Bourne observaba a lo lejos mientras Marie pasaba por la aduana e inmigraciones en el aeropuerto de Berna, en busca de señales de interés o reconocimiento por parte de alguien en la multitud que aguardaba alrededor del área de salidas de «Air France». Eran las cuatro de la tarde, la hora punta de los vuelos a París, el momento en que privilegiados hombres de negocios se apresuraban a partir hacia la Ciudad Luz después de efectuar tediosas diligencias en los Bancos de Berna. Marie miró por encima de su hombro mientras atravesaba la salida; él le hizo un gesto con la cabeza y esperó hasta que hubo desaparecido; luego se volvió y comenzó a caminar hacia el vestíbulo de la «Swissair». George B. Washburn tenía una reserva para el vuelo de las 16.30 a Orly.
Se encontrarían más tarde en un café que Marie recordaba de sus visitas durante los días de Oxford. Se llamaba «Au Coin de Cluny», en el bulevar Saint-Michel, a pocas manzanas de la Sorbona. Si, por alguna eventualidad, no estaba allí, Jason la encontraría alrededor de las nueve en la escalinata del Museo Cluny.
Bourne se retrasó. Estaba cerca, pero llegaría tarde. La Sorbona tenía una de las bibliotecas más grandes de Europa, y en una sección de esa biblioteca había ediciones viejas de los periódicos. Las bibliotecas universitarias no se ajustaban a los horarios laborales de los empleados públicos; los estudiantes las utilizaban durante las tardes. Así lo haría él tan pronto como llegara a París. Había algo que quería saber. Todos los días leo los periódicos. En tres idiomas. Seis meses atrás mataron a un hombre; la noticia de su muerte fue publicada en la primera página de cada uno de esos periódicos. Esto había dicho un hombre gordo en Zurich.
Dejó su maleta en la sala de control de la biblioteca y subió al segundo piso; allí dobló a la izquierda, hacia el arco que conducía a la enorme sala de lectura. La Salle de Lecture estaba en este anexo: los periódicos se hallaban sobre soportes. Las publicaciones llegaban precisamente hasta un año atrás desde el día de la fecha.
Caminó entre los soportes contando seis meses hacia atrás, y tomó los periódicos de las diez semanas anteriores a la fecha elegida. Los llevó a la mesa vacía más cercana y, sin sentarse, comenzó a hojearlos, pasando de primera página en primera página, publicación por publicación.
Grandes hombres habían muerto en sus camas, mientras otros habían hecho declaraciones; el dólar había caído, el oro había subido; huelgas habían fracasado, y los Gobiernos habían vacilado entre la acción y la parálisis. Pero no habían matado a ningún hombre que mereciera titulares; no había tal incidente, no había tal asesinato.
Jason volvió a los soportes y retrocedió en el tiempo. Dos semanas, doce semanas, veinte semanas. Casi ocho meses. Nada.
Entonces se dio cuenta; había ido hacia atrás en el tiempo, no hacia delante desde esa fecha de seis meses antes. Podía haberse cometido un error en ambas direcciones; unos pocos días, o una semana, o hasta dos. Retornó a los periódicos y sacó los correspondientes a cuatro y cinco meses atrás.
Se habían estrellado aviones y habían estallado evoluciones sangrientas; hombres santos habían hablado, para ser atacados por otros hombres santos; había encontrado pobreza y enfermedad donde todos sabían que podía encontrarse; pero ningún hombre importante había sido asesinado.
Comenzó con la última pila; la niebla de la duda de la culpa fue aclarándose con cada vuelta de página. ¿Habría mentido el sudoroso hombre gordo de Zurich? ¿Sería todo una mentira? ¿Todo mentiras? Estaba él, de algún modo, viviendo una pesadilla podía desvanecerse con…?
¡EL EMBAJADOR LELAND, ASESINADO EN MARSELLA!
Los caracteres orbitales del título estallaron desde la hoja, hiriendo sus ojos. No era dolor imaginario, no era dolor inventado, sino un agudo dolor que penetraba las cavidades de sus ojos y le quemaba la cabeza. Su respiración se detuvo; su mirada, fija en el nombre LELAND. Lo conocía; podía ver su rostro, verlo realmente. Gruesas cejas bajo una ancha frente, nariz pequeña y algo puntiaguda centrada entre altos pómulos y sobre unos labios curiosamente finos enmarcados por un bigote perfectamente cuidado. Conocía la cara, conocía al hombre. Y el hombre fue asesinado por un solo disparo hecho desde una ventana de la ribera, con un rifle de grueso calibre. El embajador Howard Leland había salido a caminar por un muelle de Marsella a las cinco de la tarde. Le volaron la cabeza.
