—Más tarde —dijo Bourne, arrojando las maletas sobre la cama—. Ya tendríamos que habernos ido de aquí.
Marie estaba sentada en un sillón. Había releído el artículo del diario, seleccionando y repitiendo las frases. Estaba totalmente concentrada; se sentía deshecha, pero cada vez más segura de su análisis.
—Tengo razón, Jason; alguien nos está enviando un mensaje.
—Hablaremos de eso después. Hemos permanecido aquí mucho tiempo. Dentro de una hora, este diario estará por todo el hotel. Y los que se publican por la mañana serán peores. No es el mejor momento para ser modestos. En el vestíbulo de cualquier hotel te haces notar mucho, y en éste, en particular, has sido vista por muchas personas. Vamos, recoge tus cosas.
Marie se puso de pie, pero no se movió; permaneció en su lugar y lo obligó a mirarla.
—Hablaremos de muchas cosas más tarde —le dijo con firmeza—; me vas a abandonar, Jason, y quiero saber por qué.
—Te dije lo que debía decirte —respondió sin evasión—, porque tienes que saberlo, y ésa es mi intención. Pero ahora lo que quiero, exactamente, es salir de aquí. Recoge tus cosas, ¡maldición!
Ella parpadeó a causa de la repentina violencia de él.
—Sí, por supuesto —replicó en un suspiro.
Bajaron en el ascensor hasta el vestíbulo. Mientras aparecía ante sus ojos el piso de mármol gastado, Bourne tenía la sensación de estar en una jaula, expuestos e indefensos. Si el ascensor se hubiera detenido, tenía la impresión de que habrían sido apresados. En ese momento comprendió por qué era tan fuerte aquella sensación. En la planta baja, a la izquierda, estaba la recepción, y el conserje, sentado detrás de la mesa, con una pila de diarios sobre el mostrador, a su derecha. Eran ejemplares del mismo que Jason había metido en la cartera que Marie llevaba ahora. El hombre leía con avidez uno de los diarios, mientras se hurgaba sus dientes con un palillo, absorto de cuanto lo rodeaba, excepto del artículo del reciente escándalo.
—Adelante —dijo Jason—, no te detengas; sigue derecho hacia la puerta. Nos veremos fuera.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella, suspirando al ver al portero.
—Le pagaré tan rápido como pueda.
El ruido de los tacones de Marie en el mármol era una distracción que disgustaba a Bourne. El portero levantó la vista en el momento en que Jason se puso frente a él, interrumpiendo su campo visual.
—Ha sido una estancia muy agradable, pero tenemos mucha prisa —dijo en francés—. Debo viajar a Lyon esta noche. Redondee la cuenta a 500 francos de más, ya que no tengo tiempo de dejar propinas.
La distracción contable cumplió su propósito. El conserje terminó las sumas rápidamente y le presentó la cuenta. Jason la pagó y se inclinó para tomar la maleta, mientras echaba un vistazo al oír la expresión de sorpresa del portero boquiabierto. El hombre estaba con los ojos clavados en la pila de diarios a su derecha, mirando la fotografía de Marie St. Jacques. Levantó los ojos hacia la puerta de entrada; Marie estaba en la acera. Desvió su mirada hacia Bourne. El hombre advirtió la vinculación entre ambos, pero un repentino miedo lo paralizó.
Jason caminó rápidamente hacia las puertas de cristal, girando los hombros para abrirlas, mientras volvía la vista a la recepción. El portero estaba ya levantando el teléfono.
—¡Vamos! —gritó a Marie—. ¡Busca un taxi!
Encontraron uno en la rué Lecourbe, a cinco manzanas del hotel. Bourne fingióse un inexperto turista norteamericano, empleando el inadecuado francés que tan útil le había resultado en el Banco Valois. Explicó al chofer que él y su «amiguita» querían alejarse de París un día o dos en busca de algún lugar donde estuvieran solos. Quizá podría sugerirles algunos lugares para que ellos eligieran uno.
El conductor podía hacerlo y así lo hizo.
