Bourne la sostuvo contra la cabina y la dejó suavemente en el asiento que sobresalía de la estrecha pared. La mujer temblaba, respiraba entrecortadamente; los ojos vidriosos sólo enfocaron bien al mirarlo a él.
—¡Lo han asesinado! ¡Lo han asesinado! Dios mío, ¿qué he hecho? ¡Peter!
—¡Tú no has hecho nada! Si alguien lo ha asesinado, he sido yo. No tú. Quítate esa idea de la cabeza.
—Jason, tengo miedo. Él estaba al otro lado del mundo… ¡y lo han asesinado!
—¿Treadstone?
—¿Quién otro? Recibió dos llamadas telefónicas, de Washington… y de Nueva York. Había ido al aeropuerto a recibir a alguien y lo asesinaron.
—¿Cómo?
—¡Oh, Jesús mío…! —Los ojos de Marie se llenaron de lágrimas—. Le dispararon. En la garganta —susurró.
De pronto, Bourne sintió un agudo dolor; no podía localizarlo, pero estaba allí, y le cortaba la respiración.
—Carlos —dijo, sin saber por qué.
—¿Qué? —Marie alzó la vista hacia él—. ¿Qué has dicho?
—Carlos —repitió él, en voz baja—. Una bala en la garganta, Carlos.
—¿Qué estás tratando de decir?
—No lo sé. —La tomó del brazo—. Salgamos de aquí. ¿Estás bien? ¿Puedes andar?
Ella asintió, cerrando un momento los ojos y respirando profundamente.
—Sí.
—Vamos a beber algo; los dos lo necesitamos. Luego iremos.
—¿Adonde?
—A la librería de Saint-Germain.
Bajo el epígrafe «Carlos» había tres ejemplares atrasados de una revista. Un ejemplar, fechado tres años atrás, de la edición internacional del Potomac Quarterly, y dos ejemplares de Le Globe, de París. No leyeron los artículos dentro de la librería; compraron los tres y tomaron un taxi de regreso al hotel en Montparnasse. Entonces comenzaron a leerlos, Marie en la cama y Jason en la silla junto a la ventana. Pasaron unos minutos, y Marie se incorporó de un salto.
—¡Aquí está! —exclamó con el miedo reflejado en su rostro y en su voz.
—Lee en voz alta.
—Se dice que Carlos y su pequeña banda de delincuentes inflige a sus víctimas una tortura particularmente brutal. Les da muerte con un disparo en la garganta, y con frecuencia deja que la víctima muera en medio de dolores insoportables. Esta muerte está reservada a aquellos que quebrantan el código de silencio y de lealtad que les ha impuesto el asesino, o a aquellos otros que se han negado a divulgar información… —Marie se detuvo, incapaz de seguir leyendo. Se recostó en la almohada y cerró los ojos—. Él no les dijo nada y fue asesinado por ello. ¡Oh, Dios mío…!
—No podía decirles lo que ignoraba —repuso Bourne.
—¡Pero tú lo sabías! —Marie volvió a incorporarse, y abrió los ojos—. ¡Tú sabías lo del disparo en la garganta! ¡Lo dijiste!
—Lo dije. Lo sabía. Es todo cuanto te puedo decir.
—¿Cómo?
—Quisiera poder responderte a eso. Pero no puedo.
—¿Me das un trago?
—Por supuesto. —Jason se levantó y se dirigió al escritorio. Sirvió dos vasos de whisky y la miró—. ¿Quieres que pida un poco de hielo? Hervé está aún levantado; no tardará mucho.
—No. Tardará más de lo necesario. —Ella cerró de golpe la revista, la arrojó sobre la cama y se volvió Hacia él, contra él, quizás—. ¡Estoy a punto de volverme loca!
—Somos dos.
—Quisiera creerte; te creo. Pero yo… yo…
—No puedes estar segura —completó Bourne—. Yo tampoco. —Le alcanzó el vaso—. ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué puedo decir? ¿Acaso soy uno de los esbirros de Carlos? ¿Habré quebrantado el código de silencio y de lealtad? ¿Es por eso por lo que conozco el método de ejecución?
—¡Basta!
—A menudo me digo eso mismo para mis adentros: «¡Basta!» Deja de pensar; trata de recordar, pero hay algo en el camino que me frena. No vayas demasiado lejos, no profundices demasiado. Puede descubrirse una mentira, sólo para que surjan otras diez preguntas, intrínsecamente ligadas a esa mentira. Tal vez sea como despertar después de haber estado borracho muchas horas, sin saber contra quién se ha luchado, con quién se ha dormido, o… ¡maldita sea…!, a quién se ha asesinado.
—No. —Marie pasó por alto la palabra—. Tú eres tú. No me harás creer otra cosa.
—No es eso lo que quiero. Tampoco quiero quitarme eso de la cabeza.
Jason volvió a la silla y se sentó, con el rostro vuelto hacia la ventana.
—Tú has descubierto… un método de ejecución. Yo he descubierto algo más. Yo lo sabía, como también sabía lo de Howard Leland. Ni siquiera tuve que leerlo.
—¿Leer qué?
Bourne se inclinó pará coger el ejemplar atrasado del Potomac Quarterly. La revista estaba abierta en una página donde podía verse el dibujo de un hombre barbudo, un dibujo de líneas toscas, incompleto, como si hubiera sido realizado a partir de una vaga descripción del personaje. Alargó la revista a la muchacha.
—Lee —le dijo—. Empieza en el extremo superior izquierdo, bajo el título de «Mito o monstruo». Después quiero que nos dediquemos a un juego.
—¿Un juego?
—Sí. Yo he leído sólo los dos primeros párrafos, tendrás que creer en mi palabra.
—Está bien.
Marie lo observó fijamente, atónita. Bajó la revista hasta tener luz suficiente y leyó.
MITO O MONSTRUO
Durante más de una década, el nombre «Carlos» ha sido pronunciado en susurros en las callejuelas de ciudades como París, Teherán, Beirut, Londres, El Cairo y Amsterdam. Se ha dicho que es el jefe supremo del terrorismo en el sentido de que su objetivo es el crimen y el asesinato en sí, desprovistos de toda ideología política aparente. Sin embargo, existen evidencias concretas de que ha llevado a cabo algunas ejecuciones, que le han proporcionado grandes beneficios, para grupos radicales extremistas, como la OLP y Baader-Meinhof, tanto en función de maestro como por dinero. Por cierto que el tal «Carlos» ha comenzado a surgir con una imagen más clara gracias a su notable gravitación y a los conflictos internos suscitados en esas organizaciones terroristas por su causa. Las víctimas que se han ido recuperando de sus ataques están comenzando a hablar.
