¡Vete de París! ¡Ahora! ¡Estés lo que estés haciendo, abandónalo y vete! Ésas son órdenes de tu Gobierno. Quieren verte fuera de aquí. Lo quieren a él aislado.
Marie aplastó el cigarrillo en el cenicero de la mesita de noche, posando sus ojos en la edición, de tres años de antigüedad, del Potomac Quarterly, y pensando brevemente en el juego que Jason la había forzado a seguir.
«¡No voy a escuchar!», se dijo en voz alta, sobresaltada por el sonido de sus propias palabras, en la habitación vacía. Caminó hacia la ventana; la misma ventana desde la que él había mirado, atemorizado, tratando de hacerla entender.
Tengo que saber ciertas cosas… las suficientes como para tomar una decisión… pero, a lo mejor, no todas. Una parte de mí tiene que poder… huir, desaparecer. Tengo que ser capaz de decirme a mí misma que lo que fue ya no lo será más y que existe la posibilidad de que nunca haya sido así, porque no tengo memoria de ello. Lo que una persona no puede recordar, no existe… para ella.
—¡Querido, querido! ¡No les permitas que te hagan eso!
Sus palabras no la sobresaltaron esta vez, porque era como si él estuviera allí, en la habitación, escuchando, prestando atención a sus propias palabras, deseando escapar, desaparecer con ella. Pero en el fondo de su ser ella sabía que él no podría hacer eso. No podría basarse en una verdad a medias o en tres cuartas partes de una mentira.
Ellos lo querían aislado.
¿Quiénes eran ellos? La respuesta estaba en Canadá, y Canadá estaba terminado, era otra trampa.
Jason tenía razón sobre París; ella lo creía así también. Sea como fuere, lo encontrarían aquí en París. Si ellos pudieran dar con una persona que descorriera el velo y le permitiera a él ver que lo estaban manipulando, entonces podrían ser planteadas otras preguntas y las respuestas no lo empujarían más hacia la autodestrucción. Si pudiera ser convencido de que, cualesquiera hubieran sido los ya olvidados crímenes que cometió, él fue el «peón de ajedrez» de un único crimen, mucho más grande, entonces podría irse, desaparecer con ella. Todo era relativo. Lo que el hombre que ella amaba tenía que ser capaz de decirse a sí mismo no era que el pasado ya no existiría más, sino que sí había existido, y que podría vivir con él dejándolo tranquilo. Ése era el razonamiento que él necesitaba; la convicción de que cualquier cosa que él hubiera sido era mucho menor de lo que sus enemigos querían que el mundo creyera; porque, de otra manera, ellos no lo habrían utilizado. Él fue la «cabeza de turco», su muerte ocuparía el lugar de otra. ¡Si sólo pudiera ver eso, si ella tan sólo pudiera convencerlo!
Si no lo lograba, lo perdería. Ellos lo atraparían, lo matarían.
Ellos.
«¿Quiénes son ustedes? —gritó ella a la ventana, a las luces de París—. ¿Dónde están ustedes?»
Podía sentir un viento helado contra su cara, como si los vidrios de la ventana se hubieran fundido y el aire de la noche se colara dentro. Esta sensación fue seguida por un estrechamiento de su garganta, y durante un momento no pudo tragar… no pudo respirar. El malestar pasó, y pudo respirar otra vez. Estaba asustada; ya le había pasado antes, durante la primera noche de ambos en París, cuando ella abandonó el café para reunirse con él en las escaleras de Cluny. Había estado caminando rápidamente por el bulevar Saint Michel cuando le ocurrió; el viento helado, la opresión en la garganta… entonces, tampoco había sido capaz de respirar. Más tarde pensó que sabía por qué, y en aquel momento también lo supo; fue cuando, internándose en la Sorbona, Jason había asistido a un juicio, al que podría revocar en pocos minutos, y él lo había logrado entonces. Él había resuelto no volver a ella.