—Hay una pequeña hostería en las afueras de Issy-les-Moulineaux, llamada «La Maison Carrée» —dijo—. Otro, en Ivry-sur-Seine, podría gustarles; es algo muy reservado, señor. O quizás el «Auberge du Coin», en Montrouge: es muy discreto.
—Vamos al primero —dijo Jason. Es lo que se le ocurrió espontáneamente—. ¿A qué distancia está?
—No tardaremos más de quince o veinte minutos, señor.
—Muy bien. —Bourne se volvió hacia Marie y le dijo en voz baja—: Cámbiate el peinado.
—¿Qué?
—¡Que te cambies el peinado! Peínate hacia delante o hacia atrás, no importa, pero cambíatelo. Ponte fuera de la visión de su espejo. ¡Date prisa!
Poco después, el largo cabello rojizo de Marie estaba muy estirado hacia atrás, separado su rostro y cuello, y sujetado por un moño firme y horquillas que llevaba en el bolso. Jason la miró bajo la débil luz.
—Límpiate bien los labios.
Ella sacó un pañuelo y se quitó el carmín.
—¿Está bien?
—Sí. ¿Tienes lápiz de cejas?
—Por supuesto.
—Ensánchalas un poco, alárgalas como un centímetro y dales un toque, curvando el final. Nuevamente, Marie siguió sus instrucciones.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Eso está mejor —respondió él observándola.
Los cambios eran mínimos pero el resultado era sorprendente. La agradable, elegante y atractiva mujer había sido sutilmente transformada en otra de apariencia más ruda. A fin de cuentas, al primer golpe de vista ella no era ya la mujer de la fotografía de los diarios, y eso era lo que importaba.
—Cuando lleguemos a Moulineaux —dijo él en voz baja—, sal rápidamente del coche y quédate quieta. No dejes que el chofer te vea.
—Ya es algo tarde para eso, ¿no te parece?
—Haz exactamente lo que te digo.
Óyeme, soy un camaleón llamado Caín y te puedo enseñar muchas cosas que no me tomé el trabajo de hacer, pero que ahora debes saber. Puedo cambiar mi color para acomodarlo a cualquier follaje de la selva. Puedo cambiar con sólo husmear el viento. Sé encontrar mi camino en la selva natural o en la selva edificada por los hombres. Alfa, Bravo, Charlie, Delta… Delta es Charlie y Charlie es Caín. Yo soy Caín. Estoy muerto, y debo decirte quién soy y luego dejarte.
—¿Qué pasa, querido?
—¿Cómo?
—Me estás mirando y parece como si no respiraras, ¿estás bien?
—Perdona —dijo desviando la vista y recuperando su ritmo normal de respiración—. Me estoy imaginando nuestros movimientos. Sabré mejor qué hacer cuando estemos allí.
Llegaron a la hostería. Había un área de aparcamiento a la derecha, rodeada por una cerca de postes y travesaños; los últimos clientes salían por la entrada principal, enmarcada con cortinas. Bourne se inclinó hacia delante en el asiento.
—Déjenos en la zona de aparcamiento, si es posible —ordenó, sin explicar su extraña petición.
—Muy bien, señor —replicó el chofer asintiendo con la cabeza y encogiéndose de hombros, como para marcar con sus movimientos que sus pasajeros eran una pareja muy discreta. La lluvia se había calmado, convirtiéndose en una llovizna neblinosa. El taxi se fue. Bourne y Marie permanecieron en las sombras del follaje, al borde de la hostería, hasta que el coche desapareció. Jason dejó las maletas en el suelo mojado.
—Espera aquí —dijo.
—¿Adonde vas?
—A buscar un taxi.
El segundo taxi los llevó al distrito de Montrouge. Este conductor no se impresionó mucho por la pareja de semblante resuelto que obviamente venían del interior y, con toda probabilidad, estaban buscando un alojamiento más económico. Si él llegaba a ver en un diario la fotografía de la mujer canadiense, vinculada a un crimen en Zurich, no la relacionaría con la que iba sentada en el asiento de atrás.
