19

El vehículo militar aceleró hacia el Sur por la calle East River de Manhattan, mientras los faros iluminaban los restos arremolinados de una tardía nevada invernal. El mayor dormitaba en el asiento trasero, con su largo cuerpo doblado en el rincón y las piernas extendidas en diagonal. Sobre sus piernas llevaba un maletín atado a la manija con un delgado cordón de nylon mediante una abrazadera metálica; el cordón se prolongaba por el interior de su manga derecha y le llegaba hasta el cinturón. El mecanismo de seguridad fue abierto sólo dos veces en las últimas nueve horas. La primera, durante la partida del mayor desde Zurich, y la segunda, al llegar al aeropuerto Kennedy. En ambos lugares, los agentes del Gobierno de los Estados Unidos habían observado al personal de la aduana; más exactamente, el maletín. No se les dieron muchas explicaciones; sólo recibieron órdenes de observar atentamente las inspecciones, para actuar ante la menor desviación de los procedimientos normales, es decir, observar un mayor interés en el maletín. Con las armas, si era necesario.

Se oyó un repentino y suave timbre; el mayor entreabrió los ojos y se llevó la mano izquierda a la frente. El sonido era la alarma de su reloj pulsera; la interrumpió y echó una mirada al segundo cuadrante de su reloj. El primero marcaba la hora de Zurich; el segundo, la de Nueva York; la alarma había sido fijada veinticuatro horas antes, cuando el oficial recibió las órdenes por radio. La transmisión llegaría en los próximos tres minutos. «Esto quiere decir —pensó el mayor— que todo ocurrirá así, si Iron Ass es tan exacto como lo creen sus subordinados.» El oficial se estiró torpemente, balanceando el maletín, y se inclinó hacia delante, para hablar al conductor:

—Sargento, por favor, sintonice su equipo en 1430 megahercios.

—¿Cómo no, mayor? —El sargento pulsó dos botones en el panel de la radio, bajo el salpicadero, y sintonizó el dial en la frecuencia de 1430—. Ya está, mayor.

—Gracias. ¿Llegará el micrófono hasta aquí atrás?

—No lo sé, nunca lo intenté, señor. —El chofer retiró el pequeño micrófono de plástico de su soporte y extendió el cordón sobre el asiento, diciendo—: Supongo que llegará.

Ruidos parásitos brotaron del micrófono saturando la frecuencia al sintonizar el transmisor electrónico. El mensaje sólo tardó unos segundos en llegar.

—¿Treadstone? Treadstone, conteste por favor.

—Treadstone al habla —respondió el mayor Gordon Webb—. Lo recibo claramente. Adelante.

—¿Cuál es su posición?

—Estoy como a un kilómetro y medio de Triborough, por la calle East River —dijo el mayor.

—Su promedio es aceptable —repuso la voz desde el micrófono.

—Encantado de oír eso, señor; quiero decir que ya me he ganado el día.

Hubo una breve pausa; el comentario del mayor no había sido bien recibido.

—Siga hasta la calle Setenta y Uno Este, número 139; repita, por favor.

—Uno-tres-nueve, calle Setenta y Uno Este.

—Mantenga el coche fuera del área y siga a pie.

—Comprendido.

—Cambio y fuera.

—Fuera. —Webb soltó el botón de transmisión y alargó el micrófono al conductor—. Olvide esa dirección, sargento. Su nombre, desde ahora, está registrado.

—Por favor, mayor. Sólo he oído ruidos parásitos. Y ya que no sé adonde va, y supuestamente no debe llegar en coche, ¿dónde quiere que lo deje?

Webb sonrió.

—No a más de dos calles. Acabaría por quedarme dormido en algún desagüe si tuviera que caminar más de dos calles.

—¿Qué tal si lo dejo en la esquina de Lex y Setenta y Dos?

—Esa esquina, ¿está a dos calles?

—No más de tres.

—Si me deja a tres calles, considérese soldado.

—No podría venir a buscarlo más tarde, mayor. Los soldados no están asignados a ese servicio.

—Lo que usted mande, capitán.

Webb cerró los ojos. Después de dos años, estaba a punto de conocer personalmente a Treadstone Setenta y Uno. Se dio cuenta de que debería estar preparándose para ese momento, pero no era así. Sólo experimentaba una sensación de cansancio e inutilidad. ¿Qué había sucedido?

El ruido de neumáticos sobre el pavimento lo adormecía, pero ese ritmo se interrumpía bruscamente cuando el coche rodaba sobre calzadas irregulares. Los sonidos le traían recuerdos muy lejanos, de una jungla ululante, sintetizados en un tono monocorde. Y además, la noche —aquella noche— en que, rodeado de luces cegadoras y repetidas explosiones, sintió que iba a morir. Pero no murió. Un milagro —originado en un hombre— le había devuelto la vida… y los años siguieron; aquella noche; aquellos días que nunca podría olvidar. ¿Qué diablos había pasado?

—Ya llegamos, mayor.

Webb abrió los ojos y se secó con la mano el sudor de la frente. Miró el reloj, cogió el maletín y se preparó para bajar.