Mientras las historias de sus hazañas enriquecen las imágenes de un mundo invadido por la violencia y la conspiración, explosivos de alto poder e intrigas a nivel internacional, de coches veloces y mujeres más veloces todavía, los hechos parecen indicar que se trata de un personaje mezcla de Adam Smith y Ian Fleming. «Carlos» está reducido a proporciones humanas, y en esa reducción se coloca en primer plano a un hombre realmente temible. El mito sadorromántico se convierte en un monstruo brillante, empapado en sangre, que negocia el crimen con la habilidad de un experto analista de mercado, enterado de salarios, costos, distribución y división de los trabajos que se realizan en el submundo. Se trata de un negocio complicado, y «Carlos» es el árbitro de su valor en dólares.
El retrato comienza con un nombre famoso, tan insólito como la profesión de quien lo lleva. Ilich Ramírez Sánchez. Se dice que es venezolano, hijo de un abogado marxista, fanático de la causa, pero no excesivamente destacado (lo de «Ilich» es el homenaje de su padre a Vladimir Ilich Lenin, y en parte explica que «Carlos» haya incursionado en el terrorismo extremista), que envió al muchachito a Rusia para adquirir la mayor parte de su educación, que incluía entrenamiento de espionaje en el complejo soviético de Novgorod. Aquí es donde el retrato se va empañando, donde comienzan a circular los rumores y la especulación. Según estas especulaciones, algún comité dentro del Kremlin, de los que generalmente instruyen a los jóvenes estudiantes extranjeros para futuros planes de infiltración, vio las posibilidades que se ocultaban en Ilich Sánchez y no quiso saber nada de él. Era un paranoico, quien contemplaba todas las soluciones en términos de una bala o una bomba bien colocadas; se recomendó enviar al muchacho de regreso a Caracas y disociar todos y cada uno de los lazos que unían al Soviet con su familia. Rechazado por Moscú, y profundamente opuesto a la sociedad occidental, Sánchez se dispuso a fabricarse su propio mundo, en el que él sería el líder supremo. ¿Qué mejor método para convertirse en el asesino apolítico cuyos servicios podrían ser contratados por la más amplia gama de clientes filosóficos y políticos?
Ahora, el retrato vuelve a adquirir rasgos claros. Conocedor de numerosos idiomas, incluido el español, su lengua materna, el ruso, el francés y el inglés, Sánchez utilizó su aprendizaje soviético como punto de partida para refinar sus técnicas. A su expulsión de Moscú siguieron varios meses de estudios intensos, según algunos, bajo la tutela de los cubanos, en particular, del Che Guevara. Dominaba la ciencia y el manejo de todo tipo de armas y explosivos; no había arma que no supiera desmontar y volver a montar en todas sus piezas, ningún explosivo que no supiera analizar por su olor y contextura, y que no supiera detonar en una docena de formas distintas. Ya estaba listo: eligió París como base de sus operaciones, y empezó a correrse la voz. Había un hombre dispuesto a alquilar sus servicios para asesinar gente a la que otros no se atrevían a matar.
De nuevo se nubla aquí el retrato en cuanto a falta de documentos o cualquier tipo de identificación. ¿Qué edad tenía el tal «Carlos»? ¿Cuántos blancos efectivos podían atribuírsele, cuántos de éstos no era más que un mito, autoproclamado o no? Los corresponsales destacados en Caracas no habían podido hallar certificado de nacimiento, en ninguna parte del país, de ningún Ilich Ramírez Sánchez. Por otro lado, en Venezuela existen miles y miles de Sánchez, cientos de ellos con el apellido Ramírez agregado; pero ninguno de ellos llevaba por nombre Ilich. ¿Había sido agregado luego, o simplemente la omisión es una prueba más de la identidad de «Carlos»? Se afirma que el asesino tiene entre treinta y cinco y cuarenta años. Nadie lo sabe con certeza.
¿ESA COLINA CUBIERTA DE CÉSPED EN DALLAS?
Hay un hecho que no se discute: la de los beneficios obtenidos con sus primeros crímenes han permitido a «Carlos» montar una organización que podría ser la envidia de un analista de la «General Motors». Se trata de un capitalismo en su máxima eficiencia, donde la lealtad y la sumisión se extraen a partes iguales, sirviéndose del terror y la recompensa. Las consecuencias de la deslealtad no tardan en llegar —la muerte—, pero también son rápidos los beneficios de un buen servicio a la causa: bonificaciones generosas y elevadas sumas en concepto de viáticos. La organización parece ser dueña de ejecutivos dispuestos, en todas partes del mundo; y este rumor, absolutamente fundado en la verdad, conduce a una pregunta obvia: ¿De dónde provienen los beneficios iniciales? ¿Quiénes fueron las primeras víctimas?
El crimen acerca del cual surgieron más especulaciones ocurrió hace trece años, en Dallas. No importa cuántas veces se haya debatido el tema del asesinato de John F. Kennedy, nadie ha sabido dar una explicación satisfactoria a esa columna de humo que se ocultaba detrás de una colina cubierta de césped, a unos trescientos metros de distancia del recorrido presidencial. En las cámaras pudo verse el humo; dos radios encendidas en las motos de los policías registraron ruido. Sin embargo, no se hallaron huellas de pisadas ni casquillos sospechosos. De hecho, la única información que se tenía sobre la colina en ese momento fue considerada de tan escaso interés, que quedó sepultada en la investigación FBI-Dallas, y nunca se la incluyó en el informe elevado a la Comisión Warren. Esa información fue suministrada por un observador casual, K. M. Wright, del norte de Dallas. Cuando se le interrogó, declaró lo siguiente: «¡Diablos!, el único hijo de mala madre que estaba allí era el viejo Billy Arpillera, y estaba a doscientos metros de distancia.»
El «Billy» al que se refería era un viejo vagabundo, a quien se lo veía siempre rondando la zona de turistas; lo de Arpillera definía su afición a envolverse los zapatos con un trozo de arpillera para disimular sus huellas. Según nuestros corresponsales, la declaración de Wright nunca se dio a la publicidad.