Bourne no necesitó leer el segundo párrafo para saber que Howard Leland había sido almirante de la Marina de los Estados Unidos, hasta que un nombramiento interino como director del Servicio Secreto de la Marina precedió a su cargo como embajador en el Quai d’Orsay, en París. Ni tuvo que llegar al cuerpo del artículo donde se especulaba sobre los motivos del asesinato, para saberlos; los conocía. La función principal de Leland en París era disuadir al Gobierno francés de autorizar ventas masivas de armas —en particular, flotillas de jets «Mirage»— a África y Oriente Medio. Había tenido éxito en proporción sorprendente, irritando a las partes interesadas en todos los puntos del Mediterráneo. Se presumía que había sido asesinado por su interferencia; un castigo que servía de ejemplo para otros. Los compradores y vendedores de la muerte no debían ser obstaculizados.
Y el vendedor de muerte que lo mató había cobrado una gran suma de dinero, lejos de la escena, con todo rastro borrado.
Zurich. Un mensaje para un mutilado; otro, para un hombre gordo en un concurrido restaurante de la Falkenstrasse.
Zurich.
Marsella.
Jason cerró los ojos; el dolor era ahora intolerable. Había sido recogido del mar cinco meses atrás, y se suponía que su puerto de salida había sido Marsella. Y si era Marsella, la costa habría sido su ruta de escape; un bote alquilado, el medio para llegar a la vasta extensión del Mediterráneo. Todo encajaba demasiado bien, cada pieza del rompecabezas coincidía con la siguiente. ¿Cómo podía saber las cosas que sabía si no era ese vendedor de la muerte que disparó desde una ventana de la costa de Marsella?
Abrió los ojos; el dolor inhibía su pensamiento, pero no todo… Había una decisión más clara que ninguna otra en su limitada memoria. No habría encuentro en París con Marie St. Jacques.
Quizás algún día le escribiría una carta, diciéndole las cosas que no podía decirle ahora. No podía haber palabras escritas de agradecimiento o de amor, ninguna explicación; ella lo esperaría y él no iría. Debía poner distancia entre ellos; ella no podía estar relacionada con un vendedor de la muerte. Se había equivocado; los peores temores de él se habían confirmado.
¡Oh, Dios! ¡Podía imaginarse la cara de Howard Leland, y no había ninguna fotografía en la página que tenía ante sí! La primera página que significaba tanto, que confirmaba tantas cosas. La fecha. Jueves, 26 de agosto, Marsella. Era un día que recordaría mientras tuviera memoria durante el resto de su agitada vida.
Jueves, 26 de agosto…
Algo estaba mal. ¿Qué era? ¿Qué era? ¿Jueves…?
El jueves no significaba nada para él. ¿El veintiséis de agosto? ¿El veintiséis? ¡No podía ser el veintiséis! ¡El veintiséis estaba mal! Lo había oído una y otra vez. El Diario de Washburn, el informe de su paciente. ¿Cuántas veces había repasado Washburn cada frase, cada día y punto de progreso? Demasiadas para poder contarlas. ¡Demasiadas como para no recordarlas!
Fue traído a mi puerta la mañana del martes, veinticuatro de agosto, precisamente a las ocho y veinte. Su condición era…
Martes, 24 de agosto.
24 de agosto.
¡Él no estaba en Marsella el veintiséis! No podía haber disparado un rifle desde una ventana de la costa. Él no era el vendedor de la muerte en Marsella; ¡él no había matado a Howard Leland!
Seis meses atrás mataron a un hombre… Pero no eran seis meses; eran casi seis meses, no seis meses exactamente. Y él no había matado a aquel hombre; él estaba medio muerto en la casa de un médico alcohólico de Ile de Port Noir.
Las tinieblas comenzaban a aclararse, el dolor disminuía. Una sensación de júbilo lo invadió; ¡había encontrado una mentira concreta! ¡Si había una, podía haber otras!
Bourne miró su reloj; eran las nueve y cuarto. Marie habría dejado ya el café; lo estaría esperando en la escalinata del Museo Cluny. Volvió a colocar los periódicos en los soportes, luego se dirigió hacia la enorme puerta de catedral de la sala de lectura; era un hombre que tenía prisa.