—Estaré aquí entre las 23 y las 23.30, sargento. Si no puede aparcar, dé la vuelta y lo buscaré.

—Sí, señor. —El chofer se volvió hacia el mayor—. ¿Podría decirme, señor, si vamos a hacer algún viaje largo, después?

—¿Por qué? ¿Tiene asignado algún otro servicio?

—Bueno, señor, usted sabe que estoy asignado a su servicio hasta que disponga otra cosa, pero este pesado «camión» gasta tanto combustible como los viejos «Sherman». Si vamos a viajar lejos, lo mejor es que llene el depósito.

—Perdón. —El mayor hizo una pausa—. De acuerdo. De todas maneras, tendrá que encontrar dónde es, porque no conozco el lugar. Debemos ir a un aeródromo privado en Madison, Nueva Jersey. No puedo llegar después de la una de la madrugada.

—Tengo una vaga idea —replicó el conductor—. Tendrá que terminar antes de las 23.30, señor.

—Muy bien; digamos entonces a las 23; y muchas gracias.

Webb descendió, cerró la puerta y esperó hasta que el coche marrón que lo había traído penetrara en la corriente del tráfico de la calle Setenta y Dos. Se dirigió hacia el sur de la calle Setenta y Uno.

Cuatro minutos más tarde se detuvo ante una bien cuidada fachada de piedra. Su elegante diseño armonizaba con las otras edificaciones de la soleada calle, una calle tranquila y suntuosa, de aspecto tradicional. Era el último lugar en Manhattan que una persona sospecharía como apto para alojar una de las más delicadas operaciones de espionaje del país. Y hasta hacía veinte minutos, el mayor Gordón Webb era una de las ocho o diez personas que sabían de su existencia.

Treadstone Setenta y Uno.

Subió los escalones, sabiendo que la presión de su peso sobre la retícula de hierro empotrada en la piedra de los peldaños activaba un mecanismo electrónico, que, a su vez, ponía en funcionamiento las cámaras de un circuito para reproducir su imagen en las pantallas del interior. Excepto esto, Webb sólo sabía que Treadstone Setenta y Uno nunca interrumpía su labor; operaba y era controlado durante las veinticuatro horas del día por un reducido y selecto grupo, de identidad desconocida.

Llegó al último escalón y pulsó el timbre, un timbre simple y común, pero no para una puerta común, según pudo ver el mayor. La gruesa madera estaba fijada a una plancha de acero en su parte posterior con elegantes remaches de hierro forjado; el enorme tirador de bronce disimulaba una placa térmica que cargaba una serie de proyectiles de acero en las recámaras metálicas, para ser disparados a través de la puerta cuando el contacto de una mano activara la alarma encendida. Webb echó una ojeada a las ventanas. Sabía que los vidrios —de dos centímetros y medio de espesor— podían resistir el impacto de balas de calibre 30. Treadstone Setenta y Uno era realmente una fortaleza.

La puerta se abrió, y el mayor sonrió involuntariamente a una figura que allí parecía totalmente fuera del lugar. Era una mujer pequeña, elegante y de cabellos grises, de suaves rasgos aristocráticos y un aspecto que revelaba el dinero. Esta apreciación se confirmó al oír su voz; tenía acento del Este, cultivado en las mejores escuelas de señoritas y en innumerables partidos de polo.

—¡Qué buena idea, mayor, darse una vuelta por aquí! Jeremy nos escribió que vendría. Entre, por favor. Es un placer verlo de nuevo.

—Y para mí volver a verla a usted —respondió Webb, entrando en el elegante vestíbulo y concluyendo su apreciación cuando se cerró la puerta—, pero no estoy seguro de dónde nos hemos visto antes. La mujer sonrió.

—¡Oh, hemos cenado juntos tantas veces!

—Con Jeremy.

—Por supuesto.

—¿Y quién es Jeremy?

—Un joven sobrino mío y un afectuoso amigo suyo. Un joven encantador. Es una lástima que no exista. —La mujer lo cogió del brazo mientras descendían por un largo pasillo—. Todo sea por la imagen ante los vecinos que pudieran estar paseando. Vamos, nos están esperando.

Pasaron junto a una arcada que conducía a un amplio salón; el mayor observó su interior. Había un gran piano junto a las ventanas del frente; a su lado, un arpa, y por todas partes —sobre el piano y sobre las mesas brillantes que centelleaban a la luz de mortecinas lámparas— fotografías enmarcadas en plata, recuerdos de un pasado colmado de riqueza y de encanto. Veleros, hombres y mujeres en la cubierta de transatlánticos, varios retratos de militares y, por supuesto, dos instantáneas de alguien montado para un partido de polo. Era un salón muy acorde con una casa de aquella calle.

Llegaron al final del pasillo; allí se veía una gran puerta de caoba, tallada en bajorrelieve y con aplicaciones de hierro: en parte diseño y en parte seguridad. Si una cámara infrarroja los estaba registrando, Webb no pudo descubrir la posición del objetivo. La mujer oprimió un botón invisible; el mayor pudo oír un apagado zumbido.

—Su amigo está aquí, señores. Terminen con el póquer y comiencen a trabajar. ¡Acaba ya, Jesuita!

