Recorrieron el comercio deambulando de sección en sección. Sin embargo, Marie permaneció cerca de la enorme vidriera del frente, sin apartar la vista de la entrada del Banco, al otro lado de la rué Madeleine.
—Te he comprado dos bufandas —le dijo Bourne.
—No debiste hacerlo. Los precios son altísimos.
—Son casi las cuatro. Si no ha salido ya, no lo hará hasta que termine el horario de oficinas.
—Probablemente no. Si tuviera que ver a alguien, ya lo habría hecho. Pero hemos de asegurarnos.
—Créeme, sus amigos están en Orly, corriendo de un sitio para otro. No tiene forma de saber si estoy detrás de alguno de ellos, porque no saben qué nombre utilizo.
—Dependerán del hombre de Zurich para reconocerte.
—El hombre de Zurich busca a una persona de cabello oscuro, que cojea. No a mí. Vamos, echemos un vistazo al Banco. Tú puedes reconocer a D’Amacourt.
—No conseguiremos hacer eso —objetó Marie sacudiendo la cabeza—. Las cámaras que cuelgan del techo están equipadas con lentes de aumento. Si pasan las cintas te reconocerán.
—¿A un hombre rubio, con gafas?
—O a mí. Yo también estaba allí; la recepcionista o su secretaria podrían identificarme.
—Lo que quieres decir es que allí dentro hay un servicio de vigilancia interna. Lo dudo.
—Encontrarán infinidad de razones para querer ver las cintas. —Marie se detuvo de repente y apretó el brazo de Jason, con los ojos fijos en el Banco, al otro lado de la vidriera—. ¡Allí está! El del abrigo con cuello de terciopelo negro… D’Amacourt.
—¿El que se tira de las mangas?
—Sí.
—Ya lo tengo. Te veré luego, detrás del hotel.
—Ten cuidado. Ten mucho cuidado.
—Paga las bufandas; están en el mostrador de atrás.
Jason abandonó la tienda, parpadeando a causa de la luz del sol; esperó que se produjera un espacio en el tránsito para cruzar la calle; no vio a nadie. D’Amacourt había doblado a la derecha y caminaba con aspecto distraído; no parecía un hombre dispuesto a encontrarse con alguien. Tenía más bien un aire de pavo real ligeramente aplastado.
Bourne llegó hasta la esquina, cruzó con luz roja y se puso detrás del banquero. D’Amacourt se detuvo en un quiosco, donde compró un diario de la noche. Jason permaneció inmóvil frente a una tienda de artículos deportivos, para seguir de nuevo al banquero cuando éste continuó su marcha.
Frente a ellos había un café con las ventanas oscuras, la entrada de pesada madera y gruesos muros. No necesitaba tener mucha imaginación para adivinar cómo estaba decorado el interior del local: era un sitio para que se reunieran hombres a beber, para las mujeres que los acompañaban y cuya presencia no discutirían otros hombres. Era un lugar tan tranquilo como cualquier otro de su categoría para sostener una apacible discusión con Antoine D’Amacourt. Jason apresuró el paso hasta acomodarse al del banquero. Se dirigió a él en el mismo torpe y vacilante francés, con acento inglés, que empleara cuando le habló por teléfono:
—Bonjour, Monsieur. Je… pense que vous… étes Monsieur D’Amacourt. Yo diría que estoy en lo cierto, ¿no es así?
El banquero se detuvo. Sus fríos ojos estaban atemorizados, recordando. El pavo real se arrebujó aún más dentro de su bien cortado abrigo.
—¿Bourne? —susurró.
—Sus amigos deben de sentirse ahora muy confundidos. Supongo que estarán rastreando todo el aeropuerto de Orly, preguntándose tal vez si usted no les habrá dado una información errónea. Quizá deliberadamente.
—¿Qué?
Los ojos asustados se agrandaron.
—Entremos aquí —indicó Jason, tomando a D’Amacourt por el brazo con mano firme—. Creo que debemos hablar un poco.
—¡Yo no sé absolutamente nada! Simplemente he aceptado las exigencias del caso. ¡No intervengo en modo alguno en esto!
—Discúlpeme. La primera vez que hablé con usted me dijo que no confirmaría por teléfono el tipo de cuenta bancaria a la que yo me refería; que no discutiría asuntos de negocios con alguien a quien desconocía. Y veinte minutos después me dice que ya lo tiene todo dispuesto. Ésa es una confirmación, ¿no es cierto? Entremos aquí.
El café era, en ciertos aspectos, una réplica en miniatura del «Drei Alpenhäuser» de Zurich. Los reservados eran profundos; las divisiones, muy altas; la luz, escasa. Sin embargo, después de eso cambiaban las apariencias; el café de la rué Madeleine era totalmente francés, jarras de vino remplazaban a los jarros de cerveza. Bourne pidió un reservado en un rincón; el camarero los instaló cumpliendo su deseo.
