14

—Aquí está todo —dijo Marie. Había separado los certificados por denominaciones; los billetes de francos y demás, sobre el escritorio—. Te dije que estaría todo.

—Ha estado a punto de fracasar todo.

—¿Qué?

—El hombre al que llamaban Johann, el hombre de Zurich. Está muerto, yo lo he matado.

—Jason, ¿qué ha sucedido?

Él le relató lo ocurrido.

—Ellos contaron con el Pont Neuf —dijo—. Supongo que el coche que los escoltaba quedó atrapado en medio del tránsito, dio con la frecuencia de la radio del correo y dijo a los demás que esperaran un poco. Estoy seguro de que fue eso.

—¡Oh, Dios mío, están en todas partes!

—Pero no saben dónde estoy yo —declaró Bourne, mirando hacia el espejo sobre el escritorio y estudiando sus rubios cabellos mientras se ponía las gafas de montura de carey—. Y el último sitio donde esperan encontrarme, si por alguna razón saben que estoy al tanto de todo, es una casa de modas en Saint-Honoré.

—¿«Les Classiques»? —preguntó Marie, atónita.

—En efecto. ¿No me dijiste que se llamaba así?

—Sí, ¡pero es una locura!

—¿Por qué? —Jason se volvió para mirarla—. Piénsalo bien. Hace veinte minutos les falló el plan; tiene que haberse producido una gran confusión, recriminaciones, acusaciones de incompetencia o cosas peores aún. En este instante están más preocupados entre sí que conmigo; nadie quiere recibir un balazo en la garganta. Esto no durará mucho; volverán a organizar los grupos sin perder mucho tiempo, Carlos se ocupará de que así sea. Pero en el curso de la próxima hora, más o menos, intentarán reconstruir los hechos y, por lo tanto, no me buscarán en un sitio que no sospechan que conozco.

—¡Alguien podría reconocerte!

—¿Quién? Trajeron un hombre de Zurich para que me reconociera y está muerto. No están seguros de mi aspecto físico.

—El correo. Ellos lo capturaron; él te ha visto.

—Durante las próximas horas estará muy ocupado con la Policía.

—D’Amacourt. ¡El abogado!

—Sospecho que se encuentran ya camino de Normandía o Marsella o, si tienen suerte, fuera del país.

—¿Y si los detuvieran, si los hicieran prisioneros?

—Supongámoslo. ¿Crees que Carlos se arriesgaría a revelar su modo de recibir mensajes?

—Jason, tengo miedo.

—También yo. Pero no de que me reconozcan. —Bourne regresó junto al espejo—. Podría darte una extensa conferencia acerca de falsificaciones faciales y alteración de facciones, pero no lo haré.

—Hablas de las evidencias de la cirugía. Port Noir. Ya me lo dijiste.

—Nada de eso. —Bourne se apoyó en la mesa, observando su rostro—. ¿De qué color son mis ojos?

—¿Qué dices?

—No, no me mires. Ahora dime, ¿de qué color son mis ojos? Los tuyos son castaños, con toques de verde; ¿qué me dices de los míos?

—Son azules… azulados. O grises, en realidad… —Marie se detuvo—. En realidad no estoy del todo segura. Supongo que es terrible, es culpa mía.

—Es perfectamente natural. Básicamente, son castaños, pero no todo el tiempo. Yo mismo lo he notado. Cuando me pongo una camisa o una corbata azul, se ponen azules; cuando me pongo una chaqueta o un abrigo marrón, se vuelven grises. Cuando estoy desnudo, el color se hace indefinido.

—Eso no es tan extraño. Estoy segura de que a millones de personas les sucede lo mismo.

—Seguro que sí. ¿Pero cuántas de esas personas usan lentes de contacto si tienen una vista normal?

—¿Lentes de…?

—Eso mismo —interrumpió Jason—. Algunas lentes de contacto están hechas precisamente para cambiar el color de los ojos. Y resultan más efectivas cuando los ojos son castaños. La primera vez que Washburn me examinó, había marcas de uso prolongado. Ésa es una de las claves, ¿no es así?

—Es del modo que tú quieres que sea —respondió Marie—. Si es que es verdad.

—¿Por qué no habría de serlo?

—Porque el médico estaba más borracho que sobrio la mayor parte de las veces. Eso es lo que me dijiste. Apilaba conjeturas sobre conjeturas, sólo Dios sabe con cuánto alcohol encima. Nunca se mostraba específico. No podía.

—Algo dijo. Que yo era como el camaleón, apto para un molde flexible. Quiero descubrir para el molde de quién; tal vez ahora logre descubrirlo. Gracias a Dios has conseguido una dirección. Allí quizás alguien conozca la verdad. Aunque sea un solo hombre, es todo lo que necesito. Puedo enfrentarme con una persona, revelarle mi secreto si es necesario…

—No puedo detenerte, pero ¡por amor de Dios, ten cuidado! Si te reconocen, te asesinarán.

—Allí no; eso sería un desastre para sus intereses. Estamos en París.

—No creo que sea nada divertido, Jason.

—Yo tampoco. Estoy tomando las cosas muy en serio.

—¿Qué vas a hacer? Quiero decir, ¿cómo lo vas a hacer?

—Lo sabré cuando llegue allí. Veré si alguien corre nerviosamente de un lado a otro, ansioso o esperando una llamada telefónica, como si de ello dependiese su vida.

—¿Y luego qué?

—Haré lo mismo que hice con D’Amacourt. Esperaré afuera, a quienquiera que sea. Ya estoy cerca de la pista; no voy a perderla. Y tendré mucho cuidado.

—¿Me llamarás por teléfono?

—Trataré de hacerlo.

—Me volveré loca esperando. Sin saber nada.