El «Auberge du Coin» no hacía honor a su nombre. No se trataba de una hostería rural con la auténtica belleza de lo natural, situada en un rincón aislado de dos suburbios. Era, en cambio, una estructura grande de dos pisos, a cuatrocientos metros de la carretera. Sólo tenía la reminiscencia de tantos moteles, como los que hay en todo el mundo, empañando el perfil de nuestras ciudades; la rentabilidad garantizaba el anonimato de sus clientes. No era difícil imaginar diversas citas, en las que los registros se habían hecho con nombres ficticios.
Ellos también se registraron con nombre falso y recibieron una habitación de plástico, donde cada accesorio de más de veinte francos estaba fijado al piso o sujetado con tornillos sin cabeza a la fórmica brillante. Sin embargo, había un rasgo positivo en el lugar; una máquina de hielo en el vestíbulo. Se dieron cuenta de que funcionaba por el ruido que hacía, aun con la puerta cerrada.
—Muy bien; ahora, ¿podrías decirme quién nos está enviando un mensaje? —preguntó Bourne, de pie, moviendo el vaso de whisky en su mano.
—Si lo supiera, me comunicaría con ellos —respondió ella sentándose en la silla torneada del pequeño escritorio, con las piernas cruzadas y mirándolo fijamente—. Podría estar relacionado con la causa por la que estás huyendo.
—Si es así, se trata de una trampa.
—No es una trampa. Un hombre como Walter Apfel no haría lo que hizo para montar una trampa.
—Yo no estaría tan seguro de eso. —Bourne caminó hasta un sillón de plástico y se sentó—. Koenig lo hizo, individualizó muy bien, allá, en la sala de espera.
—Él era un soldado raso sobornado y no un oficial del Banco. Actuó solo, y Apfel nunca lo haría. Jason la miró.
—¿Qué quieres decir?
—La actitud de Apfel debe ser aclarada por sus superiores. El actuó en nombre del Banco.
—Si estás tan segura, llamaremos a Zurich.
—No quieren que lo hagamos. O no tienen la respuesta, o no pueden darla. Las últimas palabras de Apfel fueron que no tenía nada más que decir a nadie. Y esto también es parte del mensaje. Debemos establecer contacto con otra persona.
Bourne bebió. Necesitaba el alcohol, ya que se acercaba el momento en que comenzaría a actuar como el asesino Caín.
—Entonces, ¿hacia dónde vamos? —dijo—. Estamos cayendo en una trampa.
—Crees que sabes quién es, ¿no es cierto? —Marie tomó los cigarrillos del escritorio—. ¿Y ésa es la causa de tu huida?
—La respuesta a las dos preguntas es sí. (Llegó el momento. El mensaje fue enviado por Carlos. Yo soy Caín y debes abandonarme. Tengo que perderte. Pero antes está lo de Zurich, y es necesario que entiendas. Ese artículo fue publicado para mí.
—Quiero aclarar eso —intervino ella, sorprendiéndolo con la interrupción—. He tenido tiempo de pensar. Ellos saben que la evidencia es falsa, tan evidentemente falsa, que se hace ridícula. Toda la Policía de Zurich espera ahora que yo me ponga en contacto con la Embajada de Canadá. —Marie se interrumpió, con el cigarrillo en la mano, aún sin encender—. ¡Dios mío, Jason, eso es lo que quieren que hagamos!
—¿Quién lo quiere?
—No importa quién, nos envía el mensaje. Ellos saben que mi única posibilidad es llamar a la Embajada y conseguir la protección del Gobierno canadiense. No pensé en ello porque ya había hablado con la Embajada, con alguien llamado Dennis Corbelier, y no tenía nada, absolutamente nada que decirme. Hizo sólo lo que le dije que hiciera, y nada más. Pero eso era ayer, no hoy, ni esta noche.
Marie se dirigió al teléfono en la mesita de noche.
Bourne se levantó del sillón y, tomándola del brazo, le dijo:
—No lo hagas.
—¿Por qué no?
—Porque estás equivocada.
