La limusina estaba aparcada entre dos farolas, en diagonal, sobre la vereda opuesta a las pesadas puertas labradas del frontispicio de piedra; al volante, un chofer uniformado. Un chofer de categoría adecuada al vehículo, una limusina que no desentonaba a la vista de la suntuosa y arbolada calle. No era usual, sin embargo, que los otros dos hombres permanecieran en las sombras del profundo asiento posterior, sin hacer ningún movimiento para salir del coche. Observaban la entrada de piedra, seguros de no ser captados por los rayos infrarrojos de la cámara detectora.
Uno de los hombres se ajustó las gafas de gruesos cristales; sus desconfiados ojos de lechuza observaban cuanto veían. Habló Alfred Gillette, Director de Análisis y Evaluación del Personal del Consejo Nacional de Seguridad:
—¡Qué significa estar aquí en el momento en que se derrumba la arrogancia! ¡Y cuánto más ser el artífice de esta catástrofe!
—Realmente no lo aprecias, ¿verdad? —dijo el compañero de Gillette, un hombre de anchos hombros, con impermeable negro, y cuyo acento denuncia una lengua eslava de algún lugar de Europa.
—Lo detesto. Representa a todo lo que odio en Washington. Las escuelas selectas, las casas de Georgetown, las granjas de Virginia, las reservadas reuniones en sus clubes. Tienen su pequeño mundo cerrado, que es inaccesible. Lo gobiernan todo. ¡Los bastardos! La superior y engreída gente tradicional de Washington. Usan la inteligencia y el trabajo de los demás, y los disfrazan con decisiones que llevan su sello particular. Y si uno viene de afuera, pasa a integrar una entidad amorfa: «El magnífico equipo de funcionarios.»
—Exagera usted —dijo el europeo, con los ojos fijos en la fachada—. No le ha ido tan mal aquí. De otra manera, nunca hubiéramos establecido contacto con usted.
Gillette lo miró frunciendo el ceño.
—Si no me ha ido mal, es porque he llegado a ser indispensable para muchos, como David Abbott. Tengo en la cabeza miles de hechos que no podrían recordar. Y es así mucho más fácil para ellos llevarme adonde están los problemas, donde los asuntos requieren una solución. ¡Director de Análisis y Evaluación del Personal del Consejo Nacional de Seguridad! Ellos crearon este puesto y este título para mí. ¿Y sabe por qué?
—No, Alfred —respondió el europeo, mirando su reloj—, no sé por qué.
—Porque no tienen la paciencia de pasar horas y horas estudiando detenidamente miles y miles de informes y expedientes. Les gusta, más bien, estar cenando en «Sans Souci», o pavonearse ante los Comités del Senado, recitando escritos preparados por otros, por ese escondido e ignorado «magnífico equipo de funcionarios».
—Es usted un nombre amargado —contestó el europeo.
—Mucho más de lo que usted cree. Toda una vida haciendo el trabajo que estos bastardos deberían haber hecho. ¿Y para qué? Para que me ofrezcan un título y un almuerzo ocasional en el que mi inteligencia es consumida entre el aperitivo y el principio. Por hombres como David Abbott, el supremo arrogante; ellos no son nada sin la ayuda de gente como yo.
—No subestime al Monje. Carlos no lo hace.
—¿Cómo podría hacerlo? No tiene idea del valor de las cosas. Todo lo que Abbott hace es tratado en secreto. Nadie sabe la cantidad de errores que ha cometido. Y si alguno sale a la luz, los hombres como yo cargamos con la culpa.
El europeo transfirió su mirada de la ventana a Gillette.
—Es usted muy emocional, Alfred —dijo fríamente—, y debe tener cuidado con eso. El burócrata sonrió.
—Eso nunca interfiere. Y, además, creo que mi aportación a la causa de Carlos supera a esto. Digamos que me estoy preparando para una confrontación que no querría perderme por nada del mundo.
—Es una afirmación honesta —intervino el hombre de anchos hombros.
—¿Y usted qué opina? Porque fue usted quien vino a mí.
—Sé lo que busco.
El europeo volvió a mirar a la ventana.