—¡Basta! —gritó—. ¡Es una locura! —agregó sacudiendo la cabeza y mirando su reloj. Hacía más de cinco horas que se había ido—. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba?
Bourne descendió del taxi frente al hotel, de decadente elegancia, en Montparnasse. La próxima hora podría ser la más difícil de su brevemente recordada vida, una vida que era un vacío antes de Port Noir, y una pesadilla desde entonces. La pesadilla podría continuar, pero él viviría a solas con ella. La quería demasiado como para pedirle que la compartieran juntos. Ya encontraría un medio para desaparecer, llevándose consigo las evidencias que la ligaban a Caín. Era tan simple como eso. Él partiría para una cita inexistente y no regresaría. Y en algún momento, durante la próxima hora, le escribiría una nota:
Todo está terminado. He encontrado lo que buscaba. Regresa a Canadá y no digas nada, por nuestro propio bien. Yo sé dónde encontrarte.
Esto último era injusto; él nunca se reuniría con ella, pero la pequeña y alada esperanza tenía que estar allí, aunque sólo fuera para embarcarla en un avión con destino a Ottawa. A su tiempo, con el tiempo, las semanas que habían vivido juntos caerían en un secreto celosamente guardado; un escondite para sus breves tesoros, para ser descubiertos y tocados en aquellos especiales momentos de quietud. Y luego, ¡basta! Porque la vida tiene que ser vivida por las memorias que están en actividad, las dormidas pierden significado.
Eso no lo sabía nadie mejor que él.
Atravesó el vestíbulo, saludó con la cabeza al conserje, que estaba sentado en un taburete detrás del mostrador de mármol. Apenas lo miró; sólo como para comprobar que el hombre era huésped del hotel.
El ascensor subía retumbando y gimiendo en su viaje al quinto piso. Jason aspiró profundamente y abrió la puerta; por sobre todas las cosas, evitaría escenas dramáticas. No habría alarmas causadas por palabras o por miradas. El camaleón tenía que emerger del bosque con una apariencia tranquila, una en la cual no pudieran encontrarse huellas. El sabía qué decir, había pensado cuidadosamente en ello, así como en la nota que escribiría.
—He pasado la mayor parte de la noche dando vueltas —dijo, abrazándola, acariciando su cabello rojo oscuro, acunando su cabeza contra su hombro; y en tono dolorido, agregó—: a la caza de empleados sombríos, escuchando tonterías, tomando café… «Les Classiques» fue una pérdida de tiempo, es un zoológico. Los monos y los pavos reales en exhibición, pero yo no creo que, en realidad, nadie sepa nada. Existe otra posibilidad, pero podría ser simplemente un astuto francés buscando a un norteamericano importante.
—¿Él? —preguntó Marie, cuyo temblor ya había disminuido.
—Un hombre que opera un conmutador —respondió Bourne, rechazando las imágenes de explosiones cegadoras, oscuridad y fuertes vientos, mientras se le dibujaba aquella cara que ahora no podía identificar, pero que había conocido tan bien. Ese hombre ahora era apenas un bosquejo. Apartó de sí aquellas imágenes—. Accedí a reunirme con él a medianoche en el «Bastringe», en la rué Hautefeuille.
—¿Qué dijo?
—Muy poco, pero lo suficiente como para interesarme. Vi que me miraba mientras yo hacía preguntas. El lugar estaba muy concurrido, por lo cual pude moverme libremente y hablar con los empleados.
—¿Preguntas? ¿Qué clase de preguntas hiciste?
—Cosas que se me ocurrieron en el momento, principalmente sobre el gerente o como sea que se llame. Considerando lo que pasó esa tarde, si ella fuera un contacto directo con Carlos, tendría que estar al borde de la histeria. Yo la vi. No lo estaba; se comportaba como si nada hubiera ocurrido, excepto un buen día en el negocio.
—Pero ella era un contacto cuando la llamaste. D’Amacourt le explicó la fiche.
—Indirecto. Ella recibe una llamada telefónica y le dicen lo que tiene que contestar, antes de llamar otra vez.
