17

—Creo que ya es tiempo de que hablemos de una fiche confidentielle que salió de Zurich.

—¡Dios mío!

—Yo no soy el hombre que ustedes buscan.

Bourne sujetó por la mano a la mujer, evitando que ella huyera hacia los pasillos del concurrido y elegante restaurante en Argenteuil, a pocos kilómetros de París. La pavana se acabó, se terminó la gavota. Estaban solos; el aterciopelado reservado del restaurante era una prisión.

—¿Quién es usted?

La Lavier gesticuló, tratando de liberar su mano; las venas de su maquillado cuello se veían turgentes.

—Un rico norteamericano que vive en las Bahamas. ¿No lo cree?

—Debería haberme dado cuenta —opuso ella—. Ni cuentas, ni cheques, sólo efectivo. Ni siquiera miró la cuenta.

—Ni los precios antes de la cuenta. Fue lo que la trajo hacia mí.

—Fui una tonta. Los ricos siempre se fijan en los precios, aunque sólo sea por el placer de rebajarlos.

Mientras hablaba, la Lavier miraba a su alrededor, buscando un lugar en los corredores, un camarero a quien pudiera alertar. Escapar.

—No lo haga —dijo Jason, mirándola a los ojos—. Sería una tontería. Nos entenderemos mejor si hablamos.

La mujer lo miró. El puente del hostil silencio estaba acentuado por el susurro de la gran estancia, pobremente iluminada por los candelabros y por las oleadas intermitentes de las apagadas risas de las mesas cercanas.

—Le pregunto una vez más —dijo ella—: ¿Quién es usted?

—Mi nombre no es importante; decídase por uno que yo le haya dado.

—¿Briggs? Ése es falso.

—También lo es Larousse, y figura en la documentación del alquiler de un coche que recogió a tres asesinos en el Banco Valois. Fracasaron. También fallaron esta tarde en Pont Neuf. Él huyó.

—¡Oh, Dios! —gritó ella, tratando de zafarse.

—¡Le he dicho que no!

Bourne la sostuvo firmemente, tirándola hacia atrás.

—¿Y si grito?

La empolvada máscara estaba resquebrajada ahora por líneas de rencor; el lápiz labial, rojo brillante, parecía circunscribir el gruñido de un viejo roedor acorralado.

—Yo gritaré más fuerte —replicó Jason—. Nos echarán a los dos, y, una vez afuera, no creo que usted sea inmanejable para mí. ¿Por qué no hablar? Podríamos aprender algo el uno del otro. Después de todo, somos empleados, no empleadores.

—No tengo nada que decirle.

—Entonces, voy a empezar yo. Puede ser que cambie de idea.

Aflojó el puño cautelosamente. La tensión continuaba en su blanca y empolvada cara, pero disminuía a medida que se aflojaba la presión de sus dedos. La mujer estaba lista para escuchar.

—Ustedes pagaron un precio en Zurich. Nosotros también; obviamente, más alto que ustedes. Estamos detrás del mismo hombre. Sabemos por qué nosotros lo queremos. —La liberó—. Ustedes, ¿por qué?

Ella permaneció en silencio unos segundos. Lo estudió en silencio, con sus ojos enojados y todavía temerosos. Bourne supo que había formulado la pregunta con exactitud, porque el hecho de que Jacqueline Lavier no le hablara, podría significar una equivocación peligrosa. Esto podría costarle la vida a ella, si las subsiguientes preguntas no eran contestadas.

—¿Quiénes son «nosotros»? —preguntó ella.

—Una compañía que quiere su dinero. Una gran cantidad de dinero. Él lo tiene.

—Entonces no se lo ganó.

Jason sabía que debía ser cuidadoso. Se suponía que él debía saber más de lo que sabía en realidad.

—Digamos que hubo un equívoco.

—¿Cómo pudo haberlo? Lo haya ganado o no, apenas tenía una posición intermedia.

—Es mi turno —dijo Bourne—. Usted ha contestado una pregunta con otra y yo no la he olvidado. Ahora, volvamos al punto. ¿Por qué lo quieren ustedes? ¿Por qué el teléfono privado de uno de los mejores comercios de Saint-Honoré está registrado en una fiche en Zurich?

—Era un favor, señor.

—¿Para quién?

—¿Está usted loco?

—Está bien. Dejémoslo por ahora. Pensemos que, de todas maneras, nosotros lo sabemos.

—Imposible.

—Puede ser que sí, o que no. Conque fue un favor… para matar a un hombre.

—No tengo nada que decir.

—Hace un rato, cuando he mencionado el coche, usted ha tratado de escapar. Eso significa algo.

—Una reacción perfectamente natural. —Jacqueline Lavier tocó el pie de su copa de vino—. Hice los arreglos para el alquiler del coche. No me importa decírselo, porque no hay evidencias de que yo lo laya hecho. Más allá de eso, no sé nada de lo que pasó. —Repentinamente, ella apretó el vaso, con una expresión de furia y miedo dominados—. ¿Quiénes son ustedes?

—Ya se lo he dicho. Una compañía que quiere que le devuelvan su dinero.

—¡Están interfiriendo! ¡Váyanse de París, abandonen el caso!