—Me refiero a usted. Al trabajo que hace para Carlos.
—Mis razonamientos no son tan complicados. Vengo de un país donde los hombres cultos son promocionados al antojo de unos retrasados que recitan a Marx como una letanía rutinaria. Carlos también sabía qué buscar.
Gillette rió, con sus ojos fijos a punto de brillar.
—Después de todo, no somos muy diferentes. Cambiemos la herencia de nuestros gobernadores orientales por Marx y tendremos un claro paralelismo.
—Quizá —convino el europeo, mirando nuevamente su reloj—. Ya no tardará. Abbott toma siempre el tren local de medianoche; da cuenta en Washington de cada una de sus horas.
—¿Está seguro de que saldrá solo?
—Siempre lo hace, y sin duda no querrá ser visto con Elliot Stevens. Webb y Stevens saldrán asimismo por separado; tienen fijado un intervalo de veinte minutos entre sí.
—¿Cómo descubrió Treadstone?
—No fue muy difícil. Y usted contribuyó, Alfred. Usted, que es parte de ese «magnífico equipo de funcionarios». —El hombre se rió mirando el frontispicio—. Caín venía de Medusa, usted nos lo dijo; y si las sospechas de Carlos eran ciertas, el Monje quedaba señalado, nosotros sabíamos esto. Carlos lo vinculó a Bourne y nos instruyó para vigilar a Abbott durante las veinticuatro horas del día. Algo había ido mal. Cuando los disparos de Zurich se oyeron en Washington, Abbott comenzó a actuar descuidadamente. Lo seguimos hasta aquí. Todo fue cuestión de paciencia.
—¿Y esto los guió hasta Canadá, hasta el hombre de Ottawa?
—El hombre de Ottawa se descubrió solo al buscar a Treadstone. Cuando supimos quién era la mujer, comenzamos a vigilar su oficina en el Departamento del Tesoro. Llegó una llamada de París; era ella, pidiéndole que iniciara una investigación. Desconocíamos la causa, pero sospechábamos que Bourne estaría tratando de apartar a Treadstone. Si había vuelto, era una manera de salir y quedarse con el dinero. El asunto no importaba. Pero, repentinamente, ese jefe de sección del que nadie había oído hablar, salvo el Gobierno de Canadá, se transformó en un problema de vital prioridad. Los comunicados de los Servicios de Espionaje multiplicaban los telegramas. Esto significaba que Carlos tenía razón; que usted tenía razón, Alfred. Caín no existe, es un invento, una trampa.
—Yo le dije eso desde el comienzo —insistió Gillette—. Tres años de falsos informes, fuentes no confirmadas. Había de todo.
—Desde el comienzo —musitó el europeo—. Sin duda ha sido la mejor creación del Monje… hasta que sucedió algo, y su creación se invirtió. Todo se ha invertido. Todo se está partiendo por una fisura.
—La presencia de Stevens lo confirma. El presidente quiere saber.
—Tiene que enterarse. En Ottawa hay una insistente sospecha de que un jefe de sección del Departamento del Tesoro fue asesinado por el Servicio de Espionaje de Estados Unidos. —El europeo miró desde la ventana al burócrata—. Recuerde, Alfred; nosotros simplemente queremos saber qué pasó. Le he relatado los hechos según supimos cómo ocurrieron; son irrefutables, y Abbott no puede negarlos. Pero deben ser presentados como si hubieran sido obtenidos independientemente, por medio de sus propias fuentes. Usted está consternado y exige que se le rindan cuentas; la totalidad de los servicios de espionaje ha sido embaucada.
—¡Así es! —exclamó Gillette—. Embaucados y usados. En Washington, nadie sabía nada sobre Bourne ni sobre Treadstone. ¡Han excluido a todos, es aterrador! Y no exagero, ¡bastardos arrogantes!
—Alfred —le amonestó el europeo, levantando su mano—. Recuerde para quién estamos trabajando. La amenaza no se puede basar en algo emocional, sino en el frío ultraje profesional. Sospechará de usted inmediatamente; pero usted debe disipar de inmediato esas sospechas. Recuerde que usted es el acusador y no él.