«Hasta ahora —pensó Jason—, el argumento inventado estaba basado en la realidad; Jacqueline Lavier era, en realidad, un contacto indirecto.»
—No se puede ir por ahí haciendo preguntas sin parecer sospechoso —protestó Marie.
—Sí, se puede —replicó Bourne— si uno es un escritor norteamericano que está redactando un artículo sobre los negocios de Saint-Honoré para una revista de su país.
—Eso es muy bueno, Jason.
—Ha dado resultado, nadie quiere ser dejado de lado.
—¿A qué conclusión has llegado?
—Como la mayor parte de esos lugares, «Les Classiques» tiene su propia clientela, todos ricos, la mayoría se conocen unos a otros, y con las habituales intrigas matrimoniales y adulterios, muy de acuerdo con la escena. Carlos sabía lo que estaba haciendo; ahí tiene un servicio regular de mensajería, pero no indudablemente de la clase que se registra en una guía telefónica.
—¿La gente te dijo todo eso? —preguntó Marie asiéndole los brazos y mirándole a los ojos.
—No con esas mismas palabras —respondió, advirtiendo las sombras de desconfianza que la habían invadido—. El acento se ponía siempre en esa capacidad de Bergeron, pero una cosa lleva a la otra. Puedes imaginarte la escena. Todos parecen gravitar alrededor de esa gente. Por lo que he podido colegir, ella es una fuente de información social, aunque no pudo decirme nada, excepto el hecho de que ella le hizo a «alguien» un favor, un servicio, y que ese «alguien» resultaría ser, a su vez, «alguien» más, que hizo otro favor, a «algún» otro. Como ves, una pista imposible de seguir; pero eso es todo cuanto he conseguido.
—¿Por qué la reunión de esta noche en el «Bastringe»?
—Él se me acercó cuando yo salía y me dijo algo muy extraño. —Jason no tuvo que inventar esta parte de la mentira. Había leído esas palabras en una nota en el elegante restaurante de Argenteuil, hacía menos de una hora—. Me dijo: «Usted puede ser lo que dice que es, y también puede no serlo.» Entonces sugirió que tomáramos una copa juntos, más tarde, lejos de Saint-Honoré.
Bourne vio cómo se disipaban sus dudas. Lo había logrado. Ella aceptó su tapiz de mentiras. ¿Y por qué no?, él era un hombre de inmensa pericia, extremadamente imaginativo.
La apreciación no le pareció aborrecible; él era Caín.
—Podría ser el que buscas, Jason. Dijiste que sólo necesitaban a alguien. Ése podría ser él.
—Ya veremos. —Bourne miró su reloj. Había empezado la cuenta atrás para su partida, no podía mirar hacia el pasado—. Tenemos casi dos horas. ¿Dónde has dejado el maletín?
—En el «Meurice»; estoy registrada en él.
—Vamos a recogerlo, y cenemos algo. No has comido nada, ¿verdad?
—No… —La expresión de Marie parecía de extrañeza—. ¿Por qué no dejamos el portafolios donde está? Se halla bien seguro, no debemos preocuparnos por él.
—Deberíamos, en el caso de que tuviéramos que irnos de aquí apresuradamente —repuso casi con brusquedad, dirigiéndose al escritorio.
Ahora, todo era cuestión de ir graduando las cosas, los puntos de fricción, convirtiéndose poco a poco en palabras, en miradas, en caricias. Ella no podría ver en tales tácticas nada alarmante, nada basado en falsos heroísmos. Sólo la suficiente como para que más tarde ella pudiera comprender la verdad cuando leyera sus palabras: «Todo está terminado. He encontrado lo que buscaba…»
—¿Qué sucede, querido?
—Nada. —El camaleón sonrió—. Estoy cansado y, probablemente, algo decepcionado.
—¡Cielo Santo! ¿Por qué? Un hombre quiere entrevistarse contigo, confidencialmente, por la noche. Podría darte algún indicio, y, además, estás convencido de haber estrechado el contacto con Carlos a través de esa mujer… Ella está obligada a decirte algo, quiera o no. De un modo macabro, creo que deberías sentirte alborozado.