—Pida una copa de algo fuerte —aconsejó Jason—. La va a necesitar.
—Eso es lo que usted cree —replicó el banquero con frialdad—. Tomaré un whisky.
Las bebidas no se hicieron esperar, y durante el breve intervalo, D’Amacourt extrajo, nervioso, un paquete de cigarrillos del interior de su chaqueta. Bourne le acercó un fósforo manteniéndolo cerca del rostro del banquero. Muy cerca.
—Merci. —D’Amacourt inhaló una bocanada, se quitó el cigarrillo de los labios y tragó casi la mitad del contenido de su vaso de whisky—. No soy yo el hombre con quien usted tiene que hablar —repuso.
—¿Y quién es ese hombre?
—Uno de los propietarios del Banco, tal vez. No sé, pero ciertamente no soy yo el indicado.
—Explíquese.
—Se hicieron algunos arreglos… Un Banco privado tiene más flexibilidad que una institución pública, con accionistas.
—¿Cómo?
—Bueno, digamos que hay más amplitud respecto a las exigencias de ciertos clientes y de Bancos colegas. Se realizan menos escrutinios de lo que se acostumbra en una compañía registrada en la Bolsa. El Gemeinschaft de Zurich es también una institución privada.
—Y esas exigencias, ¿fueron formuladas por el Gemeinschaft?
—Solicitudes… exigencias… sí.
—¿Quién es el dueño del Valois?
—¿Quién? Hay muchos dueños… es un consorcio. Diez o doce hombres y sus respectivas familias.
—Entonces tengo que hablar con usted, ¿no es así? Quiero decir que seria bastante estúpido de mi parte correr por todo París en busca de todos ellos.
—Yo no soy más que un ejecutivo. Un empleado.
D’Amacourt tragó el resto de su bebida, aplastó el cigarrillo contra el cenicero y buscó otro en el paquete. Y los fósforos.
—¿Cuáles son esos arreglos?
—¡Podría perder mi puesto, señor!
—Podría perder la vida —corrigió Jason, preocupado por la facilidad con que fluían las palabras de su boca.
—No estoy en una situación tan privilegiada como usted cree.
—Ni es tan ignorante como quiere hacerme creer —replicó Bourne, con la mirada escudriñando la lejanía, por sobre la cabeza del banquero, en el extremo opuesto de la mesa—. Las personas como usted abundan en todas partes, D’Amacourt. Se visten como usted, se cortan el cabello del mismo modo, hasta tienen la misma forma de caminar; se pavonea demasiado. Un hombre como usted no llega a ser vicepresidente del Valois sin hacer preguntas; usted se ha puesto a cubierto. No realiza el menor movimiento, a menos que sepa que sus espaldas están bien guardadas. Ahora dígame cuáles son esos arreglos. Usted no es una persona importante para mí, ¿está claro?
D’Amacourt encendió un fósforo y lo mantuvo junto al cigarrillo, en tanto contemplaba fijamente a Jason.
—No tiene necesidad de amenazarme, señor. Usted es un hombre muy rico. ¿Por qué no me paga por la información? —El banquero esbozó una sonrisa nerviosa—. Le diré que tiene usted razón. He formulado un par de preguntas. París no es Zurich. Un hombre de mi categoría debe poder proporcionar palabras, si no respuestas.
Bourne se echó hacia atrás en su asiento, haciendo girar su vaso; el entrechocar de los cubitos de hielo producía un ruido que, evidentemente, irritaba a D’Amacourt.
—Fije usted un precio razonable —decidió finalmente— y lo discutiremos.
—Soy un hombre razonable. Dejemos que la decisión se base en los valores y que éstos los fije usted. Los banqueros del mundo son compensados por los clientes agradecidos a los que ellos han beneficiado. Me gustaría considerarlo a usted un cliente.
—Bueno, hágalo. —Bourne sonrió, sacudiendo la cabeza al percibir los nervios del otro—. De modo que nos deslizamos del soborno a la propina. Compensación por servicios y asesoramiento personales.
D’Amacourt se encogió de hombros.
—Acepto la definición y, si me lo preguntan, repetiré sus palabras.
—¿Los arreglos?
—La transferencia de nuestros bienes de Zurich iba acompañada de una fiche confidentielle…
—Une fiche? —interrumpió bruscamente Jason, recordando aquel momento en la oficina de Apfel, en el Gemeinschaft, cuando entró Koenig diciendo aquellas palabras—. Ya he oído eso antes. ¿De qué se trata?
—Un término a fecha, en realidad. Se remonta al siglo diecinueve, cuando, a mediados de siglo, se acostumbraba que los Bancos más importantes, la Banca Rothschild, sobre todo, seguían la pista del flujo internacional de dinero.
—Gracias. Pero ¿qué es, específicamente?