—Lo recordaré.
—Muy bien. —La luz de los faros de un coche atravesó el vidrio—. El taxi de Abbott ha llegado. Me ocuparé del conductor. —El europeo se volvió hacia la derecha y conectó un interruptor bajo el brazo del asiento—. Estaré en mi coche escuchando, al otro lado de la calle. —Dirigiéndose al chofer, le dijo—: Abbott saldrá en un momento. Ya sabe lo que tiene que hacer.
El chofer asintió. Los dos hombres salieron a la vez de la limusina. El chofer rodeó el capó del coche, como si fuera a recibir a un personaje importante en el lado sur de la calle. Gillette observaba por la ventanilla trasera; los dos hombres se detuvieron unos segundos y luego se separaron; el europeo se dirigió hacia el taxi que llegaba, con la mano en alto y un billete entre los dedos. El taxi fue despedido, porque quien lo llamó había cambiado de idea. El chofer había corrido hacia el lado norte de la calle y se había ocultado en las sombras de una escalinata, a dos puertas de Treadstone Setenta y Uno.
Treinta segundos más tarde, la mirada de Gillette se transfería a la puerta de la fachada. La luz brotó en el vano, al tiempo que un impaciente David Abbott salió mirando a ambas direcciones de la calle y observando su reloj, con gran confusión. El taxi tardaba y él tenía que tomar un avión. Había de cumplir un programa preciso. Abbott bajó los escalones y se dirigió hacia la izquierda, en espera del taxi. Dentro de unos segundos pasaría junto al chofer. Cuando lo hizo, ambos hombres quedaron fuera del área captada por las cámaras de Treadstone.
La sorpresa fue inmediata; el diálogo, rápido. En unos instantes, un asombrado David Abbott ascendía a la limusina, y el chofer se alejaba hacia las sombras.
—¡Usted! —exclamó el Monje, con la angustia y el disgusto en la voz—. ¡Entre todos, usted!
—No creo que pueda usted adoptar una posición desdeñosa… y mucho menos arrogante.
—¿Qué ha hecho usted? ¿Cómo se atreve? Zurich. Los informes del asunto Medusa…, ¡era usted!
—Los informes Medusa, es cierto. Zurich, es cierto. Pero lo que importa no es lo que yo he hecho, sino lo que ha hecho usted. Hemos enviado a nuestros hombres a Zurich, indicándoles lo que tenían que buscar. Y lo encontramos. Su nombre es Bourne, ¿no es cierto? Es el hombre que usted llama Caín, el hombre que usted ha inventado.
—¿Cómo descubrió esta casa? —inquirió Abbott manteniéndose a la expectativa.
—Es cuestión de paciencia. Lo he seguido.
—Usted me ha seguido? ¿Qué demonios cree que está haciendo?
—Tratando de hacer un informe correcto. El informe que usted ha fraguado y sobre el que ha mentido, ocultándonos la verdad a todos. ¿Qué pensaba usted que estaba haciendo?
—¡Oh Dios mío, condenado imbécil! —Abbott suspiró profundamente—. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no vino a verme usted mismo en persona?
—Porque usted no hizo nada. Usted ha manejado a todo el Servicio de Espionaje. Millones de dólares. Incontables miles de horas de trabajo. Embajadas y estaciones alimentadas con mentiras y distorsiones sobre un asesino que nunca existió. ¡Oh, le recuerdo sus propias palabras!: «¡Qué desafío para Carlos!», «¡Qué trampa tan irresistible!» Y todos nosotros éramos como sus títeres, y como miembro del Consejo de Seguridad, estoy profundamente agraviado. Todos ustedes son iguales. Ustedes se erigen en dioses que pueden quebrantar las normas, y no sólo las normas, sino también las leyes, y hacernos aparecer como imbéciles.
—No había otro camino —repuso el Monje cansino; su rostro era una contraída masa de arrugas bajo la mortecina luz—. ¿Cuántos más lo saben? Dígame la verdad.
—He restringido la información. Le he concedido esa delicadeza.