—No estoy seguro de poder explicarlo —replicó Jason, mirando la imagen de ella reflejada en el espejo. Tendrías que tratar de entender lo que he encontrado allí.
—¿Qué has encontrado? Una pregunta.
—Lo que he encontrado. —Una afirmación—. Es un mundo diferente —continuó Bourne, cogiendo la botella de whisky y un vaso—. Gente distinta. Es suave, hermoso y frívolo, con montones de tenues luces y terciopelos oscuros. Nada se toma en serio, excepto el chismorreo y la indulgencia. Cualquiera de aquellas frívolas personas, incluyendo esa mujer, podría ser un mensajero de Carlos, sin saberlo nunca, ni siquiera sospecharlo jamás. Un hombre como Carlos podría usar a esa gente; cualquiera como él podría, incluyéndome a mí… Eso es lo que he encontrado. Decepcionante.
—Y también poco razonable. A pesar de lo que creas, esas personas toman decisiones muy conscientemente. Ellos creen que esa indulgencia de la que hablas es impostada. ¿Y sabes lo que yo creo? Que estás cansado y enojado y que necesitas una o dos copas. Desearía que suspendieras todo por esta noche. Ya has tenido bastante para un solo día.
—No puedo hacerlo —respondió él ásperamente.
—Sí, ya lo sé, no puedes —opuso ella a la defensiva.
—Perdón, estoy impaciente.
—Sí, lo sé. —Ella se dirigió al cuarto de baño—. Me refrescaré un poco y nos podremos ir. Sírvete una copa bien cargada, querido.
—¿Marie?
—¿Sí?
—Trata de entender. Lo que he encontrado allí me ha trastornado. Pensé que iba a ser diferente, más fácil.
—Mientras tú estabas buscando, yo permanecía a la espera, Jason, sin saber. Eso tampoco ha sido fácil.
—Pensé que ibas a llamar a Canadá, ¿no lo has hecho?
Se detuvo por un momento.
—No —respondió—. Ya era demasiado tarde.
La puerta del baño se cerró. Bourne caminó hacia el escritorio, atravesando la habitación. Abrió el cajón, sacó el papel de cartas, cogió el bolígrafo y escribió:
Todo está terminado, he encontrado lo que buscaba. Regresa a Canadá y no digas nada por nuestro propio bien. Sé dónde encontrarte.
Dobló la hoja, la introdujo en un sobre, que mantuvo abierto mientras sacaba la billetera. Extrajo los billetes franceses y suizos que tenía, los deslizó dentro de la nota doblada y cerró el sobre. Escribió en el dorso: marie.
Deseaba desesperadamente agregar: Amor mío, mi adorado amor.
Pero no lo hizo. No podía hacerlo.
La puerta del baño se abrió. Se guardó el sobre en un bolsillo de la chaqueta.
—¡Qué rápido! —exclamó él.
—¿Te parece? No lo creo. ¿Qué estás haciendo?
—Buscaba algo con que escribir —respondió recogiendo el bolígrafo—. Si ese individuo tiene algo que decirme, quiero poder escribirlo.
Marie se acercó al escritorio y miró el vaso seco y vacío.
—¿No has tomado la copa?
—No.
—Ya lo veo; ¿nos vamos?
En el pasillo esperaron el chirriante ascensor; el silencio entre ellos se hizo embarazoso, realmente insoportable. Él tomó su mano. Al sentir su contacto, ella le apretó la suya, mirándolo. Sus ojos le decían que su dominio estaba siendo sometido a prueba, y que ella no sabía por qué. Leves señales habían sido enviadas y recibidas, no lo suficientemente fuertes o ásperas como para que fueran alarmantes, pero allí estaban, y ella las había oído. Eso formaba parte de la cuenta atrás, rígida e irreversible, previa a su partida.