—¿Jesuita? —preguntó, azorado, Webb.

—Es una vieja broma —replicó la mujer—. Se remonta a cuando probablemente jugaba usted a las canicas y se peleaba con las niñas.

La puerta se abrió y apareció David Abbott, una bien plantada figura que resistía el peso de los años.

—Encantado de verlo, mayor —dijo, al extender la mano, el antiguo Monje Silencioso de Servicios Secretos.

—Me alegra estar aquí, señor. Webb estrechó su mano. Otro hombre, mayor y bien plantado, apareció junto a Abbott.

—Un amigo de Jeremy, sin duda —dijo el hombre con una profunda voz cargada de humor—. Lamento muchísimo que la falta de tiempo impida las presentaciones adecuadas, joven. Vamos, Margaret. Encienda el fuego arriba. —Y volviéndose hacia Abbott—: ¿Me avisarás cuando te vayas, David?

—Supongo que a la hora de costumbre —respondió el Monje—. Enseñaré a estos dos cómo llamarte.

Entonces fue cuando Webb notó la presencia de un tercer hombre en la habitación; estaba en las sombras del otro extremo y al mayor lo reconoció inmediatamente. Era Elliot Stevens, asesor principal del presidente de los Estados Unidos; para algunos era como su mano derecha. Tendría unos cuarenta años, esbelto, con gafas y aspecto de autoridad sin pretensiones.

—… estará bien. —El autoritario hombre que no había tenido tiempo para las presentaciones seguía hablando; Webb no lo escuchaba, porque su atención se centraba en el asesor de la Casa Blanca—. Estaré esperando.

—Hasta pronto —prosiguió Abbott, dirigiendo amablemente su mirada hacia la mujer canosa—. Gracias, hermana Meg. Mantén tu hábito ceñido y no dejes que te lo levante.

—Nunca olvidas la picardía, Jesuita.

La pareja se fue, cerrando la puerta tras sí. Webb siguió de pie por un instante, inclinando la cabeza y sonriendo. El hombre y la mujer del número 139 de la calle Setenta y Uno vivían en el cuarto bajo el vestíbulo, y este cuarto y todo el edificio de piedra se integraba en la tranquila, suntuosa y arbolada calle.

—Hace mucho que los conoce, ¿no es cierto?

—Desde siempre, podría decirse —respondió Abbott—. Él tenía un yate que nos prestó muy buenos servicios en las jornadas del Adriático para las operaciones de Donovan en Yugoslavia. Mijailovich dijo una vez que él era un navegante de temple consumado, capaz de dirigir a su antojo en las peores condiciones atmosféricas. Y no te dejes trastornar por el encanto de la hermana Meg. Fue una chica del grupo de las intrépidas; una verdadera piraña de dientes muy afilados.

—Podría escribirse toda una historia sobre ellos.

—Pero creo que nunca será escrita —apostilló Abbott, dando por terminado el tema—. Quiero presentarle a Elliot Stevens. No sé si le he comentado quién es. Webb, éste es Stevens. Stevens, le presento a Webb.

—Esto parece el despacho de un abogado —dijo Stevens amigablemente, atravesando el cuarto con la mano extendida—. Encantado de conocerlo, Webb. ¿Ha tenido buen viaje?

—Hubiera preferido un transporte militar. Odio esas condenadas líneas aéreas comerciales. En el aeropuerto Kennedy creí que el inspector de la aduana iba a cortar en tiras el forro de mi maletín.

—Con ese uniforme tiene un aspecto muy respetable —sonrió el Monje—. Sin duda es usted un buen contrabandista.

—Aún no estoy seguro de la respetabilidad del uniforme —dijo el mayor, llevando el maletín hasta una larga mesa plegable, junto a la pared, donde desprendió el cordón de nylon.

—Sería obvio recordarle —respondió Abbott— que la mayor seguridad consiste, a menudo, en comportarse con la mayor naturalidad. Un oficial del Servicio Secreto del Ejército acechando a escondidas en Zurich, en esta época, despertaría muchas sospechas.

—Entonces, no entiendo ninguna de las dos actitudes —intervino el asesor de la Casa Blanca, acercándose a la mesa, junto a Webb, y observando las manipulaciones del mayor con el cordón de nylon y la cerradura—. Un comportamiento natural, ¿no despertaría más sospechas? Siempre creí que el hecho de actuar ocultamente ofrece menos probabilidades de ser descubierto.

—El viaje de Webb a Zurich era un control consular de rutina incluido en los programas de G-DOS. Nadie engaña a nadie con este tipo de viajes: son lo que son y nada más. Descubrimos nuevas fuentes, pagamos a los informantes, etc. Los rusos lo hacen siempre, y no se preocupan de ocultarlo. Ni nosotros tampoco, la verdad sea dicha.

—Pero esto no era la finalidad de este viaje —dijo Stevens, comenzando a entender—. De modo que lo obvio oculta aquello que no lo es.

—Exacto.

—¿Puedo ayudar?

El asesor principal parecía fascinado por el maletín.

—Gracias —respondió Webb—. Por favor, tire del cordón. Stevens siguió las indicaciones de Webb.