Caminó por el bulevar Saint-Michel; su ritmo se aceleraba con cada paso. Tenía la clara sensación de saber lo que significa haberse salvado de la horca y quería compartir esa extraña experiencia. Por un tiempo había salido de la oscuridad violenta, más allá de las turbulentas aguas; había encontrado un momento de luz —como los momentos y la luz del sol que habían llenado una habitación en una pensión de pueblo— y tenía que ver a quién se los había dado. Llegar a ella, abrazarla y decirle que quedaba esperanza.
La vio en la escalinata, con los brazos cruzados contra el viento helado que azotaba el bulevar. Al principio, ella no lo vio; sus ojos buscaban en la calle de árboles alineados. Estaba inquieta, ansiosa, una mujer impaciente, temerosa de no ver lo que deseaba ver, temiendo que no estuviera allí. Diez minutos antes no habría estado.
Ella lo descubrió. Su rostro se tornó radiante, brotó la sonrisa, se vio llena de vida. Corrió a su encuentro, mientras él saltaba los escalones hacia ella. Se reunieron, y por un momento ninguno dijo nada, cálidamente solos en Saint-Michel.
—He esperado y esperado —suspiró ella, finalmente—. Tenía tanto miedo, estaba tan preocupada… ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Mejor de lo que había estado en mucho tiempo.
—¿Qué?
La tomó por los hombros.
—Hace seis meses mataron a un hombre… ¿Recuerdas?
La alegría abandonó sus ojos.
—Sí, lo recuerdo.
—Yo no lo maté —replicó—. No podría haberlo hecho.
Encontraron un pequeño hotel cerca del atestado bulevar Montparnasse; el salón de entrada y las habitaciones estaban desgastados, pero había una pretensión de olvidada elegancia, que les daba cierto aire intemporal. Era un tranquilo lugar de descanso situado en medio de un carnaval, que mantenía su identidad al aceptar los tiempos sin unirse a ellos.
Jason cerró la puerta, haciendo un ademán afirmativo al jefe de botones, de cabellos blancos, cuya indiferencia se tornó en indulgencia al recibir un billete de veinte francos.
—Piensa que eres un diácono provincial agitado por la anticipación de una noche —comentó Marie—. Espero que hayas notado que fui directamente a la cama.
—Su nombre es Hervé, y será muy solícito con nuestras necesidades. No tiene ninguna intención de compartir la riqueza. —Se acercó a ella y la tomó en sus brazos—. Gracias por mi vida —agregó.
—No es nada, amigo. —Tomó la cara de él en sus manos—. Pero no me hagas esperar así nunca más. Casi me vuelvo loca; todo lo que se me ocurría pensar era que alguien te había reconocido…, que algo terrible había sucedido.
—Te olvidas de que nadie sabe cómo soy…
—No cuentes con eso; no es verdad. Había cuatro hombres en Steppdeckstrasse, incluyendo al bastardo de Guisan Quai. Están vivos, Jason. Te vieron.
—No, en realidad. Vieron a un hombre de cabello oscuro con vendas en el cuello y en la cabeza, que caminaba cojeando. Sólo dos estuvieron cerca de mí: el hombre que estaba en el segundo piso y el cerdo de Guisan Quai. El primero no podrá dejar Zurich por un tiempo; no puede caminar y no le queda mucho de su mano. El segundo tenía la luz del reflector en sus ojos; no podía verme.
Ella lo soltó, frunciendo el ceño; su mente alerta se hacía preguntas.
—No puedes estar seguro. Se encontraban allí; te vieron.
Cambie, su cabello…, cambiará su cara: Geoffrey Washburn, Ile de Port Noir.
—Te repito; vieron a un hombre de cabello oscuro en las sombras. ¿Podrías hacer algo con una ligera solución de agua oxigenada?
—Nunca la usé.
—Entonces, iré a alguna peluquería mañana. Montparnasse es el lugar indicado. Los rubios se divierten más, ¿no es eso lo que dicen?
Ella estudió su cara.
—Estoy tratando de imaginarme cómo quedarías.
—Distinto. No mucho, pero lo suficiente.
—Puede ser que estés en lo cierto. Espero que lo estés. —Lo besó en la mejilla, su preludio para la discusión—. Ahora cuéntame qué sucedió. ¿Adonde fuiste? ¿Qué supiste sobre ese…, incidente hace seis meses?
—No fue seis meses atrás, y porque no lo fue, no puedo haberlo matado.
Le contó todo, excepto los breves momentos en que pensó no verla nunca más. No tenía que hacerlo; ella lo dijo por él.