—¿Por qué deberíamos hacerlo? Somos la parte damnificada; queremos que el balance sea corregido, tenemos derecho a eso.

—No tienen derecho a nada —le espetó Madame Lavier—. El error fue de ustedes, y pagarán por él.

—¿Error? —Tenía que ser muy cuidadoso. Estaba aquí, justamente debajo de la ruda superficie; los ojos de la verdad podrían ser vistos bajo el hielo—. Déjese de tonterías. Robar no es un error cometido por la víctima.

—El error reside en su elección, señor. Usted eligió al hombre equivocado.

—Robó millones en Zurich —replicó—. Pero usted sabe eso. Él tomó millones, y si cree que van a quitárselos, lo cual es lo mismo que quitárnoslos a nosotros, están muy equivocados.

—¡Nosotros no queremos dinero!

—Me alegra saberlo. ¿Quiénes son «nosotros»?

—Creo que ha dicho que sabían.

—He dicho que teníamos una idea. La suficiente como para desenmascarar a un hombre llamado Koenig en Zurich, y otro, D’Amacourt, aquí en París. Si nos decidimos a hacerlo, esto podría ser una dificultad mayor, ¿no?

—¿Dinero? ¿Dificultades? ¡Ésos no son puntos de disputa! Todos ustedes están entregados por completo a la estupidez. Se lo voy a decir otra vez. Salgan de París. Abandonen el caso. Esto no es ya de su incumbencia.

—Tampoco creemos que sea de la suya. Francamente, no creemos que sean competentes.

¿Competentes? —repitió la Lavier, como si no creyera en lo que había oído.

—Perfecto.

—¿Tiene alguna idea de lo que está diciendo? ¿De quién está hablando?

—No importa. A menos que ustedes se retiren, le sugiero que lleguemos a un acuerdo claro y preciso. Se pueden inventar falsos cargos, no atribuibles a nosotros, por supuesto. Desenmascarar a Zurich, el Valois. Llamar a la Sureté, a la Interpol. Cualquier persona y cualquier cosa para provocar una cacería humana, una cacería masiva.

—Está usted loco y es un tonto.

—No del todo. Tenernos amigos que ocupan cargos muy importantes; primero obtendremos la información. Esperaremos en el lugar exacto, en el momento preciso. Lo apresaremos.

—Ustedes no lo van a apresar. ¡Desaparecerá otra vez! ¿No se dan cuenta? Él está en París, y una red de personas que él desconoce está buscándolo. Se puede haber escapado una vez o dos, pero no una tercera. Ahora está atrapado. ¡Nosotros lo hemos atrapado!

—No queremos que ustedes lo hagan. Eso no nos conviene. —Era casi el momento, pensó Bourne. Casi, pero no del todo. Su miedo retenía su enojo. Tenía que obligarla a revelar la verdad—. Aquí está nuestro ultimátum, y nosotros la hacemos responsable de transmitirlo; de lo contrario, se reunirá con Koenig y D’Amacourt. Suspenda su cacería esta noche. Si no lo hace, nos moveremos a primera hora de la mañana; empezaremos a gritar. «Les Classiques» será el negocio más popular de Saint-Honoré, pero no creo que tenga la gente adecuada.

La cara empolvada se resquebrajó.

—No se atreverán ustedes. ¿Cómo pueden atreverse? ¿Quiénes son para decir eso?

Él hizo una pausa, luego contestó:

—Un grupo que no le importa mucho de su Carlos.

La Lavier quedó helada, con los ojos desorbitados, y la piel tan tensa, que parecía un pergamino.

—Usted lo conoce —murmuró ella—. ¿Y piensa que pueden oponérsele? ¿Cree que es un contrincante para Carlos?

—La verdad, sí.

—Está loco. A Carlos no se le da un ultimátum.

—Acabo de hacerlo.

—Entonces, es usted hombre muerto. Alce su voz a cualquiera, y no terminará el día. Tiene hombres en todas partes; lo tumbarán en la calle.

—Lo harían si supieran a quién tienen que tumbar —replicó Jason—. Olvida usted que nadie lo sabe. Pero ellos saben quién es usted. Y Koenig y D’Amacourt. Al minuto de ser desenmascarada, deberá ser eliminada; ya no le será de utilidad a Carlos. Pero a mí nadie me conoce.

Olvida usted, señor, que yo sí lo conozco.

—Ésa es la menor de mis preocupaciones… Descúbrame… después de que el daño esté hecho y antes de que la decisión sea tomada, considerando su propio futuro. No durará mucho tiempo.

—Eso es una locura. Sale de la nada y habla como un loco. ¡No puede hacer eso!

—¿Sugiere un arreglo?

—Tal vez —respondió Jacqueline Lavier—, todo es posible.

—¿Está usted en posición de negociar?

—Estoy en posición de transmitir un arreglo… mucho mejor que aceptar un ultimátum. Otros lo retransmitirán al que decide.

—Lo que me está diciendo es lo que yo le dije hace unos minutos. Podemos hablar.

—En efecto, podemos hablar, señor —coincidió Madame Lavier, con los ojos luchando por su vida.

—Entonces, empecemos por lo obvio.

—¿Qué es?

La verdad. Ahora.

