez no sea el coche más veloz, pero es seguro y fiable.

Otra vez el camaleón había cambiado de color y había sido aceptado nuevamente como alguien que no era. Pero ahora, él sabía quién era, y comprendió.

Madrugada. Pero no había un lugar cálido en una posada de alguna villa, ni una pared empapelada, manchada por los primeros rayos de luz al entrar por una ventana, luego de haberse filtrado por entre las ondeantes hojas de los árboles del exterior. Por el contrario, los primeros rayos de sol que ascendían extendiéndose desde el Este coronaban los límites de la campiña francesa y delimitaban los campos y las montañas de Saint-Germain-en-Laye. Estaban sentados en el pequeño coche, aparcado en una calle desierta, las volutas del humo de los cigarrillos se escapaban por las ventanillas parcialmente abiertas.

En Suiza había comenzado aquel primer relato con estas palabras: Mi vida comenzó hace seis meses en una pequeña isla del Mediterráneo llamada Port Noir…

Había iniciado éste con una simple declaración: Soy conocido por el nombre de Caín.

Había contado todo; no había omitido nada de cuanto recordaba, incluso había hablado sobre las terribles imágenes que habían estallado en su mente cuando oyó las palabras que dijo Jacqueline Lavier en aquel restaurante, iluminado por velas, en Argenteuil. Nombres, incidentes, ciudades… asesinatos.

—Todo encajaba. No había nada que no supiera, nada que no estuviera almacenado en algún lugar de mi cerebro, tratando de salir. Era la verdad.

Era la verdad —repitió Marie. La miró de cerca.

—Estábamos equivocados, ¿no lo entiendes?

—Tal vez. Pero también estábamos en lo cierto. Tú estabas en lo cierto y yo estaba en lo cierto.

—¿Con respecto a qué?

—A ti. Tengo que repetirlo otra vez con calma y de un modo lógico. Ofreciste tu vida por la mía antes de conocerme; esa decisión no la tomaría el hombre que me describiste. Si ese hombre existió, ya no existe. —Los ojos de Marie eran suplicantes, pero aún dominaba su voz—. Tú lo dijiste, Jason. Lo que un hombre no puede recordar, no existe. Para él. Quizás ése sea el problema que debes abordar. ¿Puedes dejarlo?

Bourne movió la cabeza; había llegado el momento temido.

—Sí —dijo—. Pero solo. No contigo. Marie dio una chupada al cigarrillo. Mientras lo observaba, las manos le temblaban.

—Ya veo. Entonces, ¿ésa es tu decisión?

—Tiene que serlo.

—Desaparecerás heroicamente y así no me comprometerás.

—Debo hacerlo.

—Muchísimas gracias. ¿Y quién diablos crees que eres?

—¿Qué?

—¿Quién diablos crees que eres?

—Pues un hombre a quien llaman Caín. Buscado por los Gobiernos, por la Policía, desde Asia hasta Europa. La gente de Washington quiere matarme por lo que creen que sé sobre Medusa; un asesino llamado Carlos quiere verme con un tiro en la cabeza por lo que le hice. Piénsalo un momento. ¿Cuánto tiempo crees que podré continuar escapando antes de que algún miembro de esos ejércitos logre encontrarme, atraparme, matarme? ¿Quieres terminar tu vida de esa manera?

—¡Por Dios, no! —gritó Marie, era algo demasiado obvio para su mente analítica—. Mi intención no es pudrirme durante cincuenta años en una cárcel de Suiza o que me ahorquen por crímenes que nunca cometí en Zurich.

—Hay una forma de eliminar el asunto de Zurich. Lo he pensado. Puedo hacerlo.

—¿Cómo?

Golpeó el cigarrillo contra el cenicero.

—¡Por el amor de Dios!, ¿cuál es la diferencia?

Una confesión. Entregarme. No lo sé todavía, ¡pero puedo hacerlo! Puedo devolverte la vida. ¡Debo devolvértela!

—No de esa forma.