—Si esa fecha no hubiera estado tan clara en tu memoria, no habrías vuelto a mí, ¿verdad? Sacudió la cabeza.
—Probablemente, no.
—Lo sabía. Lo presentía. Durante un minuto, mientras caminaba desde el café hacia la escalinata del museo, casi no pude respirar. Fue como si me estuviera sofocando. ¿Puedes creerme?
—No quiero hacerlo.
—Tampoco yo, pero sucedió. Estaban sentados: ella, sobre la cama; él, en una butaca cerca de ella. Tomó su mano.
—Todavía no estoy seguro de que debería estar aquí… Conocía a ese hombre. ¡Vi su cara, estuve en Marsella cuarenta y ocho horas antes de que lo mataran!
—Pero no lo mataste.
—Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué la gente piensa que lo hice? ¡Es una locura! —Saltó de la silla, con el dolor nuevamente en los ojos—. Pero me olvidaba. No estoy sano, ¿verdad? Porque he olvidado… Años, una vida.
Marie habló serenamente, sin mostrar compasión en su voz.
—Las respuestas vendrán de ti. De una fuente o de otra, pero sea como fuere, de ti mismo.
—Eso puede no ser posible. Washburn dijo que eran como bloques reajustados, túneles diferentes… distintas ventanas.
Jason caminó hacia la ventana, se apoyó en el marco, mirando, hacia abajo, las luces de Montparnasse.
—La visión no es la misma; nunca lo será. En algún lugar allí fuera hay gente a quien conozco y que me conoce. A un par de miles de kilómetros hay otras personas que me importan y que no me importan… Y hasta, ¡oh, Dios!, quizás una esposa e hijos, no lo sé. Sigo girando en el viento, dando vueltas y vueltas y no puedo bajar a la tierra. Cada vez que lo intento, vuelvo a ser arrojado hacia arriba.
—¿Al cielo? —preguntó Marie.
—Sí.
—Has saltado de un avión —afirmó ella. Bourne se volvió.
—Nunca te dije eso.
—Hablaste sobre ello la otra noche. Sudabas; tu cara estaba enrojecida y caliente y tuve que enjugarla con una toalla.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Lo hice, en cierta forma. Te pregunté si habías sido un piloto o si te molestaba volar. Especialmente de noche.
—No sabía de qué estabas hablando. ¿Por qué no insististe?
—Tenía miedo de hacerlo. Estabas casi histérico, y no estoy entrenada en esa clase de cosas. Puedo ayudarte a tratar de recordar, pero no interferir en tu inconsciente. Creo que nadie debería hacerlo, excepto un médico.
—¿Un médico? Estuve con un médico durante casi seis malditos meses.
—Por lo que dijiste de él, creo que se necesitaría otra opinión.
—¡No lo creo! —replicó, confundido por su propio enojo.
—¿Por qué no? —Marie se levantó de la cama—. Necesitas ayuda, querido. Un psiquiatra podría…
—¡No! —gritó, furioso consigo mismo—. No lo haré. No puedo.
—Por favor, dime por qué —preguntó serenamente, deteniéndose ante él.
—Yo… yo… no puedo hacerlo. Bourne la miró fijamente, luego se volvió y miró por la ventana otra vez, aferrado de nuevo al marco.
—Porque tengo miedo. Alguien mintió, estoy agradecido por eso más de lo que puedo expresarte. Pero imagina que no haya más mentiras, que el resto sea verdad. ¿Qué haré entonces?
—¿Me estás diciendo que no quieres averiguar?
—No de esa forma. —Se levantó y se apoyó en la base de la ventana, con la mirada todavía en las luces de la calle—. Trata de entenderme —dijo—. Debo saber ciertas cosas… Las suficientes como para tomar una decisión… Pero quizá no todas. Una parte de mí tiene que poder escapar, desaparecer. Tengo que poder decirme a mí mismo que lo que era ya no es, y está la posibilidad de que nunca haya sido, porque no tengo recuerdo de ello. Lo que una persona no puede recordar, no existió… para él. —Se volvió hacia ella—. Lo que estoy tratando de decirte es que quizá sea mejor de este modo.
—Quieres evidencias, no pruebas, ¿es eso lo que estás diciendo?
—Quiero flechas que me indiquen una dirección u otra, que me digan si debo correr o no.
—Señalándote a ti. ¿Qué hay sobre nosotros?
—Eso vendrá con las flechas, ¿no crees? Lo sabes.
