—El hombre es Caín —afirmó el coronel Jack Manning, tajante, como si esperara que lo contradijesen al menos tres de los cuatro hombres vestidos de paisano, agrupados alrededor de la mesa de conferencias del Pentágono.
Todos eran mayores que él, y cada uno se consideraba con más experiencia que Manning. Ninguno estaba preparado para reconocer que el Ejército había obtenido una información, cosa que no había logrado ninguna de las organizaciones a las que ellos representaban. Había un cuarto personaje vestido de paisano, pero su opinión no contaba. Era un miembro del Comité de Supervisión del Congreso, y como tal debía ser tratado con deferencia, pero no necesariamente tomarlo en serio.
—Si no hacemos algún movimiento ahora —continuó Manning—, aun a riesgo de que salga a la luz todo lo que sabemos, podría escurrirse de nuevo de las redes. Hace unos once días se encontraba en Zurich. Nosotros estamos convencidos de que todavía está allí. Y, caballeros, ese hombre es Caín.
—Es una afirmación muy importante, de veras —comentó el académico calvo, con aspecto de ave, perteneciente al Consejo Nacional de Seguridad, mientras leía la página del sumario referente a Zurich, que se había repartido a todas los delegados a esa reunión.
Su nombre era Alfred Gillette, experto en evaluación y discriminación personal, y en el Pentágono se lo consideraba como un personaje brillante, vengativo y que poseía amigos que ocupaban posiciones elevadas.
—Yo la encuentro extraordinaria —agregó Peter Knowlton, director asociado de la CIA, un hombre de cincuenta y tantos años que perpetuaba la vestimenta, la apariencia y las actitudes de un miembro de la Ivy League de treinta años atrás—. Nuestras fuentes registran a Caín en Bruselas, no en Zurich, en esa misma época, hace unos once días. Y es muy raro que nuestras fuentes de información cometan un error así.
—Eso sí que es una insólita afirmación —comentó el tercer individuo de paisano, el único de los que rodeaban la mesa a quien Manning respetaba de veras.
Era el de más edad; un hombre llamado David Abbott, ex nadador olímpico, cuyas cualidades intelectuales igualaban a sus proezas físicas. Ahora tenía ya casi setenta años, pero aún se mantenía erguido, la mente tan lúcida como siempre y, sin embargo, los años se evidenciaban en el rostro marcado por las tensiones de toda una vida que jamás habría de revelar. Era un hombre que sabía lo que decía, pensó el coronel. Si bien era miembro del omnipotente Comité de los Cuarenta, había trabajado para la CIA desde sus orígenes en la OSS. El Monje Silencioso de Operaciones Secretas, lo llamaban sus colegas de la CIA.
—En mis días en la CIA —continuó Abbott con una risita— era más frecuente que las fuentes informativas se mostraran más en desacuerdo que coincidentes.
—Nosotros tenemos distintos métodos de verificación —apremió el director asociado—. Con todo respeto, Mr. Abbott, le diré que nuestro equipo de transmisión trabaja de forma literalmente instantánea.
—Eso es equipamiento, no verificación. Pero no voy a discutir; parecería que ha surgido un equívoco. Bruselas o Zurich.
—Las pruebas de Bruselas son irrefutables —insistió Knowlton con firmeza.
—Está bien, oigámoslo —intervino el calvo Gillette, ajustándose las gafas—. Podemos volver a considerar el sumario de Zurich; lo tenemos aquí, frente a nosotros. También nuestras fuentes de información tienen algo que ofrecer, si bien no se contradice con Zurich ni con Bruselas. Algo que ha sucedido seis meses atrás.
Abbott, el de cabellos plateados, echó un vistazo a Gillette.
—¿Seis meses atrás? No recuerdo que el Consejo haya revelado nada sobre Caín hace seis meses.
—No fue totalmente confirmado —replicó Gillette—. Tratamos de no atosigar al Comité con informes no confirmados.
—Ésa también es una afirmación importante —repuso Abbott, sin necesidad de aclarar sus palabras.
—Senador Walters —interrumpió el coronel, mirando al hombre del Comité de Supervisión—, ¿tiene alguna pregunta que formular antes de que continuemos?
—¡Sí, qué diablos! —gruñó el sabueso del Congreso, nativo de Tennesse, estudiando con sus ojos inteligentes los rostros que lo rodeaban—. Pero dado que yo soy nuevo en esto, sigan ustedes; así yo sé dónde debo empezar.