—Tengo razón, Jason, déjame probártelo. Bourne se puso frente a ella.
—Lo mejor es que escuches lo que tengo que decirte.
—¡No! —gritó ella, desconcertándolo—. No quiero oírlo ahora.
—Hace una hora, en París, era lo único que querías oír, ¡pues óyelo!
—No. Hace una hora me estaba muriendo. Habías decidido marcharte sin mí. Y ahora comprendo que esto sucederá una y otra vez hasta que te detengas. Tú oyes voces, ves imágenes; fragmentos de recuerdos vuelven a ti y no puedes entenderlos, pero te declaras culpable porque sientes todo eso. Siempre te declararás culpable hasta que alguien te demuestre que en cualquier lugar que te encuentres… siempre habrá otros que te acusarán, que te sacrificarán. Pero también hay alguien más, fuera de esto, que quiere ayudarte, ayudarnos. ¡Ése es el mensaje! Sé que tengo razón. Y quiero demostrártelo. ¡Déjame hacerlo!
Bourne la tomó por los brazos en silencio, mirando aquel rostro encantador cargado de dolor y de inútil esperanza, con ojos suplicantes. La terrible jaqueca se propagaba a todo su cuerpo. Quizás era mejor así; ella se cuidaría a sí misma, y su temor la haría prestar atención y la haría entender. Ya no habría nada entre los dos que pudiera continuar. Yo soy Caín…
—Muy bien, puedes hacer la llamada; pero será a mi manera. —La dejó y se acercó al teléfono. Marcó el número de recepción de «L’Auberge du Coin»—. Aquí la habitación 341. Unos amigos de París me han informado que vendrán muy pronto a reunirse con nosotros. ¿Tendría una habitación en este mismo piso para ellos? Muy bien. Su apellido es Briggs; es un matrimonio norteamericano. Bajaré a pagarle su estancia para que pueda darme la llave. ¡Magnífico, muchas gracias!
—¿Qué vas a hacer?
—Demostrarte algo —respondió—. Dame un vestido. —Y prosiguió—: El más largo que tengas.
—¿Cómo?
—Si quieres hacer las llamadas, tendrás que hacer lo que te diga.
—Estás loco.
—Lo admito —replicó Jason, sacando de su maleta un pantalón y una camisa—. El vestido, por favor.
Quince minutos más tarde estaba lista la habitación de Mr. y Mrs. Briggs. Quedaba a seis puertas del 341 y en el lado opuesto del vestíbulo. La ropa había sido colocada correctamente; quedaron encendidas algunas luces elegidas especialmente, y el resto, sin funcionar, porque les habían quitado las bombillas.
Jason volvió a la habitación; Marie estaba de pie junto al teléfono.
—¡Ya está listo!
—¿Qué has hecho?
—Lo que quería y lo que tenía que hacer. Ahora puedes llamar.
—Es muy tarde. Suponte que no esté.
—Creo que estará. Si no, te hubiera dado su teléfono particular. Su número estaba o debería haber estado en las listas telefónicas de Ottawa.
—Supongo que sí.
—Entonces, debe de haber sido informado. ¿Repasaste lo que te dije que debías decir?
—Sí, pero no viene al caso. No es nada importante y sé que no estoy equivocada.
—Eso lo veremos. Te pido que repitas las palabras que te dije, porque estaré escuchando junto a ti. ¡Adelante!
Ella levantó el teléfono y marcó. Pocos segundos después oyó el tintineo en la recepción de la Embajada; Dennis Corbelier estaba en la línea. Era la una y cuarto de la madrugada.
—¡Por Dios! ¿Dónde estás?
—¿Esperabas que te llamara?
—¡Demonios! Tenía la esperanza de que lo harías, pues este lugar es un hervidero. Estoy esperando desde las cinco de la tarde.
—Así estuvo esperando Alan en Ottawa.
—¿Alan cuándo? ¿De qué estás hablando? ¿Dónde diablos te encuentras?
—Primero quiero saber qué es lo que tienes que decirme.
—¿Decirte?