—No esperes. ¿No puedes depositar los bonos en alguna parte?

—Los Bancos están cerrados.

—Utiliza un hotel importante; suelen disponer de cajas de seguridad.

—Pero tengo que alojarme en alguna habitación.

—Bueno, toma una habitación en el «Meurice» o el «George Cinq». Deja el maletín en la caja fuerte, pero vuelve aquí.

Marie asintió.

—Eso me tendrá ocupada.

—Luego, llama a Ottawa. Averigua qué sucedió.

—Está bien.

Bourne fue a la mesita de noche y cogió un fajo de billetes de cinco mil francos.

—Una propina hará más fáciles las cosas —dijo—. No sé lo que puede suceder, pero podría resultarme útil.

—Está bien —coincidió Marie, y luego continuó—: ¿Te has dado cuenta de que acabas de mencionar de corrido el nombre de dos hoteles?

—Sí. —Se volvió para mirarla de frente—. He estado antes allí. Muchas veces. He vivido aquí, pero no en esos hoteles, sino en otros de callejuelas alejadas, creo. Que no se pueden localizar fácilmente.

Se abrió un silencio; el miedo electrizaba la atmósfera.

—Te amo, Jason.

—Yo también te amo —replicó Bourne.

—Vuelve conmigo. No importa lo que suceda, vuelve a mi lado.

La iluminación era tenue y dramática; unos reflectores fijos lanzaban su luz desde un techo color marrón oscuro, bañando maniquís y clientas elegantemente vestidas en probadores de color amarillo brillante. Los mostradores de alhajas y accesorios estaban forrados en terciopelo negro, sedas de brillantes colores rojos y verdes, graciosamente desplegadas, resplandecientes cascadas de oro y plata capturadas en las luces que adornaban el local. Las arcadas se curvaban en graciosos semicírculos, puesto que «Les Classiques», si bien no podía calificarse de pequeña distaba de ser una tienda imponente. Sin embargo, se trataba de un sitio bellísimo, en uno de los más elegantes barrios residenciales de París. Los probadores con puertas de cristales coloreados, ocupaban la parte posterior del local debajo de un balcón adonde daban las oficinas de la empresa. A la derecha se advertía una escalera alfombrada, junto a un tablero elevado, ocupado por un hombre de aspecto extraño de mediana edad: un sujeto fuera de lugar, vestido con un traje de estilo muy conservador, que operaba en una consola y hablaba por un micrófono que en una extensión del único auricular.

Los empleados eran en su mayoría mujeres, altas esbeltas, de rostros y figuras pálidas y como desencajadas, fantasmas vivientes de antiguas modelos cuyos gustos y saber las habían llevado más allá de sus hermanas en el oficio, ya que no podían dedicarse a otras cosas. Los pocos hombres que se veían eran también delgados; figuras magras, enfatizadas por trajes ajustados, gestos rápidos, posturas desafiantes, casi de ballet.

Una música ligera, romántica, provenía del oscuro techo: crescendos apacibles, puntualizados en forma abstracta por rayos de reflectores en miniatura. Jason paseó por las distintas alas del salón, estudiando los maniquís, palpando las telas, haciendo sus propias deducciones. Éstas cubrieron su estupor esencial. ¿Dónde estaban la confusión, la ansiedad que esperaba encontrar en el centro receptor de mensajes de Carlos? Miró hacia arriba, hacia las puertas abiertas de las oficinas y el único corredor que dividía el reducido complejo edificio. Los hombres y las mujeres caminaban con aire despreocupado como lo hacían los del piso principal, deteniéndose de vez en cuando a hablar unos con otros, intercambiando bromas, o fragmentos de información sin importancia. Chismes. En ninguna parte se advertían señales de urgencia, ni el menor signo de que una trampa vital acababa de explotar estruendosamente, que un asesino importante —el único hombre en París que trabajaba para Carlos y que podía identificar a la presa— había recibido un balazo en la cabeza, había sido asesinado en la parte posterior de un camión blindado, en el Quai de la Rapée.

Era algo increíble, aunque sólo fuese porque la atmósfera del lugar era precisamente todo lo contrario de lo que él había esperado. No era que hubiera pensado encontrarse con un caos, en modo alguno; los mercenarios de Carlos estaban demasiado vigilados como para hacer algo semejante. Pero había esperado algo. Y allí no había rostros tensos, ojos temerosos, movimientos rápidos que significaran alarma. Nada había de inusual; el elegante mundo de la haute couture continuaba circulando en su elegante órbita, sin inmutarse por los acontecimientos que deberían haber alterado su equilibrio.

Sin embargo, había un teléfono privado en alguna parte, y alguien que no sólo hablaba en nombre de Carlos, sino que también estaba autorizado para poner en marcha a tres asesinos, dispuestos a dar caza a la presa. Una mujer…

La vio; tenía que ser ella. Bajaba por la mitad de la escalera; una mujer alta e imperiosa, con un rostro al que los años y la cosmética habían convertido en una fría máscara de sí misma. La detuvo un delgadísimo empleado, que llevaba en la mano una libreta de cuentas para que ella la aprobara; la mujer miró la libreta, luego volvió a mirar hacia abajo, en dirección a un hombre nervioso, de mediana edad, de pie junto a uno de los mostradores de la sección joyería. La mirada fue breve; el mensaje, claro. Está bien, mon ami, tome la chuchería que ha elegido, pero pague pronto su factura. De lo contrario, la próxima vez se verá en líos. O peor. Yo podría llamar a su esposa. La advertencia fue formulada en una milésima de segundo; una sonrisa tan falsa como amplia hizo crujir la helada máscara y, con un gesto de asentimiento, la mujer tomó el lápiz que llevaba el empleado y escribió sus iniciales en la nota de venta. Continuó bajando la escalera con el empleado a la zaga, inclinándose hacia ella para decirle algo. Era obvio que la estaba adulando; al llegar al último escalón, ella se volvió, se ahuecó los negrísimos cabellos y dio al hombre un golpecito en la muñeca para mostrarle su agradecimiento.