Sin embargo, seis semanas atrás, un terrorista libanés hecho prisionero se rindió ante el interrogatorio al que fuera sometido en Tel Aviv. Para no ser ejecutado, dijo poseer extraordinarias informaciones acerca del asesino «Carlos». El Servicio Secreto de Israel envió el informe a Washington, y nuestros corresponsales en el Capitolio obtuvieron estos extractos: Declaración: «Carlos se encontraba en Dallas en noviembre de 1963. Fingió nacionalidad cubana y fue él quien contrató a Oswald. La operación fue ideada por él.»
Pregunta: «¿Qué pruebas tiene?»
Declaración: «Le oí a él mismo afirmarlo. Estaba en una pequeña colina detrás del borde del camino. Su rifle llevaba un dispositivo para recoger los casquillos.»
Pregunta: «Nunca se informó de eso; ¿por qué nunca se vio a ese hombre?»
Declaración: «Pueden haberlo visto, pero nadie se habría enterado. Iba vestido como un viejo mendigo, con un abrigo raído, y los pies, envueltos en trapos para no dejar marcas de pisadas.»
Por cierto que la información de un terrorista no es prueba suficiente, pero tampoco debe dejársela de lado. Especialmente cuando se refiere a un maestro en el arte de asesinar, conocido como un experto en engaños, un individuo que admitió un hecho que corrobora de manera tan asombrosa algo referente a un momento determinado de una crisis nacional, que nunca ha sido investigado. Sin duda, esto debe ser tomado en serio. Como muchos otros personajes involucrados —aunque sea en forma muy lejana— con los trágicos acontecimientos de Dallas, Billy Arpillera fue hallado muerto varios días más tarde, debido a una sobredosis de droga. Se sabía que el viejo bebía mucho, vino barato; pero jamás se había dicho que ingería narcóticos; eran demasiado caros para él.
¿Era «Carlos» el hombre de la colina? ¡Qué comienzo tan extraordinario para una carrera extraordinaria! Si realmente lo de Dallas fue «su» operación, ¿cuántos millones de dólares habrá recibido? Por cierto, muchos más de los que se necesitan para instalar una red de informantes y de mercenarios que forman en sí una auténtica corporación.
El mito tiene demasiada sustancia; Carlos bien puede ser un monstruo de carne y demasiada sangre.
Marie dejó la revista.
—¿De qué se trata?
—¿Has terminado?
Jason se volvió, desde su lugar junto a la ventana.
—Sí.
—Supongo que se habrán hecho muchas declaraciones. Teorías, suposiciones, ecuaciones.
—¿Ecuaciones?
—Si algo sucedió aquí y surtió efecto, existió una relación.
—Quieres decir, una conexión —sugirió Marie.
—Está bien, conexiones. Allí está todo, ¿no es verdad?
—Hasta cierto punto, podría decirse que es así. Es un informe no del todo legal; hay muchas especulaciones, rumores y datos de segunda mano.
—Sin embargo, hay hechos concretos.
—Información.
—Bien. Información. Eso está muy bien.
—¿En qué consiste el juego? —repitió Marie.
—Tiene un título muy sencillo. Se llama «Atrapen».
—¿Atrapen a quién?
—A mí. —Bourne se inclinó hacia delante—. Quiero que me hagas preguntas. Acerca de todo lo que dice ahí. Una frase, el nombre de una ciudad, un rumor, un fragmento de… información. Cualquier cosa. Vamos a ver cuáles son mis respuestas. Mis respuestas a ciegas.
—Querido, eso no prueba que…
—¡Haz lo que te digo! —ordenó Jason.
—Bien. —Marie levantó el ejemplar del Potomac Quarterly—. Beirut —aventuró.
—Embajada —respondió él—. Un jefe de zona de la CIA fingiendo ser agregado. Asesinado en la calle. Trescientos mil dólares.
Marie lo miró.
—Ya recuerdo… —comenzó a decir.
—¡Yo no! —interrumpió Jason—. ¡Sigue! Ella le devolvió la mirada, para volver de nuevo a la revista.
—Baader-Meinhof.
—Stuttgart. Regensburg. Munich. Dos asesinatos y un secuestro. Autorizados por Baader. Remuneraciones procedentes de… —Bourne se detuvo, luego susurró atónito—: fuentes norteamericanas. Detroit… Wilmington, Delaware.
—Jason, ¿qué estás…?
—Continúa. Por favor.
—El nombre, Sánchez.
—El nombre es Ilich Ramírez Sánchez —replicó—. Es… Carlos.
—¿Por qué Ilich?
Bourne hizo una pausa, con la mirada perdida:
—No lo sé.
—Es ruso, no español. ¿Acaso su madre era rusa?
—No… sí. Su madre. Tenía que ser su madre… creo. No estoy seguro.
—Novgorod.
—Espionaje. Comunicaciones, cifras, tráfico de frecuencia. Sánchez es licenciado en la materia.
—Jason, ¡eso lo has leído aquí!
—¡No lo he leído! Por favor. Sigue.
Los ojos de Marie se posaron en la parte superior del artículo.
—Teherán.
—Ocho asesinatos. Autorizados por fuentes divididas: Jomeini y la OLP. Dos millones de bonificación. Fuente: Sector del sudoeste soviético.
—París —disparó Marie rápidamente.
—Todos los contratos serán procesados a través de París.
—¿Qué contratos?
—Los contratos… los asesinatos.
—¿Los asesinatos de quiénes? ¿Los contratos de quiénes?
—De Sánchez… de Carlos.
—¿De Carlos? Entonces los contratos son de Carlos, los crímenes son cometidos por él… No tienen nada que ver contigo.
—Los contratos de Carlos —murmuró Bourne, como en un sueño—. Nada que ver… conmigo —repitió, casi en un susurro.
—Tú mismo acabas de decirlo, Jason. ¡Nada de todo esto tiene que ver contigo!
—¡No! ¡Eso no es cierto! —gritó Bourne, saltando de la silla y mirándola fijamente—. Nuestros contratos —agregó en voz baja.
—¡No sabes lo que dices!
—¡Estoy contestando! ¡A ciegas! ¡Por eso es por lo que tuve que venir a París! —Giró sobre sus pies y se dirigió a la ventana, aferrando el borde de ésta—. Éste es el juego —continuó—. No estamos buscando una mentira, buscamos la verdad, ¿recuerdas? Tal vez la hayamos encontrado; tal vez el juego nos haya revelado la verdad.