—Muy bien, señor —dijo Manning, haciendo una señal a Knowlton, el hombre de la CIA—. ¿Qué es eso de Bruselas hace once días?
—En Place Tontainas fue asesinado un hombre, un comerciante clandestino de diamantes que trabajaba entre Moscú y Occidente. Operaba a través de una rama de Russolmaz, la firma soviética que coloca en el mercado ese tipo de compras y tiene su sede en Ginebra. Sabemos que ésa es una de las formas en que Caín esconde sus ingresos.
—¿Qué es lo que liga a Caín con ese crimen? —quiso saber el dubitativo Gillette.
—En primer término, el método. El arma fue una aguja larga, insertada en una plaza repleta de gente, al mediodía, con precisión quirúrgica. Caín ya la ha utilizado anteriormente.
—Eso es cierto —concedió Abbott—. En Londres, hace cosa de un año, fue un rumano; y otro, pocas semanas antes. Los dos fueron atribuidos a Caín.
—Atribuidos, pero no confirmados —objetó el coronel Manning—. Se trataba de desertores de las más altas esferas políticas; podían haber sido apresados por la KGB.
—O por Caín, con muchos menos riesgos para los soviéticos —apuntó el hombre de la CIA.
—O por Carlos —agregó Gillette, levantando la voz—. Ni Carlos ni Caín se interesan por ninguna ideología; los dos son mercenarios. ¿Por qué razón, cada vez que hay un crimen de importancia, lo adjudicamos a Caín?
—Cada vez que lo hacemos —replicó Knowlton, con obvia condescendencia— es porque fuentes informativas, desconocidas para ambos bandos, han proporcionado la misma información. Puesto que los informantes no se conocen entre sí, difícilmente podría tratarse de una conspiración.
—Todo parece coincidir de forma demasiado apropiada —afirmó Gillette, en tono desagradable.
—Volviendo a Bruselas —interrumpió el coronel—. Si se trataba de Caín, ¿por qué habría de asesinar a un contrabandista de la Russolmaz? Él lo utilizaba.
—Un comerciante clandestino —corrigió el director de la CIA—. Y por muchas razones, de acuerdo con nuestros informantes. El hombre era un ladrón; ¿y por qué no? La mayoría de sus clientes también eran ladrones; no podrán evitar los cargos. Él podría haber engañado a Caín; y si lo hizo, ésa habría sido su última transacción. O podría haber sido lo suficientemente estúpido como para especular con la identidad de Caín; aun el menor indicio de ello habría dado motivos para insertar la aguja. O quizá Caín simplemente quería borrar sus huellas. Pese a todo, las circunstancias, más las fuentes informativas, dejan escasas dudas respecto a la culpabilidad de Caín.
—Y habrá mucho más cuando se aclare el asunto de Zurich —dijo Manning—. ¿Podemos proceder con el sumario?
—Un momento, por favor. —David Abbott habló en tono casual, mientras encendía su pipa—. Creo que nuestro colega del Consejo de Seguridad ha dicho que lo ocurrido se relaciona con Caín hace seis meses atrás. Tal vez podríamos oír de qué se trataba.
—¿Por qué? —preguntó Gillette, con los ojos de lechuza escondidos tras los vidrios de sus quevedos—. El factor tiempo elimina la posibilidad de que haya sucedido en Bruselas o en Zurich. He dicho eso también.
—Sí, lo ha dicho —admitió el ex formidable Monje, de los Servicios Secretos—. Creo, sin embargo, que cualquier tipo del lugar podría resultar útil. Como también lo manifestara usted, podemos volver al tema del sumario; está justo frente a nosotros. Pero si eso no se considera de importancia, continuemos con el asunto Zurich.
—Gracias, Mr. Abbott —replicó el coronel—. Recordará usted que hace once días fueron asesinados cuatro hombres en Zurich. Uno de ellos era el guardián de un aparcamiento junto al río Limmat; puede suponerse que no estaba involucrado en las actividades de Caín, pero se vio atrapado por ellas. Otros dos hombres fueron hallados en una callejuela de la zona Oeste de la ciudad, aparentemente crímenes no relacionados entre sí, excepto la cuarta víctima. Está ligada a los otros dos hombres de la callejuela, todos ellos partes del submundo de Zurich-Munich, y está, eso queda fuera de toda cuestión, conectado con Caín.
—Ése es Chernak —dijo Gillette, leyendo el sumario—. Al menos supongo que se trata de Chernak. Reconozco el nombre, y lo asocio de algún modo con el expediente de Caín.