—Entonces, encontrémoslas —replicó ella.
—Ten cuidado. Quizá no puedas vivir con lo que hay allí afuera. Lo digo en serio.
—Puedo vivir contigo. Y lo digo en serio. —Se acercó a él y le tocó la cara—. Vamos. Son apenas las cinco de la tarde en Ontario y todavía puedo encontrar a Peter en la oficina. Podría comenzar la investigación sobre «Treadstone», y darnos el nombre de alguien de aquí, en la Embajada, que pueda ayudarnos si lo necesitamos.
—¿Le dirás a Peter que estás en París?
—Lo sabrá de todos modos, por la telefonista, pero no podrán rastrear la llamada y averiguar que se hizo desde este hotel. Y no te preocupes. Mantendré todo a un nivel doméstico, hasta indiferente. Vine a París por unos pocos días porque mis parientes en Lyon eran simplemente muy aburridos. Aceptará eso.
—¿Conocerá a alguien aquí en la Embajada?
—Uno de los objetivos de Peter es conocer a alguien en todos lados. Es una de sus cualidades más útiles, pero menos atractivas.
—Eso quiere decir que sí. —Bourne cogió los abrigos—. Una vez llames, cenaremos. Creo que ambos podríamos tomar un trago.
—Pasemos por el Banco de la rué Madeleine. Quiero ver algo.
—¿Qué puedes ver de noche?
—Una cabina telefónica. Espero que haya una cerca.
La había. En diagonal a la entrada, cruzando la calle.
El hombre alto y rubio con gafas de carey miró su reloj bajo el sol de la tarde, en la rué Madeleine. Las aceras estaban congestionadas, el tránsito en la calle era infernal, como casi todo el tránsito en París. Entró en la cabina telefónica y desenredó el cable del teléfono, que colgaba libre en el aire. Era una cortés indicación, a los posibles usuarios, de que el teléfono no funcionaba; reducía la posibilidad de que la cabina se ocupara. Había dado resultado.
Miró nuevamente su reloj; había comenzado el espacio de tiempo. Marie estaba dentro del Banco. Llamaría en los próximos minutos. Sacó varias monedas de su bolsillo, las colocó en el reborde y se apoyó contra el panel de vidrio, su mirada fija en el Banco, en la acera de enfrente. Una nube veló la luz del sol y pudo ver su imagen reflejada en el vidrio. Le gustó lo que vio, recordando la sorprendida reacción de un peluquero en Montparnasse, quien lo había ocultado tras una cortina mientras llevaba a cabo la rubia transformación. La nube pasó, retornó el sol y sonó el teléfono.
—¿Eres tú? —preguntó Marie St. Jacques.
—Soy yo —respondió.
—Asegúrate de tomar el nombre y la sede de la oficina. Y empeora tu francés. Pronuncia mal algunas palabras para que se dé cuenta de que eres norteamericano. Dile que no estás acostumbrado a los teléfonos en París. Luego actúa en consecuencia. Te llamaré exactamente dentro de cinco minutos.
—Reloj en marcha.
—¿Qué?
—Nada. Quiero decir que empecemos.
—Bien… El reloj está en marcha. Buena suerte.
—Gracias.
Jason colgó y marcó el número que había memorizado.
—Banque de Valois. Bonjour.
—Necesito colaboración —dijo Bourne, continuando con las palabras aproximadas que Marie le había dicho que usara—. Recientemente transferí considerables fondos desde Suiza en base al procedimiento por correo. Quisiera saber si ya está hecho el depósito.
—Tendría que hablar con nuestra Sección de Servicios Exteriores, señor. Lo pongo con ella. Un clic, luego otra voz femenina.
—Servicios Exteriores. Jason repitió su petición.
—¿Puede darme su nombre, por favor?
—Preferiría hablar con un funcionario del Banco antes de darlo. Hubo una pausa.
—Muy bien, señor. Le paso con la oficina del vicepresidente, D’Amacourt.
La secretaria de Monsieur D’Amacourt fue menos complaciente; se activaba el proceso de selección del funcionario del Banco, como había previsto Marie. De modo que Bourne utilizó una vez más sus palabras:
—Me refiero a una transferencia desde Zurich, del Banco Gemeinschaft de la Bahnhofstrasse, y estoy hablando en el área de siete cifras. Monsieur D’Amacourt, por favor. Tengo muy poco tiempo.
No era función de una secretaria ser la causa de más retraso. Un perplejo vicepresidente se puso al aparato.
—¿Puedo ayudarlo?