—¿Qué es Bourne para Carlos? ¿Por qué lo quiere a él?

—¿Qué es Bourne? —La mujer quedó paralizada. El rencor y el miedo fueron remplazados por una expresión de shock—. ¿Puede usted preguntar eso?

—Voy a preguntárselo otra vez —dijo Jason, oyendo los violentos latidos de su corazón—. ¿Qué es Bourne para Carlos?

—¡Caín!… Usted lo sabe tan bien como yo. Él fue su error, su elección. ¡Eligió usted el hombre equivocado!

Caín. Escuchó el nombre, y su eco irrumpió en estallidos de ensordecedores truenos, y con cada estallido, el dolor lo sacudió como dardos ardientes, uno tras otro, a través de su cabeza; su mente y su cuerpo retrocedían ante la embestida del nombre. Caín. Caín. La neblina estaba allí otra vez. La oscuridad, el viento, las explosiones.

Alfa, Bravo, Caín, Delta, Echo, Foxtrot… Caín, Delta, Caín, Delta… Caín.

Caín es Charlie.

¡Delta es Caín!

—¿Qué le pasa?

—Nada. —Bourne había deslizado la mano derecha sobre su muñeca izquierda, asiéndola fuertemente; sus dedos la presionaban con tal fuerza, que creyó que su piel se podía romper. Tenía que hacer algo; detener el temblor, disminuir el ruido, rechazar el dolor. Tenía que aclararse la mente. Los ojos de la verdad lo estaban mirando. No podía mirar a lo lejos. Estaba ahí, en el hogar, y el frío lo hacía tiritar—. Siga —dijo, tratando de dominar su voz; su resultado fue un susurro; él no podía ayudarse a sí mismo.

—¿Se encuentra mal? Está muy pálido y…

—Estoy bien —interrumpió secamente—. Le he dicho que siga.

—¿Qué tengo que decirle?

—Dígalo todo. Quiero oírlo.

—¿Por qué? No hay nada que usted no sepa. Usted eligió a Caín. Destituyó a Carlos. Piensa que lo puede destituir ahora. Se equivocó antes, y vuelve a equivocarse.

Te mataré. Te apretaré la garganta hasta que quedes sin aliento. ¡Dime! ¡Por el amor de Dios, dime! Al final queda sólo mi principio. Debo conocerlo.

—Eso no importa —replicó—. Si está buscando un arreglo, aunque sólo sea para salvar su vida, dígame por qué debemos escuchar. ¿Por qué Carlos es tan inexorable… tan paranoico… con Bourne? Explíquemelo como si yo no lo hubiera escuchado ya antes. Si no lo hace, los nombres que no deben ser mencionados se esparcirán por todo París, y usted estará muerta al caer la tarde.

La Lavier estaba rígida, con su máscara de alabastro puesta.

—Carlos seguirá a Caín hasta los confines de la Tierra y lo matará.

—Sabemos eso; lo que ahora queremos es saber por qué.

—Tiene que hacerlo. Mírese a usted mismo. A la gente como usted.

—Eso no tiene sentido. Ustedes no saben quiénes somos.

—No necesito saberlo. Sé lo que han hecho.

—¡Aclárelo!

—Lo he hecho. Ustedes escogieron a Caín en vez de a Carlos, ése fue su error. Eligieron al hombre equivocado. Pagaron al asesino indebido.

—El asesino… indebido.

—Ustedes no fueron los primeros, pero serán los últimos. El arrogante pretendiente morirá aquí en París, lleguemos o no a un acuerdo.

—Elegimos al asesino equivocado… Las palabras flotaban en la elegante y perfumada atmósfera del restaurante.

El trueno ensordecedor retrocedía, aun enojado, pero lejos, en las nubes tormentosas; la niebla se estaba aclarando, círculos de vapor se arremolinaban a su alrededor. Comenzaba a ver, y lo que veía era el contorno de un monstruo. No un mito, sino un monstruo. Otro monstruo. Había dos.

—¿Puede usted dudarlo? —preguntó la mujer—. No interfiera con Carlos. Déjele atrapar a Caín. Déjele tener su venganza. —Hizo una pausa, con ambas manos fuera de la mesa; Madre Rata—. No le prometo nada, pero hablaré por usted, por las pérdidas que su gente tuvo que soportar. Es posible… sólo posible, ¿usted comprende…?, que su convenio pueda ser aceptado por aquel al que ustedes debieron elegir en primer lugar.

—Aquel que deberíamos haber elegido… Porque nosotros elegimos equivocadamente.

—¿Usted ve eso, o no lo ve, señor? Carlos debe ser informado de que usted lo ve así. Quizá… sólo quizás, él podría sentir simpatía por sus pérdidas, si fuera convencido de que usted reconoció su error.

—¿Es ése su arreglo? —inquirió Bourne sin interés, tratando de encontrar una salida.

—Todo es posible. Nada bueno se puede lograr con sus amenazas. Eso se lo puedo asegurar. Para ninguno de nosotros, y soy lo suficientemente franca como para incluirme. Sólo habrá asesinatos inútiles, y Caín permanecerá atrás, riéndose. Y ustedes no perderán una vez, sino dos.