—Instrucciones lacradas, por separado, que deben ser abiertas y hechas circular cuando se hacen operaciones en la cuenta en cuestión.
—¿Operaciones?
—Fondos que se sacan o se depositan.
—Supongamos que acabo de ir a la ventanilla de un cajero y le he presentado una libreta, y le pido dinero.
—Entonces, en la transacción, la computadora arrojaría un doble asterisco rojo. A usted le habrían dicho que debía verme a mí.
—De todos modos, me enviaron a verlo a usted. El operador me dio el número de su oficina.
—Una casualidad sin importancia. Hay otras dos oficinas en el Departamento de Servicios Externos. Con cualquiera de las otras dos que lo hubieran conectado, la fiche habría dictado que debía verme a mí. Yo soy el ejecutivo de mayor jerarquía.
—Ya lo veo. —Pero Bourne no estaba seguro de ver nada. Había un blanco en aquella secuencia; había un espacio que llenar—. Espere un minuto. Usted no sabía nada relacionado con une fiche cuando le llevaron la cuenta a su despacho.
—Y entonces, ¿por qué la solicité? —interrumpió D’Amacourt, anticipándose a la pregunta que preveía—. Sea razonable, señor. Póngase en mi lugar. Un hombre llama por teléfono y se identifica; luego dice que «habla de un asunto de más de cuatro millones de francos». Cuatro millones. ¿Usted no habría estado ansioso de serle útil? ¿De infringir una que otra regla?
Al echar una mirada al elegante banquero, Jason descubrió que acababa de decir la cosa menos sorprendente.
—Las instrucciones. ¿Cuáles eran?
—Para empezar, un número telefónico…, que no figura en la guía, por supuesto. Había que llamar allí, para transmitir cualquier información.
—¿Recuerda el número?
—Tengo como norma confiar ese tipo de cosas a mi memoria.
—Habría apostado a que era usted de ésos. ¿Qué número es?
—Tengo que protegerme, señor. ¿De quién si no de mí podría haber obtenido usted ese dato? Le hago la pregunta, ¿cómo dicen ustedes?, retóricamente.
—Lo cual significa que conoce la respuesta. ¿Cómo lo obtuve? Por si alguna vez surge el tema.
—En Zurich. Usted ha pagado un precio muy elevado para que alguien no sólo quebrante las más estrictas normas imperantes en la Bahnhofstrasse, sino también las leyes de Suiza.
—Ya tengo al hombre —replicó Bourne, en cuya mente surgió nítidamente la imagen de Koenig—. Ya ha cometido el crimen.
—¿En la Gemeinschaft? ¿Bromea usted?
—En absoluto. El nombre del sujeto es Koenig; su oficina está en el segundo piso.
—Lo recordaré.
—Estoy seguro de que sí. ¿El número? —D’Amacourt se lo dijo. Jason lo anotó en una servilleta de papel—. ¿Cómo sé que es el correcto?
—Tiene una garantía bastante razonable. No me ha pagado por ello.
—Garantía suficiente.
—Y mientras el valor es algo intrínseco en nuestra conversación, debo decirle que éste es el segundo número telefónico; el primero fue cancelado.
—Explíqueme eso.
D’Amacourt se inclinó hacia delante.
—Con la hoja del estado de cuentas llegó una fotocopia de la fiche original. Estaba sellada en una caja de color negro, rubricada y firmada por el perito informante. La tarjeta que va en su interior fue convalidada por un socio de la Gemeinschaft, contra-firmada por el notario suizo habitual; las instrucciones eran bastante simples, claras. En todos los asuntos referentes a la cuenta de Jason C. Bourne había que pedir inmediatamente una llamada transatlántica, y transmitir los detalles. Aquí la tarjeta está alterada, el número de Nueva York borrado, y en su lugar se anotó un número de París.
—¿De Nueva York? —interrumpió Bourne—. ¿Cómo sabe que era de Nueva York?
—El código del área telefónica figuraba entre paréntesis, espaciado frente al número propiamente dicho; estaba intacto. Era el 212. Como primer vicepresidente a cargo de Servicios Exteriores, hago diariamente varias llamadas de ese tipo.
—La alteración fue bastante torpe.
—Posiblemente. Pudo haber sido escrita a toda velocidad, o no del todo comprendida. Por otro lado, no había forma de tachar el núcleo de las instrucciones sin volver a autorizarlo mediante notario. Un riesgo insignificante, si tenemos en cuenta la cantidad de teléfonos que existe en Nueva York. De todos modos, la sustitución me permitió formular una pregunta o dos. El cambio es un anatema del banquero.
D’Amacourt bebió de un trago el whisky que le quedaba.
—¿Quiere otro? —preguntó Jason.
—No, gracias. Eso prolongaría nuestra discusión.
—Ha sido usted quien se ha detenido.
—Estoy pensando, señor. Tal vez usted tenga en la mente una cifra vaga antes de que yo proceda.