—¿Es usted D’Amacourt? —preguntó Jason.
—Soy Antoine D’Amacourt, sí. ¿Y quién es, si me permite, el que está hablando?
—¡Bien! Debieron haberme dado su nombre en Zurich. Me aseguraré la próxima vez —replicó Bourne, con redundancia intencionada y acento norteamericano.
—¿Cómo ha dicho? ¿Se sentiría más cómodo hablando en inglés?
—Sí —respondió Jason, haciéndolo—. Ya tengo suficientes problemas con este maldito teléfono. —Miró su reloj; tenía menos de dos minutos—. Mi nombre es Bourne, Jason Bourne, y hace ocho días transferí cuatro millones y medio de francos del Banco Gemeinschaft, en Zurich. Me aseguraron que la transacción sería confidencial.
—Todas las transacciones son confidenciales, señor.
—Correcto. Bien. Lo que quiero saber es si ya está hecho el depósito.
—Permítame explicarle —continuó el funcionario del Banco— que el concepto «confidencial» excluye confirmaciones generales de tales transacciones a partes desconocidas por teléfono.
Marie había estado en lo cierto; la lógica de su trampa se aclaraba para Jason.
—Eso espero, pero, como le he dicho a su secretaria, tengo prisa. Me voy de París dentro de un par de horas y he de dejar todo en orden.
—Entonces le sugiero que venga al Banco.
—Ya sé eso —dijo Bourne, satisfecho de que la conversación siguiera precisamente el cauce que Marie había previsto—. Sólo quería que todo estuviera listo cuando yo llegara. ¿Dónde está su oficina?
—En la planta principal, señor. Al fondo, puerta central. Hay una recepcionista.
—Y trataré sólo con usted, ¿no es así?
—Si así lo desea, aunque cualquier funcionario…
—¡Mire, señor! —exclamó el desagradable norteamericano—, ¡estamos hablando de más de cuatro millones de francos!
—Sólo conmigo, Monsieur Bourne.
—Perfecto. —Jason tenía quince segundos para cortar—. Mire, son las 2,35. —Presionó dos veces la palanca, interrumpiendo la línea, pero sin desconectarla—. ¡Oiga, oiga!
—Estoy aquí, señor.
—¡Malditos teléfonos! Escuche, yo… —presionó nuevamente, ahora tres veces, en rápida sucesión—. ¡Oiga, oiga!
—Señor, por favor… Si me da su número de teléfono.
—¡Telefonista, telefonista!
—Monsieur Bourne, por favor…
—¡No puedo oírle! —Cuatro segundos, tres segundos, dos segundos—. Espere un minuto. Lo volveré a llamar. —Cortó la comunicación. Pasaron tres segundos más y sonó el teléfono; descolgó—. Su nombre es D’Amacourt, tiene su despacho en el principal, al fondo, puerta central.
—Enterada —dijo Marie, y colgó. Bourne marcó el número del Banco otra vez e introdujo de nuevo las monedas.
—Je parlais avec monsieur D’Amacourt quant on m’a coupé…
—Je regrette, monsieur.
—¿Monsieur Bourne?
—¿D’Amacourt?
—Sí, lamento mucho que tenga dificultades. ¿Qué me estaba diciendo? ¿Sobre la hora?
—¡Oh, sí! Son poco más de las 2,30. Estaré ahí a las 3.
—Lo espero para conocerlo, señor.
Jason volvió a anudar el cable del teléfono y lo dejó descolgado; luego salió de la cabina y caminó rápidamente entre la gente hasta la sombra de la marquesina de una tienda. Se volvió y esperó, con la mirada en el Banco de enfrente, recordando otro Banco de Zurich y el sonido de las sirenas en la Bahnhofstrasse. Los próximos veinte minutos dirían si Marie estaba o no en lo cierto. Si lo estaba, no habría sirenas en la rué Madeleine.