—Si eso es verdad… —Jason tragó, casi ahogándose, mientras el aire seco llenaba el vacío de su sedienta garganta—. Entonces, yo tendré que explicar a mi gente, por qué nosotros… elegimos… al hombre indebido —¡Basta! ¡Termina la frase! ¡Domínate!—. Dígame todo lo que sabe sobre Caín.

—¿Con qué propósito?

La Lavier puso las manos en la mesa: sus uñas rojas y brillantes parecían las diez puntas de un arma.

—Si elegimos al hombre erróneo, estuvimos mal informados, ¿no?

—Ustedes oyeron decir que él era el igual de Carlos, ¿no? Que sus honorarios eran más razonables; sus dispositivos, más contenidos; además, se involucraban menos intermediarios, no existía la posibilidad de que se siguiera la pista a un contacto. ¿No es así?

—Puede ser.

—Por supuesto que lo es. Es lo que se le ha dicho a todo el mundo; todo es una mentira. El poder de Carlos reside en sus fuentes de información de largo alcance, información infalible. En su elaborado sistema para llegar a la persona correcta, precisamente en el momento justo, previo a un asesinato.

—Parece demasiada gente. Había demasiada gente en Zurich, demasiada también aquí en París.

—Todos ciegos, señor. Todos ellos.

—¿Ciegos?

—Para expresarlo claramente, yo he formado parte de la operación durante varios años, y me he encontrado de un modo u otro con docenas de personas que desempeñaban funciones menores; ninguna es importante. Todavía debo conocer a una persona que haya hablado con Carlos o que, por lo menos, tenga una idea sobre quién es.

—Esto es sobre Carlos. Yo quiero saber sobre Caín. ¿Qué es lo que usted sabe sobre Caín?

¡Conserva el dominio! ¡No puedes volverte! ¡Mírala, mírala!

—¿Por dónde debo empezar?

—Con lo primero que le venga a la mente. ¿De dónde vino él?

¡No mires para otro lado!

—¡Del sudeste de Asia, por supuesto!

—Por supuesto.

¡Oh! ¡Dios!

—Del grupo norteamericano Medusa. Nosotros sabemos que…

Medusa. Los vientos, la oscuridad, el resplandor de las luces, el dolor. El dolor se hundía a través de su cráneo. Él no estaba allí ahora, pero sí donde había estado. Un mundo lejano en el tiempo y en la distancia. El dolor. ¡Oh, Jesús! El dolor…

¡Tao!

¡Che-Sab!

¡Tam Quan!

¡Alfa, Bravo, Caín… Delta!

¡Delta… Caín!

Caín es Charlie.

Delta es Caín.

—¿Qué es lo que pasa? —La mujer parecía asustada. Estaba estudiándolo; su cara, sus ojos lo recorrían, atravesando los suyos—. Está sudando. Sus manos tiemblan. ¿Está sufriendo un ataque?

—Pasará en seguida. —Jason se soltó la muñeca y buscó un pañuelo para secarse la frente—. Siga. No tenemos mucho tiempo. Hay que llegar hasta algunas personas, tomar decisiones. Su vida es probablemente una de ellas. Volviendo a Caín, ha dicho usted que proviene de la parte norteamericana de Medusa.

Les mercenaires du diable —dijo la Lavier—. Ése era el sobrenombre dado a Medusa por los colonos de Indochina… lo que quedó de ellos. Bastante apropiado, ¿no le parece?

—No importa nada lo que yo crea. Ni lo que sepa. Quiero escuchar lo que usted piensa, lo que usted sabe sobre Caín.

—Su ataque lo hizo rudo.

—Mi impaciencia me ha hecho impaciente. Usted ha dicho que elegimos al hombre equivocado. Si lo hicimos, es porque tenemos la información incorrecta. Les mercenaires du diable. ¿Está usted sugiriendo que Caín es francés?

—En absoluto. Usted me juzga muy pobremente. Sólo he dicho eso para demostrarle cuan profundamente penetramos en Medusa.

—Fuimos la gente que trabajó para Carlos.

—Usted puede decirlo.

—Lo diré. Si Caín no es francés, ¿qué es?

—Sin lugar a dudas, norteamericano.

¡Oh, Dios!

—¿Por qué?

—Todo lo que él hace lleva el sello de la audacia norteamericana. Él empuja y obliga, con poca o ninguna sutileza, llevándose el crédito por lo que no le corresponde, reivindicando asesinatos con los que no tuvo nada que ver. Ha estudiado los métodos y las conexiones de Carlos como ningún otro hombre en el mundo. Nos informaron que los narra con perfecta fidelidad a los potenciales clientes, y a menudo sin usurpar el lugar de Carlos, convence a los tontos de que fue él y no Carlos el que aceptó y cumplió los encargos. —La Lavier se detuvo—. He dado en el clavo, ¿no? Él hizo lo mismo con usted y con su gente, ¿sí?

—Quizá.

Jason se cogió otra vez la muñeca, mientras las afirmaciones volvían a él. Afirmaciones hechas en respuesta a claves, en un espantoso juego.