¡Oh, Dios, te quiero tanto! Estás cerca de mí, nos estamos tocando y yo me estoy muriendo. Pero tú no puedes morir conmigo. No debes. Yo soy Caín.
—Estaremos bien —comentó él.
La jaula de metal vibró ruidosamente al detenerse frente a ellos. Jason tiró de la reja de bronce para abrirla, y entonces, repentinamente, maldijo en voz baja:
—¡Oh, Cristo, me he olvidado!
—¿Qué?
—Mi billetera. Esta tarde la dejé en el cajón del escritorio, por si hubiera algún problema en Saint-Honoré. Espérame en el vestíbulo de entrada.
Él la empujó amablemente a través de la puerta y presionó el botón con su mano libre.
—Bajaré en seguida.
Cerró la puerta. El enrejado de bronce le impidió ver los espantados ojos de ella. Se volvió y regresó rápidamente a la habitación.
Ya dentro, sacó el sobre del bolsillo y lo colocó contra la base de la lámpara de la mesita de noche. Lo miró con un dolor insoportable.
«Adiós, amor mío», murmuró.
Bourne esperó bajo la llovizna fuera del «Hotel Meurice», en la rué de Rivoli, viendo a Marie a través de las puertas de vidrio de la entrada. Ella estaba en la conserjería; había firmado el recibo por el maletín, el cual le había sido entregado a través del mostrador. Obviamente, ahora pedía la cuenta a un asombrado empleado, para pagar una habitación que sólo había sido ocupada por un lapso inferior a seis horas. Pasaron dos minutos antes de que le entregaran el recibo. A disgusto; ése no era modo de comportarse para un huésped del «Meurice». Por cierto, todo París está lleno de esos visitantes sin inhibiciones.
Marie salió a la acera, reuniéndose con él entre las sombras y bajo la llovizna, a la izquierda de la marquesina. Le entregaron el maletín con una forzada sonrisa en los labios, y la voz levemente entrecortada.
—Ese hombre me ha mirado sospechosamente. Estoy segura de que está convencido de que he usado la habitación para una serie de citas furtivas.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Bourne.
—Que había cambiado de planes. Eso es todo.
—Bueno, cuanto menos se diga, mejor. Tu nombre está en los registros del hotel. Piensa una razón por la cual estuviste alojada ahí.
—¿Pensar? ¿Tengo que pensar una razón?
Ella estudió sus ojos y perdió la sonrisa.
—Quiero decir que pensaremos en una razón, naturalmente.
—Naturalmente.
—Vamos.
Empezaron a caminar hacia la esquina; el tránsito era ruidoso, lloviznaba con más intensidad y la neblina era más densa. La promesa de una fuerte lluvia era inminente. Él la cogió del brazo, no para guiarla, y ni siquiera por cortesía, sólo para tocarla, para tener una parte de ella. ¡Quedaba tan poco tiempo!
Yo soy Caín. Estoy muerto.
—¿Podemos ir más despacio? —inquirió Marie ásperamente.
—¿Qué?
Jason se dio cuenta entonces de que prácticamente había estado corriendo. Durante unos segundos había retornado al laberinto, corriendo a través de él, sorteándolo; percibiéndolo, pero sin sentirlo. Miró hacia delante y encontró una salida. En la esquina, un taxi libre se había detenido junto a un ostentoso quiosco; a través de la ventanilla abierta, el chofer gritaba al vendedor.
—¡Quiero conseguir un taxi! —exclamó Bourne, sin disminuir sus zancadas—. Va a caer un chaparrón de miedo.
Ambos llegaron a la esquina, sin aliento, en el preciso momento en que el taxi libre arrancó con violencia, girando a la izquierda, hacia la rué de Rivoli. Jason miró el cielo nocturno, notando cómo el agua le golpeaba la cara; se sintió desalentado. La lluvia había empezado. Bajo las brillantes luces del quiosco, miró a Marie, que retrocedía ante el súbito chaparrón. No. No retrocedía. Miraba algo… miraba incrédula, conmovida. Con horror. Sin advertirlo, gritó: tenía la cara contorsionada, su mano derecha contra la boca. Bourne la asió cubriéndole la cabeza con su húmedo abrigo. Seguía gritando. Él se volvió, tratando de descubrir la causa de su histeria. Entonces la vio, y en aquel increíble estallido de medio segundo, supo que la cuenta atrás se había frustrado. Había cometido su crimen final; no podría abandonarla. Ahora no. Todavía no.