La esbelta mujer con sombrero de ala ancha que tapaba parcialmente un lado de su cara, colgó el teléfono público que estaba en la pared de la derecha de la entrada del Banco. Abrió su cartera, sacó una polvera y revisó ostensiblemente su maquillaje, moviendo el pequeño espejo primero a la izquierda y luego a la derecha. Satisfecha, guardó la polvera, cerró la cartera y caminó pasando ante las ventanillas de las cajas, hacia la parte trasera de la planta principal. Se detuvo en un mostrador central, cogió un bolígrafo con cadena y comenzó a escribir números sin sentido en un formulario que estaba en la superficie de mármol. A menos de tres metros había una pequeña entrada con marco de bronce, flanqueada por una barandilla baja de madera que se extendía a todo lo ancho de la recepción. Detrás de la puerta y la barandilla estaban los escritorios de los ejecutivos inferiores y, detrás de ellos, los escritorios de las secretarias —cinco en total—, frente a cinco puertas en la pared del fondo. Marie leyó el nombre que figura en letras doradas sobre la puerta del centro:
M. A. R. D’AMACOURT
VICEPRESIDENTE
CUENTAS EXTRANJERAS Y DIVISAS
Sucedería ahora, en cualquier momento… Sí, iba a suceder, si ella estaba en lo cierto. Y si lo estaba, debía saber cómo era Monsieur D’Amacourt; él sería el hombre al que Jason debía llegar. Llegar a él, hablarle, pero no en el Banco.
Sucedió. De pronto se aceleró la actividad. La secretaria que había en el escritorio frente a la oficina de D’Amacourt se apresuró a entrar con un bloc de notas; salió treinta segundos después, y cogió el teléfono y marcó tres números; una llamada interna; habló, leyendo sus notas.
Pasaron dos minutos; la puerta de la oficina de D’Amacourt se abrió, y el vicepresidente apareció en el umbral: un ansioso ejecutivo, preocupado por una tardanza injustificada. Era un hombre de mediana edad, de rostro avejentado para su edad, pero que se esforzaba por parecer más joven. Su escaso cabello oscuro estaba cepillado y distribuido para tapar los puntos de calvicie; sus ojos, circuidos de pliegues, revelaban excesiva afición al buen vino. Eran fríos, penetrantes, y evidenciaban a un hombre exigente y alerta a lo que ocurría a su alrededor. Hizo una brusca pregunta a su secretaria; ella se encogió en la silla, haciendo lo posible por mantener la compostura.
D’Amacourt volvió a su oficina sin cerrar la puerta: la jaula abierta de un enojado felino. Pasó otro minuto; la secretaria seguía mirando hacia la derecha, con la vista fija en algo, esperando algo. Cuando lo vio, exhaló un suspiro y cerró los ojos con alivio.
En el otro extremo de la pared izquierda apareció de pronto una luz verde sobre dos paneles de madera oscura; un ascensor. Segundos más tarde se abrió la puerta y apareció un elegante hombre mayor con una pequeña caja negra, no mucho más grande que su mano. Marie lo miró fijamente, experimentando satisfacción y temor al mismo tiempo; había adivinado. El estuche negro provenía de la carpeta confidencial guardada en una sala custodiada y firmada por un hombre que estaba más allá de la censura o de la tentación; el hombre se abría paso entre las mesas, hacia la oficina de D’Amacourt.
La secretaria se levantó, saludó al ejecutivo y entró con él en la oficina de D’Amacourt. Salió en seguida, cerrando la puerta tras de sí.
Marie miró su reloj; sus ojos se clavaron en el segundero. Quería un solo fragmento más de evidencia, y lo obtendría pronto si lograba pasar por la entrada y obtener una clara visión del escritorio de la secretaria. Si iba a suceder, sería en breves momentos, y la duración sería corta.
Caminó hacia la puerta de la barandilla, abriendo la cartera mientras sonreía a la recepcionista, que estaba hablando por teléfono. Pronunció el nombre D’Amacourt ante la sorprendida recepcionista, bajó la mano y abrió la puerta. Caminó rápidamente hacia dentro…, una cliente resuelta, si bien no muy brillante, del Banco Valois.
—Pardon, Madame… —La recepcionista tapó el micrófono del teléfono con la mano, prosiguiendo la frase en francés—. ¿Puedo ayudarla?
Otra vez Marie pronunció el nombre… Ahora una amable cliente que llegaba tarde a una cita y no deseaba molestar a una ocupada empleada.
—Monsieur D’Amacourt. Me temo que llego tarde. Iré a ver a su secretaria.
Continuó por el pasillo hacia el escritorio de la secretaria.
—Por favor, señora —llamó la recepcionista—. Debo anunciarla.
El zumbido de las máquinas eléctricas de escribir y de las conversaciones en voz baja ahogó sus palabras. Marie se acercó a la secretaria de rostro severo, quien la miró, tan asombrada como la recepcionista.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarla?
—Monsieur D’Amacourt, por favor.
—Me temo que está reunido, señora. ¿Tiene una cita?
—Sí, por supuesto —replicó Marie, abriendo nuevamente su cartera.