—¡No es una prueba válida! Es un ejercicio doloroso, una serie de recuerdos casuales. Si una revista como Potomac Quarterly ha publicado esto, la mitad de los diarios del mundo debieron haber recogido la misma información. Puedes haberlo leído en cualquier parte.
—El hecho es que he retenido el contenido.
No del todo. No sabías de dónde venía el nombre de Ilich, ni que el padre de Carlos fue un abogado comunista de Venezuela. Ésos son puntos importantes, creo yo. Nunca mencionaste nada acerca de los cubanos. Si lo hubieras hecho, eso habría conducido a la más sensacional de las especulaciones que se barajan aquí. Pero no dijiste ni una palabra referente a ellos.
—¿De qué estás hablando?
—De Dallas —respondió ella—. Noviembre de 1963.
—Kennedy —replicó Bourne.
—¿Es eso? ¿Kennedy?
—Sucedió en esa época. Jason permaneció inmóvil.
—Sí, pero eso no es lo que queremos saber.
—Ya lo sé. —La voz de Bourne de nuevo se apagó, como si hablara al vacío—. Una colina cubierta de césped… Billy Arpillera.
—¡Eso lo has leído!
—No.
—Entonces lo has oído antes, lo has leído antes.
—Es posible, pero eso no tiene importancia, ¿verdad?
—¡Basta, Jason!
—De nuevo esas palabras. Quisiera poder decirme «basta».
—¿Qué estás tratando de decirme? ¿Tú eres Carlos?
—¡Dios mío, no! Carlos quiere matarme, y yo no sé hablar ruso, eso ya lo sé.
—¿Y entonces, qué?
—Lo que te dije al principio. El juego. El juego se llama «Atrapemos al soldado».
—¿A un soldado?
—Sí. A un hombre de Carlos que lo traicionó. Es la única explicación, la única razón por la que sé lo que sé.
—¿Por qué dices traición?
—Porque él quiere asesinarme. Tiene que hacerlo; cree que yo sé tanto sobre él como saben los demás.
Marie había permanecido acurrucada en la cama; ahora extendió las piernas a un lado con las manos en los costados.
—Ése es el resultado de la traición. ¿Y qué me dices de la causa? Si es cierto, entonces tú lo traicionaste, te convertiste… te convertiste…
De pronto se detuvo.
—Dados los acontecimientos, es algo tarde para buscar una posición moral —dijo Bourne, advirtiendo el dolor que se reflejaba en el rostro de la mujer a quien amaba—. Podría pensar en muchísimas razones, en infinidad de clisés. ¿Qué te parece haber caído en desgracia ante los ladrones… o los asesinos?
—¡Esto no tiene sentido! —gritó Marie—. No existe la menor prueba.
—Hay miles, y tú lo sabes. Yo podría haberme vendido al mejor postor, o haber robado sumas cuantiosas de las remuneraciones. Eso explicaría lo de la cuenta en Zurich. —Se detuvo un instante, mirando al techo sobre la cama, pensando sin ver—. O explicaría lo de Howard Leland, lo de Marsella, Beirut, Stuttgart… Munich. Todo. Todos los hechos olvidados que quieren salir a la luz. Y uno de ellos en especial. ¿Por qué he evitado su nombre? ¿Por qué jamás lo mencioné? Tengo miedo. Tengo miedo de él.
Se abrió un silencio; se había hablado de algo más que del miedo. Marie asintió con un gesto.
—Estoy segura de que crees eso —dijo— de una forma que me gustaría que fuese auténtica. Pero no creo que sea verdad. Tú quieres creerlo así porque eso confirma lo que acabas de decir. Eso te da una respuesta…, una identidad. Podría no ser la identidad que deseas, pero Dios sabe si eso es mejor que andar a ciegas en medio de este horrible laberinto que debes enfrentar todos los días. Cualquier cosa sería mejor, supongo. —Hizo una pausa—. Y deseo que fuera por la mañana; nada te retiene…, nos retiene aquí.
—¿Qué?
—Eso es lo inconsistente, querido. Ese número, o ese símbolo, no corresponde a tu ecuación. Si tú fueras lo que afirmas ser, y si tuvieras miedo de Carlos, y Dios sabe que deberías tenerlo, París sería el último lugar en la Tierra al que te sentirías impulsado a ir. Hemos estado en otras partes; tú mismo lo dijiste. Te habrías escapado; habrías tomado el dinero en Zurich y habrías desaparecido. Pero no es eso lo que has hecho; en lugar de eso, te encaminas directamente a la guarida de Carlos. Ésa no es la forma de actuar de un hombre que tiene miedo, o se siente culpable.
—No hay otra cosa. Vine a París a descubrir algo; eso es todo.
—Entonces, huye. Tendremos el dinero mañana por la mañana; nada te retiene… nos retiene aquí. Eso es muy simple también.
Marie lo observó fijamente.
Jason la miró a su vez, luego se volvió. Se encaminó al escritorio y se sirvió un trago.
—Y todavía hemos de considerar la Treadstone —dijo, a la defensiva.
—¿Por qué más que a Carlos? Ésa es tu verdadera ecuación. Treadstone y Carlos. Un hombre a quien amé una vez fue asesinado por la Treadstone. Es una razón más para huir, para sobrevivir.
—Pensé que querrías descubrir a la gente que lo mató —dijo Bourne—. Que paguen por su crimen.
—Y así es. Lo deseo con toda mi alma. Pero hay otros que pueden descubrirlos. Yo tengo mis prioridades, y la venganza no figura la primera en la lista. Nosotros dos estamos primero. Tú y yo. ¿O ésa es sólo una idea mía? Mis sentimientos.
—No trates de engañarme. —Jason oprimió el vaso con más fuerza y la miró—. Te amo —susurró.
—¡Entonces, huyamos! —insistió ella, alzando la voz, de forma casi mecánica, dando un paso en dirección a él—. Olvidemos todo esto, en serio, y escapemos lo más pronto que podamos, tan lejos como podamos. ¡Vamos!
—Yo…, yo… —tartamudeó Jason; la niebla de su mente se hacía cada vez más densa, provocando una intensa furia en él—. Hay… cosas.
—¿Qué cosas? ¡Nos amamos, nos hemos encontrado el uno al otro! Podemos irnos a cualquier parte, ser cualquier persona. No hay nada que nos detenga, ¿verdad?
