El silencio duró exactamente cinco minutos, durante los cuales se miraron unos a otros, se aclararon varias gargantas y nadie se movió de su silla. Era como si hubieran llegado a una decisión sin discutirla: la evasión debía ser evitada. El diputado Efrem Walters, de las afueras de las colinas de Tennessee, según la Yale Law Review, no sería destituido con fáciles circunloquios que pactaran confidencialmente con clandestinas manipulaciones. Las tonterías sobraban.
David Abbott apoyó su pipa sobre la mesa; en el silencio, su proposición resonó estruendosamente.
—Lo mejor para todos es que un hombre como Caín reciba la menor publicidad posible.
—Eso no tiene objeción —dijo Walters—. Pero supongo que está empezando a tenerla.
—Así es. Es un asesino profesional, un experto, entrenado en una amplia gama de métodos para matar. Esta experiencia está a la venta, no tiene ninguna motivación política ni personal, todo le conviene, sea lo que fuere. Está en el negocio sólo para sacar provecho, y los beneficios que obtiene están directamente proporcionados con su reputación.
El diputado asintió con la cabeza.
—De modo que sólo manteniendo, en la medida de lo posible, los ojos cerrados sobre su fama, le evitará usted publicidad gratis.
—Exactamente. Hay un montón de maniáticos en este mundo con demasiados enemigos reales o imaginarios, que podrían fácilmente confiarse a Caín, si supieran de él. Por desgracia, más de los que podemos pensar lo han hecho. Hasta la fecha, treinta y ocho asesinatos pueden ser atribuidos directamente a Caín y, tal vez, entre doce y quince más.
—¿Ésa es la lista de sus «hazañas»?
—Sí. Y nosotros estamos perdiendo la batalla. Con cada nuevo asesinato se propaga su reputación.
—Estuvo inactivo por un tiempo —dijo Knowlton, de la CIA—. En estos últimos meses pensamos que podía haberse matado. Hubo varios de esos hechos probables, en los cuales los propios asesinos fueron eliminados. Creímos que él podía haber sido uno de ellos.
—¿Como en cuáles? —preguntó Walters.
—El de un banquero de Madrid, quien encauzaba los sobornos de la Compañía Europolitan para compras gubernamentales en África. Le dispararon desde un coche en marcha, en el Paseo de la Castellana. El chofer guardaespaldas hirió al conductor y al asesino; durante un tiempo creímos que el criminal había sido Caín.
—Recuerdo el incidente. ¿Quién pudo haber pagado por eso?
—Cualquier grupo de compañías —respondió Gillette— que quisiera vender coches dorados y prestar apoyo interior a inminentes dictadores.
—¿Qué más? ¿Quién más?
—El jeque Mustafá Kalig, en Omán —agregó el coronel Manning.
—Lo mataron en un frustrado golpe de Estado.
—No fue así —continuó el oficial—. No hubo tal atentado; fue confirmado por dos informantes de G-DOS. Kalig no era popular, pero los otros jeques no son tontos. Lo del atentado se dijo para cubrir un asesinato que hubiera podido tentar a otros asesinos profesionales. Tres inservibles, inoportunos y pendencieros, pertenecientes al cuerpo de oficiales, fueron ejecutados para dar mayor crédito al embuste. Por un momento, creímos que Caín era uno de ellos, pues el momento coincidió con el de la actividad de Caín.
—¿Quién podría haber pagado a Caín por asesinar a Kalig?
—Eso nos lo preguntamos una y otra vez —comentó Manning—. La única respuesta posible nos viene de un informante que pretende saberlo, pero no hay manera de confirmarlo. Dice que Caín lo hizo para probar que podía hacerse. Por él. Los jeques del petróleo viajan con la más eficaz seguridad del mundo.
—Hay varias docenas de otros incidentes —agregó Knowlton—. Hechos que tienen el mismo patrón, donde figuras altamente protegidas fueron asesinadas, y las fuentes de información se adelantan en implicar a Caín.