Bourne estudió a su interlocutor.
—¿Podría ser cinco? —aventuró.
—¿Cinco qué?
—Cinco cifras.
—Lo comprobaré. Hablé con una mujer…
—¿Una mujer? ¿Y cómo inició esa conversación?
—Con franqueza. Yo era el vicepresidente del Valois, y seguía instrucciones recibidas del Gemeinschaft de Zurich. ¿Qué otra cosa se podía decir?
—Continúe.
—Le dije que me había puesto en contacto con un hombre que decía llamarse Jason Bourne. Me preguntó cuánto tiempo hacía de esto, a lo cual respondí que unos pocos minutos. Entonces ella se mostró sumamente ansiosa por enterarse del tema de nuestra conversación. Al llegar a éste fue cuando manifesté mis preocupaciones. La fiche señalaba específicamente que debía hacerse una llamada telefónica a Nueva York, no a París. Naturalmente, ella respondió que ése no era mi problema, y que el cambio estaba autorizado por una firma, y ¿acaso me interesaba que en Zurich fueran informados de que un funcionario del Valois se negaba a seguir instrucciones de la Gemeinschaft?
—Espere un momento —interrumpió Jason—. ¿Quién era esa mujer?
—No tengo idea.
—¿Quiere decir que todo ese tiempo habló con ella y no le reveló quién era? ¿Usted no se lo preguntó?
—Ésa es la base de la fiche. Si se pronuncia un nombre, mejor que mejor. Si no se pronuncia, uno no hace preguntas.
—Pero usted no vaciló en hacer preguntas respecto al número telefónico.
—Simplemente una artimaña; yo quería información. Usted transfirió cuatro millones y medio de francos, una cantidad respetable, y, por tanto, es un cliente poderoso que quizá cuente con conexiones más poderosas aún… Uno se rebela, luego acepta, vuelve a rebelarse, sólo para aceptar una vez más; de esa forma se entera uno de las cosas. Especialmente si la parte interesada con la que uno está hablando demuestra ansiedad. Y puedo asegurarle que la mujer estaba muy ansiosa.
—¿De qué se enteró usted?
—De que debe usted ser considerado como un hombre peligroso.
—¿En qué sentido?
—La definición quedó incompleta. Pero el hecho de que se empleara ese término fue suficiente para preguntarme por qué la Sureté no estaba involucrada en el asunto. La respuesta de ella fue extremadamente interesante: «Él está más allá de la Sureté, más allá de la Interpol», declaró.
—¿Y qué significan esas palabras para usted?
—Que era un asunto sumamente complicado, con cualquier número de posibilidades, que mejor era dejarlo en privado. Sin embargo, desde que comenzamos esta conversación, algo me dice que hay más.
—¿Y qué es eso?
—Que realmente usted debe pagarme muy bien, pues debo mostrarme en extremo cauteloso. Aquellos que andan detrás de usted tal vez se encuentren también más allá de la Süreté, más allá de la Interpol.
—Ya nos ocuparemos de eso. ¿Le dijo usted a esa mujer que yo iba a su oficina?
—Sí, que estaría usted allí dentro de un cuarto de hora. Ella me pidió que permaneciera en el teléfono unos instantes, que volvería en un momento. Obviamente hizo otra llamada. Regresó con instrucciones finales. Usted debía ser retenido en mi oficina hasta que un hombre se acercara a mi secretaria para preguntarle algo acerca de Zurich. Y cuando usted se fuera, tendría que identificarse mediante un gesto con la cabeza o la mano; no podría haber ningún error. El hombre se acercó, por supuesto, y, por supuesto, usted nunca llegó, de modo que el sujeto esperó junto a las ventanillas de los cajeros con un socio. Cuando usted telefoneó y dijo que estaba camino de Londres, yo abandoné mi oficina y busqué al hombre. Mi secretaria me lo señaló y lo puse al tanto de lo ocurrido. El resto ya lo sabe.
—¿No le pareció extraño que yo tuviera que identificarme?
—No tan extraño como exagerado. Una fiche es una cosa, llamadas telefónicas, comunicaciones entre personas sin rostro, pero estar involucrado directamente, a cara descubierta, como quien dice, es otra cosa. Eso mismo le dije a la mujer.
—¿Y ella qué le contestó? D’Amacourt se aclaró la garganta.
—Me hizo ver claramente que la parte a quien ella representaba, cuyo status por cierto fue confirmado por la fiche, recordaría mi cooperación. Ya ve usted, no le oculto nada… Aparentemente, ellos no saben qué aspecto tiene usted.
—Uno de sus hombres, que estaba en el Banco, me vio en Zurich.
—Entonces los socios de él no se fiaron de su buena vista. O, tal vez, en lo que él cree haber visto.
—¿Por qué dice eso?
