Ninguno de los dos supo exactamente cuándo sucedió, y ni siquiera si había sucedido. O, si así era, hasta qué punto cada uno de ellos lo preservaría o profundizaría. No había ningún drama esencial, ni conflictos que superar, ni barreras que atravesar. Todo lo que se necesitaba era comunicación mediante palabras y miradas y, quizá tan vital como cualquiera de éstas, el frecuente acompañamiento de una risa tranquila.
El arreglo para vivir en la habitación de la pensión del pueblo era tan clínico como podría haberlo sido en una sala de hospital. Durante el día, Marie se encargaba de varios asuntos prácticos, tales como comidas, ropa, mapas y periódicos. Había llevado el coche robado quince kilómetros hacia el Sur, hasta la ciudad de Reinach, donde lo había abandonado, tomando luego un taxi para regresar a Lenzburg. Cuando ella no estaba, Bourne concentraba su atención en el descanso y la movilidad. De algún recóndito lugar de su olvidado pasado le llegaba la noción de que el restablecimiento dependía de ambas cosas, y se sometía a una rígida disciplina; lo había hecho antes…, antes de Port Noir. Cuando estaban juntos, charlaban; al principio, extrañamente, con las tensiones y reparos propios de dos desconocidos unidos por las circunstancias y que habían sobrevivido a las estremecedoras ondas de un cataclismo. Trataban de poner normalidad donde no podía haber ninguna, pero era más fácil cuando ambos aceptaban la anormalidad esencial: no había nada que decir, excepto lo relacionado con todo lo sucedido. Y si lo había, comenzaría a aparecer sólo en aquellos momentos, cuando el análisis de los acontecimientos estaba momentáneamente agotado; los silencios eran entonces trampolines hacia el alivio, hacia otras palabras y pensamientos.
Durante esos momentos fue cuando Jason empezó a conocer las características salientes de la mujer que le había salvado la vida. Él protestaba diciéndole que ella sabía de su vida tanto como él, pero que él no sabía nada de ella. ¿De dónde era? ¿Por qué una atractiva mujer de cabello rojo oscuro y piel obviamente tostada en una granja pretendía ser una doctora en Ciencias Económicas?
—Porque estaba harta de la granja —replicó Marie.
—¿En serio? ¿Realmente una granja?
—Bueno, un pequeño rancho sería más adecuado. Pequeño comparado con los de enorme extensión que hay en Alberta. En tiempos de mi padre, cuando un canadiense francés iba hacia el Oeste a comprar tierras, había restricciones tácitas. No competir en tamaño con sus superiores. A menudo decía que si hubiera usado el nombre St. James en vez de St. Jacques, hoy sería un hombre muchísimo más rico.
—¿Era un hacendado?
Marie se había reído.
—No, era un contable que se convirtió en hacendado a causa de un bombardero «Vickers» durante la guerra. Fue piloto en la Real Fuerza Aérea Canadiense. Supongo que después de ver tanto cielo, una oficina contable le parecería algo tediosa.
—Eso requiere mucho temple.
—Más de lo que supones. Vendió ganado que no le pertenecía en tierras que no poseía antes de poder comprar el campo. «Francés hasta la médula», decía la gente.
—Estoy seguro que me agradaría conocerlo.
—Yo también.
Había vivido en Calgary con sus padres y dos hermanos, hasta que tuvo dieciocho años e ingresó en la Universidad de McGill, en Montreal, donde comenzó una vida que nunca antes había imaginado. Estudiante indiferente que prefería correr por el campo montada a caballo al organizado aburrimiento de un colegio religioso en Alberta, acabó por descubrir lo estimulante que era usar la mente.
—Realmente fue así de simple —explicó—. Consideraba los libros como enemigos naturales, y, de pronto, allí estaba, rodeada de gente inmersa en ellos, disfrutándolos mucho. Todo era conversación. Todo el día, toda la noche, en los cursos y seminarios, en atestados bares frente a jarros de cerveza; creo que fue la charla lo que me arrastró. ¿Tiene eso sentido para ti?
—No puedo recordar, pero lo comprendo —replicó Bourne—. No tengo recuerdos de la Universidad ni de esa clase de amigos, pero estoy convencido de que estuve allí. —Sonrió—. Conversar frente a jarros de cerveza es una imagen que me resulta familiar.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Y yo desentonaba en ese departamento. Una robusta chica de Calgary con dos hermanos con quienes competir, podía tomar más cerveza que la mitad de los estudiantes universitarios de Montreal.