En el primer anaquel del quiosco había un matutino, cuyos negros titulares herían, aterradores, bajo los círculos de luz:
ASESINO EN PARÍS
MUJER BUSCADA POR ASESINATOS COMETIDOS
EN ZURICH SOSPECHOSA DE HABER ROBADO MILLONES
Bajo las terribles palabras había una fotografía de Marie St. Jacques.
—¡Basta! —murmuró Jason interponiéndose para ocultar su cara al curioso quiosquero y buscando monedas en su bolsillo. Arrojó el dinero sobre el mostrador, recogió dos periódicos e impulsó a Marie hacia la calle oscura, empapada por la lluvia.
Los dos estaban ahora en el laberinto.
Bourne abrió la puerta e hizo entrar a Marie. Ella permaneció inmóvil, mirándolo, pálida y asustada; su respiración era una mezcla audible de miedo e ira.
—Te traeré un trago —dijo Jason dirigiéndose hacia el escritorio.
Mientras lo servía, apartó sus ojos del espejo y sintió una imperiosa necesidad de aplastar el vaso; tan despreciable le resultaba su propia imagen. ¿Qué demonios había hecho? ¡Oh, Dios!
Soy Caín. Estoy muerto.
Él la oyó jadear y dar vueltas por la habitación; era demasiado tarde para detenerla, estaba demasiado lejos para lanzarse y arrancar de su mano aquella horrible cosa. ¡Oh, Cristo, se había olvidado! Ella había encontrado el sobre en la mesita de noche y estaba leyendo su nota. Emitió un alarido ardiente, un terrible grito de pena:
—¡Jasonnnn…!
—¡Por favor! ¡No! —Corrió desde el escritorio y la asió—. ¡Eso no importa! ¡Ya no cuenta! —gritó desesperadamente al ver cómo las lágrimas brotaban de sus ojos y surcaban sus mejillas—. ¡Escúchame! Eso era antes, no ahora.
—¡Te ibas! ¡Me dejabas! —Sus ojos en blanco eran dos círculos ciegos de pánico—. ¡Lo sabía! ¡Lo presentía!
—Hice que lo presintieras —dijo forzándola a mirarlo—. Pero eso ya pasó. No te dejaré. Escúchame. ¡No te dejaré!
Ella gritó otra vez:
—¡No podía respirar…! ¡Sentía tanto frío!
La atrajo hacia él, abrazándola.
—Tenemos que empezar de nuevo. Trata de entenderlo. Es diferente ahora, ya no puedo cambiar lo que pasó, pero no te dejaré. No de esta manera.
Ella presionó con fuerza sus manos contra su pecho y echó hacia atrás su cara surcada por las lágrimas, implorando:
—¿Por qué, Jason, por qué?
—Después, ahora no. No digas nada durante un rato. Sólo abrázame y déjame abrazarte.
Pasaron los minutos, la histeria siguió su curso y los contornos de la realidad recuperaron su nivel. Bourne la llevó hacia una silla; ella se acomodó la manga de su vestido, que tenía un galón rasgado. Ambos sonrieron cuando él se arrodilló a su lado, sosteniendo su mano, en silencio.
—¿Qué pasa con esa copa? —preguntó él, finalmente.
—Yo creía —replicó, manteniendo su muñeca en la mano de Jason, mientras él se incorporaba— que la habías servido hace un rato.
—No la desperdiciaremos.