—Siempre creí que había una cadena alrededor de la muñeca —dijo.

—Muchas manos quedaron amputadas con ese sistema —explicó el mayor, sonriendo ante la reacción de hombre de la Casa Blanca—. Este cordón de nylon tiene un cable de acero en su interior. —Soltó el maletín y lo abrió sobre la mesa, observando la elegancia del rincón amueblado que servía de biblioteca. Al fondo de la habitación había dos puertas que conducían aparentemente a un jardín exterior, pues el perfil oscuro de un alto muro de piedra se veía tras los gruesos vidrios—. Así que esto es Treadstone Setenta y Uno; imaginaba algo distinto.

—Corra las cortinas de nuevo, por favor, Elliot —dijo Abbott. El asesor presidencial se dirigió a las puertas corrió las cortinas. Abbott atravesó el cuarto hacia una biblioteca, abrió la vitrina inferior e introdujo la mano. Se oyó un ligero zumbido; la biblioteca se separó de la pared y, lentamente, giró hacia la izquierda. Al otro lado había una consola de una radio electrónica, uno de los transmisores más sofisticados que Cordón Webb hubiera visto jamás—. ¿Es más de lo que suponía? —preguntó el Monje.

—¡Jesús…! —silbó el mayor mientras estudiaba el dial, los controles de regulación, las fichas de conexión y los mecanismos de modulación incorporados al panel de la consola. Las salas de situación del Pentágono tenían equipos mucho más elaborados, pero éste era el equivalente en miniatura de una de las estaciones de espionaje mejor estructuradas.

—Yo también silbaría de asombro —comentó Stevens, poniéndose frente a la pesada cortina—. Pero Mr. Abbott me hizo una exhibición personal. Esto es sólo el comienzo. Cinco botones más y este lugar parecerá una estación de seguimiento de satélites en Omaha.

—Estos mismos botones convierten de nuevo a este cuarto en una elegante biblioteca de East Side. —Abbott introdujo la mano en la vitrina; en pocos segundos, la enorme consola fue remplazada por los estantes de libros. Luego se dirigió a la biblioteca contigua, abrió la vitrina inferior y otra vez introdujo la mano en ella. Nuevamente se oyó el zumbido, la biblioteca se deslizó y, con rapidez, aparecieron en su lugar tres altos gabinetes de archivo. El Monje puso una llave y abrió un cajón—. No estoy alardeando, Gordon. Cuando hayamos terminado, quiero que veas esto. Les mostraré el botón que vuelve todo a su lugar. Si se presenta algún problema, nuestro huésped se ocupará de todo.

—¿Qué es lo que debo mirar?

—Ya llegaremos a eso. Ahora quiero oír noticias de Zurich. ¿Qué ha sabido de nuevo?

—Perdón, Mr. Abbott —interrumpió Stevens—. Si soy un poco lento, es porque todo esto resulta muy nuevo para mí. Pero estoy pensando en algo que usted ha dicho hace un minuto sobre el viaje del mayor Webb.

—¿Qué he dicho?

—Pues que el viaje estaba incluido en los programas de G-DOS.

—Es cierto.

—¿Por qué? La presencia del mayor era para confundir a Zurich, no a Washington. ¿O era esto lo que se buscaba?

El Monje sonrió.

—Puedo ver por qué el presidente lo ha metido en esto. Nunca dudamos de que Carlos hubiera comprado su ingreso en un círculo o dos, o diez, en Washington. Ha encontrado hombres descontentos y les ha ofrecido lo que no tenían. Un personaje como Carlos no hubiera podido existir si no hubiese ese tipo de gente. Recuerde que él no sólo vende la muerte; vende también los secretos de una nación. Muy a menudo a los rusos, aunque sólo sea para demostrarles lo imprudente que sería prescindir de él.

—Al presidente le gustaría saber esto —intervino el asesor—, porque así se aclararían muchas cosas.

—¿Por eso no está usted aquí? —inquirió Abbott.

—Supongo que sí.

—Y Zurich es un buen lugar para empezar —dijo Webb, llevando su maletín a un sillón frente a las vitrinas de archivo. Se sentó, desplegó a sus pies las carpetas que había en su interior y sacó varias hojas de papel—. Sin duda Carlos está en Washington, pero no lo puede confirmar.

—¿Dónde? ¿Quizás en Treadstone?

—No hay suficientes pruebas de ello, pero tampoco debe ser desechado. Encontró la fiche y la alteró.

—¡Santo cielo!, ¿y cómo?

—El cómo lo hizo sólo puedo intuirlo; pero sé quién lo hizo.

—¿Quién?

—Un hombre llamado Koenig. Hasta hace tres días estaba a cargo de las verificaciones primarias en el Gemeinschaft Bank.

—¡Hasta hace tres días! ¿Y dónde está ahora?

—Muerto. Un extraño accidente de circulación durante el trayecto que hacía todos los días. Aquí está el informe de la Policía; lo he traducido. —Abbott tomó unos papeles y se sentó en una silla cercana. Elliot Stevens permaneció de pie; Webb continuó—: Ahí hay algo interesante. No nos dice nada que ya no sepamos, pero hay una pista que quiero seguir.