—Estarían resentidos contigo.
—No, sólo me envidiaban.
Un nuevo mundo se le había presentado a Marie St. Jacques; nunca retornó al anterior. Con excepción de las vacaciones anuales, los prolongados viajes a Calgary se hicieron cada vez menos frecuentes. Sus círculos en Montreal se expandieron, ocupaba los veranos en trabajos fuera y dentro de la Universidad. Se inclinó primero por la Historia, y luego llegó a la conclusión de que ésta estaba marcada por fuerzas económicas —el poder y la trascendencia debían ser pagadas—, y entonces probó las teorías económicas, que la absorbieron.
Permaneció en McGill durante cinco años, al cabo de los cuales recibió su título y una beca, otorgada por el Gobierno de Canadá para Oxford.
—Aquél sí que fue un día estupendo, te lo aseguro. Pensé que a mi padre le iba a dar una apoplejía. Dejó su preciosa hacienda al cuidado de mis hermanos el tiempo suficiente para volar al Este y tratar de convencerme de que abandonara.
—¿Que abandonaras? ¿Por qué? Él era contable; tú ibas tras un doctorado en Ciencias Económicas.
—¡No cometas ese error! —exclamó Marie—. Contables y economistas son enemigos naturales. Unos ven árboles, los otros, bosques, y las visiones son por lo general totalmente opuestas. Además, mi padre no es sólo canadiense, sino francocanadiense. Creo que me consideraba como una traidora a Versalles. Pero se apaciguó cuando le dije que una condición para la beca era el compromiso de trabajar para el Gobierno un mínimo de tres años. Entonces dijo que podía «servir mejor a la causa desde dentro». Vive Québec libre, vive la France!
Rieron.
El compromiso de tres años con Ottawa se fue ampliando: cada vez que pensaba en abandonar, era ascendida, ponían a sus órdenes una oficina más grande y un equipo más numeroso.
—El poder corrompe, por supuesto —sonrió—, y nadie lo sabe mejor que una burócrata que sube cada vez más y a quien los Bancos y compañías persiguen en busca de una recomendación. Pero creo que ya Napoleón lo expresó mejor. «Denme las suficientes medallas y ganaré cualquier guerra.» De modo que me quedé. Disfruto enormemente con mi trabajo. Pero sucede que es un trabajo para el cual soy eficiente, y eso ayuda.
Jason la observaba mientras hablaba. Bajo su serena superficie había una cualidad exuberante y juvenil en Marie. Era una entusiasta que refrenaba su entusiasmo cada vez que sentía que esto se exacerbaba. Por supuesto, era buena en lo que hacía; él sospechaba que nunca hacía nada sin dedicación total.
—Estoy seguro de que lo eres (buena, quiero decir), pero no te deja mucho tiempo para otras cosas, ¿verdad?
—¿Qué otras cosas?
—¡Oh, las comunes! Marido, familia, casa con cerca de madera.
—Pueden llegar algún día; no las descarto.
—Pero no han llegado.
—No, hubo un par de posibilidades, pero sin anillo.
—¿Quién es, Peter?
Su sonrisa se desvaneció.
—Me había olvidado. Has leído el telegrama.
—Lo siento.
—No tienes por qué. Ya hemos superado eso… ¿Peter? Adoro a Peter. Vivimos juntos casi dos años, pero no dio resultado.
—Aparentemente, no sientes rencor.
—¡Mejor que no lo sienta! —Rió nuevamente—. Es director de sección; espera pronto un nombramiento en el Gabinete. Si no se comporta bien, informaré a Tesorería de lo que no sabe y se irá como un SX-Dos.
—Dijo que te recogería en el aeropuerto el veintiséis. Será mejor que le envíes un telegrama.
—Sí, lo sé.
Su partida era un tema que no habían tocado; lo evitaron como si se tratara de una eventualidad lejana. No estaba relacionado con «lo que había sucedido»; era algo que iba a suceder. Marie había dicho que quería ayudarle; él lo había aceptado, asumiendo que la guiaba la falsa gratitud para quedarse con él un día o más, y estaba agradecido por ello. Pero cualquier otra cosa era impensable.