—Ya veo. —El diputado recogió el sumario de Zurich—. Pero, por lo que yo deduzco, ustedes no saben quién es él.
—No hay dos descripciones iguales —intervino Abbott—. Caín, aparentemente, es un virtuoso del disfraz.
—Sin embargo, hay gente que lo ha visto, que ha hablado con él. Sus informantes, este hombre en Zurich; ninguno de ellos podría salir al descubierto y testificar, pero sin duda alguna ustedes los han interrogado. Y tienen que haber llegado a una conclusión, a algo.
—Hemos llegado, y con gran cantidad de detalles —replicó Abbott—, pero no tenemos una descripción consistente. Para sus contactos, Caín nunca se deja ver a la luz del día. Celebra sus reuniones por la noche, en habitaciones oscuras o en callejones. Si alguna vez se ha reunido con más de una persona a la vez (como Caín), no sabemos nada. Nos han dicho que nunca permanece de pie; siempre está sentado en un restaurante en penumbra, o en una silla en un rincón, o en un coche estacionado. A veces usa gruesas gafas; otras, nada; en una cita puede presentarse con pelo oscuro; en otra, blanco o rojo, o bien con sombrero.
—¿Idioma?
—Aquí estamos más cerca —dijo el director de la CIA, ansioso por poner sobre la mesa la investigación hecha por su compañía—. Inglés, francés, y varios dialectos orientales. Todos con fluidez.
—¿Dialectos? ¿Qué dialectos? ¿No es un idioma más importante?
—Por supuesto, es de raíz vietnamita.
—Viet… —Walters se inclinó hacia delante—. ¿Por qué tengo la idea de que llegué a un punto sobre el que ustedes no me han dicho lo suficiente?
—Porque usted es probablemente bastante astuto en el interrogatorio, consejero. Abbott cogió un fósforo y encendió la pipa.
—Pasaderamente alerta —aceptó el diputado—. Ahora, ¿de qué se trata?
—Caín —dijo Gillette, posando brevemente sus ojos sobre David Abbott—. Sabemos de dónde viene.
—¿De dónde?
—Más allá del Sudeste asiático —respondió Manning, como si estuviera soportando la herida de un cuchillo—. Hasta donde podemos saber, domina esos dialectos como para ser entendido tanto en la zona montañosa, a lo largo de las rutas fronterizas con Camboya y Laos, como en las zonas rurales del norte de Vietnam. Creemos en estos antecedentes. Coinciden.
—¿Con qué?
—Con la Operación Medusa. —El coronel cogió un sobre largo y de grueso papel manila que había a su izquierda. Lo abrió y extrajo, entre otros, un legajo que había adentro, y lo puso frente a él—. Éste es el de Caín —dijo inclinándose ante el sobre abierto—. Es el material de Medusa, los aspectos de ella que puedan tener relación con Caín.
El de Tennessee se retrepó en la silla, con la sombra de una sonrisa sardónica cruzando sus labios.
—¿Saben, caballeros, que me matan con sus sentenciosos títulos? Entre paréntesis, esto es fantástico, muy siniestro, muy ominoso. Creo que ustedes, compañeros, deben tomar un curso sobre esta clase de cosas. Siga, coronel, ¿qué es esa Medusa?
Manning miró brevemente a David Abbott, y luego habló:
—Fue la consecuencia clandestina del concepto de «busque y destruya»; destinado a operar detrás de las líneas enemigas, durante la guerra de Vietnam. En la década de los sesenta, y al principio de los setenta, norteamericanos, franceses, británicos, australianos y nativos voluntarios, formaron equipos para operar en territorio ocupado por los norvietnamitas. Sus objetivos eran la interrupción de las comunicaciones y de las líneas de abastecimiento del enemigo, la localización de los campos de prisioneros y, además, el asesinato de líderes locales identificados como colaboradores de los comunistas, y de los comandantes enemigos, siempre que fuera posible.