Stuttgart. Ratisbona. Munich. Dos asesinatos y un secuestro. Atribuidos a Baader. Honorarios de procedencia norteamericana…

¿Teherán? Ocho asesinatos. ¡Responsabilidad dividida! Jomeini y OLP. Honorarios, dos millones. Sector del sudeste soviético.

¿París…? Todos los contratos deberían ser procesados vía París.

¿Los contratos de quién?

Sánchez… Carlos.

—… siempre como un recurso transparente.

La Lavier había hablado sin que él la hubiese escuchado.

—¿Qué ha dicho usted?

—Ha estado recordando, ¿no? Usó el mismo ardid con usted, con su gente; así es como consigue sus encargos.

—¿Encargos? —Bourne puso en tensión los músculos de su estómago, hasta que el dolor lo devolvió a la mesa de aquel restaurante, iluminado por candelabros, en Argenteuil—. Entonces consigue encargos —dijo inútilmente.

—Y los lleva a cabo con habilidad considerable, nadie puede negarle eso. Su récord de asesinatos es impresionante. En muchos aspectos, es el segundo de Carlos, no su igual; pero está muy por encima de la categoría de los guerrilleros. Es un hombre de inmensa pericia, extremadamente imaginativo, una adiestrada arma letal, salida de Medusa. Pero es su arrogancia, sus mentiras a expensas de Carlos, las cosas que lo van a destruir.

—¿Y todo eso hace que sea norteamericano? ¿O son sus prejuicios? Tengo idea de que le gusta el dinero norteamericano, y que ustedes imitan todo lo que ellos exportan.

Inmensa pericia, extremadamente imaginativo, una adiestrada arma letal… Port Noir, La Ciotat, Marsella, Zurich, París.

—Está más allá de todo prejuicio, señor; la identificación es positiva.

—¿Cómo la lograron?

La Lavier tocó el pie de su copa y lo envolvió con el índice.

—Un hombre descontento fue comprado en Washington.

—¿Washington?

—Los norteamericanos también buscan a Caín. Con un intencionado acercamiento a Carlos, sospecho. Medusa nunca se ha dado a conocer al público, y Caín puede llegar a convertirse en una extraordinaria complicación. Este hombre disconforme estaba en posición de darnos una gran cantidad de informes, incluyendo los archivos de Medusa. Fue una simple cuestión de confrontar los nombres con los de Zurich. Simple, para Carlos, no para cualquier otro.

Demasiado simple, pensó Jason. Sin saber por qué, aquel pensamiento lo hería.

—Ya lo veo —comentó.

—¿Y ustedes? ¿Cómo se las arreglaron para encontrarlo? No a Caín, por supuesto, sino a Bourne.

A través de las nieblas de su ansiedad, Jason recordó otro informe, no suyo, sino relatado por Marie.

—Muy simple —respondió—. Le pagamos el dinero por medio de un depósito a corto plazo, en una cuenta. El superávit, invertido ciegamente en otra. Los números pueden ser reconstruidos; es un ardid impositivo.

—¿Caín permitió eso?

—Él no lo sabía. Las cifras eran pagadas… como usted paga diferentes números, números de teléfono, en una fiche.

—Lo felicito.

—No es necesario; pero sí lo es todo lo que sepa sobre Caín. Hasta aquí no ha hecho más que aclarar e identificar. Ahora, siga. Todo lo que sepa sobre este hombre, Bourne, todo lo que hayan dicho.

Sé cuidadoso. Elimina la tensión de tu voz. Estás meramente… evaluando los datos. Marie, tú me advertiste esto. Querida, querida Marie. Gracias a Dios que no estás aquí.

—Lo que sabemos sobre él es incompleto. Procuró destruir la mayor parte de los archivos vitales. Una lección que indudablemente aprendió de Carlos. Pero no lo logró con todos. Nosotros pudimos reconstruir un bosquejo. Antes de ser reclutado por Medusa, él era supuestamente un hombre de negocios de habla francesa, residente en Singapur, que representaba a un grupo de importadores norteamericanos, desde Nueva York a California. La verdad es que él fue destituido por el grupo, el cual trató luego de obtener su extradición de regreso a Estados Unidos, para ser juzgado. Les había robado cientos de miles. Era conocido en Singapur como un recluso muy poderoso en operaciones de contrabando, y terriblemente despiadado.

—Antes de eso —interrumpió Jason, sintiendo otra vez que el sudor le brotaba en el cuero cabelludo—. Antes de Singapur, ¿de dónde vino?

¡Sé cuidadoso! ¡Las imágenes! Podía ver las calles de Singapur. Prince Edward Road, Kim Chuan, Boon Tat Street, Maxwell, Cuscaden.

—Ésos son los antecedentes que nadie puede encontrar. Sólo existen rumores sin importancia. Por ejemplo, se dijo que era un jesuita expulsado que había enloquecido. Otra versión decía que había sido un joven y agresivo banquero inversionista, sorprendido cuando robaba fondos de común acuerdo con algunos Bancos de Singapur. No hay nada concreto. Nada cuya pista pueda seguirse. Antes de Singapur, nada.

Está equivocada; había y mucho. Pero nada de esto forma parte de ello. Hay un vacío que debe ser llenado. Y usted no puede ayudarme. Quizá nadie pueda. Quizá nadie deba.