La secretaria miró el programa escrito a máquina que tenía en su mesa.
—No veo ninguna visita prevista para esta hora.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la confundida cliente del Banco Valois—. Me acabo de dar cuenta. ¡Es para mañana, no para hoy! ¡Lo siento mucho!
Se volvió y caminó rápidamente hacia la puerta. Había visto lo que deseaba, el último fragmento de evidencia. Un solo botón estaba encendido en el teléfono de D’Amacourt; había prescindido de su secretaria y estaba haciendo una llamada exterior. La cuenta perteneciente a Jason Bourne tenía instrucciones específicas y confidenciales adjuntas a ella, las cuales no debían de ser reveladas al titular de la cuenta.
Bourne miró su reloj bajo la sombra de la marquesina; eran las 2,49. Marie estaría ya de vuelta en el teléfono que estaba frente al Banco. Los próximos minutos le darían la respuesta; quizás ella la sabría ya.
Caminó hacia el lado izquierdo de la vidriera del comercio, sin perder de vista la entrada del Banco. Un empleado le sonrió desde el interior, recordándole que debía evitar todo examen. Extrajo un paquete de cigarrillos, encendió uno y miró nuevamente su reloj. Faltaban ocho minutos para las tres.
Y entonces los vio. Lo vio. Tres hombres bien vestidos, caminando rápidamente por la rué Madeleine, hablaban entre ellos. Sin embargo, sus miradas se dirigían hacia delante. Pasaron a los peatones más lentos que iban delante de ellos, excusándose con una cortesía que no era del todo parisiense. Jason se concentró en el hombre del medio. Era él. Un hombre llamado Johann.
Hazle señas a Johann para que entre. Volveremos por ellos. Un hombre alto, delgado, de gafas con montura de oro había dicho esas palabras en la Steppdeckstrasse. Johann. Lo habían enviado aquí desde Zurich; había visto a Jason Bourne. Y eso le decía algo: no había fotografías.
Los tres hombres alcanzaron la entrada. Johann y el hombre de su derecha entraron: el tercero se quedó en la puerta. Bourne se dirigió hacia la cabina telefónica; esperaría cuatro minutos y haría su última llamada a Antoine D’Amacourt.
Tiró su cigarrillo fuera de la cabina, lo aplastó con el pie y abrió la puerta.
—Señor…
Una voz le llegó desde atrás.
Jason se volvió violentamente, conteniendo la respiración. Un hombre desconocido, de barba cerdosa, señalaba el teléfono.
—Le téléphone… Il ne marche pas. Regardez la corde.
—Merci bien. Je vais essayer quant mème.
El hombre hizo un ademán de indiferencia y se fue. Bourne entró en la cabina; habían pasado los cuatro minutos. Sacó del bolsillo las suficientes monedas para dos llamadas y marcó la primera.
—Banque de Valois. Bonjour.
Diez segundos más tarde, D’Amacourt estaba en la línea, con voz tensa.
—¿Es usted, Monsieur Bourne? Creí entender que estaba en camino a mi oficina.
—Me temo que debo cambiar los planes. Tendré que llamarlo mañana.
De pronto, a través del vidrio de la cabina, Jason vio un coche detenerse en la acera opuesta, delante del Banco. El tercer hombre, que estaba en la entrada, hizo un gesto afirmativo al conductor.
—¿… qué puedo hacer?
D’Amacourt preguntaba algo.
—¿Cómo ha dicho?
—Que si hay algo que pueda hacer por usted. Tengo su cuenta; todo está listo para que pase por aquí.
«Estoy seguro de que sí», pensó Bourne; valía la pena intentarlo.
—Mire, he de coger un avión para Londres esta tarde, pero estaré de vuelta mañana. Guarde todo como está, ¿le parece bien?
—¿A Londres, señor?
—Lo llamaré mañana. Debo coger un taxi para Orly.
Colgó y se quedó vigilando la entrada del Banco. En menos de medio minuto, Johann y su compañero salieron corriendo; hablaron con el tercer hombre, y luego los tres subieron al coche que los estaba aguardando.
El coche de los asesinos continuaba la caza, camino del aeropuerto de Orly. Jason memorizó el número de la matrícula y luego hizo su segunda llamada. Si el teléfono público del Banco no estaba ocupado, Marie respondería casi antes de que el timbre comenzara a sonar. Lo hizo.
—¡Diga!
—¿Has visto algo?
—Mucho. D’Amacourt es tu hombre.