No había excesiva placidez en los ojos de aquella mujer. Eran unos ojos tan lúcidos como cualquiera otros que Bourne hubiera visto en su vida, tal vez con excepción de aquellos ojos ocultos tras las gafas con montura de oro, que había visto en Zurich.

Instinto. Ella era su objetivo; sólo quedaba el problema de cómo llegar a ella. Los primeros movimientos habrían de ser sutiles, ni excesivos ni indiferentes; trataría simplemente de atraer su atención. Ella tenía que venir hacia él.

Los minutos siguientes asombraron a Jason —es decir, él se asombró a sí mismo—. El caso era «representar un papel»; eso lo comprendía perfectamente; lo que le impresionaba era la facilidad con la que cambiaba de personaje, un personaje tan ajeno a él, al aspecto bajo el cual se conocía. Minutos antes había mirado apreciativamente; ahora inspeccionaba, arrancando los modelos de sus maniquís, colocando las telas a la luz. Examinó las costuras de cerca, los botones y los ojales, pasando los dedos por los cuellos, estrujándolos y luego dejándolos caer. Era buen juez de la ropa fina, un experto comprador que sabía lo que quería y descartaba con rapidez lo que no se adecuaba a sus deseos. Lo único en lo que no reparaba era en los precios; obviamente, esto no le interesaba.

El hecho de no fijarse en los precios atrajo la curiosidad de la imperiosa mujer, que no dejaba de mirar en dirección a él. Una empleada de la sección Ventas se aproximó a Bourne, con su cóncava silueta flotando sobre la alfombra; él le sonrió cortésmente, pero le dijo que prefería ver por sí mismo lo que se exhibía. Menos de treinta segundos después se encontraba detrás de tres maniquís, cada uno de los cuales lucía los diseños más exclusivos que podía ofrecer «Les Classiques». Alzó las cejas, hizo un gesto con la boca para manifestar su silenciosa aprobación, mientras caminaba alrededor de las tres figuras de plástico, en dirección a la mujer que se encontraba al otro lado del mostrador. Ésta susurró unas palabras al oído de la empleada que había hablado antes con él; la ex modelo sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

Bourne permaneció de pie, con los brazos en jarras, respirando con lentitud mientras sus ojos vagaban de un maniquí a otro; no estaba seguro de lo que pasaba por su mente. Y un cliente potencial en esa situación, especialmente cuando se trataba de alguien que no reparaba en precios, necesitaba ayuda de la persona más experta de las cercanías; era irresistible. La imponente mujer se tocó los cabellos y cruzó graciosamente los salones en dirección a él. La pavana había llegado al final de sus primeros movimientos; los bailarines se inclinaron en un saludo, preparándose para la gavota.

—Veo que ha reparado en nuestros mejores modelos, señor —dijo la mujer en inglés, suposición obviamente basada en el juicio de un ojo avezado.

—Confío en que sí —replicó Jason—. Tienen una interesante colección en esta casa, pero se ha de investigar a fondo, ¿no le parece?

—La omnipresente e inevitable escala de valores, señor. Sin embargo, todos nuestros diseños son exclusivos.

Cela va sans dire, madame.

Ah, vous parlez français?

Un peu. Un francés pasadero.

—¿Es norteamericano?

—No vengo mucho por aquí —manifestó Bourne—. ¿Dice usted que estos modelos los confeccionan sólo para esta casa?

—¡Oh, sí! Nuestro diseñador está bajo contrato de exclusividad; estoy segura de que habrá oído hablar de él. Es Rene Bergeron.

Jason frunció el ceño.

—¡Oh, sí! Muy respetado, pero nunca ha logrado un progreso espectacular. ¿No es así?

—Pero lo logrará, señor. Es inevitable; su reputación va aumentando año tras año. Hace algún tiempo trabajó para St. Laurent, luego para Givenchy; algunos dicen que ha hecho mucho más que cortar los moldes, si me entiende lo que quiero decir.

—No es muy difícil de comprender.

—¡Y si usted supiera la de zancadillas que le ponen para hacerlo caer! ¡Es algo tremendo! Porque él adora a las mujeres; las adula y no las convierte en muchachitos, vous comprenez?

Je vous comprends parfaitement.

—Algún día se hará famoso en el mundo entero, y sus enemigos no podrán ni siquiera tocar el ruedo de sus creaciones. Piense en estos modelos como obras de un maestro a punto de consagrarse, señor.

—Es usted muy convincente. Me llevaré estos tres. Supongo que serán de un talle doce, aproximadamente.

—Catorce, señor. Por supuesto que se los probará la cliente.

—Me temo que no, pero estoy seguro de que en Cap Ferrat habrá buenas modistas.

Naturellement —concedió rápidamente la mujer.

—Y también… —Bourne vaciló, frunciendo nuevamente el ceño—. Mientras estoy aquí, y para no perder tiempo, elíjame algunos más, entre aquellas filas. Estampados y cortes diferentes, pero que armonicen entre sí, si es que esto que le digo tiene algún sentido.

Muchísimo sentido, señor.

—Gracias, se lo agradezco mucho. He hecho un largo viaje en avión, desde las Bahamas, y estoy exhausto.

—Entonces, señor, ¿no querrá sentarse?

—Francamente, lo que querría sería un trago.

—Eso podrá arreglarse de alguna forma, por supuesto. En cuanto a la forma de pago, señor…

—Creo que pagaré al contado —replicó Jason, consciente de que el intercambio de mercadería por dinero contante y sonante llamaría la atención de la supervisora de cuentas de «Les Classiques»—. Los cheques y las cuentas son como pisadas en el bosque, ¿no es cierto?