—Quizá no sea suficiente. ¡Oh, Cristo!
—Y quizá no pueda mantener más la reserva; y punto —dijo la burócrata, con énfasis—. Quiero saber qué pasó.
—¿Qué pasó?
—Sí, qué pasó con ese gran plan estratégico suyo. Parece que todo se está partiendo por la base.
—¿Por qué dice eso?
—Está todo muy claro. Usted perdió a Bourne. No puede encontrarlo. Su Caín ha desaparecido con una fortuna depositada a nombre de él en Zurich.
Abbott permaneció en silencio un instante.
—Espere un minuto, ¿en qué se apoya usted para afirmar esto?
—En usted —replicó rápidamente Gillette, abordando, como hombre prudente, el acuciante problema—. Debo decir que he admirado su dominio, cuando ese burro del Pentágono ha hablado con tanto conocimiento de la operación Medusa… sentado justamente ante el hombre que la había creado.
—Puras historias. —La voz del hombre mayor era firme ahora—. Esto no habrá significado nada para usted.
—Digamos, mejor, que era un poco común para usted decir algo. Me explico. ¿Quién, en esa reunión, sabía más que usted sobre el asunto Medusa? Pero usted no dijo ni una palabra, y eso me hizo pensar. Por eso me opuse firmemente a la atención brindada al asesino Caín. No puede negarlo, David. Usted debe ofrecer una razón valedera para seguir buscando a Caín. Y usted lanzó a Carlos en su búsqueda.
—Es cierto —interrumpió Abbott.
—Desde luego; usted sabía cuándo usarlo y yo sabía cuándo situarlo. ¡Muy ingenioso! Una serpiente extraída de la cabeza de Medusa y acicalada para llevar ese nombre mítico. El contrincante salta al cuadrilátero para sacar al campeón de su rincón.
—Pero eso era correcto desde el comienzo.
—¿Y por qué no? Como dije, muy ingenioso, aun en cada movimiento hecho por la gente de Caín en contra de él. ¿Quién mejor para transmitir esas jugadas a Caín que el hombre de la Comisión Cuarenta que estaba dando información sobre las operaciones de cada reunión reservada? ¡Usted nos usó a todos!
El Monje asintió.
—Muy bien; hasta cierto punto tiene razón; hubo diversos grados de abuso, en mi opinión, totalmente justificado, pero no es lo que usted cree. Hay controles y resultados. Treadstone está reducida a un pequeño grupo de la máxima fiabilidad para el Gobierno. Incluye a gente G-Dos del Ejército y del Senado, la CÍA y el Servicio Naval de Espionaje, y ahora, francamente, hasta la Casa Blanca. ¿Puede considerarse esto un abuso? Ninguno de estos hombres dudaría en interrumpir la operación. Ninguno se sintió alguna vez inclinado a hacerlo, y le ruego que usted tampoco lo haga.
—¿Podría yo pertenecer a Treadstone?
—Desde ahora, ya pertenece usted.
—Comprendo. Y entonces, ¿qué pasó? ¿Dónde está Bourne?
—¡Ojalá la supiéramos! Ahora ni estamos seguros de que sea Bourne.
—¿No están seguros de qué?
El europeo alcanzó el interruptor del tablero y lo apagó.
—Éste es —dijo—. Esto es lo que teníamos que saber. —Se volvió al chofer, junto a él—: Rápido; ahora póngase bajo la escalera. Y recuerde; si uno de ellos sale, tiene usted exactamente tres segundos antes de que la puerta vuelva a cerrarse. A trabajar, ¡rápido!
El hombre uniformado salió en primer lugar. Caminó por la acera hacia Treadstone Setenta y Uno.