—Hasta aquí no me ha dicho usted nada alarmante —dijo Bourne— nada relativo a la información por la que estoy interesado.

—¡Entonces, no sé lo que usted quiere! Me hace preguntas, me presiona para obtener detalles, y cuando le ofrezco las respuestas, las rechaza como si no tuvieran importancia. ¿Qué quiere usted?

—¿Qué es lo que sabe sobre el trabajo… de Caín? Ya que está buscando hacer un trato, déme una razón para convenirlo. Si nuestra información difiere, debe de ser sobre lo que él ha hecho, ¿no? ¿Cuándo atrajo su atención por primera vez, la de Carlos? ¡Rápido!

—Hace dos años —replicó Madame Lavier, desconcertada por la impaciencia de Jason, incómoda, asustada—. La noticia vino desde Asia; la trajo un hombre blanco que ofrecía un servicio asombrosamente similar al provisto por Carlos. Se convirtió velozmente en una industria. Un embajador, asesinado en Moulmein; dos días después, un muy respetado político japonés, asesinado en Tokio, antes de un debate en el Parlamento. Una semana más tarde, el director de un periódico voló con su coche en Hong Kong, y, menos de veinticuatro horas más tarde, un banquero murió a tiros en una calle de Calcuta. Detrás de cada uno, Caín. Siempre Caín.

La mujer hizo una pausa, para evaluar la reacción de Bourne. No la hubo.

—¿No ve? Él estaba en todas partes. Corría de un asesinato a otro, aceptando contratos con tal rapidez, que no podía discriminarlos. Era un hombre con una enorme prisa, construyendo su reputación a tal velocidad que chocaba incluso a los profesionales más experimentados. Y nadie dudaba de que él era un profesional, y menos que nadie, Carlos. Las instrucciones fueron impartidas. Averigüen sobre este hombre, aprendan todo lo que puedan. Como ve, Carlos comprendió lo que ninguno de nosotros, y en menos de doce meses, probó que estaba en lo cierto. Los partes nos llegaban de nuestros informantes en Manila, Osaka, Hong Kong y Tokio. Caín se estaba trasladando a Europa, decían ellos. Haría de París su base de operaciones. El desafío era claro; el guante había sido arrojado. Caín salió para destruir a Carlos. Podría convertirse en el nuevo Carlos; prestaría sus servicios a aquellos que los solicitaran. Como ustedes lo hicieron, señor.

—Moulmein, Tokio, Calcuta… —Jason oía los nombres que brotaban de sus labios, susurrados por su garganta. Otra vez estaban allí flotando, suspendidos en el aire perfumado, como sombras de un pasado olvidado—. Manila, Hong Kong…

Se detuvo, tratando de disipar la niebla, escudriñando los contornos de extrañas formas que cruzaban por su imaginación.

—Esos lugares, y muchos otros —continuó la Lavier—. Ése fue el error de Caín, y sigue siéndolo. Carlos puede ser muchas cosas para mucha gente, pero entre aquellos que se han beneficiado de su confianza y generosidad, figura la lealtad. Sus informantes y mercenarios no se hallan tan fácilmente a la venta, a pesar de que Caín ha intentado comprarlos una y otra vez. Se dice que Carlos es rápido para emitir rigurosos juicios, pero, como también se dice, «es mejor lo bueno conocido que lo malo por conocer». De lo que Caín no se dio cuenta todavía, tampoco se da ahora, es que el sistema de Carlos es vasto. Cuando Caín se trasladó a Europa, él no sabía que sus actividades no estaban cubiertas en Berlín, Amsterdam… lugares tan lejanos como Omán.

—Omán —repitió Bourne involuntariamente—. Jeque Mustafá Kalig —susurró como para sí mismo.

—¡Nunca se pudo probar! —intervino Madame Lavier, desafiante—. Fue una deliberada cortina de humo de confusión; hasta el contrato era falso. Se le atribuyó un asesinato interno; nadie podía atravesar semejante dispositivo de seguridad. ¡Una mentira!

—¡Una mentira! —repitió Jason.

—Demasiadas —agregó Madame Lavier desdeñosamente—. Sin embargo él no es tonto, miente cautelosamente, deja caer una insinuación acá y otra allá, sabiendo que, al ser retransmitidas, se exagerarán hasta ser convertidas en realidades. Provoca a Carlos cada vez que puede, promocionándose a expensas del hombre a quien quería remplazar. Pero no es contrincante para Carlos; acepta demasiados compromisos, que luego no puede cumplir. Ustedes son sólo un ejemplo. Hemos oído decir que hubo varios casos más. Se comenta que a causa de esto estuvo fuera durante meses, evitando a gente como ustedes.

—Evitando a gente… —Jason se cogió la muñeca; el temblor había empezado otra vez; el sonido de un trueno distante vibraba en lejanas zonas de su cerebro—. ¿Está usted… segura de eso?