—Es usted tan inteligente como discriminador. —La rígida sonrisa volvió a resquebrajar la máscara, pero la expresión de los ojos no correspondía a ella en lo más mínimo—. Respecto al trago, ¿por qué no lo toma en mi oficina? Es bastante privada; puede usted descansar y le llevaré algunos modelos para que seleccione usted.

—Espléndido.

—En cuanto a los precios, ¿señor?

Les meilleurs, madame.

Naturellement. —Una mano blanca y fina se extendió hacia él—. Soy Jacqueline Lavier, socia gerente de «Les Classiques».

—Gracias. —Bourne tomó la mano sin intercambiar su nombre.

Uno podía continuar la relación en un ambiente más íntimo, parecía decir su expresión, pero no en ese momento. Por ahora, su carta de presentación era el dinero.

—¿En su oficina? La mía se encuentra a varios miles de kilómetros de aquí.

—Por aquí, señor.

Nuevamente apareció la rígida sonrisa, resquebrajando la máscara facial como una capa de hielo que se fundiera progresivamente. Madame Lavier hizo un gesto en dirección a la escalera. El mundo de la haute couture seguía su curso, su órbita no se alteraba por el fracaso, por una muerte en el Quai de la Rapée.

Aquella falta de solución de continuidad le resultaba a Jason tan inquietante como asombrosa. Estaba convencido de que la mujer que caminaba a su lado era la portadora de órdenes letales que habían abortado hacía una hora, debido a un disparo de arma de fuego, y esas órdenes se las había impartido un hombre sin rostro que exigía obediencia o muerte. Sin embargo, no había la más mínima indicación de que se hubiera movido ni siquiera una hebra de su cabello, perfectamente peinado, por unos dedos nerviosos, ni la menor palidez en la máscara cincelada, que pudiera haberse tomado por temor. Sin embargo, en «Les Classiques» no había nadie de mayor autoridad, nadie hubiera tenido un número particular en una oficina sumamente privada. Faltaba un término de esa ecuación… pero había otro que fue confirmado del modo más inquietante.

Él mismo. El camaleón. La charada había resultado; él se encontraba en campo enemigo, convencido, más allá de cualquier duda, de que nadie lo había reconocido. Todo este episodio adquiría una cualidad de deja vu. Ya había llevado a cabo anteriormente planes como éste, ya había experimentado las mismas sensaciones. Era un hombre que atravesaba una jungla que no le resultaba familiar, pero de alguna forma un instinto lo guiaba a proseguir su camino, seguro de dónde se encontraban las trampas, sabiendo cómo evitarlas. El camaleón era un experto. Llegaron junto a la escalera y comenzaron a subir. Abajo, a la derecha, el operador vestido con traje convencional, hablaba en voz baja al micrófono, como para asegurar al que escuchaba al otro lado de la línea que el mundo de ellos estaba todo lo sereno que debía estar.

Bourne se detuvo en el séptimo escalón; una pausa involuntaria. La nuca de aquel hombre, la línea de su mejilla, su escaso cabello gris, el modo en que caía sobre la oreja; ¡había visto antes a aquel hombre!

En alguna parte. En el pasado, en el pasado imposible de recordar, pero ahora recordaba, como en una penumbra… con algunos rayos de luz. Explosiones, nubes, vientos huracanados, seguidos de silencios cargados de tensión. ¿Qué era eso? ¿Dónde? ¿Por qué otra vez el dolor oprimía sus ojos? El hombre canoso comenzaba a volverse en su silla giratoria; Jason miró en otra dirección, para evitar el contacto de las miradas.

—Veo que el señor está impresionado por nuestra consola, única en su especie —observó Madame Lavier—. Es una distinción que, según creemos, hace a «Les Classiques» diferente a los demás negocios de Saint-Honoré.

—¿Cómo funciona? —preguntó Bourne mientras subían, sintiendo que el dolor en los ojos lo cegaba.

—Cuando llama un cliente a «Les Classiques», no contesta el teléfono una frívola mujer, sino un caballero bien entrenado, que conoce toda la información al dedillo.

—Un toque elegante.

—Otros caballeros piensan lo mismo —agregó ella—. Especialmente cuando hacen por teléfono compras que prefieren mantener en secreto. No hay huellas en nuestros bosques, señor.

Llegaron a la espaciosa oficina de Jacqueline Lavier. Era el despacho de un ejecutivo eficiente: pilas de papeles cuidadosamente separadas sobre el escritorio, en la pared varias acuarelas, algunas de ellas firmadas, otras sin tocar, obviamente inaceptables. Las paredes estaban invadidas por fotografías enmarcadas de la «Bella Gente», cuya belleza se veía empañada a menudo por bocas exageradas, sonrisas tan falsas como la que adornaba la máscara de la dueña de esa oficina. Había cierta cualidad de mujer malvada en el aire perfumado; aquéllos eran los cuarteles generales de una tigresa envejecida, al acecho, lista para atacar a cualquiera que amenazara sus posesiones o la saciedad de sus apetitos. Y, sin embargo, era disciplinada; considerando la situación, un vínculo de unión muy estimable para Carlos.

¿Quién era el hombre de la consola telefónica? ¿Dónde lo había visto antes?

Se le ofreció un trago de una selección de botellas; eligió brandy.

—Siéntese, señor. Trataré de pedir la ayuda del propio Rene, si es que puedo encontrarlo.

—Es muy gentil de su parte, pero estoy seguro de que lo que usted elija será correcto. Tengo cierto instinto para los gustos; el suyo estará respaldado por su oficio. No me preocupa.

—Es usted muy generoso.