—Tienes un mensaje para mí, Dennis, ¿cuál es?
—¿Cuál es qué? ¿De qué mensaje me hablas? El rostro de Marie palideció.
—No maté a nadie en Zurich. No querría…
—¡Por el amor de Dios! —interrumpió el agregado—, vuelve aquí. Te daremos toda la protección que podamos. Nadie podrá hacerte daño.
—Dennis, escúchame; has estado esperando ahí mi llamada, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
—Alguien te dijo que esperaras, ¿no? Hubo una pausa y cuando Corbelier habló, su voz era contenida.
—Sí —respondió—. Ellos lo hicieron.
—¿Qué te dijeron?
—Que necesitas nuestra ayuda, y mucho. Marie contuvo la respiración.
—¿Y quieren ayudarnos?
—Así es; a través de nosotros —respondió Corbelier—. ¿Me dices que él ahora está contigo, entonces?
El rostro de Bourne estaba junto al de ella, y su cabeza, doblada para oír las palabras de Corbelier. Y asintió.
—Sí —respondió ella—. Estamos juntos, pero él estará fuera por unos minutos. Todo es mentira, te lo dijeron, ¿no es cierto?
—Todo lo que me dijeron es que debíamos encontrarte y protegerte. Quieren ayudarte; quieren enviar un coche a buscarte, uno de los nuestros. Es decir, un coche diplomático.
—¿Quiénes son ellos?
—No los conozco de nombre, pero sí su rango.
—¿Rango?
—Así es, son profesionales. FS-Cinco. No podríamos conseguir nada más elevado.
—¿Confías en ellos?
—¡Por Dios que sí! Establecieron contacto conmigo desde Ottawa, y sus órdenes llegan desde allá.
—¿Están ahora en la Embajada?
—No, en otro lugar. —Corbelier se interrumpió, evidentemente exasperado—. ¡Por Cristo, Marie! ¿Dónde estás?
—Estamos en el «Auberbe du Coin» en Montrouge, registrados con el nombre de Briggs.
—Te mandaré el coche en seguida.
—¡No, Dennis! —protestó Marie mirando a Jason, quien le decía con los ojos que siguiera sus instrucciones—. Envía uno por la mañana; bien temprano. Si te parece, dentro de cuatro horas.
—¡Por tu propio bien, no puedo hacer eso!
—No entiendes. Debes hacerlo. Él se vio obligado a hacer algo y está atemorizado. Quiere huir, y si se enterase de que he hablado contigo, huiría ahora mismo. Dame tiempo. Puedo convencerlo de que vuelva. Dame sólo unas horas más. Está confundido, pero en el fondo sabe que tengo razón.
Marie dijo estas palabras mirando a Bourne.
—¿Qué clase de bastardo es él?
—Un hombre aterrorizado —respondió ella—. Pero puede ser manejado. Necesito tiempo. Dámelo.
—Marie… —Corbelier se detuvo—. Muy bien, muy temprano. Digamos a las seis. ¡Marie!, ellos quieren ayudarte y pueden hacerlo.
—Lo sé, buenas noches.
—Buenas noches. Marie colgó.
—Esperaremos —dijo Bourne.
—No sé lo que quieres demostrar. Por supuesto que llamará al FS-Cinco y por supuesto que vendrán, ¿qué esperas? Ha admitido lo que va a hacer, lo que piensa que debe hacer.
—Y esos diplomáticos del FS-Cinco, ¿son los que nos envían el mensaje?
—Mis cálculos son que ellos nos van a llevar ante quien nos lo envía, o, si está muy lejos, ellos nos pondrán en contacto. En mi vida profesional nunca estuve tan segura de nada.
Bourne la miró.
—Espero que tengas razón, porque me preocupa toda tu vida. Si la evidencia contra ti en Zurich no es parte del mensaje; si fue planeada por expertos para lograr encontrarme; si la policía de Zurich lo cree, entonces sí que voy a convertirme en ese hombre aterrorizado del que hablabas con Corbelier. Nadie más que yo desea que tengas razón. Pero creo que te equivocas.