Y ésa era la razón por la cual no hablaban al respecto. Habían intercambiado palabras y miradas, habían evocado risas relajadas, habían logrado estar cómodos. A veces surgían intentos de intimidad, y ambos comprendían y volvían hacia atrás. Cualquier otra cosa era impensable.
De modo que continuamente volvían a la anormalidad, a «lo que había sucedido». A él más que a ellos, pues él era la causa irracional por la cual estaban juntos…, juntos en una habitación de una pequeña pensión de un pueblo de Suiza. Anormalidad. No era parte del razonable y ordenado mundo de Marie St. Jacques, y porque no lo era, su ordenada y analítica mente se sentía provocada. Las cosas irracionales debían ser examinadas, aclaradas, explicadas. Se hizo implacable en su indagación, tan insistente como Geoffrey Washburn lo había sido en Ile de Port Noir, pero sin la paciencia del doctor. Pues ella carecía de tiempo, lo sabía, y eso la llevaba al borde de la estridencia.
—Cuando lees los periódicos, ¿qué te llama la atención?
—La confusión. Parece ser universal.
—Con seriedad. ¿Qué te resulta familiar?
—Casi todo, pero no puedo decir por qué.
—Dame un ejemplo.
—Esta mañana. He leído un artículo sobre un cargamento de armas a Grecia y el consiguiente debate en las Naciones Unidas; los soviéticos protestaron. Comprendo el significado, la lucha por el poder en el Mediterráneo, la expansión en el Medio Oriente.
—¿Qué otro artículo te llamó la atención?
—Uno que trataba sobre la interferencia de la Alemania Oriental sobre el Departamento de Coordinación del Gobierno de Bonn en Varsovia. Bloque oriental, bloque occidental; otra vez comprendí.
—Entiendes la relación, ¿verdad? Eres políticamente, geopolíticamente, receptivo.
—O tengo un conocimiento laboral muy corriente sobre los sucesos de la actualidad. No creo haber sido nunca un diplomático. El dinero del Banco Gemeinschaft descarta cualquier posibilidad de un empleo gubernamental.
—Estoy de acuerdo. Aun así, eres consciente políticamente. ¿Qué me dices sobre los mapas? Me pediste que te comprara varios. ¿Qué te viene a la mente cuando los miras?
—En algunos casos hay nombres que evocan imágenes, como sucedió en Zurich. Edificios, hoteles, calles…, a veces caras. Pero nunca nombres. Los rostros no tienen nombre.
—Sin embargo, has viajado mucho.
—Supongo que sí.
—Sabes que sí.
—Está bien, he viajado.
—¿Cómo viajabas?
—¿Qué quieres decir con «cómo»?
—¿Era generalmente en avión, o en coche? ¿En taxis o conduciendo tú mismo?
—Ambas, creo. ¿Por que?
—Los aviones significarían largas distancias. ¿Te encontrabas con gente? ¿Hay rostros en los aeropuertos, en los hoteles?
—Calles —respondió él, involuntariamente.
—¿Calles? ¿Por qué calles?
—No lo sé. Veo caras en la calle…, y en lugares tranquilos. Lugares oscuros.
—¿Restaurantes? ¿Cafés?
—Sí. Y habitaciones.
—¿Habitaciones de hotel?
—Sí.
—¿No oficinas? ¿Oficinas de negocios?
—A veces. No siempre.
—Está bien. Veías a gente. Caras. ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿Ambos?
—Casi siempre hombres. Algunas mujeres, pero generalmente hombres.
—¿De qué hablaban?
—No lo sé.
—Trata de recordar.
—No puedo. No hay voces; no hay palabras.
—¿Había planes? Te encontrabas con gente, eso quiere decir que concertabas entrevistas. Ellos esperaban encontrarse contigo y tú esperabas encontrarte con ellos. ¿Quién programaba esos encuentros? Alguien debía hacerlo.
—Telegramas. Llamadas telefónicas.
—¿De quién? ¿De dónde?
—No lo sé. Me llegaban.
—¿A los hoteles?
—La mayor parte, me imagino.
—Me comunicaste que el subgerente del «Carillón» te dijo que recibía mensajes.
—Entonces, llegaban a los hoteles.
—¿No sé qué Setenta y Uno?
—Treadstone.
—«Treadstone.» Ésa es tu compañía, ¿verdad?
—No significa nada. No pude encontrarla.
—¡Concéntrate!
—Lo hago. No está registrada. Llamé a Nueva York.
—Pareces creer que eso no es corriente. Lo es.