—¿Y qué es eso? —preguntó el Monje, leyendo—. Esto describe el accidente. La curva, la velocidad del coche, la aparente maniobra realizada para evitar el choque.

—Es al final. Lo que nos llamó la atención es la mención del asesinato en el Gemeinschaft Bank.

—¿Es así? —inquirió Abbott, volviendo la página.

—Véalo usted mismo; las dos últimas frases. ¿Entiende lo que quiero decir?

—No exactamente —respondió Abbott frunciendo el ceño—. Aquí dice simplemente que Koenig estaba empleado en el Gemeinschaft cuando se cometió un homicidio hace poco… que estaba presente cuando se inició el tiroteo. Y eso es todo.

—No creo que eso sea todo —opuso Webb—. Pienso que hay algo más. Alguien comenzó a hacer preguntas, pero quedaron en suspenso. Me gustaría saber quién censura los informes de la Policía de Zurich. Puede ser el hombre de Carlos. Sabemos que tiene uno allí.

El Monje se recostó en la silla, su frente mostraba preocupación.

—Suponiendo que tenga razón, ¿por qué no fue borrada toda la frase?

—Demasiado obvio. El crimen se había cometido; Koenig era un testigo; el oficial que redactó el informe podría, con todo derecho, haber hecho más preguntas.

—Pero si hubiera supuesto una vinculación, ¿no habría quedado tan confundido como en el caso que dicha suposición hubiera sido borrada?

—No necesariamente. Estamos hablando de un Banco de Suiza. Mientras no haya una prueba, ciertas áreas son inviolables.

—Bueno, no siempre. Sé que tuvo mucho éxito con los diarios.

—Extraoficialmente. Yo apelé al escrupuloso sensacionalismo periodístico y, aunque casi muere por ello, conseguí a Walter Apfel para corroborarlo a medias.

—Un momento —dijo Elliot Stevens—. Pienso que es aquí donde entra el Despacho Ovalado. Presumo que se refieren a la mujer canadiense, por lo que sé a través de los diarios.

—No exactamente. Esta historia fue publicada. No pudimos impedirlo. La Policía de Zurich también publicó el informe, pues Carlos está en comunicación con ellos. Nosotros simplemente la ampliamos, y vinculamos a la mujer con una historia, igualmente falsa, de millones robados al Gemeinschaft. —Webb hizo una pausa y miró a Abbott—; Esto es algo de lo que tenemos que hablar; quizá no sea tan falso.

—No puedo creerlo —replicó el Monje.

—Y yo no quiero creerlo —intervino el mayor—. Nunca lo creería.

—¿Les molestaría volver atrás? —preguntó el asesor de la Casa Blanca, sentándose frente al oficial del Ejército—. Debo entender esto muy claramente.

—Déjeme explicarle —interrumpió Abbott, viendo el asombro en el rostro de Webb—. Elliot está aquí por orden del presidente, dada a raíz del asesinato en el aeropuerto de Ottawa.

—Es una maldita confusión —dijo Stevens bruscamente—. El Primer Ministro pidió duramente al presidente, que retirara nuestras estaciones de Nueva Escocia. Es un canadiense iracundo.

—¿Cómo sucedió? —preguntó Webb.

—Muy mal. Todo lo que saben es que un calificado economista de la Dirección Nacional de Rentas llevó a cabo discretas consultas sobre una empresa de origen estadounidense no inscrita; y fue asesinado a causa de ello. Fue una operación de Estados Unidos muy delicada.

—¿Quién demonios lo hizo?

—Creo haber oído decir acá y allá el nombre de Adoquín —dijo el Monje.

—¿El general Crawford? ¡Ese estúpido bastardo!

—¿Se imaginan ustedes? —intervino Stevens—. Asesinan a su agente canadiense y nosotros tenemos el descaro de decirles que se mantengan apartados de este asunto.

—Crawford tenía razón, por supuesto —corrigió Abbott—. Había que actuar rápidamente, sin dar lugar a equívocos. Había que apretar los tornillos de inmediato, ya que el golpe era lo suficientemente ultrajante como para detener cualquier cosa. Esto me dio tiempo para conseguir los servicios de MacKenzie Hawkins. Mac y yo trabajamos juntos en Birmania; ya se retiró, pero siempre lo tienen en cuenta. Ahora están cooperando, y esto es lo más importante, ¿no es cierto?

—Hay otras consideraciones, Mr. Abbott —protestó Stevens.

—Pero son niveles diferentes, Elliot. No trabajamos muy rígidamente con ellos, y no podemos perder tiempo en actitudes diplomáticas. Admito que estas actitudes son necesarias, pero no para nosotros.

—Pero sí para el presidente, señor. Es parte de su preocupación diaria. Y por eso debo volver atrás, para dejar bien aclarada la situación. —Stevens hizo una pausa y se volvió hacia Webb—. Ahora, por favor, empecemos de nuevo. ¿Qué fue, exactamente, lo que hizo usted y por qué? ¿Qué papel tenemos en el caso de la mujer canadiense?