—Era una guerra dentro de otra guerra —intervino Knowlton—. Por desgracia, las apariencias raciales y los idiomas hacen la intervención infinitamente más peligrosa que, por ejemplo, la de los servicios secretos alemanes y holandeses, o la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, el reclutamiento occidental no fue siempre tan selectivo como debiera haber sido.
—Había docenas de esos grupos —continuó el coronel—. El personal iba desde viejos jefes de la Marina que conocían muy bien las costas, hasta franceses dueños de plantaciones cuya única esperanza de reparación estaba en la victoria norteamericana. Aventureros británicos y australianos que vivieron en Indochina durante años, así como militares y civiles profesionales del Servicio Secreto norteamericano sumamente motivados. También, inevitablemente, se agregaba un grupo bastante grande de criminales, en especial contrabandistas, hombres que traficaban con armas, narcóticos, oro y diamantes en toda el área de los mares, al sur de China. Se convertían en enciclopedias ambulantes cuando llegaba el momento de desembarcos nocturnos o cuando se necesitaban las rutas de la jungla. Muchos de los hombres que usábamos eran desertores o fugitivos de los Estados Unidos, algunos muy bien educados, todos llenos de recursos. Necesitábamos de su experiencia.
—Ésta es una peculiar selección de voluntarios —interrumpió el diputado—. Viejos jefes de la Marina y el Ejército, aventureros británicos y australianos, colonos franceses y bandas de ladrones. ¿Cómo diablos hicieron para lograr que trabajasen juntos?
—Dándole a cada uno de acuerdo con su codicia —replicó Gillette.
—Promesas —amplió el coronel—. Garantías de rango, promociones, perdones, bonificaciones directas en efectivo, y, en algunos casos, la oportunidad de robar dinero de la propia operación. Como ve, todos ellos tenían que ser un poco locos, nosotros lo comprendíamos. Los entrenamos secretamente usando claves, métodos de transporte, de emboscadas y para matar. Hasta armas, sobre las que el comando de Saigón no sabía nada. Tal como Peter dijo, los riesgos eran increíbles; las capturas terminaban en tortura y ejecución; el precio era alto, ellos lo pagaban. La mayoría de la gente podría haberlos llamado una colección de paranoicos, pero eran genios en lo tocante a la destrucción y al asesinato. Especialmente el asesinato.
—¿Cuál era el precio?
—La operación Medusa sufrió más de un noventa por ciento de bajas. Pero se ha de tener en cuenta que entre aquellos que nunca regresaron había muchos que nunca pensaron hacerlo.
—¿De ese grupo de ladrones y fugitivos?
—Sí. Algunos cobraron considerables sumas de dinero de Medusa. Creemos que Caín es uno de esos hombres.
—¿Por qué?
—Su modus operandi. Usó claves, trampas, métodos para matar y transporte, que fueron desarrollados y especializados durante el entrenamiento para Medusa.
—Entonces, ¡por el amor de Dios! —irrumpió Walters—, tienen una línea directa a su identidad. No me importa dónde estén enterrados. No me cabe duda de que no querrán hacerlo público, pero supongo que los expedientes fueron conservados.
—Lo fueron y los hemos extraído de todos los archivos clandestinos, inclusive este material de aquí. —El oficial golpeteó con los dedos los documentos que tenía frente a sí—. Hemos estudiado todo, hemos puesto las listas bajo el microscopio, hemos introducido toda la información en la computadora. Todo lo que se pueda pensar. No hemos avanzado más que cuando empezamos.
—Eso es increíble —dijo el diputado—. O increíblemente incompetente.