En uno de los frentes adyacentes, una pareja de mediana edad despedía en voz alta a sus huéspedes. El chofer se fue deteniendo, buscó un cigarrillo en su bolsillo y se paró para encenderlo. Ahora aparentaba ser un conductor aburrido, entreteniéndose durante las horas de una tediosa vigilia. El europeo miró hacia fuera, se desabrochó el impermeable y extrajo un largo y delgado revólver, cuyo cañón se prolongaba en un silenciador. Quitó el seguro, se guardó el arma en la funda, salió del coche y caminó, a través de la calle, hacia la limusina. Los espejos habían sido orientados adecuadamente. Al reflejar áreas ciegas, no había forma de que un hombre, desde el interior, pudiera ver quién llegaba. El europeo se detuvo por un momento junto al maletero del coche y, con la mano extendida, saltó velozmente hacia la puerta delantera; la abrió y se introdujo en el vehículo, apoyando su arma en el respaldo del asiento.
Alfred Gillette se quedó sin aliento, con la mano extendida hacia la manija de la puerta. El europeo fijó la cerradura de seguridad. David Abbott permaneció inmóvil, mirando, asombrado, al intruso.
—Buenas noches, Monje —dijo el europeo—. Alguien, de quien he oído decir a menudo que adopta un hábito religioso, le envía sus saludos. No sólo para Caín, sino también para su personal doméstico de Treadstone. El Marino, por ejemplo, antiguo agente muy calificado.
Gillette recuperó la voz. Era una mezcla de chillido y cuchicheo.
—¿Qué es esto? ¿Quién es usted? —gritó fingiendo no saber nada.
—¡Oh, vamos, viejo amigo! Esto no es necesario —dijo el hombre armado—. Puedo ver, por la expresión de Mr. Abbott, que se da cuenta de lo acertadas que fueron sus dudas iniciales sobre usted. Uno debe creer siempre en sus primeras impresiones, ¿no es cierto, Monje? Usted tenía razón, sin duda, y nosotros encontramos otro hombre descontento. Su sistema los genera con una rapidez alarmante. Es cierto que él nos entregó los archivos de Medusa, y éstos nos llevaron hasta Bourne.
—¿Qué hace usted? —chilló Gillette—. ¿Qué dice?
—Es usted un pesado, Alfred. Pero siempre formó parte de ese «estupendo equipo de funcionarios». Es una lástima que no sepa a qué grupo unirse. Los tipos como usted nunca lo saben.
—¡Usted!
Gillette se levantó del asiento con el rostro contorsionado. El europeo disparó su arma. Del cañón brotó un sonido como de tos, que rápidamente se apagó en el interior de la limusina.
El burócrata cayó hacia delante; su cuerpo se derrumbó en el piso, contra la puerta, con los ojos dilatados como los de una lechuza.
—No creo que lo lamente —dijo «el europeo».
—Así es —respondió Abbott.
—Bourne se acabó, usted lo sabe. Caín se volvió, no pudo resistir. Terminó el largo período de silencio. La serpiente de cabeza de Medusa ha decidido actuar, aun sabiendo el riesgo que corre. O, quizá mejor, ha sido comprada. Esto también es posible, ¿no es cierto? Carlos compra a muchos hombres, por ejemplo, éste que está a sus pies.
—No sabrá nada de mí. Ni lo intente.
—No hay nada que saber. Ya estamos enterados de todo. Delta… Charlie, Caín. Pero los nombres no son muy importantes, nunca lo son realmente. Lo único que queda es el aislamiento final: eliminar al Monje que toma las decisiones. Usted. Bourne está atrapado. Ha terminado.
—Pero hay otros que toman decisiones. Él llegará hasta ellos.
—Si lo hace, lo matarán apenas lo vean. No hay nada más despreciable que un hombre que se desvía, pero para que un hombre se desvíe tiene que haber pruebas irrefutables, en primer lugar, de que es vuestro. Carlos tiene la prueba: él era de ustedes desde los orígenes, tan delicado como todo lo que hay en los archivos de Medusa.
El viejo frunció el ceño; estaba atemorizado, no por su vida, sino por algo infinitamente más indispensable.
—Usted está loco —le dijo—. No hay ninguna prueba.
—Ésta es la falla, la falla de usted. Carlos es perfecto. Sus tentáculos llegan hasta los rincones más ocultos. Usted necesitaba un hombre de Medusa, alguien que hubiera vivido y desaparecido. Usted eligió a un hombre llamado Bourne, porque las circunstancias de su desaparición habían sido borradas, eliminadas de todo informe existente. Pero usted no tuvo en cuenta al personal del propio bando de Hanoi, que se infiltró en Medusa; estos informes existen. El 25 de marzo de 1968, Jason Bourne fue ejecutado por un oficial del Servicio Secreto de Estados Unidos en la jungla de Tam Quan.