—¿Por qué no?

Marie buscó su cara; una vez más la voz era suave; había desaparecido la brusca estridencia.

—Porque nuevamente he corroborado mi opinión. Hasta el hombre condenado tan seguro de su propia culpa debería darse cuenta. El hombre llamado Caín nunca haría lo que tú te ofreciste a hacer. Por nadie.

—¡Soy Caín!

—Si me viera forzada, aceptaría que lo fuiste, pero no lo eres ahora.

—¿La última rehabilitación? ¿Una lobotomía auto-inducida? ¿Pérdida total de la memoria? Todo esto parece ser la verdad, pero no detendrá a ninguno de los que me buscan. No impediría que él o ellos apretaran el gatillo.

—Eso sería lo peor que podría suceder, y aún no estoy dispuesta a aceptarlo.

—Entonces, no consideras los hechos.

—Tengo presentes dos hechos, que parecen no contar para ti. No puedo descartarlos. Viviré con ellos el resto de mi vida, porque soy responsable. Dos hombres fueron asesinados de la misma y brutal manera porque se interponían entre tú y un mensaje que alguien intentaba hacerte llegar a través de mí.

—¿Viste el mensaje de Corbelier? ¿Cuántos agujeros de bala tenía? ¿Diez, quince?

—¡Lo usaron! Lo escuchaste por el teléfono igual que yo. No mentía, trataba de ayudaros. Si no era a ti, sin duda era a mí.

—Es… posible.

—Todo es posible. No tengo respuestas, Jason, sólo discrepancias, cosas que no pueden explicarse, que deberían ser explicadas. No manifestaste nunca un deseo ni una urgencia de aquel que dices haber sido. Y sin esas cosas, un hombre así no podría existir. O no podrías ser él.

—Soy él.

—Préstame atención. Me eres muy querido, amor mío, y por este motivo podría cegarme, lo sé. Pero también conozco algo de mí misma. No soy una niña inocente de inmensos ojos. Vi una parte del mundo y presto especial atención, y mucha, a quienes me atraen. Tal vez para confirmar lo que me gusta considerar como mis valores, y son realmente valores. Míos, de ningún otro. —Se interrumpió un momento y se alejó de él—. Observé a un hombre que torturado, por sí mismo y por otros, no gritaba. Quizá tus lamentos sean silenciosos, pero nunca dejarías que fueran una carga para otros, sino tu propia carga. En lugar de eso indagaste, investigaste e intentaste comprender. Y así, amigo mío, no actúa la mente de un frío asesino profesional, ni hace lo que hiciste y quieres hacer por mí. No sé qué fuiste antes, o de qué crímenes eres culpable, pero no son los que crees, lo que te quieren hacer creer otros. Con todo esto regreso a esos valores que te mencioné. Me conozco. No podría amar al hombre que dices ser. Amo al hombre que sé que eres. Nuevamente lo confirmaste. Ningún asesino haría el ofrecimiento que tú acabas de hacer. Y ese ofrecimiento, señor, es respetuosamente rechazado.

—¡Eres una tonta del diablo! —estalló Jason—. ¡Puedo ayudarte; tú no puedes ayudarme! ¡Déjame algo, por el amor de Dios!

—No lo haré. No, de esa manera… —De repente, Marie se alejó de él con la boca entreabierta—. Creí haberlo hecho —dijo en un murmullo.

—¿Hacer qué?… —preguntó Bourne.

—Creí haber dado algo por los dos. —Se volvió hacia él—. Te lo he acabado de decir: estuvo allí durante mucho tiempo. Lo que los otros quieren hacerte creer…

—¿De qué diablos hablas?

—Tus crímenes…, los crímenes que otros quieren hacerte creer que son tuyos.

—Existen. Son míos.

—Espera un minuto. Supón que existen, pero no son tuyos. Supón que se inventaron las pruebas, de una manera tan perfecta como las que se inventaron en Zurich en mi contra, pero pertenecen a otro. Jason, no sabes cuándo perdiste la memoria.