—No realmente —protestó Manning—. Tenga en cuenta de quién se trata, de con qué hemos tenido que trabajar. Después de la guerra, Caín hizo su reputación en todo el este de Asia, desde tan al Norte como Tokio, para luego ir bajando a través de las Filipinas. Malasia, Singapur, con algunos viajes secundarios a Hong Kong, Camboya, Laos y Calcuta. Hace unos dos años y medio comenzaron a llegar informes a nuestras estaciones asiáticas y a nuestras Embajadas. Existía un asesino a sueldo, y su nombre era Caín. Sumamente profesional, cruel. Estos informes comenzaron a aumentar con una frecuencia alarmante. Parecía que Caín estaba involucrado en todo crimen importante. Nuestros informantes llamaban a las Embajadas en medio de la noche, o detenían a los agregados en la calle, siempre con la misma información. Había sido Caín, Caín era el autor. Un crimen en Tokio, un coche volado en Hong Kong, una caravana de narcóticos emboscada en el Triángulo, un banquero abatido en Calcuta, un embajador asesinado en Moulmain, un técnico ruso o un hombre de negocios norteamericano, muertos en las calles de Shanghai. Caín estaba en todas partes, su nombre era susurrado por docenas de veraces informantes, en cada sector vital del Servicio Secreto. Aun así, nadie ni una sola persona en toda el área del Pacífico, podía venir a darnos una identificación real. ¿Dónde podíamos comenzar?
—Pero en ese tiempo, ¿no habían establecido ya el hecho de que él había pertenecido a Medusa? —preguntó el sureño.
—Sí. Firmemente.
—Entonces, veamos los legajos individuales de Medusa, ¡maldito sea!
El coronel abrió el legajo que había sacado de la carpeta de Caín.
—Éstas son las listas de las víctimas. Entre los occidentales blancos que desaparecieron de la Operación Medusa, y cuando digo desaparecieron significa desvanecidos sin dejar rastros, figuran los siguientes: setenta y tres norteamericanos, cuarenta y seis franceses, treinta y nueve australianos, veinticuatro británicos y alrededor de cincuenta hombres blancos, reclutados entre los neutrales de Hanoi y entrenados en el campo, nosotros nunca conocimos a la mayoría de ellos. Cerca de doscientas treinta posibilidades; ¿cuántas son callejones sin salida?, ¿quién está vivo?, ¿quién está muerto? Y aun cuando conociéramos el nombre de cada hombre de los que actualmente sobreviven, ¿quién es él ahora?, ¿qué es él? Ni siquiera estamos seguros de su nacionalidad. Pensamos que es norteamericano, pero no hay pruebas de ello.
—Caín es uno de los temas presentes en nuestras constantes presiones sobre Hanoi para que dé cuentas de los desaparecidos en acción —explicó Knowlton—. Mantenemos en circulación estos nombres junto con las nóminas de la división.
—Y hay un problema en esto, también —agregó el oficial del Ejército—. Las fuerzas de contraespionaje de Hanoi torturaron y ejecutaron a muchísimos miembros de Medusa. Estaban enterados de la operación, y nunca descartamos la posibilidad de una infiltración. Hanoi sabía que los miembros de Medusa no eran tropas de combate, no usaban uniforme. Jamás se les exigió rendir cuentas de nada.
Walters alargó la mano.
—¿Puedo? —dijo inclinándose hacia las páginas unidas con grapas.
—Por supuesto. —El oficial se las alcanzó al diputado—. Usted comprenderá, por supuesto, que estos nombres permanecen aún clasificados, lo mismo que la propia operación Medusa.
—¿Quién tomó tal decisión?
—Es una orden ejecutiva inviolable de sucesivos presidentes, basada en una recomendación del Estado Mayor Conjunto y respaldada por el Comité de Servicios Armados del Senado.
—Una considerable fuerza, ¿no es así?
—Fue considerado como de interés nacional —dijo el hombre de la CIA.
—En ese caso, no voy a discutir —concedió Walters—. El espectro de semejante operación no podrá hacer mucho por la gloria de la «Vieja Gloria». Nosotros no enseñamos a asesinos, y mucho menos los entrenamos. —Recorrió las hojas—. Y, en algún lugar de aquí, hay un asesino que nosotros adiestramos y entrenamos y que ahora no podemos encontrar.
—Sí, creemos eso —dijo el coronel.
—Usted dijo que él hizo su reputación en Asia, pero que luego se trasladó a Europa. ¿Cuándo?
—Hace alrededor de un año.