—Es sólo una observación, señor; la mujer se mostró muy insistente. Tiene que entenderme, yo objeté con todas mis fuerzas cualquier participación franca; ésa no es la naturaleza de la fiche. Ella replicó que no había fotografías suyas. Una mentira, claro está.
—¿Eso cree usted?
—Naturalmente. Todos los pasaportes llevan fotografía. ¿Dónde está el oficial de inmigraciones al que no se pueda comprar o engañar? Diez segundos en una oficina de control de pasaportes, fotografía de otra fotografía; se pueden realizar muchos manejos. No, han cometido un error grave.
—Supongo que sí.
—Y usted —continuó D’Amacourt— acaba de decirme algo más. Sí, realmente debe pagarme muy bien.
—¿Qué es lo que acabo de decirle?
—Que su pasaporte no lo identifica como Jason Bourne. ¿Quién es usted, señor?
Jason no respondió en seguida; volvió a revolver la bebida en su vaso.
—Alguien que puede pagarle mucho dinero —respondió.
—Eso me es suficiente. Sólo se trata de un cliente llamado Bourne. Y debo ser muy cauteloso.
—Quiero ese número telefónico de Nueva York. ¿Puede conseguírmelo? Habrá una gratificación respetable.
—Quisiera poder complacerlo. Pero no tengo modo de hacerlo.
—Podría sacarlo de la tarjeta de la fiche. Con una lente de mucho aumento.
—Cuando le he dicho que el número estaba alterado, señor, no he querido decir que se hubieran limitado a borrarlo. Fue suprimido, recortado.
—Entonces lo tiene alguien de Zurich.
—O ha sido destruido.
—Una última pregunta —dijo Jason, ahora ansioso por irse—. Se refiere a usted, casualmente. Es la única forma en que recibirá su paga.
—Toleraré la pregunta, por supuesto. ¿De qué se trata?
—Si me hubiera presentado en el Valois sin haberlo llamado antes, sin haberle avisado que iría, ¿habría hecho usted otra llamada telefónica?
—Sí. Uno no deja de tener en cuenta la fiche; tiene sus orígenes en las salas de los directorios más poderosos. A ello hubiera seguido el despido.
—Entonces, ¿cómo nos haremos con nuestro dinero?
D’Amacourt frunció los labios.
—Hay un modo. El retiro in absentia. Se llenan los formularios, se envían instrucciones por carta, se confirma y autentica la identificación empleando un gabinete jurídico debidamente conocido. Yo no hubiera podido interferir de ningún modo.
—Y, sin embargo, aún tenía que hacer la llamada telefónica.
—Es cuestión de saber calcular el tiempo. Si algún abogado con quien el Valois hubiera realizado varias negociaciones me hubiera pedido que le preparase, digamos, un determinado número de cheques sobre una transferencia del exterior confirmado por él, lo habría hecho. Él habría afirmado que enviaba los formularios correspondientes, los cheques, por supuesto, extendidos «al portador», cosa no tan inusual en estos días, en que los impuestos son excesivos. Llegaría un mensajero con la carta durante las horas punta, y mi secretaria, una empleada estimada y fiel, de hace muchos años, simplemente llenaría los formularios para que yo los firmara, y me llevaría la carta.
—Seguramente —interrumpió Bourne—, junto con una pila de otros papeles que usted también debería firmar.
—Exactamente. Sólo entonces haría yo la llamada telefónica, probablemente observando al mensajero que se retiraba con su portafolio, mientras yo hacía la llamada.
—Y por una remota casualidad, ¿no tendría usted en la mente el nombre de alguna firma de abogados en París? ¿O algún abogado en especial?
—En realidad se me ha ocurrido un nombre.
—¿Y cuánto costará?
—Diez mil francos.
—Eso es mucho dinero.
—De ninguna manera. Se trata de un hombre que ha sido juez, de un hombre honrado.
—¿Y qué me dice de usted? Vamos a verlo.
—Como ya le dije, soy un hombre razonable, y la decisión deberá tomarla usted. Puesto que ha mencionado cinco cifras, seamos coherentes con sus palabras. Cinco cifras, comenzando por cinco. Cincuenta mil francos.
—¡Pero eso es ultrajante!
—También es así lo que usted ha hecho, Monsieur Bourne.
—Une fiche confidentielle —dijo Marie, sentada en la silla junto a la ventana, mientras los últimos rayos de sol bañaban los ornamentados edificios del bulevar Montparnasse—. De modo que ésa es la artimaña que usaron.
—Puedo impresionarte… Yo sé de dónde viene todo. —Jason sirvió un vaso de la botella que había en la mesa y lo llevó a la cama; se sentó, mirándola de frente—. ¿Quieres oír la historia?
—No tengo por qué hacerlo —replicó ella, mirando por la ventana, preocupada—. Sé exactamente de dónde viene todo y qué significa. Es un golpe duro, eso es todo.