El Monje se inclinó hacia delante. No faltaba nada, salvo un gesto final, un último desafío. El europeo disparó.
La puerta del frontispicio de piedra se abrió. El chofer sonrió desde las sombras, bajo la escalera. El asesor de la Casa Blanca salía acompañado del hombre mayor que vivía en Treadstone, al que llamaban el Marino; el asesino comprendió que la primera alarma había sido desconectada. El riesgo del lapso de tres segundos había sido eliminado.
—Muy bueno de su parte dejarse ver por aquí —dijo el Marino estrechándole la mano—. Muchas gracias, señor.
Éstas fueron las últimas palabras que ambos pronunciaron. El chofer apuntó sobre el cerco de ladrillos, accionando el gatillo dos veces; los estampidos se apagaron, perdiéndose entre los innumerables y distantes sonidos de la ciudad. El Marino cayó de espaldas hacia el interior. El asesor de la Casa Blanca se llevó la mano al pecho, tambaleándose en el marco de la puerta. El chofer rodeó el cerco de ladrillos, subió corriendo los escalones y cogió a Stevens cuando se desplomaba. Con una fuerza bestial, el asesino levantó al hombre de la Casa Blanca de sus pies y lo arrojó, a través de la puerta, dentro del pasillo, más allá de donde estaba el Marino. Después se volvió hacia el borde interior de la pesada puerta revestida de acero. Sabía lo que buscaba, y lo encontró. A lo largo de la moldura superior, perdiéndose en la pared, corría un grueso cable, teñido con el color del marco. Entornó la puerta, levantó su arma y disparó contra el cable. El impacto fue seguido por un ruido de descarga y chispas; las cámaras de seguridad se apagaron, y todas las pantallas quedaron a oscuras.
Abrió la puerta, señal que estaba convenida, pero no era necesario. El europeo se acercaba rápidamente a través de la tranquila calle. En pocos segundos había subido los escalones y entrado; echó una ojeada al vestíbulo y al pasillo, a la puerta al final del pasillo. Juntos, ambos hombres levantaron un felpudo del piso; el europeo cerró la puerta hasta el borde, juntando el tejido con el acero para dejar un espacio de cinco centímetros que retuviera los proyectiles de seguridad en su lugar y no fuera accionada una alarma retardada.
Se mantuvieron erguidos, en silencio; ambos sabían que el hallazgo, de hacerse, había de ser inmediato. Y sucedió al oírse abrir una puerta en el piso superior y, seguidamente, unos pasos y una cultivada voz femenina, que se oyó por el hueco de la escalera.
—¡Querido!, acabo de observar esa condenada cámara que falla. ¿Querrías comprobarla, por favor? —Hubo una pausa, y la mujer volvió a hablar nuevamente—: Más bien, ¿por qué no se lo dices a David? —De nuevo la pausa, y de nuevo el ritmo preciso al hablar—: No molestes al Jesuita, querido; avísale a David.
Se oyeron dos pasos y silencio; luego, el murmullo de un vestido. El europeo observo el hueco de la escalera. Se vio apagarse una luz. David, Jesuita… ¡Monje!
—¡Atrápala! —ordenó al chofer con un rugido y se volvió, con el arma apuntando a la puerta del fondo del pasillo.
El hombre uniformado subió corriendo la escalera; se oyó un disparo; provenía de un arma potente, sin silenciador. El europeo miró hacia arriba y vio al chofer que se sujetaba el hombro y tenía la chaqueta empapada de sangre. Sacó su pistola y disparó repetidamente hacia el hueco de la escalera.