Tres minutos después de las dos de la madrugada, las luces del pasillo del hotel parpadearon y se apagaron, dejando el largo pasillo en una parcial oscuridad. La bombilla del hueco de la escalera era la única iluminación que quedaba. Bourne estaba en la puerta de la habitación, con una pistola en la mano y las luces apagadas, observando el pasillo por el intersticio de la puerta. Marie estaba detrás de él, atisbando sobre su hombro; ninguno de los dos hablaba.
Los pasos que se oyeron eran apagados, pero se distinguían bien; subían cautelosamente la escalera. En pocos instantes se vio la figura de dos hombres, surgiendo de la penumbra. Marie no pudo contener una expresión de asombro, mientras Jason pasaba una mano sobre su hombro, oprimiéndole duramente la boca. Él comprendió; Marie había reconocido a uno de los dos hombres, a quien había visto antes sólo una vez. Fue en la Steppendeckstrasse de Zurich, minutos antes de que otro ordenara matarla. Era el hombre rubio que ellos habían enviado al cuarto de Bourne, el investigador traído de París, para que disparara de nuevo sobre el blanco que antes había errado. En su mano izquierda se veía un lápiz luminoso, y en la derecha, un revólver de cañón largo, prolongado por un silenciador.
Su compañero era más bajo y achaparrado; su marcha, no muy diferente de la de un animal, con sus hombros y cintura moviéndose con soltura al ritmo de las memas. Las solapas de su abrigo estaban levantadas, y se tocaba con un sombrero de ala angosta, que ocultaba su cara. Bourne fijó la vista en el hombre; había algo familiar en él, en su figura, en su andar, en la forma en que movía la cabeza. ¿Qué era? ¿Qué era? Lo conocía.
Pero no había tiempo de pensar en ello. Los dos hombres se acercaban a la puerta de la habitación reservada para Mr. y Mrs. Briggs. El rubio alumbró los números con su lápiz luminoso y después bajó la linterna hacia el picaporte y la llave.
Lo que sucedió fue para dejar asombrado a cualquiera por su eficacia. El hombre más alto cogió un llavero con su mano derecha y lo iluminó, eligiendo una. En su mano izquierda empuñaba el arma. A través de la penumbra podía verse un silenciador de gran tamaño, para pistolas automáticas de gran calibre, no como la poderosa «Sternilicher Luger», preferida por la Gestapo en la Segunda Guerra Mundial. Ésta podía atravesar el acero y el hormigón, y el ruido de sus disparos no era más fuerte que el de la tos de alguien resfriado; un arma especial para acabar con enemigos del Estado, durante la noche, en los tranquilos vecindarios de gente ajena a estos actos delictivos y que sólo advertían la desaparición por la mañana.
El hombre más bajo introdujo la llave y la giró silenciosamente; luego apuntó el cañón de la pistola a la cerradura. Tres rápidos disparos fueron acompañados por tres relámpagos. La madera alrededor de los impactos quedó hecha astillas. La puerta estaba libre, y los asesinos irrumpieron en la habitación.
Hubo un instante de silencio y, después, una erupción de apagados disparos; destellos y relámpagos llenaron la oscuridad. La puerta fue cerrada de golpe. Pero al volver a abrirse, se oyó el ruido de objetos golpeados y rotos en el interior de la habitación. Finalmente, se encendió una luz y fue apagada con furia, estrellándose la lámpara en el piso. Estalló un grito de rabia, cargado de furia.
Los dos asesinos corrieron afuera, con las armas preparadas contra una posible emboscada, asombrándose al no encontrar a nadie. Llegaron a la escalera y corrieron abajo, mientras se abría una puerta a la derecha de la habitación invadida. Un huésped medio dormido se asomó, se encogió de hombros y volvió a entrar. El oscuro pasillo quedó nuevamente en silencio.
Bourne se mantenía en su lugar, con el brazo alrededor de Marie St. Jacques. Ella temblaba con la cabeza hundida en el pecho de él, sollozando en silencio, sin poder creer lo que había visto. Él dejó pasar los minutos hasta que cesó el temblor, y la respiración pausada sucedió a los sollozos. No quería esperar más; ella debía ver todo y grabarse aquella impresión imborrable. Debía entenderlo finalmente.