—Port Noir.

—Ese es el momento en que comenzaste a construirte una, no cuando la perdiste. Antes de Port Noir, podría explicarse. Podrías explicar tu identidad, la contradicción que existe entre tú y el hombre que la gente cree que eres.

—Estás equivocada. Nada podría explicar los recuerdos, las imágenes que vuelven a mí.

—Quizá simplemente recuerdes lo que te dijeron —replicó Marie—. Lo que repitieron incansablemente, una y otra vez. Hasta que no quedó nada más. Fotografías, grabaciones, estímulos visuales y auditivos.

—Estás describiendo un vegetal que funciona y camina, al que se le lavó el cerebro. Ése no soy yo. Marie lo miró y le habló con cariño.

—Describo a un hombre muy inteligente y enfermo, cuyos antecedentes y experiencias se ajustaban a las de alguien que era buscado por otros hombres. ¿Sabes con qué facilidad se puede encontrar a un hombre así? Los hay en todas partes, hospitales, sanatorios, guardias militares. —Hizo una pausa y continuó rápidamente—. Ese artículo del diario decía otra verdad. Soy bastante eficiente para las deducciones, cualquiera que hiciese lo que yo hago, lo sería. Si buscara una curva modelo que sólo incorporase factores aislados, sabría cómo hacerlo. Inversamente, si alguien buscara a un hombre hospitalizado por padecer amnesia, cuya experiencia incluyera habilidades especiales, conocimientos de distintos idiomas, características raciales, los bancos de información médica podrían proveer candidatos. Dios sabe que no muchos; en tu caso, quizá sólo unos pocos, tal vez sólo uno. Pero ellos buscaban a un hombre; era todo lo que necesitaban.

Bourne observaba la campiña y trataba de escudriñar su mente, a través de sus puertas de acero, ahora abiertas. Intentaba encontrar una imagen de la esperanza que ella sentía.

—¿Estás diciendo que soy la reproducción de una ilusión? —inquirió, tratando de que no hubiera animación en la frase.

—Ése es el resultado final, pero no lo que digo. Lo que estoy diciendo es que posiblemente hayas sido manipulado. Usado. Eso lo explicaría. —Acarició su mano—. Me cuentas que algunas veces las cosas quieren estallar en tu interior, romper tu cabeza.

—Palabras, lugares, nombres… despiertan cosas.

—Jason, ¿no es posible que despierten cosas falsas? Las que te repitieron una y otra vez, pero que no puedes revivir. No puedes verlas con claridad porque no son tuyas.

—Lo dudo. He visto lo que soy capaz de hacer. Lo hice antes.

—Pudiste haberlo hecho por otros motivos… ¡Al diablo contigo! Estoy luchando por mi vida. ¡Por nuestras vidas…! ¡Está bien! Puedes pensar y sentir. ¡Piensa ahora, siente ahora! ¡Mírame y dime que hurgaste en tu interior, tus pensamientos, y sentimientos y que sabes, sin duda alguna, que eres un asesino llamado Caín! ¡Si eres capaz de hacerlo, de hacerlo realmente, entonces llévame a Zurich, carga con toda la culpa y aléjate de mi vida! Pero si no puedes, quédate conmigo y déjame ayudarte. Y ámame, ¡por el amor de Dios! Ámame, Jason.

Bourne tomó su mano entre las suyas y la apretó con firmeza, como se apretaría la temblorosa mano de un niño enojado.

—No es cuestión de sentir o pensar. Vi el informe en la Gemeinschaft; las anotaciones databan de largo tiempo. Concuerdan con todo aquello de lo que me he ido enterando.