—Muy segura. Él no estaba muerto, sino escondido. Caín falló en más de un encargo, lo cual era inevitable. Aceptó demasiados compromisos en muy poco tiempo. Y aun así, a pesar de todos los crímenes que hubiera cometido, si en uno fallaba, en seguida cometía otro, espectacular, aunque no le hubiera sido encargado para, de esta manera, mantener su imagen. Podía seleccionar a una figura prominente y hacerla volar en mil pedazos, convirtiendo ese asesinato en un golpe para todos e, inconfundiblemente, en una obra de Caín. El embajador que estaba de paso por Moulmein fue un ejemplo de ello; nadie había encargado su muerte. Hubo otros dos que nosotros conocemos: un comisario de Gobierno ruso, en Shanghai y, más recientemente, un banquero en Madrid…

Las palabras brotaban febrilmente de los labios rojos y brillantes, que destacaban en la máscara empolvada que tenía frente a él. Él las escuchaba, las había oído antes. Las había vivido antes. Ya no eran sombras, sino recuerdos de aquel pasado olvidado: imágenes y realidad fusionadas. No había una sola frase comenzada por ella que él no pudiera terminar. La mujer no podía mencionar un nombre, ciudad o incidente, con el cual no se sintiera instintivamente familiarizado.

Estaba hablando sobre… él.

Alfa, Bravo, Caín, Delta.

Caín es Charlie, y Delta es Caín.

Tenía una pregunta final sobre su breve salida temporal de la oscuridad en que estuviera sumergido, ocurrida dos noches atrás, en la Sorbona. Marsella. 23 de agosto.

—¿Qué ocurrió en Marsella? —preguntó.

—¿En Marsella? —inquirió ella con rechazo—. ¿Cómo puede usted…? ¿Qué mentiras le dijeron? ¿Qué otras mentiras?

—Simplemente, dígame lo que pasó.

—Se refiere usted a Leland, por supuesto. El ubicuo embajador cuya muerte fue solicitada, pagada «a» y aceptada «por» Carlos.

—¿Qué pensaría si yo le dijera que hay quienes creen que Caín fue el responsable?

—¡Eso es lo que él quería que todos pensaran! Fue el último insulto a Carlos: robarle el asesinato. El pago no era importante para Caín; él sólo quería mostrar al mundo, nuestro mundo, que él podía llegar allí antes y hacer el trabajo por el que a Carlos le ha sido pagado. Pero él no lo hizo, usted lo sabe. Él no tuvo nada que ver con el asesinato de Leland.

—Él estuvo allí.

—Fue atrapado. Por lo menos, nunca volvió a aparecer. Alguien dijo que fue asesinado, pero como no se encontró el cadáver, Carlos no lo creyó.

—¿Cómo se supone que fue asesinado Caín? Madame Lavier se inclinó hacia atrás, sacudiendo la cabeza en cortos y rápidos movimientos.

—Dos hombres en la costa trataron de atribuirse el asesinato de Caín, pretendiendo que les pagaran por él. Uno de ellos nunca fue vuelto a ver. Se supone que Caín lo mató, si es que fue Caín. Ellos eran basura de los muelles.

—¿Cuál fue la trampa?

—La presunta trampa, señor. Ellos pretendían haber obtenido la información de que Caín se iba a reunir con alguien en la rué Sarrasin una noche o dos antes del asesinato. Dijeron que habían dejado mensajes intencionadamente confusos en la calle y atrajeron al hombre del que ellos estaban seguros era Caín, hacia un bote pesquero que había en los muelles. Ni el pescador ni el patrón fueron vueltos a ver; así que deben de haber estado en lo cierto, pero, como ya le he dicho, no hay pruebas de ello. Ni siquiera una adecuada descripción de Caín, como para cotejarla con la del hombre de Sarrasin. De cualquier modo, aquí es donde termina.

Está equivocada. Aquí es donde comienza. Para mí.

—Ya lo veo —dijo Bourne tratando otra vez de infundir naturalidad a su voz—. Nuestra información es diferente de la suya, por supuesto. Hemos seleccionado lo que creíamos conocer.

—Una selección errónea, señor. Lo que le he dicho es la verdad.

—Sí, eso lo sé.

—¿Llegaremos a un acuerdo, entonces?

—¿Por qué no?

¡Bien! —Aliviada, la mujer se llevó la copa a los labios—. Ya verá, será lo mejor para todos.

—Esto… no importa realmente ahora. —Podía ser oído y lo sabía. ¿Qué es lo que dijo? ¿Qué es lo que había dicho? ¿Por qué lo dijo? Las brumas se cerraban otra vez, el trueno se hacía más ensordecedor, el dolor había vuelto a sus sienes—. Pienso… Pienso que, como usted ha dicho, es mejor para todos. —Podía sentir, ver los ojos de la Lavier sobre él, estudiándolo—. Es una solución razonable.

—Por supuesto que lo es. ¿No se encuentra bien?

—Ya le he dicho que no es nada, pasará.

—Me tranquiliza. Ahora, ¿podría disculparme por un momento?

—No.

Jason la asió por un brazo.

Je vous prie, monsieur. El tocador, eso es todo. Si tiene algún reparo, quédese en la puerta.

—Nos vamos. Puede detenerse mientras salimos.

Bourne hizo señas al camarero pidiéndole la cuenta.

—Como usted quiera —respondió ella, mirándolo.