—Sólo cuando me dan garantías —respondió Jason, aún de pie—. Ahora me gustaría echar un vistazo a esas fotografías. Veo a muchos conocidos, sino amigos. Muchas de esas caras desfilan por los Bancos de las Bahamas con bastante frecuencia.

—Estoy segura de que es así —concedió Madame Lavier en un tono que hablaba de admiración hacia tales rumbos de las finanzas—. No tardaré mucho, señor.

Por cierto que no, pensó Bourne, mientras la socia gerente de «Les Classiques» abandonaba su oficina. Madame Lavier no era persona que dejara a un hombre rico y cansado demasiado tiempo para pensar. Volvería con los modelos más caros que pudiera hallar, con la mayor rapidez posible. En consecuencia, si había algo en la oficina que pudiera arrojar alguna luz sobre el intermediario de Carlos, había que hallarlo lo más rápidamente posible. Y si se encontraba allí, había que buscarlo sobre la mesa o dentro de ella. Jason caminó en torno a la imponente poltrona frente a la pared, simulando un divertido interés en la contemplación de las fotografías, pero concentrando su atención en el escritorio. Había facturas, recibos, cuentas impagadas, junto con severas cartas de protesta, que aguardaban la firma de Madame Lavier. Una libreta de direcciones estaba abierta, y en la página había escritos cuatro nombres; Bourne se acercó para mirar más de cerca. Cada uno de los nombres correspondía a una compañía, con los contactos individuales entre paréntesis y el cargo correspondiente subrayado. Se preguntó si sería capaz de memorizar cada compañía, cada contacto. Sólo veía un extremo de la página; el resto quedaba oculto por el aparato telefónico. Y había algo más, algo apenas discernible. Un trozo de cinta transparente, a lo largo del borde de una tarjeta, sosteniéndola en su sitio. La cinta era relativamente nueva, se veía recién colocada sobre el papel grueso y la madera reluciente; estaba limpia, sin bordes retorcidos ni señales de haberse encontrado mucho tiempo allí. Instinto.

Bourne tomó el teléfono y lo movió a un lado. Sonó el aparato, la campanilla vibró a través de su mano, su sonido lo alteró. Volvió a colocar el teléfono sobre el escritorio y dio unos pasos, en tanto que un hombre en mangas de camisa entró precipitadamente por la puerta abierta, procedente del corredor. Se detuvo, mirando a Bourne; la expresión de sus ojos demostraba cierta alarma, si bien evidenciaba impasibilidad. El teléfono sonó por segunda vez; el hombre se dirigió rápidamente al escritorio y tomó el receptor.

—¡Diga!

Hubo un silencio, en tanto el intruso escuchaba con la cabeza inclinada, concentrado en el que llamaba. Era un hombre musculoso, tostado por el sol, de edad indefinida; la piel curtida disimulaba los años. El rostro tenso, los labios delgados, cabello espeso y rizado de un castaño oscuro, bien disciplinado. Los tendones de sus brazos desnudos se movían bajo la carne mientras cambiaba el auricular de una mano a la otra, hablando en tono áspero:

Pas ici. Sais pas. Télephonez plus tara… —Colgó y miró a Jason—. Où est Jacqueline?

—Hable despacio, por favor —rogó Jason, mintiendo—. Mi francés es muy limitado.

—Disculpe —respondió el hombre bronceado—. Buscaba a Madame Lavier.

—¿La dueña?

—El título es suficiente. ¿Dónde está?

—Despojándome de mi dinero.

Jason sonrió, llevándose la copa a los labios.

—¿Ah, sí? ¿Y quién es usted, señor?

—¿Y usted?

El hombre estudió a Bourne unos instantes.

—Rene Bergeron.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jason—. Ella lo está buscando, Monsieur Bergeron. Me dijo que tenía que fijarme en sus diseños, que son la obra de un maestro en alza. —Bourne volvió a sonreír—. Usted es el motivo por el cual tengo que enviar un cable a Las Bahamas a pedir más dinero.

—Es usted muy amable, señor. Y le pido disculpas por haber entrado así, tan de golpe.

—Era mejor que contestara usted el teléfono en lugar de hacerlo yo. Berlitz me considera un fracaso.

—Compradores, proveedores, todos esos idiotas que gritan. Señor, ¿con quién tengo el honor de hablar?

—Mi nombre es Briggs —dijo Jason, sin tener la menor idea de qué fue lo que le inspiró el nombre, asombrado de lo rápido que le surgió, de una forma tan natural—. Charles Briggs.

—Es un placer conocerlo. —Bergeron le tendió la mano; el apretón fue firme—. ¿Ha dicho usted que Jacqueline me buscaba?

—Por culpa mía, me temo.

—Ya la encontraré.

El diseñador abandonó rápidamente la oficina. Bourne se encaminó hacia el escritorio, con los ojos fijos en la puerta y la mano en el teléfono. Se hizo a un lado. Sacó de debajo del aparato la libreta de direcciones telefónicas. Allí vio anotados dos números: reconoció el primero como correspondiente a Zurich; el segundo, obviamente, a París.

Instinto. Él tenía razón; aquel trozo de cinta transparente era todo lo que necesitaba. Miró los números, los memorizó, luego volvió a colocar el teléfono en su sitio y se alejó unos pasos.

Apenas había terminado de ordenar el escritorio cuando apareció Madame Lavier, con media docena de vestidos en los brazos.

—Me he encontrado con Rene en la escalera. Ha aprobado con gran entusiasmo mi selección. También me ha informado de que su nombre es Briggs, señor.

—Yo mismo tendría que habérselo dicho —replicó Bourne sonriendo a su vez; advirtió la irritación en el tono de voz de ella—. Pero no creo que usted me lo haya preguntado.