—¿Por qué? Pensé que esperarías algo parecido.
—Los resultados, sí, pero no las maquinaciones. Une fiche es una burla arcaica a la legitimidad, casi totalmente restringida a los Bancos privados del continente. Las leyes estadounidenses, canadienses y británicas prohíben su uso.
Bourne recordó las palabras de D’Amacourt; las repitió en voz alta:
—«Esto procede de las salas de los directorios más poderosas», me dijo.
—Tenía razón. —Marie lo miró—. ¿No te das cuenta? Yo sabía que había una señal adosada a tu cuenta. Supuse que alguien había sido sobornado para suministrar información. Esto no es inusual; los banqueros no ocupan los primeros puestos entre los candidatos a la canonización. Pero esto es diferente. Esa cuenta en Zurich ya estaba establecida, desde el primer momento, y la fiche formaba parte de su funcionamiento. Tal vez hasta tú mismo lo sabías.
—«Treadstone Setenta y Uno» —dijo Jason.
—Sí. Los propietarios del Banco tenían que actuar de acuerdo con «Treadstone». Y considerando la flexibilidad de tu enlace, es posible que tú estuvieras al tanto de ello.
—Pero alguien fue sobornado. Koenig. Él sustituyó un número telefónico por otro.
—Le pagaron bien, te lo puedo asegurar. Podría haberse arriesgado a diez años en una cárcel suiza.
—¿Diez años? Eso es bastante fuerte.
—Así son las leyes suizas. Tienen que haberle pagado una pequeña fortuna.
—Carlos —reflexionó Bourne—. Carlos… ¿Por qué? ¿Qué significo yo para él? Me lo pregunto una y otra vez. Pronuncio su nombre una vez, y otra y otra más. Y no consigo nada, nada de nada. Nada más que… un… no sé. Nada.
—Pero hay algo, ¿no es así? —Marie se incorporó en su asiento—. ¿Qué es, Jason? ¿En qué estás pensando?
—No estoy pensando… no sé.
—Entonces, sientes algo. Algo. ¿Qué es?
—No sé. Miedo tal vez… Rabia, nervios. No sé.
—¡Concéntrate!
—¡Maldito sea!, ¿crees que no me concentro? ¿Crees que no lo he hecho? ¿Tienes idea de lo que es? —Bourne se puso tieso, lamentando su exabrupto—. Lo siento.
—No te disculpes. Nunca. Éstos son los signos, las claves que tienes para buscar…, lo que los dos tenemos que buscar. Ese amigo tuyo, el médico de Port Noir, tenía razón; las cosas te vienen a la mente, provocadas por otras cosas. Como tú mismo dijiste, una caja de fósforos, un rostro, la fachada de un restaurante. Ya lo hemos comprobado. Ahora se trata de un nombre, de un nombre que has evitado casi una semana, mientras me relatabas todo lo que te había sucedido durante los últimos cinco meses, hasta el más mínimo detalle. Sin embargo, nunca mencionaste el nombre de Carlos. Tendrías que haberlo mencionado, pero no lo hiciste. Eso significa algo para ti, ¿no te das cuenta? Remueve cosas en tu interior; cosas que quieren aflorar.
—Ya lo sé. Jason bebió.
—Querido, en el bulevar Saint-Germain hay una famosa librería, dirigida por un fanático de las revistas. Hay todo un piso repleto de ejemplares atrasados de revistas, miles de números. También tiene un catálogo de temas, los tiene en un índice, como un bibliotecario. Me gustaría descubrir si Carlos figura en ese índice. ¿No lo intentarías?
Bourne era consciente del agudo dolor que le oprimía el pecho. No tenía nada que ver con sus heridas; era miedo. Ella lo advirtió y, en cierto modo, lo comprendió; sentía miedo y no podía entenderlo.
—En la Sorbona hay ejemplares atrasados de diarios —dijo él, mirándola—. Uno de ellos me dejó como en una nube durante un tiempo. Hasta que me puse a pensar en lo que había leído.
—Había puesto al descubierto una mentira. Eso fue lo importante.
—Pero ahora no buscamos una mentira, ¿no es cierto?
—No, buscamos la verdad. No tengas miedo, querido. Yo no lo tengo.
Jason se levantó.
—Está bien. Saint-Germain está programado. Mientras tanto, llama a ese tipo de la Embajada. —Bourne buscó en su bolsillo y sacó una servilleta de papel con el número de teléfono; había agregado el número de la matrícula del coche en el que había escapado del Banco, en desenfrenada carrera por la rué Madeleine—. Aquí está el número que me dio D’Amacourt, también el de la matrícula de su coche. Ve lo que este hombre puede hacer.