Fue de nuevo hacia el escritorio y volvió con dos vasos servidos de whisky hasta la mitad. Ella tomó uno.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Más tranquila, pero todavía confusa… y asustada, por supuesto. Quizás algo enojada también. No estoy segura. Tengo demasiado miedo como para pensar en ello. —Bebió cerrando los ojos, presionando la cabeza hacia atrás, contra la silla—. ¿Por qué lo has hecho, Jason?
—Porque creía que debía hacerlo. Ésa es la simple respuesta.
—Lo cual no es una respuesta en absoluto. Merezco algo más que eso.
—Sí, lo mereces, y te lo daré. He de hacerlo ahora, porque tú tienes que escuchar, tienes que comprender. Tienes que protegerte.
—Proteger…
Él hizo un ademán con la mano, interrumpiéndola.
—Eso vendrá después. Todo, si quieres. Pero lo primero que tenemos que hacer es saber lo que ha pasado. No a mí, sino a ti. Por ahí tenemos que empezar. ¿Podrás hacerlo?
—¿El periódico?
—Sí.
—Bien sabe Dios que estoy interesada —contestó ella sonriendo débilmente.
—Toma. —Jason fue hacia la cama, donde había arrojado los dos periódicos—. Los leeremos.
—¿Sin trampas?
—Sin trampas.
Leyeron el extenso artículo en silencio, un artículo que hablaba de muertes e intrigas en Zurich. De tanto en tanto, Marie emitía sonidos entrecortados, impresionada por lo que estaba leyendo; otras veces sacudía la cabeza, decepcionada. Bourne no dijo nada. Él veía en todo aquello la mano de Ilich Ramírez Sánchez. Carlos perseguirá a Caín hasta el fin de la Tierra. Carlos lo matará. Marie St. Jacques no era importante; era sólo un señuelo, que moriría en la trampa tendida a Caín.
Soy Caín. Estoy muerto.
El artículo se componía, en realidad, de dos artículos, una extraña mezcla de hechos y conjeturas, donde se hacían especulaciones, cuando la evidencia llegaba a su fin.
La primera parte se refería a una empleada del Gobierno de Canadá, una economista llamada Marie St. Jacques. La centraban en el escenario de tres asesinatos, sus huellas digitales fueron encontradas y confirmadas por el Gobierno de Canadá. Añadían que la Policía encontró una llave del hotel «Carillón du Lac», aparentemente extraviada durante la violencia desarrollada en el Quai Guisan. Era la llave de la habitación de Marie St. Jacques, la cual le entregó un empleado del hotel, quien la recordaba muy bien; recordaba lo que a él le había parecido un huésped en un terrible estado de ansiedad.
La prueba final de la evidencia era una pistola descubierta no lejos de la Steppdeckstrasse, en un callejón cercano al escenario de los otros dos asesinatos. Balística confirmó que era el arma asesina; otra vez encontraron huellas digitales, que nuevamente fueron identificadas por el Gobierno de Canadá. Pertenecían a una mujer: Marie St. Jacques.
En este punto, el artículo se desviaba de los hechos. Hablaba sobre los rumores que corrían a lo largo de la Bahnhofstrasse, según los cuales habían robado millones por medio de una manipulación en las computadoras, en una cuenta numerada y confidencial, perteneciente a una compañía norteamericana, llamada Treadstone Setenta y Uno. También se citaba el Banco, que, por supuesto, era el Gemeinschaft. Pero todo lo demás quedaba confuso, oscuro; eran más especulaciones que hechos reales.
De acuerdo con aquellas «fuentes no identificadas», un norteamericano que conocía las claves transfirió millones a un Banco de París, asignando la nueva cuenta a determinados individuos, los cuales debían asumir los derechos de posesión.