—¿Por qué?
—Podría ser una división interna separada, o una subsidiaria oculta; una compañía establecida para hacer adquisiciones con destino a una compañía principal, cuyo nombre podría elevar el precio de la negociación. Se hace todos los días.
—¿A quién estás tratando de convencer en este momento?
—A ti. Es completamente posible que seas un gestor ambulante de los intereses financieros norteamericanos. Todo conduce a ello: fondos establecidos para disposición inmediata de capital, confidencialidad abierta para aprobación de la compañía, la cual nunca fue ejercitada. Estos hechos, más tu intuición para los cambios políticos, apuntan hacia un confiable agente de compras, y muy probablemente, un gran accionista o copropietario de la compañía principal.
—No te precipites.
—No he dicho nada ilógico.
—Hay uno o dos agujeros.
—¿Dónde?
—En esa cuenta no había reintegros. Sólo imposiciones. No compraba, sino que vendía.
—Eso no lo sabes; no lo recuerdas. Los pagos pueden hacerse con depósitos a corto plazo.
—Ni siquiera sé lo que significa eso.
—Un tesorero al tanto de ciertas estrategias de impuestos lo entendería. ¿Cuál es el otro agujero?
—La gente no trata de matar a alguien por comprar algo a un precio más bajo. Pueden ponerlo en evidencia, pero no matarlo.
—Lo hacen si se comete un error tremendo. O si esa persona ha sido confundida con otra. Lo que estoy tratando de decirte es que ¡uno no puede ser lo que no es! No importa lo que digan.
—Estás muy convencida.
—Sí. He pasado tres días contigo. Hemos charlado, he escuchado. Se ha cometido un terrible error. O hay algún tipo de conspiración.
—¿Con respecto a qué? ¿Contra qué?
—Eso es lo que tienes que descubrir.
—Gracias.
—Dime algo. ¿Qué te viene a la mente cuando piensas en dinero?
¡Basta! ¡No hagas eso! ¿No lo entiendes? Estás equivocada. Cuando pienso en dinero, pienso en matar.
—No lo sé —replicó—. Estoy cansado. Quiero dormir. Envía el telegrama por la mañana. Dile a Peter que vas para allí.
Era más de medianoche, el comienzo del cuarto día, y aún no llegaba el sueño. Bourne miraba al techo, la oscura madera que reflejaba la luz de la lámpara de la habitación. La luz quedaba encendida por las noches; Marie lo hacía así, y él no le había preguntado por qué, ni ella se lo había explicado.
Por la mañana, ella se habría ido y él debía concretar sus planes. Se quedaría en la pensión durante unos días más, y llamaría al médico, a Wohlen, para que le quitara los puntos. Después, París. El dinero estaba en París, y también había algo más; lo sabía, lo sentía. Una respuesta final; estaba en París.
No está sin protección. Encontrará su camino.
¿Qué encontraría? ¿A un hombre llamado Carlos? ¿Quién era Carlos y qué era para Jason Bourne?
Oyó el roce de tela desde el sofá contra la pared. Miró hacia allí, sorprendido de ver que Marie no dormía. En lugar de ello, lo miraba, lo observaba.
—Estás equivocado, ¿sabes? —dijo ella.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que estás pensando.
—No sabes en qué estoy pensando.
—Sí, lo sé. He leído tu mirada y ves cosas que no estás seguro de que estén ahí, pero temeroso de que puedan estar.
—Están —replicó él—. Háblame de Steppdeckstrasse, del hombre gordo del «Drei Alpenhäuser».
—No puedo, pero tampoco puedes tú.
—Estaban allí, los vi.
—Descubre el porqué. No puedes ser lo que no eres, Jason. Averigua.
—París —replicó.
—Sí, París.
Marie se levantó del sofá. Llevaba un camisón amarillo pálido, casi blanco, con botones de perlas en el cuello; caminaba descalza hacia su cama. Se detuvo a su lado, mirándolo; luego subió las manos y comenzó a desabrocharse la parte superior del camisón. Lo dejó caer, mientras se sentaba en la cama, con los pechos sobre él. Se inclinó, le cogió la cara entre las manos y la acarició con suavidad; sus ojos, como frecuentemente los últimos días, lo miraban sin pestañear, fijos en los suyos.
—Gracias por mi vida —susurró.