—En efecto, debería asociarlo —replicó Manning—. Apareció por primera vez en un informe proporcionado por la G-DOS hace dieciocho meses, y volvió a saltar un año después.
—Y eso sería seis meses atrás —intervino Abbott en voz baja, mirando a Gillette.
—Sí, señor —continuó el coronel—. Si alguna vez se dio un ejemplo de lo que se llamó la escoria de la tierra, ése fue Chernak. Durante la guerra fue recluta checo en Dachau, interrogador trilingüe, tan brutal como cualquiera de los que había en el campo. Envió a polacos, eslovacos y judíos a las duchas después de sesiones de torturas en las que extraía, y elaboraba, información «incriminatoria» que los jefes de Dachau deseaban oír. No reparaba en nada con tal de lograr la aprobación de sus superiores, y se llevaban a cabo los procedimientos más sádicos para rivalizar con sus iniquidades. Lo que ellos no advertían era que él estaba catalogando las de ellos. Escapó después de la guerra, le destrozaron las piernas al pasar por una mina sin detectar y, sin embargo, se las arregló para subsistir pasaderamente gracias a sus extorsiones de Dachau. Caín lo encontró y lo utilizó como mensajero para recibir dinero en su nombre, y él se dedicó a asesinar por encargo.
—¡Espere un minuto! —objetó enérgicamente Knowlton—. Ya hemos tratado antes el asunto de Chernak. Si ustedes recuerdan, fue la Agencia la que lo descubrió primero; y lo habríamos atrapado mucho antes si el Estado no hubiera intercedido por varios funcionarios antisoviéticos importantes, dentro del Gobierno de Bonn. Usted supone que Caín ha utilizado a Chernak; pero no lo sabe a ciencia cierta, no tiene más pruebas que las que nosotros poseemos.
—Pero ahora lo sabemos —repuso Manning—. Hace siete meses y medio recibimos un dato respecto a un hombre que administraba un restaurante llamado «Drei Alpenhäuser»; se informó que se trataba de un intermediario entre Caín y Chernak. Lo vigilamos durante varias semanas, sin el menor resultado; era una figura secundaria en el submundo de Zurich, eso era todo. No nos interesamos más por él. —El coronel hizo una pausa, satisfecho al descubrir que todos los ojos estaban fijos en él—. Cuando nos enteramos del asesinato de Chernak, nos arriesgamos. Hace cinco noches, dos de nuestros hombres se ocultaron en el «Drei Alpenhäuser», después de que el restaurante cerrara. Acorralaron a su propietario y lo acusaron de tener tratos con Chernak, de trabajar para Caín; armaron un escándalo para asustarlo Pueden imaginarse la sorpresa de nuestros hombres cuando el sujeto se rindió, se puso literalmente derodillas, rogando que lo protegieran. Admitió que Caín se encontraba en Zurich la noche en que Chernak fue asesinado; que, en realidad, él había visto a Caín aquella noche y que había surgido el tema de Chernak. Sumamente negativo.
El militar volvió a hacer una pausa, y rompió el silencio un casi imperceptible silbido emitido por David Abbott, que sostenía la pipa frente al rostro.
—Bueno, ésa sí que es una revelación —comente el Monje en voz baja.
—¿Por qué no se pasó a la Agencia esa información recibida por ustedes hace siete meses? —preguntó Knowlton, en tono irritante.
—Porque no se podría probar.
—No podrían ustedes; tal vez sí si hubiera llegado a nuestras manos.
—Es posible. Admito que no nos ocupamos de él demasiado tiempo. El poder del hombre es limitado ¿quién de entre nosotros puede mantener una vigilancia inútil durante mucho tiempo?
—Nosotros podríamos haber turnado tal vigilancia con ustedes, de haberlo sabido.
—Y nosotros podríamos haberles quitado a ustedes el tiempo que utilizaron para preparar el caso Bruselas, si lo hubiéramos sabido.
—¿De dónde procedía esa información? —preguntó Gillette, interrumpiendo, impaciente, la mirada fija en Manning.
—Anónima.
—¿Puede dar su palabra sobre eso?
La expresión de pajarraco de Gillette disfrazó su asombro.
—Es una razón por la que se limitó la vigilancia que montamos al principio.
—Sí, está claro, pero ¿quiere decir entonces que nunca lo averiguaron?
—Naturalmente que sí —respondió el coronel irascible.