—¿Por qué? ¿Tienen algunas ideas?
—Yo sugerí las obvias —manifestó Peter Knowlton—. Se expansionó más de lo debido. Algo le fue mal, y se sintió amenazado. Ser un asesino blanco entre los orientales es, de hecho, una situación peligrosa. Le había llegado el momento de marcharse. Su reputación estaba hecha; y no había escasez de trabajo en Europa.
David Abbott se aclaró la garganta.
—Yo quisiera presentar otra posibilidad, basada en algo que ha dicho Alfred hace algunos minutos. —El Monje hizo una pausa y se inclinó deferentemente hacia Gillette—. Ha dicho que habíamos sido forzados a concentrarnos en «un tiburón de arena, sin dientes, mientras el pez amarillo vagaba libremente». Creo que ésa fue la frase, aunque no sean las palabras exactas.
—Sí —confirmó el hombre del Consejo Nacional de Seguridad—. Me he referido a Carlos, por supuesto. No es a Caín a quien tenemos que seguir, sino a Carlos.
—Por supuesto, Carlos. El asesino más esquivo de la Historia moderna, un hombre de quien muchos de nosotros pensamos, con seguridad, que ha sido el responsable, en uno u otro sentido, de los asesinatos más trágicos de nuestra época. Usted estaba en lo cierto, Alfred, y, en cierta manera, yo estaba errado. No nos podemos permitir el lujo de olvidar a Carlos.
—Gracias —dijo Gillette—. Me alegro de haber contribuido en algo con mi punto de vista.
—Lo ha hecho. Al menos para mí. Pero también me ha hecho pensar. ¿Puede imaginarse la tentación para un hombre como Caín, al operar en los brumosos confines de un área plagada de aventureros, fugitivos y regímenes corruptos hasta el cuello? ¡Cómo debe de haber envidiado a Carlos, cómo se debe de haber sentido de celoso, de ese mundo europeo más rápido, brillante y tanto más lujoso! ¡Cuan a menudo se habrá dicho a sí mismo: «Yo soy mejor que Carlos»! No importa lo fríos que sean estos individuos, sus egos son inmensos. Supongo que se fue a Europa a conquistar ese mundo mejor… o a destronar a Carlos. El pretendiente, señor, quiere obtener el título. Quiere ser el campeón.
Gillette clavó la vista en el Monje.
—Es una interesante teoría.
—Y si yo lo seguí bien —intervino el diputado de Supervisión— localizando a Caín, podremos llegar hasta Carlos.
—Exactamente.
—No estoy seguro de que yo lo haya seguido —comentó, incómodo, el director de la CIA—. ¿Por qué?
—Dos gallos en un gallinero —replicó Walters—. Se enfrentarán.
—Un campeón no entrega su título de buena gana. —Abbott alcanzó su pipa—, pelea hasta el fin para retenerlo. Como dice el diputado, continuaremos siguiendo la pista a Caín, pero también debemos buscar otras pistas en el bosque. Y cuando logremos encontrar a Caín, si lo logramos, quizá debamos contenernos. Esperar a Carlos, para llegar después a él —sentenció con un gesto.
—Y entonces, atraparlos a los dos —agregó el oficial.
—Muy esclarecedor —apostilló Gillette.
La reunión concluyó, y sus miembros se retiraron lentamente. David Abbott se detuvo ante el coronel del Pentágono, quien estaba recogiendo las páginas del archivo de Medusa. Había reunido las hojas con las listas de las víctimas, y se disponía a guardarlas.
—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó Abbott—. Nosotros no tenemos una copia allá en Forty.
—Éstas fueron nuestras instrucciones —replicó el oficial—, y creo que provienen de usted. Sólo tres copias, una aquí, otra en la Agencia y otra en el Consejo.
—Sí, provienen de mí. —El silencioso Monje sonrió benignamente—. Hay demasiados condenados civiles en mi parte de la ciudad.