—Sólo tú y yo —repitió él suavemente; ahora la niebla se espesaba, lo sofocaba—. Ya sé, ya sé. Pero tengo que pensar. Hay aún mucho por descubrir, hay muchas cosas que deberán salir a la luz.
—¿Qué es eso tan importante?
—Es… es algo, simplemente.
—¿No sabes qué es?
—Sí… No, no estoy seguro. No me preguntes ahora.
—Si no es ahora, ¿cuándo? ¿Cuándo podré hacerte preguntas? ¿Cuándo pasará todo esto? ¿Pasará algún día?
—¡Basta! —aulló Bourne, arrojando el vaso sobre la bandeja de madera—. ¡No puedo huir! ¡No voy a escapar! ¡Tengo que quedarme aquí! ¡Tengo que saber!
Marie corrió hacia él, apoyando sus manos, primero, sobre los hombros de él, y luego sobre su rostro, secándole el sudor que lo cubría.
—Ahora lo has dicho. ¿Puedes oírte, querido? No puedes escapar porque, cuanto más cerca llegas, más te enloqueces. Y si huyeras, sería peor. No podrías vivir, vivirías una constante pesadilla. Lo sé.
Alargó la mano para rozar el rostro de ella, y la miró.
—¿Lo sabes?
—Por supuesto. Pero eres tú quien tiene que decirlo, no yo. —Lo sostuvo firmemente, apoyando la cabeza en el pecho de Jason—. Tuve que obligarte a ello. Lo gracioso es que yo podría huir. Yo podría subir esta noche a un avión y llevarte conmigo, e ir a cualquier sitio donde tú quisieras ir. Desaparecer sin mirar atrás, más feliz de lo que he sido jamás en mi vida. Pero tú no podrías hacer eso. Lo que hay, o no hay, aquí en París, te devoraría, hasta que no te pudieras mantener en pie. Ésa es la absurda ironía, amor mío. Yo podría vivir así, pero tú no.
—¿Desaparecerías así como así? —preguntó Jason—. ¿Y qué sucedería con tu familia, con tu trabajo, con toda la gente que conoces?
—No soy ni una criatura ni una estúpida —respondió ella con rapidez—. Me cubriría de algún modo, pero no creo que lo tomara muy en serio. Pediría que se me extendiera un permiso, aduciendo razones de salud o personales. Stress emocional, crisis nerviosa; siempre podría volver, el departamento lo comprendería.
—¿Por lo de Peter?
—Sí. —Ella guardó silencio durante un momento—. Fuimos de una relación a otra, y la segunda fue más importante para los dos, creo. Él era una especie de hermano imperfecto, a quien uno desea el éxito pese a sus defectos, porque bajo la superficie se ocultaba una gran decencia.
—Lo siento. Lo siento de veras. Alzó la vista hacia él.
—Y tú posees la misma decencia. Cuando se hace el tipo de trabajo que yo hago, la decencia es muy importante. No son los mansos de corazón los que heredarán la tierra, Jason, son los corruptores. Y se me ocurre que la distancia entre la corrupción y el crimen es un muy breve paso.
—¿Treadstone Setenta y Uno?
—Sí. Los dos teníamos razón. Yo quiero que los culpables sean descubiertos, quiero que paguen por su crimen. Y tú no puedes escapar.
Rozó la mejilla de la muchacha con los labios; luego besó sus cabellos y la estrechó contra sí.
—Tendría que echarte de aquí —murmuró—. Tendría que pedirte que salieras de mi vida. No soy capaz de hacerlo, pero sé muy bien que eso es lo que debería hacer.
—No importaría si lo hicieras. Yo no me iría, amor mío.
El despacho de los abogados se encontraba en el bulevar de la Chapelle, y la sala de reuniones, con sus paredes cubiertas de libros, se parecía más a un escenario que a una oficina; todo era flamante, todo se encontraba en su lugar. En ese recinto se firmaban acuerdos, no contratos. En cuanto al abogado, una digna perilla completamente blanca y unos quevedos de plata no lograban ocultar la farsa que el hombre representaba. Y hasta insistía en conversar en un mal inglés, por lo cual declararía más tarde haber sido mal interpretado.
Marie fue quien llevó el peso de la conversación; Bourne, como cliente, delegó en ella, como asesora, esa tarea. Ella sintetizó los diversos puntos, cambiando los cheques en efectivo por bonos al portador, pagaderos en dólares, en denominaciones que iban desde un máximo de veinte mil dólares a un mínimo de cinco mil. Instruyó al abogado para que declarara al Banco que todas las series tendrían que separarse numéricamente en series de tres, y las garantías internacionales debían cambiar cada cinco lotes de certificados. El objetivo de la joven no confundió al abogado; complicó de tal modo la circulación de los bonos, que a la mayoría de los Bancos y agentes de Bolsa no les resultaría posible rastrearlos. Tampoco cargarían con ese trabajo ni con ese gasto extra; los pagos estaban garantizados.
Cuando el irritado abogado de la elegante perilla hubo concluido prácticamente su conversación telefónica con un igualmente perturbado Antoine D’Amacourt, Marie levantó la mano.
—Perdóneme, pero Monsieur Bourne insiste en que Monsieur D’Amacourt incluya también doscientos mil francos en efectivo, de los cuales, cien mil se incluirán con los bonos y cien quedarán en poder de Monsieur D’Amacourt. Y sugiere que los segundos doscientos mil se dividan en la siguiente forma: setenta y cinco mil para Monsieur D’Amacourt, y veinticinco mil, para usted. Él advierte que está en deuda con los dos, por su asesoramiento y por los problemas adicionales que les ha causado. No es necesario recordarle que no se requiere ningún registro específico de los detalles de distribución.
La irritación y la alteración desaparecieron ante las palabras de ella, remplazadas por una obsequiosidad que no se había visto desde la que imperaba en la corte de Versalles. Se llevaron a cabo los procedimientos de acuerdo con las inusuales —pero perfectamente comprensibles— exigencias de Monsieur Bourne y su estimada asesora.
Monsieur Bourne facilitó un maletín de cuero para trasladar los bonos y el dinero; sería transportado por un correo armado, que abandonaría el Banco a las 2.30 de la tarde y se encontraría con Monsieur Bourne a las 3 en el Pont Neuf. El distinguido cliente se identificaría mediante un pequeño trozo de cuero que se habría cortado de la tapa del maletín y que, cuando se lo mostrara, habría de encajar perfectamente en el sitio donde faltaba. Además de esto, tendría que pronunciar la frase: «Herr Koening le envía sus saludos desde Zurich.»