—Aparentemente, sin demasiado entusiasmo —continuó Gillette, indignado—. ¿No se les ocurrió que alguien en Langley, o en el Consejo, podría haber colaborado, podría haber suministrado aclaraciones sobre algunas dudas? Estoy de acuerdo con Peter. Se nos debió haber informado.
—Hay una razón para que no lo hayamos hecho. —Manning respiró hondo; en un ambiente menos militar, podría haberse considerado como un suspiro—. El informante manifestó claramente que si acudíamos a cualquier otra rama no volvería a establecer nuevamente contacto con nosotros. Pensamos que teníamos que conformarnos con eso; ya nos había ocurrido antes.
—¿Qué está diciendo?
Knowlton dejó caer la hoja del sumario y miró al oficial del Pentágono.
—No es nada nuevo, Peter. Cada uno de nosotros tiene sus propias fuentes de información, y las protege.
—Ya lo sé. Por eso no se nos informó acerca del asunto de Bruselas. Ambos parásitos dijeron que había que mantener al Ejército fuera del caso.
Silencio. Roto únicamente por la irritada voz de Alfred Gillette, del Consejo de Seguridad.
—¿Cuántas veces «les ha ocurrido eso antes», coronel?
—¿Qué cosa?
Manning miró a Gillette, consciente, a la vez, de que David Abbott observaba fijamente a ambos.
—Me gustaría saber cuántas veces se les ha dicho que deben mantener en secreto esas fuentes de información. Me refiero a Caín, por supuesto.
—Varias veces, supongo.
—¿Supone?
—La mayor parte de las veces —insistió.
—¿Y usted, Peter? ¿Qué me dice de lo que ocurre en la Agencia?
—Se nos ha limitado mucho en términos de diseminación profunda.
—¡Por el amor de Dios!, ¿qué quiere decir eso? —La interrupción llegó de quien menos se esperaba: del delegado de Supervisión—. No me interpreten mal, todavía no he comenzado. Simplemente quisiera seguir el lenguaje que ustedes emplean. —Se volvió hada el hombre de la CIA—. ¿Qué diablos es eso que acaba de decir? ¿Lo de profunda…?
—Diseminación, senador Walters; es una palabra que figura a lo largo de todo el informe de Caín. Nos hemos arriesgado a perder informantes atrayendo sobre ellos el interés de otras unidades de espionaje. Se lo aseguro, es un procedimiento de rutina.
—Suena como si estuvieran probando a una vaca estéril.
—Casi con los mismos resultados —agregó Gillette—. Nada de cruces extraños que puedan corromper el pedigree. Y, a la inversa, nada de intercambiar experimentos para descubrir las causas de la ineptitud.
—Un bonito juego de palabras —expresó Abbott, con una sonrisa apreciativa—, pero no estoy muy seguro de comprenderlo.
—Yo diría que está bastante claro, ¡maldita sea! —replicó el hombre del NSC, mirando al coronel Manning y a Peter Knowlton—. Las dos ramas de espionaje más activas del país han estado recibiendo información acerca de Caín durante los últimos tres años, y no ha existido intercambio de elementos para verificar los orígenes del fraude. Simplemente, hemos recibido toda la información como dato fidedigno, y lo hemos aceptado y asimilado como válido.
—Bueno, hace mucho tiempo que damos vueltas alrededor de este asunto, demasiado tiempo, lo admito, pero aquí no se ha dicho nada que ya no haya oído antes —repuso el Monje—. Los informantes son personas peligrosas, y siempre están a la defensiva; guardan celosamente sus contactos. Ninguno trabaja por caridad, sino para su provecho y sustento.
—Me temo que está pasando por alto mi objetivo. —Gillette se quitó las gafas—. Le dije antes que estaba alarmado debido a tantos crímenes que se le atribuían a Caín, o que se le atribuían aquí, cuando me parece que el asesino más experto de nuestra época, de la Historia quizá, ha sido relegado a un papel comparativamente menos importante. Creo que eso es un error. Me parece que en quien deberíamos concentrar nuestra atención es en Carlos. ¿Qué le ha sucedido a Carlos?
—Cuestiono sus palabras, Alfred —opuso el Monje—. Ya pasó la época de Carlos. Ahora es Caín quien ocupa el primer plano. Han cambiado los órdenes; han surgido nuevos cambios, y sospecho que las aguas están pobladas de tiburones mucho más feroces.