—Pero ese informe, esas anotaciones pueden haber sido inventados ayer, o la semana pasada, o hace seis meses. Todo lo que leíste y escuchaste sobre tu persona puede ser parte de un modelo creado por quienes quieren que representes a Caín. No eres Caín, pero quieren que lo creas, quieren que otros lo crean. Pero hay alguien, dando vueltas, que sabe que no eres Caín y trata de decírtelo. Tengo una prueba para ello también. Mi amado está vivo, pero dos amigos están muertos porque se interpusieron entre tú y la persona que te enviaba el mensaje, la que trata de salvarte la vida. Fueron asesinados por las mismas personas que quieren sacrificarte ante Carlos, en lugar de Caín. Dijiste antes que todo concordaba. No era así, Jason, ¡pero esto concuerda! ¡Y te explica… a !

—¿Soy entonces un caparazón hueco que ni siquiera posee los recuerdos que cree tener? ¡Lleno de demonios que corren dentro destrozando las paredes al patearlas! No es una perspectiva agradable.

—No son demonios, vida mía. Son partes de tu persona, enojadas, furiosas, que claman por salir porque no pertenecen al caparazón en que las encerraste.

—Y si destruyo ese caparazón, ¿qué encontraré?

—Muchas cosas. Algunas, buenas; otras, malas, y una gran parte lastimada. Pero Caín no estará allí, te lo aseguro. Creo en ti, vida mía. Por favor, no te rindas.

Él mantenía entre ambos una distancia, una pared de cristal.

—¿Y si estamos equivocados? ¿Completamente equivocados? Entonces, ¿qué?

—Déjame lo antes posible, o mátame. No me importa.

—Te amo.

—Lo sé. Por eso no tengo miedo.

—Encontré dos números telefónicos en la oficina de Lavier. El primero es de Zurich, el otro, de aquí, de París. Con un poco de suerte quizá me conduzca hasta el número que necesito.

—¿Nueva York? ¿«Treadstone»?

—Sí, la respuesta está allí. Si no soy Caín, alguien en «Treadstone» sabe quién soy.

Regresaron en coche a París, ya que suponían que llamarían menos la atención entre el gentío de la ciudad que en una posada aislada en medio del campo. Un hombre de cabellos rubios y gafas con montura de carey y una mujer llamativa, de rostro austero, sin maquillaje, peinada hacia atrás como una graduada de la Sorbona, no estarían fuera de lugar en Montmartre. Alquilaron una habitación y se inscribieron como un matrimonio procedente de Bruselas.

En la habitación permanecieron un momento de pie; las palabras no eran necesarias para expresar lo que cada uno sentía y veía. Se acercaron, se acariciaron y abrazaron, sin dejar lugar a que penetrara el mundo insultante que les negaba la paz, que los obligaba a mantener el equilibrio balanceándose sobre tensos cables, próximos el uno al otro, mientras muy abajo los aguardaba un oscuro abismo; si alguno de los dos se caía, sería el final para ambos.

Bourne no podía cambiar su aspecto de inmediato. Hubiera sido falso y no había lugar para artificios.

—Necesitamos descansar —dijo—. Debemos dormir un poco. Será un día muy largo.

Hicieron el amor. En la cálida y cadenciosa cama se entregaron el uno al otro completa y generosamente. Hubo un momento, un momento tonto, en que se rieron, porque debieron cambiar de posición para poder respirar. Fue una risa tranquila, embarazosa al principio, pero la observación estaba allí, el valor de una tontería intrínseca a algo muy profundo entre ellos. Pasado el momento, se abrazaron con furia, con la intención de eliminar los abrumadores sonidos y las visiones del mundo oscuro que intentaba enredarlos en sus aletas. Pronto se evadieron de ese mundo y buscaron otro mejor, donde la luz del sol y las aguas azules y tranquilas remplazaban a la oscuridad. Corrieron atropelladamente y con furor hacia él hasta que, por fin, en un esfuerzo supremo, lo encontraron.

Así se quedaron dormidos, con las manos entrelazadas.

Bourne fue el primero en despertarse, consciente de los cláxones y los motores del tránsito de París, abajo, en las calles. Miró su reloj pulsera. Era la una y diez de la tarde. Habían dormido casi cinco horas, quizá menos de lo necesario, pero lo suficiente. Iba a ser un día muy largo. No estaba seguro de lo que iban a hacer; sólo sabía que había dos números telefónicos que debían conducirlo hasta un tercero. En Nueva York.