Y no había más detalles. Excepto uno, que la asesora de Monsieur Bourne puso en claro.
—Comprendemos que las exigencias de la fiche deberán cumplirse al pie de la letra, y esperemos que Monsieur D’Amacourt lo tenga en cuenta —dijo Marie St. Jacques—. Sin embargo, también admitimos que el tiempo podría ser una ventaja para Monsieur Bourne, y esperamos que no haya el menor retraso. Si no fuera así, me temo que yo, como miembro calificado, aunque, por el momento, anónimo, de la Comisión Internacional Bancaria, me sentiré obligada a informar sobre ciertos errores cometidos en procedimientos legales y bancarios que he presenciado. Estoy segura de que no será necesario; estamos todos muy bien pagados, n’es-ce-pas, monsieur?
—C’est vrai, madame! En los Bancos y en los asuntos legales… y hasta en la vida misma…, todo depende del tiempo. No tiene nada que temer.
—Ya lo sé —respondió Marie.
Bourne examinó los orificios del silenciador, satisfecho de haber quitado las partículas de polvo y de pelusa que se habían acumulado por la falta de uso. Le dio una vuelta final, giró el tambor y comprobó el cargador. Le quedaban seis balas; ya estaba listo. Se puso el arma en el cinturón y se abrochó la chaqueta.
Marie no lo había visto revisar el arma. Estaba sentada en la cama, de espaldas a él, hablando por teléfono con el agregado de la Embajada del Canadá, Dennis Corbelier. El humo de un cigarrillo surgía en ondas desde un cenicero junto a la libreta de anotaciones de ella; escribía algo de lo que Dennis le informaba. Cuando éste terminó, ella le dio las gracias y colgó. Permaneció inmóvil dos o tres segundos, con el lápiz aún en la mano.
—No sabe qué ocurrió con Peter —dijo Marie, volviéndose a Jason—. ¡Qué raro!
—Muy raro —coincidió Bourne—. Creí que él sería uno de los primeros en saberlo. Tú dijiste que revisaron las libretas telefónicas de Peter; había hecho una llamada a París, a Corbelier. Se podría pensar que alguien habría llamado para seguir esa pista.
—Ni siquiera se me había ocurrido eso. Estaba pensando en los diarios, en los servicios telegráficos. Peter fue…, fue hallado hace dieciocho horas, y pese a lo casual que pudo haber parecido su muerte, era un hombre importante para el Gobierno canadiense. Su muerte debió de ser noticia, y tanto más el hecho de que haya sido asesinado… No se informó del asunto.
—Llama a Ottawa esta noche. Averigua por qué no informaron.
—Así lo haré.
—¿Qué te dijo Corbelier?
—¡Ah, sí! —Marie miró su libreta—. El permiso en la rué Madeleine no tenía sentido, un coche alquilado en el aeropuerto De Gaulle a un tal Jean-Pierre Larousse.
—John Smith —interrumpió Jason.
—Exacto. Tuvo más suerte con el número de teléfono que te dio D’Amacourt, pero no ve cómo puede tener que ver con algo. Ni yo tampoco, a decir verdad.
—¿No te parece extraño?
—Creo que sí. Es una línea privada, que pertenece a una casa de modas de la rué Saint Honoré: «Les Classiques».
—¿Una casa de modas? ¿Quieres decir un taller?
—Estoy segura de que tiene un taller, pero es esencialmente una tienda donde se vende ropa elegante. Como la casa «Dior», o «Givenchy». Haute couture. En el gremio, dice Corbelier, se la conoce como la «Casa de Rene». Ése es Bergeron.
—¿Quién?
—Rene Bergeron, diseñador. Hace algunos años estuvo de moda, siempre casi a punto de lograr un resonante éxito. Lo conozco porque mi modista le copia sus diseños.
—¿Tomaste la dirección?
Marie asintió.
—¿Por qué Corbelier no sabía lo de Peter? ¿Por qué no está enterado todo el mundo?
—Tal vez lo sepas cuando llames. Probablemente se trate de algo tan simple como las diferencias horarias; demasiado tarde para las ediciones matutinas aquí en París. Compraré el diario de la noche. —Bourne se dirigió al armario en busca de su chaqueta, consciente del bulto que escondía en el cinturón—. Vuelvo al Banco. Seguiré al correo hasta el Pont Neuf. —Se puso la chaqueta, sabiendo que Marie no lo escuchaba—. Me he olvidado de preguntarte algo: esos sujetos, ¿llevan uniforme?
—¿Quiénes?
—Los correos de los Bancos.
—Eso sería para los diarios, no para los servicios cablegráficos.
—¿Qué dices?
—La diferencia horaria. Tal vez los diarios no hayan recogido la noticia, pero sí los servicios cablegráficos. Y las Embajadas poseen teletipos; tienen que haberse enterado. El hecho no fue informado, Jason.
—Llama esta noche —le dijo él—. Me voy.
—Me has preguntado si llevan uniforme.
—Tengo curiosidad por saberlo.
—La mayor parte del tiempo, sí. Van en camiones blindados, pero yo les di instrucciones específicas respecto a eso. Si utilizaban un camión, debían aparcar a una manzana del puente; el correo debía acercarse a pie.
—Ya te he oído, pero no estaba seguro de lo que querías decir. ¿Por qué les dijiste eso?
—Un correo ya es algo bastante peligroso, pero necesario; la seguridad del Banco así lo requiere. Un camión es, sencillamente, demasiado obvio; sería muy fácil seguirlo. ¿No cambiarías de opinión y me permitirías ir contigo?
—No.
—Créeme, no pasará nada malo; esos dos ladrones no lo permitirían.
—Entonces, no hay razón para que estés allí.
—Te estás volviendo loco.
—Tengo prisa.
—Ya lo sé. Y puedes moverte más rápidamente sin mí. —Marie se levantó y fue hacia él—. Comprendo. —Se inclinó y lo besó en los labios, de pronto advirtió el arma en el cinturón de él. Lo miró a los ojos—. Estás preocupado, ¿no es cierto?
—Simplemente soy cauteloso. —Sonrió, rozándole la barbilla—. Es mucho dinero. Podríamos necesitarlo para vivir durante largo tiempo.