—No puedo estar de acuerdo con eso —replicó el hombre de Seguridad Nacional, sus ojos de lechuza fijos con expresión aburrida en el delegado de más edad de la rama de espionaje—. Perdóneme, David, pero se me ocurre que es el propio Carlos quien está al frente de esto. Para distraer la atención hacia alguien que no sea él mismo, para obligarnos a concentrarnos en algo de mucha menor importancia. Estamos gastando todas nuestras energías persiguiendo a un desdentado tiburón fuera del agua, mientras los verdaderos tiburones permanecen libres, al acecho.
—Nadie se olvida de Carlos —objetó Manning—. Simplemente resulta que no se muestra tan activo como Caín.
—Tal vez sea eso exactamente lo que quiere hacernos creer —repuso Gillette, en tono helado—. Y por Dios que lo creemos.
—¿Puede dudarlo? —preguntó Abbott—. El récord de los éxitos de Caín es abrumador.
—¿Puedo dudarlo? —repitió Gillette—. Ésa es la cuestión, ¿no es verdad? Pero ¿acaso alguno de nosotros puede estar seguro? Ésa es también una pregunta válida. Ahora venimos a descubrir que tanto el Pentágono como la CIA han estado literalmente operando de forma independiente entre sí, sin discutir siquiera la veracidad de sus fuentes de información.
—Una costumbre rara vez suspendida en esta ciudad —comentó Abbott, divertido. De nuevo, interrumpió el hombre de Supervisión.
—¿Qué es lo que está tratando de decir, Mr. Gillette?
—Me gustaría poseer más información acerca de las actividades de un tal Ilich Ramírez Sánchez. Es decir…
—Carlos —replicó el diputado—. Sí, todavía recuerda mis lecturas. Ya veo. Gracias. Continúen, caballeros.
Manning habló precipitadamente:
—Podríamos volver al tema Zurich, si les parece. Nuestra recomendación es ir de inmediato detrás de Caín. Podemos hacer correr la voz en el Verbrecherwelt, recurrir a todos los informantes de que disponemos, solicitar la colaboración de la Policía de Zurich. No podemos permitirnos perder un solo día más. El hombre en Zurich es Caín.
—Y entonces, ¿quién estaba en Bruselas? —El hombre de la CIA, Knowlton, hizo la pregunta tanto para sí como para los presentes—. El método era de Caín, los informantes no se podían equivocar a ese respecto. ¿Cuál sería el motivo?
—Proporcionarles a ustedes información falsa, obviamente —repuso Gillette—. Y antes de que hagamos gestiones espectaculares en Zurich, sugiero que cada uno relea el expediente de Caín y se dedique a investigar a fondo toda la información que se les haya suministrado. Las estaciones europeas, ¿han controlado exhaustivamente a cada informante que de modo tan milagroso ha suministrado información? Tengo la impresión de que podrían encontrarse con algo que no esperaban: la fina mano latina de Ramírez Sánchez.
—Puesto que se muestra tan insistente con lo de la clarificación, Alfred, ¿por qué no nos dice algo acerca de aquel incidente no confirmado que se produjo seis meses atrás? Aquí nos encontramos aparentemente en una situación algo peligrosa; podría resultarnos útil su relato.
Por primera vez en el transcurso de la conferencia, el irritable delegado del Consejo Nacional de Seguridad pareció vacilar.
—Recibimos la primera noticia aproximadamente a mediados de agosto, de una fuente fidedigna que tenemos en Aix-en-Provence, de que Caín iba camino de Marsella.
—¿En agosto? —exclamó el coronel—. ¿A Marsella? ¡Ése era Leland! El embajador Leland fue asesinado en Marsella. ¡Y en agosto!
—Pero no fue Caín quien disparó el rifle. Fue un crimen cometido por Carlos; eso fue confirmado. El calibre del arma coincidía con el de asesinatos anteriores, tres descripciones de un desconocido de cabello oscuro en el tercero y el cuarto pisos de un depósito, que llevaba una mochila al hombro. Nunca existió la menor duda de que el embajador Leland fue asesinado por Carlos.
—¡Por el amor de Dios! —gruñó el oficial—. ¡Esto fue después del hecho consumado, después del crimen! No importa de quién, había un contrato respecto a Leland, ¿no se les ha ocurrido eso? Si nosotros hubiésemos sabido de la existencia de Caín, podríamos haber protegido a Leland. ¡Era propiedad militar! ¡Maldita sea, hoy podría estar vivo!