—Está bien. —Marie cogió la servilleta y se dirigió al teléfono. Junto al aparato había una libretita, de hojas sujetas por una espiral; repasó sus páginas—. Aquí está. Se llama Dennis Corbelier. Peter dice que lo llamará hoy al mediodía, hora de París. Y se puede confiar en él; era tan competente como cualquier otro agregado de la Embajada.
—Peter lo conoce, ¿no es cierto? No es simplemente un nombre más en su lista.
—Fueron compañeros en la Universidad de Toronto. Puedo llamarlo desde aquí, ¿no te parece?
—Claro que sí. Pero no digas dónde estás. Marie levantó el receptor.
—Le diré lo mismo que le dije a Peter. Que me he trasladado de un hotel a otro, y todavía no sé cuál será el definitivo.
Llamó por una línea exterior, luego marcó el número de la Embajada del Canadá, en la avenida Montaigne. Quince segundos más tarde hablaba con Dennis Corbelier, agregado de la misma.
Casi de inmediato abordó el tema central de la conversación.
—Supongo que Peter te habrá dicho que yo podría necesitar ayuda.
—Y más que eso —respondió Corbelier—. Me explicó que habías estado en Zurich. No te puedo decir que entendí todo lo que me dijo, pero tengo una idea general. Parece que actualmente hay muchas maniobras en el mundo de las altas finanzas.
—Más de lo habitual. El problema consiste en que nadie quiere decir quién manipula a quién. Ése es mi problema.
—¿De qué forma puedo ayudarte?
—Tengo un número telefónico y el de una matrícula de coche, ambos de aquí, de París. El teléfono no figura en la guía; podría resultar extraño que yo llamase allí.
—Dámelos. —Ella obedeció—. A mari usque ad mari —dijo Corbelier, recitando el lema nacional de su país—. Tenemos diversos amigos, en lugares magníficos… Intercambiamos favores con frecuencia, generalmente en el área de narcóticos, pero todos somos flexibles. ¿Por qué no almorzamos juntos mañana? Te llevaré lo que pueda.
—Me gustaría mucho, pero mañana no puedo. Pasaré el día con un viejo amigo. Tal vez en otra ocasión.
—Peter me dijo que sería un idiota si no insistía. Dice que tú eres una mujer fantástica.
—Él es un encanto, y tú también. Te llamaré mañana por la noche.
—Muy bien. Me pondré a trabajar en ello.
—Mañana te llamaré; gracias de nuevo —Marie colgó el receptor y echó una mirada a su reloj—. Tengo que llamar a Peter dentro de tres horas. Recuérdamelo.
—¿Realmente crees que tendrá alguna noticia tan pronto?
—Sí; anoche llamó ya por teléfono a Washington. Es justo lo que Corbelier acaba de decirme; todos comerciamos con algo. Esta información a cambio de esta otra, un nombre de nuestro lado, por un nombre del lado de ellos.
—Suena vagamente a traición.
—Es lo contrario. Comerciamos con dinero, no con misiles. Dinero que circula de forma ilegal, evitando leyes que defienden nuestros intereses. A menos que quieras que los jeques de Arabia se apoderen de la «Grumman Aircraft». Entonces tendremos que hablar de misiles… después de que ellos se hayan retirado de la plataforma de lanzamiento.
—Retiro mi objeción.
—Tenemos que ver al hombre de D’Amacourt mañana, como primera medida. Decide qué es lo que quieres ocultar.
—Todo.
—¿Todo?
—Así es. Si tú fueras del directorio de Treadstone, ¿qué harías si te enteraras de que faltan seis millones de francos de la cuenta de un socio?
—Ya entiendo.
—D’Amacourt sugirió una serie de cheques al portador.
—¿Dijo eso? ¿Cheques?
—Sí. ¿Hay algún problema?
—Desde luego. Los números de esos cheques podían haber sido asentados en una cinta falsa y enviados a diversos Bancos, en todas partes. Uno tendrá que ir a un Banco y rescatarlos; los pagos serían suspendidos.
—Es un triunfador, ¿no es así? Recoge su cosecha por ambos lados. ¿Qué hacemos?
—Aceptar la mitad de lo que te he dicho… la del portador. Pero no los cheques. En bonos. Bonos al portador de distintas denominaciones. Son mucho más fáciles de cambiar.
—Bueno, te has ganado la cena —replicó Jason, inclinándose para rozarle el rostro.
—Trato de ganarme la vida, señor —replicó ella, apretando la mano de él contra su mejilla—. Primero la cena, luego Peter… y después a una librería en Saint-Germain.
—Una librería en Saint-Germain —repitió Bourne, sintiendo de nuevo el dolor en el pecho.
¿De qué se trataba? ¿Por qué tenía tanto miedo?
Abandonaron el restaurante del bulevar Raspail y se dirigieron hacia el complejo telefónico de la rué Vaugirard. Había cabinas de vidrio instaladas contra las paredes, y en el centro de la planta baja, un enorme mostrador circular, donde los empleados llenaban fichas, asignando las diferentes cabinas a aquellos que solicitaban llamadas.