—Inicialmente, nada condenable; esto fue más bien una jugada de Carlos. Alguien de muy alto nivel en la Policía de Zurich es pagado por Carlos. Fueron ellos quienes se burlaron de la citada evidencia relacionando a esta mujer con los tres asesinatos. Pero todo eso es completamente ridículo. Ella no es el asesino.

—Muy bien, muy bien —replicó el asesor—. Fue Carlos. Pero ¿por qué lo hizo?

—Para eliminar a Bourne. Esa mujer y Bourne viven juntos.

—¿Quiere decir entonces que Bourne es el asesino y que también se llama Caín?

—Así es —respondió Webb—. Carlos ha jurado matarlo. Caín ha estado siguiendo a Carlos por toda Europa y Oriente Medio, pero no hay fotografías de él, nadie podría reconocerlo. Por eso, difundiendo una foto de la mujer (y les diré que apareció en cualquier maldito diario de por ahí), alguien podría dar con ella y, siguiéndola, es muy probable que también encontraran a Caín-Bourne. Y Carlos mataría a ambos.

—Muy bien, estamos nuevamente con Carlos. Pero ¿qué es lo que hizo usted?

—Exactamente lo que he dicho. Llegué al Gemeinschaft Bank y los convencí de que sólo confirmaran que la mujer podría estar complicada en un robo cuantioso. No fue fácil lograrlo, pero los hechos indicaban que era un hombre de ellos, Koenig, quien había sido sobornado, y no uno de los nuestros. Era un asunto interno, pero ellos querían taparlo. Así, llamé a los diarios y les hablé de Walter Apfel. La misteriosa mujer, crimen, millones robados; los editores se regodearon con la información.

—¡En nombre de Cristo! ¿Por qué? —gritó Stevens—. Usted usó a un ciudadano de otro país para una operación de espionaje de los Estados Unidos. Un miembro del personal de un Gobierno estrechamente aliado al nuestro. ¿Está usted en su sano juicio? Sólo ha conseguido agravar la situación y ha sacrificado a esa mujer.

—Se equivoca usted —intervino Webb—. Estamos tratando de salvar su vida. Hemos vuelto las armas de Carlos contra él mismo.

—¿Cómo?

El Monje levantó la mano.

—Antes de responder tenemos que volver a otro asunto —dijo—. Porque la respuesta a esto puede darle una idea de cuan reservada es esta información. Hace un momento he preguntado al mayor cómo habría podido Carlos encontrar a Bourne, encontrar la fiche que identifica a Bourne como Caín. Creo que lo sé, pero quiero que él se lo diga.

Webb se inclinó hacia delante.

—Los archivos de Medusa —dijo, tranquilamente, de mala gana.

—¿Medusa…? —La expresión de Stevens daba a entender que el asunto Medusa fue tema de antiguas instrucciones confidenciales de la Casa Blanca—. Ese informe ya fue enterrado —dijo.

—Un momento —se interpuso Abbott—. Aún queda un original y dos copias, y están en las bóvedas del Pentágono, la CÍA, y el Consejo Nacional de Seguridad. El acceso a ellos está limitado a un grupo muy selecto. Y cada uno, entre los miembros más altos de su unidad. Bourne viene de Medusa; un control simultáneo de los nombres de este informe y los registros del Banco van a dar lógicamente su nombre. Y alguien le pasó este dato a Carlos.

Stevens clavó su vista en el Monje.

—Usted está insinuando que Carlos está… conectado con… hombres de esos niveles. Eso es una acusación gravísima.

—Es la única explicación —admitió Webb.

—Pero ¿por qué habría Bourne de usar alguna vez su nombre verdadero?

—Era necesario —respondió Abbott—. Era una parte vital de su semblanza. Tenía que ser auténtico. Todo tenía que ser auténtico. Todo.

—¿Auténtico?

—Puede ser que lo entienda ahora —continuó el mayor—. Al vincular a la canadiense con los millones supuestamente robados a la Gemeinschaft Bank, sacamos a Bourne a la superficie, pues él sabe que esto es falso.

—¿Sacar a Bourne a la superficie?

—El hombre llamado Jason Bourne —dijo Abbott, poniéndose de pie y dirigiéndose hacia las cortinas corridas— es un oficial de espionaje de los Estados Unidos. Caín no existe; es decir, no existe el Caín que se imagina Carlos. Sólo es un señuelo, una trampa para Carlos. Ésta es o era la figura de Caín.

Él silencio fue breve, roto sólo por el asesor de la Casa Blanca.

—Creo que deben explicarse. Es necesario que el presidente esté informado.

—Eso creo yo también —musitó Abbott entreabriendo las cortinas y mirando distraídamente hacia fuera—: Es un dilema insoluble, verdaderamente insoluble. Los presidentes cambian; diferentes hombres, con diferentes temperamentos y apetitos, se sientan en el Despacho Ovalado. Sin embargo, una estrategia de largo alcance no cambia, al menos una estrategia como ésta. A pesar de que una impresión dejada caer al descuido mientras se bebe un vaso de whisky durante una conversación posterior al período presidencial, o una frase ególatra insertada en un informe, puede mandar toda esta estrategia al mismo infierno. No pasa un día sin que dejemos de asombrarnos de aquellos hombres que han logrado sobrevivir a la Casa Blanca.