—Difícil —repuso Gillette, con calma—. Leland no era de esa clase de hombres que podía vivir en un bunker. Y dado su estilo de vida, una advertencia a medias no le hubiera servido de nada. Además, si hubiéramos llevado a cabo una estrategia conjunta, una advertencia a Leland habría sido contraproducente.
—¿En qué sentido? —preguntó el Monje con aspereza.
—Esa explicación les corresponde enteramente a ustedes. Nuestra fuente de información tenía que establecer contacto con Caín durante la medianoche y las tres de la madrugada del día 25 de agosto, en la rué Sarrasin. Leland no debía llegar allí hasta el día 25. Como le digo, si hubiéramos trabajado en conjunto habríamos atrapado a Caín. Pero no fue así; Caín nunca apareció por allí.
—Y su fuente informativa insistió en cooperar sólo con ustedes —dijo Abbott—. Con exclusión de todos los demás.
—Sí —asintió Gillette, tratando, sin lograrlo, de ocultar su turbación—. A nuestro juicio, el riesgo de Leland había sido eliminado, lo cual, en términos de Caín, resultó ser la verdad, y las posibilidades de captura, mayores de lo que habían sido hasta el momento. Finalmente, habríamos encontrado a alguien dispuesto a salir a la luz e identificar a Caín. ¿Alguno de ustedes habría manejado las cosas de otro modo?
Silencio, roto esta vez por el astuto diputado de Tennesse, que habló en tono exageradamente claro, separando ostensiblemente las sílabas.
—¡Dios Todopoderoso…, qué pandilla de inútiles! Silencio, terminado por la voz solícita de David Abbott:
—Debo felicitarlo, señor, por ser el primer hombre honesto que se nos envía desde la colina del Congreso. El hecho de que no se haya sentido abrumado por la atmósfera enrarecida de estos honorables ámbitos, no escapa a ninguno de nosotros. Es una sensación sumamente refrescante.
—No creo que el legislador capte en toda su intensidad la delicadeza de…
—¡Oh, cállese, Peter! —repuso el Monje—. Creo que el diputado desea decir algo.
—Sólo unas palabras —declaró Walters—. Creía que todos ustedes habían cumplido ya su mayoría de edad. Quiero decir, que todos parecen personas mayores de edad, y por eso deberían ser más inteligentes. Se supone que son capaces de mantener conversaciones inteligentes, de intercambiar información en tanto se la respeta confidencialmente, y capaces asimismo de buscar soluciones en común. En lugar de ello, hablan como si fueran un grupo de niños que se pelean por sacar la sortija de premio. ¡Bonita manera de gastar el dinero de los contribuyentes!
—¡Usted exagera simplificando las cosas, señor! —estalló Gillette—. Usted está hablando de un utópico aparato descubridor de procedimientos. No existe tal cosa.
—Estoy hablando de personas razonables, señor. Soy abogado, y antes de asistir a esta función de circo he tenido en mis manos asuntos sumamente confidenciales todos los días de mi vida. ¿Qué diablos hay de nuevo en todo esto?
—¿Y cuál es su objetivo? —preguntó el Monje.
—Quiero una explicación. Durante más de dieciocho meses he permanecido sentado en mi escritorio del Subcomité de Asesinato del Senado. He hojeado miles de páginas, llenas de cientos de nombres, y del doble de teorías. No creo que exista allí la sugerencia de una conspiración o la sospecha de un asesino, que yo sepa. He vivido junto a esos nombres y esas teorías durante dos malditos años, y no creo que me quede ya nada por descubrir.
—Yo diría que sus credenciales eran muy impresionantes —interrumpió Abbott.
—Creo que podrían serlo; por eso acepté el cargo de contralor. Creí que iba a ser una contribución efectiva, pero ahora no estoy tan seguro. De pronto he empezado a preguntarme qué es lo que hago ahora.
—¿Por qué? —preguntó Manning con cierta aprensión.
—Porque he permanecido aquí sentado, escuchando la descripción de una operación que durará tres años, involucrando una amplia red de personal y de informantes, y de servicios de espionaje apostados en toda Europa, todo esto basado en un asesino cuya «lista de triunfos» se está tambaleando; ¿estoy sustancialmente en lo correcto?
—Continúe —respondió Abbott en voz baja, sujetando su pipa, con expresión absorta—. ¿Qué es lo que quiere preguntar?
—¿Quién es ese hombre? ¿Quién diablos es ese Caín?