—Huellas en el bosque, señor. ¡Mire, aquí le traigo unas exquisiteces! —Separó los vestidos, colocándolos cuidadosamente sobre varias sillas—. Creo que éstas son algunas de las más bellas creaciones que Rene haya traído para nosotros.

—¿Traído para ustedes? Pero ¿acaso él no trabaja para esta casa?

—Es una forma de decir; su estudio se encuentra al final del corredor, pero es un recinto sagrado. Hasta yo misma tiemblo cuando entro allí.

—Son magníficos —declaró Bourne, yendo de uno al otro—. Pero no quiero abrumarla; sólo intento apaciguarla —agregó, señalando tres modelos—. Me quedaré con estos tres.

—¡Una excelente selección, Mr. Briggs!

—Anótelas junto con las otras, si es tan amable.

—Por supuesto. Por cierto que se trata de una dama muy afortunada.

—Es una buena compañera, pero no es más que una niña. Una niña malcriada, me temo. Sin embargo, he estado fuera mucho tiempo y supongo que le he prestado poca atención, así es que deberé hacer las paces con ella. Es una de las razones por las cuales la envié a Cap Ferrat. —Sonrió, extrayendo del bolsillo su billetera Louis Vuitton—. La facture, s’il vous plait?

—Haré que una de las muchachas se ocupe inmediatamente de ello. —Madame Lavier oprimió un botón del intercomunicador colocado junto a su teléfono. Jason la observó atentamente, preparado para formular algún comentario sobre la llamada que había respondido Bergeron, en caso de que ella advirtiese que el aparato estaba fuera de su lugar—. Faites venir Janine… avec les robes. La facture aussi. —Se puso de pie—. ¿Otro brandy, Mr. Briggs?

Merci bien. —Bourne tendió su copa; ella la tomó y se dirigió al bar. Jason sabía que aún no había llegado el momento de hacer lo que tenía planeado; pronto llegaría ese momento, tan pronto como él pagara, pero no todavía. Sin embargo, podía continuar edificando proyectos con la socia gerente de «Les Classiques»—. Ese hombre, Bergeron —dijo—, ¿tiene contrato exclusivo con ustedes?

Madame Lavier se volvió, con la copa en la mano.

—¡Oh, sí! Aquí somos una familia muy estrechamente unida.

Bourne aceptó el brandy, dio las gracias y se sentó en el sillón frente al escritorio.

—Es un arreglo constructivo —manifestó, aparentemente como al azar.

La empleada alta y delgadísima con quien él había hablado por primera vez, entró en el despacho con un talonario de ventas en la mano. Se le impartieron rápidamente instrucciones, y los vestidos fueron adecuadamente separados mientras la factura cambiaba de manos. Madame Lavier la sostenía ostensiblemente, de modo que Jason pudiese verificar su contenido.

Voici la facture, monsieur —le dijo.

Bourne sacudió la cabeza, desechando su examen.

Combien? —preguntó.

Vingt-mille, soixante francs, monsieur —respondió la socia de «Les Classiques», observando la reacción de él como un enorme y extraño pajarraco.

No hubo ninguna reacción. Jason se limitó a sacar cinco billetes de cinco mil francos de su billetera y a tendérselos a la mujer. Ella asintió y, a su vez, se los entregó a la esbelta vendedora, quien caminó con paso desgarbado rumbo a la puerta, llevando los vestidos.

—Le harán un paquete con todo, y lo traerán aquí, junto con el cambio. —Madame Lavier se encaminó a su escritorio y se sentó—. Así que se encuentra de paso para Ferrat. Debe de ser un sitio precioso.

Bourne pagó. Había llegado el momento.

—Una última noche en París, antes de regresar al kindergarten —dijo, alzando su copa en señal de burla.

—Sí, usted ha mencionado que su compañera es bastante joven.

—He dicho que era una niña, y eso es. Es una buena compañía, pero creo que prefiero la de mujeres algo más maduras.

—Debe de quererla mucho —comentó Madame Lavier, dando unos golpecitos a su perfecto peinado, aceptando el cumplido—. Le compra unas cosas preciosas y, le diré con toda franqueza, muy caras.

—Un precio insignificante considerando la opción que ella podría tener.

—¿Ah, sí?

—Es mi esposa, la tercera para ser exacto, y en las Bahamas debemos conservar las apariencias. Pero el asunto no está ni allí ni aquí; tengo mi vida relativamente en orden.

—Estoy segura de que es así, señor.

—Hablando de las Bahamas, se me ha ocurrido algo hace unos minutos. Por eso es por lo que le he preguntado acerca de Bergeron.

—¿De qué se trata?

—Usted pensará que soy un impetuoso; le aseguro que no es así. Pero cuando algo me sorprende, me gusta investigarlo a fondo. Puesto que Bergeron trabaja en exclusiva para ustedes, ¿alguna vez se les ha ocurrido abrir una sucursal en las islas?

—¿En las Bahamas?

—Y más al Sur también. En el Caribe, quizá.

—Señor, el negocio de Saint-Honoré es ya a menudo más de lo que podemos mantener. El que mucho abarca, poco aprieta, como suele decirse.

—No tendría por qué estar tan atendida; no en la forma que usted cree. Una concesión aquí, otra allí, diseños exclusivos, local propio a base de porcentaje. Nada más que una boutique o dos, expandiéndose, claro está, con cautela.

—Eso requiere un capital considerable, Monsieur Briggs.

—Sólo al principio. Lo que podría llamarse honorarios iniciales. Son elevados, pero no prohibitivos. En los mejores hoteles y clubes, eso depende, por lo general, de cómo conozca uno el sistema de administración.

—¿Y usted lo conoce?