—Me gusta oírte decir eso.
—¿Lo del dinero?
—No. Lo de «podríamos», los dos. —Marie frunció el ceño—. Una caja de seguridad.
—Continúas hablando en forma ilógica.
—No puedes dejar certificados negociables por valor de más de un millón de dólares en una habitación de hotel en París. Tienes que alquilar una caja de seguridad.
—Mañana podremos ocuparnos de eso. —Él la soltó, volviéndose hacia la puerta—. Mientras yo estoy fuera, busca el número de teléfono de «Les Classiques» en la guía y llama. Pregunta hasta qué hora tienen abierto.
Se fue sin perder tiempo.
Bourne estaba sentado en un taxi, observando la entrada del Banco a través de la ventanilla. El chofer silbaba una melodía irreconocible, leía un diario, satisfecho con el billete de cincuenta francos que había recibido por anticipado. Sin embargo, el motor del automóvil estaba en marcha; el pasajero había insistido en eso.
El camión blindado surgió a la vista por la ventanilla derecha de atrás; la antena de su radio sobresalía del centro del techo como un puntiagudo mástil. Aparcó en un lugar reservado para vehículos autorizados, frente al taxi ocupado por Jason. Dos pequeñas luces rojas se encendieron en el círculo de vidrio a prueba de balas de la puerta trasera. Se había activado el sistema de alarma.
Bourne se inclinó hacia delante, con los ojos fijos en el hombre uniformado que saltó de una puerta lateral y se abrió paso en medio del gentío que se agolpaba en la calle, cerca de la entrada del Banco. Sintió una sensación de alivio; no era uno de los tres hombres bien vestidos que habían estado en el Valois el día anterior.
Quince minutos más tarde emergió el correo del interior del Banco, llevando en la mano izquierda el maletín de cuero y escondiendo en la derecha una cartuchera de revólver sin cerrar. El pedazo arrancado del maletín resultaba claramente visible. Jason palpó el trozo de cuero que llevaba escondido en el bolsillo de su camisa; era sólo la primitiva combinación que hacía posible la vida lejos de París, lejos de Carlos. Si es que existía una vida así, y si él podía aceptarla sin el terrible laberinto en el que se veía envuelto y del que no sabía cómo escapar.
Pero era más que eso. En un laberinto creado por el hombre, uno continúa desplazándose, corriendo, golpeándose contra sus muros, y su contacto mismo ya era un progreso, aunque a ciegas. Su laberinto personal no tenía paredes, ningún corredor definido a través del cual echar a correr. Sólo espacio y nebulosas que oscilaban en la oscuridad que veía con toda claridad cuando abría los ojos por la noche, y sentía que el sudor le corría por el rostro. ¿Por qué siempre había espacio y oscuridad y fuertes vientos? ¿Por qué siempre estaba él deslizándose por el aire a la noche? Un paracaídas. ¿Por qué? Y luego acudían otras palabras a su mente; no tenía idea de dónde provenían, pero allí estaban, y él podía escucharlas.
¿Qué queda cuando se desvanece la memoria? ¿Y su identidad, Mr. Smith?
¡Basta! El camión blindado se sumergió en el tránsito de la rué Madeleine. Bourne dio un golpecito en el hombro del taxista.
—Siga a ese camión, pero que siempre queden dos vehículos entre él y nosotros —ordenó en francés. El taxista se volvió, alarmado.
—Creo que se ha equivocado de taxi, señor. Tome, le devuelvo su dinero.
—Pertenezco a la Compañía del blindado, imbécil. Es una misión especial.
—Lo siento, señor. No los perderemos de vista.
Partió en diagonal hacia el tráfico de nuevo.
El camión tomó la ruta más rápida hacia el Sena, por callejuelas laterales. Girando a la izquierda, por el Quai de la Rapée hacia el Pont Neuf. Entonces, a una distancia que Jason calculó como de trescientos o cuatrocientos metros del puente, aminoró la velocidad lentamente, colocándose al borde de la acera, como si hubiera decidido que era demasiado temprano para la cita concertada. Pero —pensó Bourne— la realidad era que él llegaba tarde. Faltaban seis minutos para las tres, apenas había tiempo para que el hombre aparcara y recorriera la manzana de distancia hasta el Pont Neuf. Entonces, ¿por qué había aminorado la velocidad el blindado? ¿Aminorado la velocidad? No, se había detenido. ¿Por qué?
¿El tráfico? ¡Dios mío, por supuesto, el tráfico!
—Deténgase —dijo Bourne al taxista—. Acérquese a la acera. ¡Pronto!
—¿Qué sucede, señor?
—Usted es un hombre muy afortunado —le dijo Jason—. Mi compañía está dispuesta a pagarle cien francos adicionales si se dirige a la ventana frente al blindado y dice algunas palabras al conductor.
—¿Qué cosa, señor?
—La verdad es que estamos probando a ese hombre. Es nuevo. ¿Quiere los cien francos?
—¿Sólo tengo que acercarme a la ventanilla y decirle unas palabras?
—Eso es todo. Cinco segundos cuando mucho; luego puede volver a su taxi y retirarse.
—¿Sin problemas? No me gustan los problemas.
—Mi empresa es una de las más respetables de Francia. Usted habrá visto nuestros camiones en todas partes.
—No sé…
—¡Olvídese de eso! —Bourne se inclinó para abrir la portezuela.
—¿Qué palabras tengo que decirle?
Jason sostuvo en alto el billete de cien francos.
—Nada más que esto: «Monsieur Koenig. Saludos desde Zurich.» ¿Podrá recordar las palabras?
—«Koenig. Saludos desde Zurich.» ¿Qué tiene de difícil eso…?
—¿Vendrá usted detrás de mí?
—Así es.
Marcharon rápidamente hacia el camión, manteniéndose contra el extremo de su carril en medio del tráfico, en tanto camiones y automóviles pasaban junto a ellos, en medio de las señales de «Alto» y «Siga». El blindado era la trampa de Carlos, pensaba Bourne. El asesino había sobornado a alguien para infiltrarse en las filas de los correos armados. Nada más que un nombre y el lugar de la cita revelados en una frecuencia de radio podían haber proporcionado a un operador mal pagado, una gran suma de dinero. Bourne. Pont Neuf. Muy simple. Este correo en particular estaba más dispuesto a permanecer alerta que a asegurarse de que los esbirros de Carlos llegasen a tiempo al Pont Neuf. El tránsito en París era harto conocido; cualquiera podía llegar tarde a cualquier parte. Jason detuvo al taxista mostrándole cuatro billetes más de doscientos francos; los ojos del hombre no se apartaban del fajo.