—Hay poco movimiento, señora —informó a Marie el empleado—. Puede recibir su llamada en pocos minutos. Número doce, por favor.
—Gracias. ¿Cabina número doce?
—Sí, señora. Allí.
Mientras atravesaban el vestíbulo atestado de gente, en dirección a la cabina, Jason la tomó del brazo.
—Ya sé por qué la gente utiliza estos sitios —dijo—. Son cien veces más rápidos que los teléfonos de un hotel.
—Ésa es solamente una de las razones.
Apenas habían llegado a la cabina y encendido sus cigarrillos escucharon los dos breves timbrazos en su interior. Marie abrió la puerta y entró, con el bloc y un lápiz en la mano. Cogió el receptor.
Sesenta segundos después, Bourne advirtió, atónito, que la muchacha miraba fijamente la pared, con el rostro completamente blanco, la piel cenicienta. Comenzó a gritar y dejó caer su bolso, cuyo contenido quedó esparcido por el suelo de la minúscula cabina; el bloc quedó aprisionado en el borde de ésta, el lápiz se rompió debido a la presión de su muñeca. Bourne se precipitó dentro de la cabina; la muchacha estaba a punto de desmayarse.
—Habla Marie St. Jacques desde París. Lisa. Peter está esperando mi llamada.
—¿Marie? ¡Oh, Dios mío…!
La voz de la secretaria se quebró, y en su lugar se oyeron muchas voces a su alrededor. Voces excitadas, ahogadas por una mano colocada en el receptor. Luego hubo ruido de movimientos y, aparentemente, el teléfono fue pasado a alguna otra persona, o bien ésta se apoderó del receptor.
—Marie, habla Alan. —Era el primer director ayudante de la sección—. Estamos todos en la oficina de Peter.
—¿Qué sucede, Alan? No tengo mucho tiempo; ¿puedo hablar con Peter, por favor? Un momento de silencio.
—Quisiera hacerte menos difícil esto, Marie, pero no sé cómo. Peter está muerto, Marie.
—¿Está… qué?
—Llamó la Policía hace unos minutos; están en camino hacia aquí.
—¿La Policía? ¿Qué ha ocurrido? ¡Oh, Dios mío!, ¿está muerto? ¿Qué ha pasado?
—Tratamos de averiguarlo. Estamos revisando su agenda telefónica, pero se supone que no debemos tocar nada de lo que hay en su escritorio.
—¿En su escritorio…?
—Notas, recordatorios, ese tipo de cosas.
—¡Alan! ¡Dime qué ha ocurrido!
—Eso es… lo que no sabemos. No nos dijo a ninguno de nosotros qué estaba haciendo. Todo lo que sabernos es que esta mañana recibió dos llamadas telefónicas de los Estados Unidos…, una de Washington y otra de Nueva York. Alrededor de mediodía le dijo a Lisa que iba al aeropuerto a recibir a alguien. No dijo a quién. La Policía lo encontró hace una hora, en uno de esos túneles que se utilizan para cargas. Fue terrible; lo asesinaron. Un tiro en la garganta… ¿Marie? ¿Marie?
El anciano de ojos hundidos y barba blanca de tres días entró cojeando en el oscuro confesionario, guiñando los ojos una y otra vez, tratando de precisar la figura encapuchada detrás de la cortina opaca. La vista le fallaba a aquel mensajero de ochenta años. Pero su mente permanecía lúcida, y eso era lo más importante.
—Ángelus Domini —dijo.
—Ángelus Domini, hijo de Dios —susurró la silueta encapuchada—. ¿Sus días son tranquilos?
—Están por llegar a su fin, pero me los hacen tranquilos.
—Bien… ¿Zurich?
—Encontraron al hombre del Quai Guisan. Estaba herido; siguieron su pista hasta llegar a un médico en el Verbrechervelt. Después de ser sometido a un severo interrogatorio, admitió haber atacado a la mujer. Caín volvió a buscarla; fue Caín quien disparó al hombre.
—De modo que estaban en combinación; la mujer y Caín.
—El hombre del Quai Guisan no lo cree así. Él fue uno de los que la recogieron en la Löwenstrasse.
—Ése es también un estúpido. ¿Él mató al guardián?
—Lo admite y lo oculta. No tuvo oportunidad de escapar.
—Podría no tener que ocultarlo; podría ser la acción más inteligente que pudo haber realizado. ¿Tiene su arma?
—La tienen ustedes.
—Bien. Hay un prefecto en la Policía de Zurich. Hay que entregarle el arma a él. Caín es muy escurridizo, la mujer no tanto. Ella tiene socios en Ottawa; permanecerán en contacto con ella. Vamos a atraparla, y seguiremos la pista a él. ¿Tiene preparado su lápiz?
—Sí, Carlos.