—Magníficamente bien. Como le digo, sólo estoy explorando el asunto, pero pienso que la idea es interesante. La etiqueta de esta casa tendría cierta distinción: «Les Classiques, París, Grand Bahama»… Caneel Bay, tal vez. —Bourne sorbió el resto de su brandy—. Pero probablemente usted piensa que estoy loco. Considérelo simplemente como una charla… Si bien he hecho una inversión de unos pocos dólares como riesgo, esto se me ocurrió en el impulso del momento.

—¿Riesgos?

Jacqueline Lavier volvió a componerse el peinado.

—No me gusta exponer mis ideas, señora. Generalmente las guardo para mí.

—Sí, ya comprendo. Como usted dice, la idea tiene eso de interesante.

—Pienso que sí. Por supuesto, me gustaría saber qué tipo de arreglo tienen ustedes con Bergeron.

—Eso puede arreglarse, señor.

—Le diré lo que haremos —dijo Jason—. Si usted está libre, hablemos del asunto mientras tomamos unas copas, luego la llevaré a cenar. Es mi única noche en París.

—Y prefiere la compañía de mujeres más maduras —concluyó Jacqueline Lavier, y la máscara volvió a resquebrajarse en una sonrisa; el blanco hielo se derretía bajo unos ojos que ahora dejaban ya traslucir una cierta calidez.

C’est vrai, madame.

—Eso puede arreglarse —repitió ella, estirándose para alcanzar el teléfono.

El teléfono. Carlos.

«Va a destrozarla —pensó Bourne—. Hasta podría llegar a asesinarla si se viera obligado. Y descubrirá la verdad.»

Marie se abrió paso entre la multitud hacia la cabina telefónica de la rué Vaugirard. Había reservado una habitación en el «Meurice», dejó el maletín en el mueble-escritorio, y exactamente durante veintidós minutos permaneció sentada sola allí, hasta que ya no pudo soportar más la espera. Se había sentado en una silla mirando hacia la blanca pared, pensando en Jason, en la locura de aquellos últimos ocho días que la habían arrojado a un torbellino más allá de todo razonamiento. Jason. El circunspecto, el aterrorizador y confundido Jason Bourne. Un hombre que llevaba dentro de sí tanta violencia y, sin embargo, cosa curiosa, tanta compasión. Y tan tremendamente capaz de desenvolverse en un mundo del que nada sabían los hombres comunes. ¿De dónde había surgido ese amor que ella sentía? ¿Quién le había enseñado a él a encontrar su camino a través de las oscuras callejuelas de París, de Marsella, de Zurich… y tal vez hasta de un lugar tan remoto como el Oriente? ¿Qué era para él el Lejano Oriente? ¿Cómo sabía los idiomas que allí se hablaban? ¿Cuáles eran esos idiomas? ¿O ese idioma?

Tao.

Che-sah.

Tam Quan.

Otro mundo, del que ella lo ignoraba todo. Pero sí conocía a Jason Bourne, o al hombre llamado Jason Bourne, y se aferraba a la decencia que adivinaba en él. ¡Oh, Dios mío, cómo lo amaba!

Ilich Ramírez Sánchez. Carlos. ¿Qué significaba ese hombre para Jason Bourne?

«¡Basta!», se había gritado a sí misma mientras se encontraba sola en esa habitación. Y entonces había hecho lo que tantas veces había visto hacer a Jason: se había levantado de la silla, como si el movimiento físico apartara las nieblas de su mente, o le permitieran abrirse paso a través de ellas.

Canadá. Tenía que ponerse en comunicación con Ottawa y descubrir por qué razón la muerte de Peter, mejor dicho, su asesinato, se había manejado en forma tan secreta, casi obscena. No tenía sentido; ella se oponía con toda la intensidad de su corazón. Porque también Peter había sido un hombre decente, y lo habían asesinado hombres indecentes. A ella le dirían por qué o, de lo contrario, denunciaría la muerte (el asesinato). Gritaría a los cuatro vientos lo que sabía y agregaría, además: «¡Hagan algo!»

De modo que abandonó el «Meurice», tomó un taxi hasta la rué Vaugirard y pidió comunicación con Ottawa. Ahora esperaba fuera de la cabina, mientras la ira crecía en su interior; un cigarrillo sin encender, aplastado entre los dedos. Cuando sonó el timbre, se abalanzó hacia la cabina.

El timbre sonaba y sonaba. Abrió la puerta de vidrio de la cabina y entró.

—¿Eres tú, Alan?

—Sí.

La respuesta llegó en tono cortante.

—Alan, ¿qué demonios está sucediendo? Peter fue asesinado, ¡y en ningún diario ni en ninguna radio se ha leído ni oído una sola palabra al respecto! ¡Ni siquiera creo que la Embajada esté enterada del episodio! ¡Es como si a nadie le importara nada! ¿Qué estáis haciendo?

—Lo que se nos ordena. Y lo mismo harás tú.

—¿Qué dices? ¡Pero se trataba de Peter! ¡Era tu amigo! Escucha, Alan…

—¡No! —la interrumpió bruscamente—. Eres la que me va a escuchar. Vete de París. ¡Ahora mismo! Toma el primer avión que venga aquí. Si tienes algún problema, la Embajada se encargará de solucionarlo, pero tienes que hablar de esto únicamente con el embajador, ¿comprendido?

—¡No! —gritó Marie St. Jacques—. ¡No comprendo nada! ¡Peter fue asesinado y a nadie le importa nada! ¡Todo lo que dices no es más que basura burocrática! «No te dejes involucrar en esto. Nunca te dejes involucrar en estos asuntos.»

—¡Mantente apartada, Marie!

—¿Apartada de qué? Eso es lo que no me vas a contar, ¿verdad? Bueno, será mejor…

—¡No puedo! —Alan bajó la voz—. No sé nada. Sólo te estoy diciendo lo que me han dicho que te diga.