Él se detuvo en el oscuro corredor entre los haces de luz que llegaban de lámparas ocultas en el techo. Enfrente estaba el tocador, revelado por minúsculas letras doradas en las que se leía: FEMMES. Magníficas mujeres, hombres elegantes circulaban por allí. El ambiente era similar al de «Les Classiques». Jacqueline Lavier estaba en su ambiente.

Permaneció en el tocador cerca de diez minutos, un hecho que debería haber molestado a Jason, si hubiera sido capaz de concentrarse en el tiempo. Pero no podía, estaba sobre ascuas. El ruido y el dolor lo consumían, la extremidad de cada nervio, en carne viva, expuesto; las fibras, abotagadas por los pinchazos. Miró hacia delante una historia de hombres muertos quedaba detrás de sí. El pasado estaba en los ojos de la verdad, ellos se lo habían mostrado, y él lo había visto. Caín… Caín… Caín.

Sacudió la cabeza y miró hacia el negro techo. Tenía que continuar, no podía permitirse una caída que lo sumergiera en un abismo de oscuridad y fuertes vientos.

Había decisiones que tomar. No, ya estaban tomadas, ahora era cuestión de llevarlas a cabo.

¿Marie, Marie? ¡Oh, Dios, mi amor, hemos estado tan equivocados!

Respiró profundamente y miró el reloj, el cronómetro que había cambiado por una joya de fino oro perteneciente a un marqués del sur de Francia. Él es un hombre de inmensa pericia, extremadamente imaginativo… No había alegría en aquella evaluación. Miró hacia delante, al tocador.

¿Dónde estaba Jacqueline Lavier? ¿Por qué no salía? Tuvo la presencia de ánimo suficiente como para preguntar al maître si había teléfono por allí; el hombre respondió negativamente, señalando una cabina a la entrada. La Lavier se había acercado; oyó la respuesta y dedujo cuál había sido la pregunta.

Se produjo un cegador destello de luz. Él se tambaleó hacia atrás, recostándose contra la pared, con las manos tapándose los ojos. ¡El dolor! ¡Oh, Cristo! ¡Le ardían los ojos!

Y luego escuchó las palabras, pronunciadas a través de las amables risas de los nombres y mujeres bien vestidos, que circulaban ocasionalmente por el pasillo.

—Como recuerdo de su cena en «Roget’s», señor —dijo una animada recepcionista, que sostenía una cámara fotográfica por la barra del flash—. La foto estará lista en pocos minutos. Cortesía de «Roget’s».

Bourne permaneció rígido, sabiendo que no podía romper la cámara. Sintió el temor de tener que actuar una vez más.

—¿Por qué yo? —preguntó.

—A petición de su novia, señor —señalando con la cabeza hacia el tocador—. Hablamos dentro. Es usted muy afortunado; es una dama encantadora. Me encargó que le entregara esto.

La recepcionista sacó una nota doblada. Jason la tomó, mientras ella se retiraba garbosamente hacia la entrada del restaurante.

Su enfermedad me perturba como, estoy segura, a usted le molesta mi nuevo amigo. Usted puede ser lo que dijo que es, y también puede no serlo. Tendré la respuesta aproximadamente en media hora. Un simpático comensal hizo una llamada telefónica, y la fotografía va camino de París. Ya no podrá detenerla, así como tampoco podrá usted hacerlo con aquellos que ya salieron hacia Argenteuil. Si nosotros, en verdad, hacemos nuestro trato, ninguno lo perturbará —como su enfermedad me perturba a mí— y hablaremos otra vez, cuando mis asociados lleguen. Se dice que Caín es un camaleón, que se presenta de diversos y muy convincentes modos. También se sabe que es propenso a la violencia, que tiene arrebatos de mal genio. Y eso es una enfermedad, ¿no?

Corrió por la oscura rué de Argenteuil, tras la luz de un taxi libre, que dio la vuelta en la esquina y desapareció. Se detuvo, respirando pesadamente, mirando en todas direcciones en busca de otro. No había ninguno. El portero de «Roget’s» le había dicho que si pedía un taxi, éste tardaría entre diez y quince minutos en llegar; ¿por qué el señor no lo había solicitado antes?

La trampa estaba tendida y él había caminado hacia ella.

¡Ahí delante! ¡Una luz, otro taxi! Se lanzó a una carrera desesperada. Tenía que detenerlo. Tenía que regresar a París. Al lado de Marie.

Otra vez estaba en el laberinto, corriendo ciegamente, sabiendo que al final no habría escapatoria.

Pero debía correr solo; esta decisión era irrevocable. No habría discusiones, ni debates, ni gritos del uno al otro; sólo argumentos basados en el amor y la incertidumbre. Pues la certeza había llegado.

Sabía quién era… ¡qué había sido, y era tan culpable como se lo acusaba, como se sospechaba!

Una hora o dos sin decir nada. Sólo mirándose, hablando tranquilamente sobre nada que no fuera la verdad. Amándose. Y, entonces, él se iría. Ella nunca sabría cuándo, y él no le diría por qué. Él le debía eso; la heriría profundamente durante un tiempo, pero este último dolor sería muy inferior al causado por el estigma de Caín.

¡Caín!

Marie. ¡Marie! ¿Qué es lo que he hecho?

—¡Taxi! ¡Taxi!