Por favor —interrumpió Stevens—, le recuerdo que estoy aquí por orden de este presidente. No importa que lo apruebe o no. Por ley tiene derecho a conocer, y en su nombre yo insisto en este derecho.

—Muy bien —replicó Abbott mirando aún hacia fuera—. Hace tres años tomamos prestada una historia de los ingleses. Creamos un hombre que nunca existió. Si usted lo recuerda, poco tiempo antes de la invasión de Normandía, el Servicio Secreto Británico echó a flotar un cadáver en las costas de Portugal. Sabían que cualquier documento concerniente a ese cadáver iría a parar a la Embajada alemana en Lisboa. Así se creó una vida para el cuerpo muerto; un nombre, un rango de oficial de Marina; escuelas, adiestramiento, órdenes de viaje, carné de conducir, credenciales de varios clubes exclusivos de Londres y una media docena de cartas personales. En forma dispersa se dejaron insinuaciones, alusiones muy vagas y unas cuantas referencias cronológicas y geográficas muy directas. Todas se vinculaban a la invasión que tendría lugar a unas cien millas de Normandía, y unas seis semanas después de la fecha fijada para junio. Una vez los agentes alemanes, consternados, verificaron la información a través de toda Inglaterra, incidentalmente controlada y monitorizada por el M1-Cinco, el Comando Superior en Berlín aceptó como verdadera la información y modificó una gran parte de sus defensas. Así como se perdieron muchas vidas, otras miles y miles fueron salvadas por aquel hombre que nunca existió.

Abbott dejó caer la cortina y volvió cansinamente a su silla.

—He oído hablar de esa historia —dijo el asesor de la Casa Blanca—, ¿y…?

—Nuestra historia es una variante de la que conté —explicó el Monje sentándose pesadamente—. Creamos un hombre vivo, una leyenda rápidamente establecida, dando la impresión de estar en cualquier parte al minuto, corriendo por todo el Sudeste asiático, superando a Carlos en cada golpe, especialmente en las operaciones fulminantes. Siempre que se cometía un asesinato o una muerte inexplicable, o una figura prominente se veía involucrada en un accidente fatal, allí estaba Caín. Varias fuentes de confianza, informantes pagados conocidos por su fiabilidad, recibieron su nombre; Embajadas, puestos de información, la red entera de espionaje fue varias veces informada, encauzada y concentrada sobre las actividades, rápidamente desarrolladas, de Caín. Sus «asesinatos» aumentaban mes a mes; en algunos casos, semana a semana. Él estaba en todas partes… y existía, sin dejar ninguna duda.

—¿Y dice usted que éste era Bourne?

—Así es. Estuvo meses aprendiendo todo cuanto se podía aprender sobre Carlos, consultando todos nuestros archivos, todos los asesinatos conocidos donde sospechábamos que Carlos estaba involucrado. Investigó cuidadosamente sus tácticas, sus métodos de trabajo; todo lo que podía investigar. Gran parte de este material nunca fue conocido y probablemente nunca lo será. Es muy explosivo. Los Gobiernos y los monopolios internacionales se tirarían entre sí de los pelos si lo conocieran. No había literalmente nada que pudiera saberse sobre Carlos, que Bourne no conociera. Al llegar a este punto, Bourne comenzó a salir a la luz, siempre con un aspecto diferente, expresándose en diferentes idiomas, hablando con un selecto grupo de criminales sobre temas que sólo un delincuente profesional podía conocer. Y después desaparecía, dejando a hombres y mujeres asombrados y, a menudo, atemorizados. Ellos habían visto a Caín; existía y era un criminal despiadado. Ésta era la imagen que Bourne transmitía.

—¿Y actuó así, ocultamente, durante tres años? —preguntó Stevens.

—En efecto. Se movía a través de Europa. Era el asesino más consumado de Asia. Prestigiado por el infame grupo Medusa, desafiaba a Carlos en su propio terreno. Y en este proceso salvó a cuatro hombres marcados por Carlos, se atribuyó otros que fueron asesinados por Carlos, burlándose de él en cada oportunidad…: tratando siempre de hacerlo salir a la luz. Pasó casi tres años viviendo la mentira más peligrosa que un hombre puede vivir, una existencia que pocos hombres conocen. Muchos otros habrían sucumbido en esta prueba. Y nunca debemos descartar esta posibilidad.

—¿Qué clase de hombre es?

—Un profesional —respondió Gordon Webb—. Alguien con la capacidad y el adiestramiento necesarios y que comprendió la necesidad de encontrar y detener a Carlos.

—Pero ¿tres años?

—Si esto parece increíble —dijo Abbott—, ha de saber que se sometió a cirugía estética. Fue el último corte con su pasado, con el hombre que era, para convertirse en el hombre que no era. Dudo que exista la forma en que una nación pueda pagar a Bourne lo que ha hecho. Quizá la única sea darle la oportunidad de tener éxito. ¡Y por Dios que intento dársela! —El Monje se interrumpió un instante y agregó—: Si él es Bourne.