—¡Señor!
—Mi empresa quiere ser muy generosa. A este hombre hay que castigarlo por graves delitos.
—¿Qué dice, señor?
—Después de que usted diga: «Herr Koenig. Saludos desde Zurich», agregue simplemente: «Hemos cambiado el itinerario. En mi taxi hay alguien que quiere verlo a usted.» ¿Está claro?
Los ojos del taxista volvieron a posarse en los billetes.
—¿Qué tiene de difícil eso?
Y se apoderó del dinero.
Avanzaron hasta colocarse al lado del camión; Jason apoyaba la espalda contra la pared de acero, con la mano derecha oculta bajo la chaqueta, aferrando el arma que llevaba en el cinturón. El taxista se aproximó a la ventanilla y golpeó el vidrio:
—¡Eh, oiga, usted! «¡Herr Koenig le manda saludos desde Zurich!» —gritó.
Alguien bajó la ventanilla apenas unos centímetros.
—¿Qué dice? —gritó otra voz—. ¡Se supone que debería usted encontrarse en el Pont Neuf, señor!
El chofer no era ningún idiota; asimismo, estaba ansioso por alejarse de allí lo más pronto posible.
—¡Yo no, imbécil! —gritó a través del estruendo del peligrosamente cercano tráfico—. ¡Le digo lo que me han ordenado que le diga! Han cambiado los planes. Allí hay un hombre que dice que tiene que verlo a usted.
—Dígale que se dé prisa —susurró Jason, sujetando un último billete de cincuenta francos en la mano, fuera del campo visual del hombre que estaba en la ventanilla.
El taxista miró el dinero y luego otra vez al correo.
—¡Apresúrese! Si no va a ver a ese individuo ahora mismo, perderá su empleo.
—¡Vamos, váyase ahora de aquí! —ordenó Bourne.
El chofer se volvió, pasó corriendo junto a Jason, tomó el billete y se metió otra vez en su taxi.
Bourne permaneció en su sitio, alarmado de pronto por lo que alcanzó a oír en medio de la cacofonía de los cláxones. Se oían voces dentro del blindado; no era un hombre que gritaba instrucciones a una radio, sino dos hombres que se gritaban uno al otro. El correo no iba solo; había otro hombre con él.
—Ésas han sido sus palabras. Las has oído.
—Tenía que venir él a ti. Tenía que mostrarse.
—Qué es lo que hará. ¡Y presentar ese pedazo de cuero, que debe coincidir exactamente con el que falta en el maletín! ¿Acaso esperas que haga eso en medio de la calle, en medio de este tráfico?
—¡No me gusta esto!
—Me pagaste para que te ayudara a ti y a tu gente a encontrar a una persona. Y no para que pierda mi empleo. ¡Me voy!
—¡Tiene que ser en el Pont Neuf!
—¡Y a mí qué demonios me importa! Se oyeron fuertes pisadas en el camión.
—¡Y yo me voy contigo!
Se abrió la puerta de panel; Jason se escabulló, con la mano siempre oculta bajo la chaqueta. Junto a él, una cara de niño se acercó a la ventanilla del vehículo, con una malévola expresión en los ojos, y las facciones contraídas en una máscara horrible, desfigurada por el terror y el asco. El sonido estremecedor de los cláxones, devolviendo ruido por ruido, llenaba la calle. El tráfico era infernal.
El correo saltó a la calle, con el maletín de cuero en la mano izquierda. Bourne ya estaba listo; en el instante en que el correo ponía los pies en el suelo, Bourne lanzó la puerta sobre el segundo hombre, aplastando con el durísimo acero una rodilla y una mano del sujeto que se disponía a bajar. El hombre lanzó un alarido, cayendo pesadamente hacia atrás, al interior del blindado. Jason gritó al correo, con el trozo de cuero en la mano:
—¡Yo soy Bourne! ¡Aquí está el trozo de cuero! ¡Y guarde su arma, o no sólo perderá el empleo, sino también la vida, maldito sea!
—¡No he querido hacer nada malo, señor! ¡Ellos querían atraparlo a usted! ¡No tenían interés en la entrega, le doy mi palabra!
Se abrió la portezuela; Jason la cerró con el hombro, y luego la volvió a correr para hallar el rostro del hombre de Carlos, con la mano apoyada en el arma que llevaba en la cintura.
Lo que vio fue el cañón del arma y el negro orificio que le apuntaba directamente a los ojos. Dio un paso atrás, consciente de que el retraso de una fracción de segundo en el disparo del arma se debió al sonido de algo que estalló dentro del camión blindado. Empezaba a sonar la alarma; era ensordecedor, destacándose sobre las disonancias de la calle; en comparación, el disparo casi pasó inadvertido, y ni se oyó la erupción del asfalto a causa del impacto.
Una vez más, Jason golpeó la puerta. Oyó el estrépito del metal chocando contra el metal; había dado contra el arma del hombre de Carlos. Sacó su propia arma del cinturón, se arrodilló sobre el pavimento y abrió la portezuela.
Vio la cara del que venía de Zurich, al asesino a quien llamaban Johann, al hombre que habían enviado a París para reconocerlo a él. Bourne disparó dos veces; el hombre se arqueó hacia atrás, con la frente chorreando sangre. ¡El correo! ¡El maletín!
Jason vio al hombre; se había parapetado tras el blindado para protegerse, con el arma en la mano, gritando y pidiendo auxilio. Bourne se levantó de un salto y corrió a apoderarse del arma, aferrando el cañón y arrebatándola de manos del correo. Tomó el maletín de cuero y gritó:
—Nada de disparos, ¿eh? ¡Dame eso, maldito seas!
Arrojó el arma del otro bajo el camión blindado, se incorporó y desapareció, en medio de la histérica multitud, con el dinero.
Corrió a ciegas, a toda velocidad; los cuerpos que circulaban a su alrededor eran los muros oscilantes de su laberinto. Pero había una diferencia esencial entre este desafío y el que él vivía a diario. Allí no había penumbra; el sol de la tarde brillaba radiante, cegándolo en su loca carrera a través del laberinto.