La puerta al final del pasillo se abrió de pronto, y el mayor fue cogido de sorpresa con una carpeta en las manos. El europeo disparó dos veces. Gordon Webb se arqueó hacia delante con la garganta destrozada, mientras los papeles de la carpeta volaban a su alrededor. El hombre del impermeable subió corriendo los escalones hasta donde estaba el chofer; arriba, sobre la barandilla, estaba la mujer canosa, muerta; la sangre aún brotaba de su cabeza y de su cuello.
—¿Está usted bien? ¿Se puede mover? —preguntó el europeo.
El chofer asintió.
—Ese perro por poco me arranca la mitad del hombro, pero me puedo arreglar.
—¡Tiene usted que poder! —le ordenó su superior, quitándose el impermeable—. ¡Póngase este abrigo! Quiero que traiga al Monje adentro, ¡rápido!
—¡Jesús…!
—Carlos quiere que el Monje esté aquí.
Torpemente, el herido se puso el impermeable negro y bajó por la escalera, rodeando los cuerpos del Marino y del asesor de la Casa Blanca. Dolorido y con mucho cuidado atravesó la puerta y bajó la escalinata de fuera.
El europeo lo observó, sujetando la puerta y asegurándose que el hombre tenía la energía necesaria para hacer lo que se le había ordenado. La tenía. Tenía la energía de una bestia, cuyos apetitos eran satisfechos por Carlos. El chofer traería el cuerpo de David Abbott al interior de la casa de piedra, cargándolo, sin duda, como si se tratara de un errante borracho, a quien se ayuda en la calle. Y después, de alguna manera, detendría la hemorragia lo suficiente como para poder llevar en el coche el cuerpo de Alfred Gillette al otro lado del río y arrojarlo a un pantano. Los hombres de Carlos eran capaces de tales hazañas. Todos eran unas bestias. Bestias descontentas que habían encontrado respuesta a su propia causa en un hombre.
El europeo se volvió y descendió por el pasillo; tenía que trabajar. Dar el último paso para aislar al hombre llamado Jason Bourne.
Era más de lo que se podía esperar; los ficheros descubiertos suponían un regalo que nadie hubiera imaginado. Incluso estaban las carpetas con las claves y métodos de comunicación usados alguna vez por el mítico Caín. «No tan mítico ahora», pensó el europeo, mientras recogía los papeles. Preparó la escenografía: los cuatro cadáveres en posición en la tranquila y elegante biblioteca. David Abbott estaba doblado en una silla, con sobresalto en sus ojos muertos, Elliot Stevens, a sus pies. El Marino estaba caído sobre la mesa plegable, con una botella de whisky, tumbada, en la mano, mientras que Gordon Webb, tendido en el suelo, tenía aferrado su maletín. Cualquier violencia que hubiera ocurrido había sido totalmente inesperada; por lo que indicaba la disposición de los cadáveres, parecía como si la conversación hubiera sido interrumpida violentamente por los disparos.
El europeo recorrió el salón, admirando su maestría. Se había puesto guantes de cuero. Sin duda era una obra llena de maestría. Había despedido al chofer, para frotar todas las manijas de las puertas, todos los pomos de las cerraduras, todas las brillantes superficies de madera. Había llegado el momento del toque final. Se dirigió a una mesa, donde había vasos de brandy en una bandeja de plata; tomó uno y lo sostuvo contra la luz; como supuso, no tenía ninguna huella ni marca. Lo dejó en la mesa y se sacó del bolsillo una pequeña caja de plástico. La abrió y extrajo un trozo de cinta transparente, sosteniéndola, asimismo, contra la luz. Ahí estaban, tan definidas como un retrato —ya que eran retratos— y tan innegables como una fotografía.
Habían sido obtenidas de un vaso de Perrier, sacado de una oficina de la Gemeinschaft Bank de Zurich. Eran las huellas digitales de la mano derecha de Jason Bourne.
El europeo tomó el vaso de brandy y, con su paciencia de artista, presionó la cinta alrededor de la base; después, suavemente, fue despegando la cinta. Volvió a levantar el vaso; las huellas podían verse perfectamente contra la luz de un velador.
Llevó el vaso a un rincón del piso de parqué y lo dejó caer. Se agachó, estudió los fragmentos, sacó varios y barrió el resto debajo de la cortina.
Era suficiente.