Fue como si Elliot Stevens hubiera sido golpeado por una maza invisible.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó.

—Temo haber reservado esto para el final. Pero quiero que tenga una visión completa de esta situación antes de que le hable de una pista que hemos encontrado. Tal vez no sea una brecha, no lo sabemos. Han sucedido muchas cosas que no tienen sentido para nosotros, y no las entendemos. Por esto no ha de haber ninguna interferencia con otros niveles, ni compromisos diplomáticos que ocasionen riesgos en esta estrategia. No podemos condenar a muerte a un hombre que dio más de sí que muchos de nosotros. Si logra su objetivo, podrá volver a su vida, pero sólo en el anonimato, sin que se revele nunca su verdadera identidad.

—Temo que deban explicarme eso —dijo, asombrado, el asesor presidencial.

—Lealtad, Elliot. Es un sentimiento no reservado exclusivamente para lo que comúnmente se entiende como «los buenos». Carlos organizó un ejército de hombres y mujeres que se han consagrado a él. Puede ser que no lo conozcan, pero lo siguen con reverencia. Sin embargo, si Bourne consigue atrapar a Carlos o hacerlo caer en una trampa para que nosotros lo atrapemos, desaparecería. Bourne podría retirarse a vivir tranquilamente.

—Pero usted dice que quizá no sea Bourne.

—He dicho que no lo sabemos. En el Banco era Bourne, con seguridad; las firmas eran auténticas. Ahora, sin embargo, no estamos seguros. Lo sabremos en los próximos días.

—Si aparece —agregó Webb.

—Es algo muy delicado —continuó el Monje—. Hay muchas cuestiones que aclarar. Si no es Bourne, o si nos ha traicionado, se explicaría la llamada a Ottawa, el asesinato en el aeropuerto. Por lo que sabemos, la experiencia de la mujer fue usada para introducir el dinero en París. Todo lo que Carlos tenía que hacer eran unas pocas averiguaciones en la Dirección del Tesoro de Canadá. El resto era un juego de niños para él. Asesinar a su contacto, asustarla, incomunicarla y usarla para encerrar a Bourne.

—¿Tiene posibilidades de comunicarse con ella? —preguntó el mayor.

—Lo intenté, pero no tuve éxito. Hice que Mac Hawkins hablara con un hombre que había trabajado junto a ella, un tal Alan, no conozco su apellido. Le indicaron a ella que volviera inmediatamente a Canadá. Pero cortó la comunicación.

—¡Demonios! —exclamó Webb.

—Si hubiéramos logrado que volviera, habríamos aclarado muchas dudas. Ella es la clave. ¿Por qué está junto a él? ¿Por qué está Bourne con esa mujer? Nada encaja en esta relación.

—Y menos para mí —intervino Stevens, pasando del asombro a la angustia—. Si usted espera la cooperación del presidente, y no puedo garantizar nada, es mejor que sea claro.

Abbott se volvió hacia el asesor.

—Hace unos seis meses que Bourne desapareció —dijo—. Algo sucedió, no sabemos qué; pero sólo podemos llegar a reunir la información de algo meramente probable. Informó a Zurich que se dirigía a Marsella. Más tarde, muy tarde ya, lo entendimos. Se había enterado que Carlos había aceptado un contrato sobre Howard Leland, y Bourne trataba de detenerlo. A partir de aquí, nada más. Se esfumó. ¿Habrá sido asesinado? ¿Habrá sucumbido al esfuerzo de esta operación? ¿Habrá desistido de ella?

—No puedo aceptarlo —interrumpió duramente Webb—, no quiero aceptarlo.

—Sé que no quiere usted —dijo el Monje—, y por eso quiero que investigue este archivo. Conoce usted sus claves. Todo está aquí. Vea si puede encontrar algunas desviaciones en Zurich.

—¡Por favor! —interrumpió Stevens—. ¿Qué se imagina usted? Tiene que haber algo concreto en que basar una opinión. Necesito una prueba así, Mr. Abbott. El presidente la necesita.

—¡Ojalá la tuviera! —exclamó el Monje—. ¿Qué hemos encontrado? Todo y nada. Casi tres años del engaño más cuidadosamente construido en nuestros informes? Cada hecho falso está documentado, cada movimiento está definido y justificado; cada hombre y mujer, informantes, contactos, fuentes, ha recibido un rostro, una voz, una historia. Y mes a mes, semana a semana, un poco más cerca de Carlos. ¡Y ahora! ¡Silencio, seis meses en el vacío!

—¡Pero ahora no! —opuso el asesor del presidente—. Este silencio fue cortado. ¿Por quién?

—Ésta es la duda principal, ¿no es así? —intervino el Monje con voz cansina—. Meses de silencio y, repentinamente, una explosión de actividad no autorizada e incomprensible. La cuenta violada, la fiche alterada, millones transferidos, aparentemente robados. Y, por encima de todo, varios hombres asesinados y planes para asesinar a otros. ¿Por quién? ¿Para quién? —El Monje sacudió cansinamente la cabeza—. ¿Quién está detrás de todo esto?