El coronel se volvió para contestar una pregunta que le hizo el diputado de Tennessee. David Abbott no escuchó. En cambio, sus ojos recorrieron rápidamente las columnas de nombres; se alarmó. Muchos de ellos habían sido señalados para computarlos. Y su contabilidad era lo único que no podía permitir. Nunca. ¿Dónde estaba él? Era el único hombre en aquella habitación que conocía el nombre. Podía sentir el latido de su corazón cuando llegó a la última página. El nombre estaba.
Bourne, Jason C. Último lugar conocido: Tam Quan. ¡En nombre de Cristo!, ¿qué había pasado?
Rene Bergeron colgó de golpe el teléfono de su escritorio, con voz apenas más tranquila que sus gestos.
—Hemos probado en todos los cafés, restaurantes y bares que ella solía frecuentar.
—No hay un solo hotel en París que lo tenga en sus registros —dijo el telefonista de cabellos grisáceos, sentado frente a un segundo teléfono, cerca del tablero de dibujo—. Ya han pasado más de dos horas; ella podría estar muerta y, si no lo está, tal vez lo esté deseando.
—No puede decir mucho —murmuró Bergeron—, menos que nosotros.
—Sabe bastante. Llamó a Pare Monceau.
—Ha retransmitido mensajes, sin estar segura a quién.
Pero sabía por qué.
—También Caín, puedo asegurarle. Y podría cometer un grotesco error con Pare Monceau. —El dibujante se inclinó hacia delante, con sus poderosos antebrazos en tensión, mientras entrelazaba las manos, sus ojos fijos en el hombre de cabellos grises—. Dígame otra vez todo lo que recuerde. ¿Por qué está tan seguro de que es Bourne?
—No lo sé; yo le dije que era Caín. Si me describió correctamente sus métodos, él es el hombre.
—Bourne es Caín. Lo confirmamos a través de los archivos de Medusa. Por eso ha sido usted contratado.
—Admitamos que es Bourne, pero ése no es el nombre que usaba. Por supuesto, algunos hombres de Medusa no habrían permitido que fueran usados sus nombres reales. A ellos se les garantizaban falsas identidades. Tenían antecedentes criminales. Él podría haber sido uno de aquellos hombres.
—¿Por qué él? Otros desaparecieron. Usted desapareció.
—Podría decir que porque él estaba aquí, en Saint-Honoré, y eso debería ser suficiente. Pero hay más, mucho más. Yo lo he visto en plena acción. Fui asignado a una misión dirigida por él, lo que no fue una experiencia fácil de olvidar; no, no lo fue. Ese hombre podría ser, debería ser Caín.
—Cuénteme.
—Nos arrojamos en paracaídas, de noche, sobre un sector llamado Tam Quan; nuestro objetivo era rescatar a un norteamericano llamado Webb, que había sido capturado por los vietcong. No lo conocíamos, y los peligros de supervivencia eran tremendos. Hasta el vuelo desde Saigón fue horrendo. El ventarrón soplaba con fuerza a tres mil metros de altura, el avión vibraba como si se fuera a caer. Aun así, él nos ordenó saltar.
—¿Y usted lo hizo?
—Su arma apuntaba a nuestras cabezas. A cada uno de nosotros, a medida que nos aproximábamos a la escotilla. Podríamos sobrevivir a los elementos, pero no a un balazo en la cabeza.
—¿Cuántos eran ustedes?
—Diez…
—Lo podrían haber dominado.
—Usted no lo conoce —replicó.
—Siga —dijo Bergeron, concentrado, inmóvil en su escritorio.
—Ocho de nosotros nos reagrupamos en el suelo. Los otros dos, supusimos, no sobrevivieron al salto. Fue asombroso que yo lo hubiera hecho. Yo era el mayor, y pesado como un toro, pero conocía el área; por eso fui enviado. —El hombre de cabellos grises hizo una pausa, sacudiendo la cabeza ante el recuerdo—. Menos de una hora más tarde nos dimos cuenta de que habíamos caído en una emboscada. Corrimos como lagartijas a través de la jungla. Durante las noches, él salía solo, sorteando las explosiones de los morteros y de las granadas. Para matar. Siempre regresaba antes del amanecer, para forzarnos a acercarnos más y más al campamento. Entonces, yo creía que era simplemente un suicidio.