—¿Quién te dio esa orden?

—No puedes preguntarme eso.

—¡Pues te lo pregunto!

—Escúchame, Marie. Hace veinticuatro horas que me fui de mi casa. Durante las últimas doce he permanecido aquí, esperando que llamaras. Trata de comprenderme, no te estoy sugiriendo que vuelvas. Son órdenes del Gobierno.

—¿Órdenes? ¿Sin explicaciones?

—Así como lo oyes. Sólo te diré esto: quieren que te apartes de este asunto; lo quieren a él aislado… Así es la cosa.

—Perdona Alan, pero así no es la cosa. Adiós. —Colgó bruscamente el auricular y luego se apretó las manos para impedir que temblaran de aquel modo. ¡Oh, Dios mío, lo amaba tanto…! y ellos estaban tratando de asesinarlo. Jason, mi Jason. Todos quieren asesinarte. ¿Por qué?

El hombre vestido con traje convencional ante el intercomunicador oprimió la clavija de color rojo que bloqueaba las líneas, reduciendo todas las llamadas a la señal de ocupado. Hizo lo mismo una vez o dos en el lapso de una hora, aunque fuese sólo para aclarar su mente y borrar todas las absurdas tonterías que se había visto obligado a tragarse durante los últimos minutos. Generalmente la necesidad de cortar todas las conversaciones lo acuciaba después de haber escuchado alguna particularmente tediosa. Y acababa de escucharla. La esposa de un diputado que trataba de disimular el elevadísimo precio de algo que había comprado, distribuyéndolo en varias compras, de modo que su marido no se enterase. ¡Suficiente! Necesitó varios minutos para respirar.

La ironía no le pasó inadvertida. No hacía muchos años, otros hombres se sentaban frente a intercomunicadores para desenmascararlo a él. En sus empresas en Saigón y en la sala de transmisión de su vasta plantación del delta del Mekong. Y allí estaba él ahora, frente del intercomunicador de otro hombre, en los perfumados alrededores de Saint-Honoré. Ya le había expresado mejor el poeta inglés: había más vicisitudes absurdas en la vida de un ser humano, que las que pudiera elaborar una sola filosofía.

Oyó risas en la escalera y miró hacia arriba. Jacqueline se retiraba temprano, sin duda con alguna de sus famosas y adineradas relaciones. No había duda. Jacqueline poseía un talento especial para extraer oro de una mina bien custodiada, aun diamantes de De Beers. No podía ver al hombre que la acompañaba; iba al otro lado de Jacqueline, con la cabeza extrañamente ladeada.

Entonces, en un instante, lo vio; los ojos de ambos se encontraron; el choque de las miradas fue breve y explosivo. De pronto, el operador del conmutador perdió el aliento; quedó en suspenso, en un instante de incredulidad, mirando un rostro, una cabeza que no había visto hacía muchos años. Y casi siempre en la penumbra, porque habían trabajado de noche… habían muerto de noche.

¡Oh Dios mío, era él! Volvía de las pesadillas vivientes (o ya muertas) a miles de kilómetros de distancia. ¡Era él!

El hombre de los cabellos grises se levantó del conmutador como en trance. Se quitó el auricular-micrófono y lo dejó caer al suelo. Al caer hizo un ruido estrepitoso, puesto que la consola se encendió en miles de luces de llamadas que entraban, sin hallar las conexiones correspondientes, llamadas que sólo eran respondidas con sonidos incoherentes. Se bajó de la plataforma y se encaminó rápidamente hasta el salón, para poder tener una mejor visión de Jacqueline Lavier y el fantasma que la escoltaba. El fantasma, que era un asesino, por sobre todos los hombres que él había conocido en su vida, un asesino. Ellos le habían dicho que podría ocurrir en cualquier momento, pero él nunca les había creído; ahora les creía. Ése era realmente el hombre.

Los vio con toda claridad. Lo vio a él. Atravesaban el salón principal en dirección a la entrada. Tenía que detenerlos. ¡Tenía que detenerla a ella! Pero gritar y salir corriendo implicaría muerte. Una bala en la cabeza, instantánea.

Llegaron a las puertas de entrada; él las mantuvo abiertas, instando a ella a salir a la calle. El hombre canoso corrió fuera de su escondite, hacia el salón que lo separaba de la entrada, y se dirigió al ventanal del frente. Y, ya en la calle, él llamó un taxi. Abría la puerta, ayudaba a Jacqueline a entrar en el vehículo. ¡Oh, Dios mío! ¡Ella se iba!

El hombre de mediana edad se volvió y corrió a toda velocidad hacia la escalera. Tropezó con dos atónitas clientes y una de las vendedoras, atropellando a las tres con violencia. Corrió escaleras arriba, a través de la balaustrada del piso superior, y atravesó el corredor, en dirección a la puerta abierta del estudio.

—¡Rene! ¡Rene! —gritó, entrando como una tromba.

Bergeron levantó la vista de su mesa de dibujo, atónito.

—¿Qué ocurre?

—¡Ese hombre que se va con Jacqueline! ¿Quién es? ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

—Probablemente será el norteamericano —repuso el diseñador—. Se llama Briggs. Un gordo ridículo; nos ha producido un día muy fructífero hoy.

—¿Adonde han ido?

—No sabía que se tuvieran que ir a ninguna parte.

—¡Se ha ido con él!

—Nuestra Jacqueline no suelta la presa, ¿eh? Tiene muy buen sentido.

—¡Hay que encontrarlos! ¡Hay que dar con ella!

—¿Por qué?

—¡Él sabe! ¡La va a asesinar!

—¿Qué?

—¡Es él! ¡Podría jurarlo! ¡Ese hombre es Caín!