Soy Caín. Soy la muerte.
—Vamos —susurró.
La llevó al pasillo, guiándola firmemente hacia la habitación que ahora se convertía en su prueba final. Empujó la puerta destrozada y entraron.
Marie se detuvo y permaneció inmóvil. Ambos sintieron el rechazo y la impresión de lo que veían. En un vano, a la derecha, estaba la oscura silueta de una figura, en un contraluz tan apagado, que sólo se percibía el contorno, cuando los ojos se habían acostumbrado a aquella extraña mezcla de oscuridad y resplandor. Era la figura de una mujer vestida de largo, moviéndose suavemente por la brisa de una ventana abierta.
Más adelante, en otra ventana, había una segunda figura, apenas visible, pero la forma de una mancha oscura estaba claramente perfilada por las luces de la carretera lejana. También parecía moverse con breves y espasmódicos sacudimientos de brazos, reflejados por la ropa.
—¡Oh, Dios mío!, enciende las luces, Jason —dijo Marie paralizada.
—No funciona ninguna —respondió—; sólo hay dos veladores, y ellos encontraron uno.
Cruzó cuidadosamente la habitación y se acercó a la lámpara que buscaba; estaba en el piso, situada junto a la pared. Se agachó y la encendió; Marie se estremeció.
Extendido en la puerta del baño con el cordón de una cortina, estaba su vestido largo, meciéndose al empuje de una brisa oculta. Estaba acribillado a balazos.
En la ventana más alejada, en el marco, estaban clavados la camisa y el pantalón de Bourne. Los cristales de las dos hojas estaban destrozados, y la brisa que entraba lo movía de arriba abajo. La tela blanca de la camisa estaba perforada en cinco o seis lugares, una diagonal que cruzaba el pecho.
—Aquí está tu mensaje —dijo Jason—. Ya lo conoces. Y ahora creo que es mejor que escuches lo que tengo que decirte.
Marie no respondió y caminó lentamente hacia el vestido, observándolo, sin poder creer lo que veía. De pronto, se volvió con los ojos centelleantes y frenando las lágrimas.
—¡No! ¡Hay un error! ¡Hay un terrible error! Llama a la Embajada.
—¿Qué?
—¡Haz lo que te digo; ahora mismo!
—Espera, Marie, tienes que entender.
—¡No maldita sea! Tú eres quien debe entender. No debería haber sucedido de esta manera.
—Pero sucedió.
—Llama a la Embajada. Ahora mismo. Pregunta por Corbelier. ¡Rápido, por el amor de Dios! Haz lo que te pido, si aún significo algo para ti.
Bourne no se podía negar. La emoción de Marie llegaba a tal intensidad, que consumía a ambos.
—¿Qué tengo que decirle? —preguntó dirigiéndose al teléfono.
—¡Sobre todo que se ponga él! Tengo miedo de que… ¡Oh, Dios Mío! Estoy aterrada.
—¿Cuál es el número?
Ella se lo dio. Tras haberlo marcado, se produjo una espera interminable. Cuando la recepción contestó, se oyó a la telefonista hablar de forma incomprensible, superada por el pánico. Bourne oyó detrás voces y gritos, órdenes tajantes impartidas rápidamente en inglés y francés, hasta que pudo enterarse de lo que pasaba.
Dennis Corbelier, agregado del Canadá, se había precipitado hacia la avenida Montaigne a la 1.40 de la madrugada, y había recibido un disparo en la garganta; ahora estaba muerto.
—Ésta es la otra parte del mensaje, Jason —suspiró Marie agotada, fijando la vista en él—. Y ahora escucharé todo lo que tengas que decirme. Porque hay alguien fuera de esto que quiere llegar a ti y ayudarte. Fue enviado un mensaje, pero no a nosotros ni a mí. El mensaje era sólo para ti, y tú eres el único que lo puede entender.