Se volvió para observar a Marie, que respiraba profundamente a su lado; su cara —su cara llamativa y amada— formaba un ángulo con el borde de la almohada, los labios entreabiertos, muy cerca de los suyos. La besó y ella trató de alcanzarlo con los ojos aún cerrados.

—Eres un sapo y te convertiré en un príncipe —dijo con voz soñolienta—. ¿O es al revés?

—Quizá, pero no en las actuales circunstancias.

—Entonces tendrás que seguir como sapo. Salta a mi alrededor, sapito. Exhíbete para mí.

—Sin tentaciones. Sólo salto cuando me alimentan con moscas.

—¿Los sapos comen moscas? Creo que sí lo hacen. Me estremece. Es horrible.

—Vamos, abre los ojos. Hemos de empezar a tener esperanzas. Debemos comenzar la búsqueda. Parpadeó y luego lo miró.

—¿La búsqueda de qué?

—De mí —respondió.

Desde una cabina telefónica en la rué Lafayette pidieron una llamada pagada a un número de Zurich, a nombre de Mr. Briggs. Bourne llegó a la conclusión de que Jacqueline Lavier habría enviado señales de alarma, sin pérdida de tiempo; una debía de haber ido dirigida a Zurich.

Cuando oyó la llamada de Suiza, Jason retrocedió y entregó el teléfono a Marie. Sabía lo que debía decir.

El operador internacional de Zurich respondió a la llamada. Por tanto, no tuvo oportunidad de hacerlo.

—Lamentamos informarle que el número solicitado se halla fuera de servicio.

—Estaba en servicio el otro día —interrumpió Marie—. Es una emergencia, operador. ¿Tiene otro número?

—Ese teléfono está fuera de servicio, señora. No hay otro que lo remplace.

—Me deben de haber dado mal el número. Es muy urgente. ¿Podría darme el nombre de la compañía a la que pertenecía este número?

—Temo que eso no será posible.

—Le he dicho que es una emergencia. ¿Puedo hablar con su superior, por favor?

—No podría ayudarla. Éste es un número que no figura en las guías. Buenas tardes, señora. La conexión se interrumpió.

—Han colgado —dijo.

—Nos llevó un tiempo demasiado largo descubrirlo, ¡maldición! —respondió Bourne, mientras miraba hacia ambos lados de la calle—. Marchémonos de aquí.

—¿Crees que la pueden haber registrado aquí, en París? ¿Desde un teléfono público?

—En tres minutos puede detectarse una comunicación y circunscribirse el distrito. En cuatro, pueden acortar el radio a media docena de calles.

—¿Cómo lo sabes?

—Desearía poder decírtelo. ¡Marchémonos!

—Jason, ¿por qué no esperamos escondidos? ¿Y observamos?

—Porque no sé qué buscar, y ellos sí lo saben. Tienen una fotografía, pueden distribuir hombres por toda la zona.

—No me parezco a las fotografías del diario.

—Tú no. Yo sí. ¡Marchémonos!

Caminaron velozmente entre el errático vaivén del gentío, hasta llegar al bulevar Malesherbes, a diez calles de distancia. Encontraron otra cabina telefónica con una central diferente de la primera. En esta ocasión no había necesidad de operadores; estaban en París. Marie entró, las monedas en la mano, y marcó el número; estaba preparada.

Pero las palabras que llegaron desde el otro lado de la línea la dejaron atónita.

La résidence du General Villiers. Bonjour…? Allô? Allô?

Por un instante, Marie fue incapaz de pronunciar palabra. Sólo miraba el teléfono.

Je m’excuse —murmuró—. Une erreur —cortó.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Bourne al abrir la puerta de cristal—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién era?

—No tiene sentido —dijo—. He llamado a la casa de uno de los hombres más respetados y poderosos de Francia.