Éstos esperaban en París y, tras retirar los millones, desaparecieron. El éxito de la operación fue atribuido al hecho de que el norteamericano obtuviera las claves exactas de las cuentas del Gemeinschaft, acción posibilitada por conocer la secuencia numérica del Banco, en lo tocante al año, mes y día de entrada, procedimiento habitual para los valores confidenciales. Semejante análisis sólo podía hacerse mediante el uso de sofisticadas técnicas de computadoras y un gran conocimiento de las prácticas bancarias suizas. Cuando fue interrogado, un oficial del Banco, Herr Walther Apfel, reconoció que se estaba llevando a cabo una investigación sobre el asunto referente a una compañía norteamericana, pero, de acuerdo con la ley suiza, «el Banco no haría más comentarios… a nadie».
Aquí parecía aclararse la conexión con Marie St. Jacques. Ella era descrita como una economista del Gobierno, especializada en procedimientos bancarios internacionales, y experta programadora de computadoras. Era sospechosa de complicidad, pues su experiencia se necesitaba para el gigantesco robo. Y había un sospechoso; ella había sido vista en su compañía en el «Carillón du Lac».
Marie terminó primero el artículo y dejó caer al suelo el periódico. Al oír el ruido, Bourne miró sobre el borde de la cama. La mujer permanecía con la vista en la pared; la había invadido una extraña serenidad pensativa. Y ésa era la última reacción que él habría esperado. Terminó de leer rápidamente y se sintió deprimido y desesperanzado. Por un momento quedó sin habla.
Luego recuperó la voz:
—Mentiras —comentó—. Y son por mi culpa, por quien y por lo que soy yo. Desaparece. Ellos me encontrarán a mí. Estoy apenado, más apenado de lo que jamás podría decirte.
Marie apartó sus ojos de la pared y lo miró.
—Esto va más allá de las mentiras, Jason —comentó Marie—; hay demasiada verdad para que sean mentiras.
—¿Verdad? La única verdad es que estabas en Zurich. Nunca tocaste un arma. Nunca estuviste en un callejón cercano a la Steppdeckstrasse, no perdiste la llave de un hotel y nunca pasaste cerca del Gemeinschaft.
—Estoy de acuerdo, pero ésa no es la verdad de la que yo hablo.
—Entonces, ¿cuál es?
—El Gemeinschaft, Treadstone Setenta y Uno, Apfel. Ellos son verdad, y el hecho de que cualquiera haya sido mencionado, especialmente los conocimientos de Apfel, resulta increíble. Los banqueros suizos son cautelosos, no ridiculizan las leyes, no de esa forma; las penas de prisión son demasiado severas. Los estatutos de la confiabilidad bancaria figuran entre los más sacrosantos de Suiza. Apfel podría ir a prisión durante años por decir lo que dijo, incluso por haber aludido a esa cuenta, y no digamos por confirmar su nombre. A menos que le ordenara decirlo una autoridad lo suficientemente poderosa como para contravenir las leyes. —Se detuvo, y sus ojos se desviaron de nuevo hacia la pared—. ¿Por qué? ¿Por qué han sido el Gemeinschaft, o Treadstone, o Apfel, partícipes de la historia?
—Te lo dije. Me quieren aquí y saben que estamos juntos. Carlos sabe que estamos juntos. Al encontrarte a ti, me encontrarán a mí.
—No, Jason, esto va más allá de Carlos. Realmente, no entiendes las leyes suizas. Ni siquiera Carlos podría obligarlos a desplegarse de esa manera. —Miró hacia donde estaba él pero sus ojos no lo veían. Escudriñaba a través de sus nieblas—. Esto no es una historia, sino dos. Ambas están construidas en base a mentiras; la primera, conectada a la segunda por medio de tenues especulaciones, públicas especulaciones sobre una crisis bancaria que nunca debería darse a conocer, por lo menos hasta que una cabal y privada investigación probara los hechos. Y esa segunda historia, el manifiestamente falso informe de que millones fueron robados del Gemeinschaft, fue añadida a la igualmente falsa historia de que me buscan por el asesinato de tres hombres en Zurich. Eso se ha añadido deliberadamente…
—Explícame eso, por favor.
—Ahí está, Jason. Créeme cuando te digo esto. Lo tenemos justo frente a nosotros. ¿Qué es?
—Alguien trata de enviarnos un mensaje.