—¿Por qué lo hicieron? Él debería haberles dado una razón, pertenecían ustedes a Medusa, no eran soldados.
—Nos dijo que era la única manera de salir vivos, y había lógica en eso. Estábamos muy lejos, detrás de las líneas. Necesitábamos los abastecimientos que pudiéramos encontrar en el campamento, si lográbamos tomarlo. Él decía que debíamos hacerlo, no teníamos alternativa. Si alguien se opusiera, le metería una bala en la cabeza. Nosotros lo sabíamos. A la tercera noche tomamos el campamento y hallamos a Webb más muerto que vivo, pero todavía respirando. También encontramos a los dos hombres extraviados de nuestro grupo, vivos y atontados por lo que había ocurrido. Un hombre blanco y un vietnamita habían sido comprados por el Cong para atraparnos, para atraparlo a él, sospecho.
—¿A Caín?
—Sí, los vietnamitas nos vieron y escaparon. Caín disparó al hombre blanco en la cabeza. Tengo entendido que, simplemente, caminó hacia él y se la voló.
—¿Los llevó de regreso? ¿A través de las líneas?
—A cuatro de nosotros, y también a Webb. Cinco hombres fueron asesinados. Durante aquella terrible jornada de regreso creo que entendí por qué los rumores sobre él podían ser ciertos: era el miembro mejor pagado de Medusa.
—¿En qué sentido?
—Era el hombre más frío que jamás haya visto, el más peligroso, absolutamente impredecible. Yo pensaba entonces aquélla debía de ser una extraña guerra para él; era un Savonarola, pero sin principios religiosos; sólo tenía su propia y extraña moralidad, la cual se centraba en sí mismo. Todos los hombres eran sus enemigos, los líderes en particular, y no le importaba ni un ápice ninguno de los de cada lado. —El hombre de mediana edad hizo otra pausa, con los ojos sobre el tablero de dibujo, aunque su mente, obviamente, se hallaba a miles de kilómetros de distancia y atrás en el tiempo—. Recuerde. Medusa se formó con hombres diversos y desesperados. Muchos eran paranoicos en su odio a los comunistas. Mate a un comunista y Cristo sonreirá; ridículos ejemplos de enseñanza cristiana. Otros, como yo mismo, teníamos fortunas que nos habían sido usurpadas por los Viet-Minh; la única posibilidad de restitución era que los norteamericanos ganaran la guerra. Francia nos había abandonado en Dien Bien Phu. Pero había docenas de hombres que vieron que se podían hacer fortunas con Medusa. Las sacas de Correo contenían a menudo entre cincuenta y setenta y cinco mil dólares norteamericanos. Un correo que extrajera la mitad de cada una, durante diez o quince viajes, podría retirarse a Singapur o Kuala Lumpur, o instalar su propia red de narcóticos en el Triángulo. Más allá del pago exorbitante, y frecuentemente el perdón de crímenes pasados, las oportunidades eran ilimitadas. En ese grupo coloqué a aquel hombre tan extraño. Era un pirata moderno en el más puro sentido.
Bergeron soltó sus manos.
—Espere un minuto; ha dicho usted «una misión que él dirigió». Había militares en Medusa; ¿está usted seguro de que él no era un militar norteamericano?
—Norteamericano estoy seguro, pero ciertamente no un militar.
—¿Por qué?
—Odiaba a los militares en todos sus aspectos. Su desprecio por el comando de Saigón estaba en cada decisión que tomaba. Consideraba a los militares tontos e incompetentes. En cierta ocasión, las órdenes nos fueron radiadas a Tam Quan. Él interrumpió la transmisión y dijo al general del regimiento que se fuera al diablo, porque él no lo obedecería. Un oficial del Ejército difícilmente podría hacer algo así.
—A menos que se dispusiera a abandonar su profesión —dijo el dibujante—, como París lo abandonó a usted, y usted hizo todo lo que pudo, robando a Medusa, estableciendo sus propias y escasamente patrióticas actividades, donde quiera que fuere.
—Mi país me traicionó a mí antes de que yo lo traicionara a él, René.
—Volviendo a Caín: ha dicho que Bourne no era el nombre que usaba; ¿cuál era?
—No me acuerdo. Como también le he dicho, para muchos, los nombres no eran pertinentes. Él era para mí simplemente «Delta».
—¿Mekong?
—No, alfabeto, creo.
—Alfa, Bravo, Charlie… Delta —dijo Bergeron, pensativamente, en inglés. Pero en muchas operaciones la clave «Charlie» fue remplazada por «Caín», porque Charlie se había hecho sinónimo de «Cong»; Charlie se transformó en Caín.
—Absolutamente cierto. Así que Bourne eligió una letra y asumió «Caín». Podía haber elegido «Eco», «Foxtrot» o «Zulú», u otros veintitantos. ¿Cuál es la diferencia? ¿Cuál es su punto de vista?
—Él eligió Caín deliberadamente. Era simbólico. Lo quería claramente desde un principio.
—¿Qué quería claramente?
—Que Caín reemplazara a Carlos. Piense: «Carlos» es la forma española de Charles. Charlie. La palabra Caín fue el sustituto de Charlie-Carlos. Ésa fue su intención desde el principio. Caín podía remplazar a Carlos. Y él quería que Carlos lo supiera.
—¿Carlos lo supo?
—Por supuesto. La noticia brotó en Amsterdam y Berlín, Ginebra y Lisboa, Londres, y precisamente aquí en París. Caín está disponible; pueden hacerse contratos; sus honorarios son inferiores a los de Carlos. ¡El corroe! Está constantemente corroyendo la importancia de Carlos.
—Dos gallitos en el mismo ruedo. Sólo puede quedar uno.
—Será Carlos. Hemos atrapado al envanecido gorrión. Está en alguna parte, a dos horas de Saint-Honoré.
—Pero ¿dónde?
—No importa. Lo encontraremos. Después de todo, él nos encontró a nosotros. Volverá. Su ego se lo va a exigir. Y luego el águila descenderá en picado para atrapar al gorrión; Carlos lo matará.
El viejo se ajustó la muleta bajo el brazo izquierdo, corrió la cortina negra y se metió en el confesionario. No se sentía bien; la palidez de la muerte se reflejaba en su cara, y se alegraba de que la figura con el hábito de sacerdote, más allá de la cortina transparente, no pudiera verlo claramente. El asesino podría no encargarle más trabajos si parecía demasiado agotado como para llevarlos a cabo; necesitaba trabajar ahora. Sólo le quedaban semanas, y tenía responsabilidades que cumplir. Habló:
—Ángelus Domini.
—Ángelus domini, hijo de Dios —llegó el susurro.
—¿Sus días son tranquilos?
—Están por llegar a su fin, pero me los hacen tranquilos.
—Sí. Creo que éste será su último trabajo para mí. Sin embargo, es de tal importancia, que sus honorarios serán el quíntuple de lo habitual. Espero que le sirvan de ayuda.
—Gracias, Carlos. Usted sabe, entonces…
—Sí, sé. Esto es lo que tiene que hacer, y la información debe dejar este mundo con usted. No puede haber lugar para ningún error.
—Yo siempre he sido exacto. Y ahora también lo seré e iré hacia mi propia muerte.
—Muera en paz, viejo amigo. Es más fácil… Irá a la Embajada vietnamita y preguntará por un agregado llamado Phan Loe. Cuando estén solos, dígale esto: «En marzo de 1968, Medusa, Sector Tam Quan. Caín estaba allí. Otro también.» ¿Lo ha entendido?
—Marzo de 1968, Medusa. Sector Tam Quan. Caín estaba allí. Otro también.
—Él le dirá cuándo regresar. Será en un par de horas.