—Gracias por la mía —replicó él, sintiendo el mismo deseo que sabía sentía ella, preguntándose si a ella le dolería al mismo tiempo que a él. No tenía recuerdos de ninguna mujer, y quizá porque no los tenía, ella era todo cuanto podía imaginar; todo y mucho, mucho más. Ella iluminaba su oscuridad. Y le aportaba dolor.
Él había tenido miedo de decírselo. Y ella ahora le decía que estaba bien, aunque fuera por poco tiempo, por una hora o más. Aquella noche, ella le estaba dando algo para recordar, porque ella también anhelaba liberarse de los resabios de violencia. Se aliviaba la tensión, durante una hora o más sentirían bienestar. Era todo lo que pedía, pero ¡Dios del cielo, cómo la necesitaba!
Le acarició el pecho y atrajo sus labios a los de él; su humedad lo estimuló, barriendo sus dudas.
Ella levantó las sábanas y fue hacia él.
Yacía en sus brazos, la cabeza sobre su pecho, procurando no tocar la herida de su hombro. Se deslizó suavemente hacia atrás, apoyándose en los codos. Él la miró; sus ojos se encontraron, y ambos sonrieron. Ella levantó la mano izquierda, posando el índice en los labios de él, y habló en voz baja:
—Tengo algo que decirte y no quiero que me interrumpas. No voy a enviar el cable a Peter. Todavía no.
—Espera un minuto.
Apartó de su cara la mano de ella.
—Por favor, no me interrumpas. He dicho «todavía no». No quiere decir que no lo enviaré, sino sólo que no lo haré en seguida. Me quedo contigo. Iré contigo a París.
Él forzó las palabras:
—Supón que no quiero que lo hagas. Ella se reclinó hacia delante, frotando sus labios contra la mejilla de él.
—No te haría caso. La computadora lo acaba de rechazar.
—Yo no estaría tan segura, si fuese tú.
—Pero no lo eres. Yo soy yo, y sé la manera en que me tuviste e intentaste decir muchas cosas que no pudiste decir. Cosas que creo que ambos nos quisimos decir durante los últimos días. No puedo explicar qué ha sucedido. ¡Oh, sí!, supongo que estará allí, en alguna oscura teoría psicológica de algún sitio, dos personas razonablemente inteligentes, arrojadas juntas al infierno y tratando desesperadamente de salir… juntos. Y quizá sea sólo eso. Pero está aquí y ahora, y no puedo alejarme de ello. No puedo alejarme de ti. Porque tú me necesitas y me diste la vida.
—¿Qué te hace pensar que te necesito?
—Puedo hacer cosas por ti, que tú no puedes hacer por ti mismo.
—He estado pensando en ello durante las dos últimas horas. —Se deslizó hacia delante, desnuda, a su lado—. Estás involucrado de alguna manera con una gran cantidad de dinero, pero creo que no distingues un activo de un pasivo. Tal vez pudiste hacerlo antes, pero ahora no puedes. Y hay algo más. Tengo una influyente posición en el Gobierno de Canadá. Tengo libertad y acceso a toda clase de informaciones. Y protección. Las finanzas internacionales están podridas, y Canadá ha sido violada. Hemos montado nuestra propia protección, y yo soy parte de ella. Ésa es la razón por la cual estaba en Zurich. Para observar y denunciar alianzas, no para discutir teorías abstractas.
—Y el hecho de que tengas esta libertad, ese acceso, ¿puede ayudarme?
—Creo que sí. Y protección de Embajada, eso podría ser lo más importante. Pero te doy mi palabra de que a la primera señal de violencia enviaré el telegrama, y me iré. Apartando mis propios temores; no quiero ser una carga para ti en esas condiciones.
—¿A la primera señal? —repitió Bourne, estudiándola—. ¿Y yo he de determinar cuándo y dónde será eso?
—Si así lo quieres. Mi experiencia es limitada. No discutiré.
Él sostuvo su mirada durante largo tiempo, exaltada por el silencio.
—¿Por qué haces esto? Lo acabas de decir. Somos dos personas razonablemente inteligentes que han salido de algo parecido al infierno. Puede ser que eso sea todo lo que somos. ¿Vale la pena?
Ella permanecía sentada, inmóvil.
—Pero he dicho algo más; quizá lo hayas olvidado. Cuatro noches atrás, un hombre, que habría podido seguir huyendo, volvió por mí y se ofreció a morir en mi lugar. Yo creo en ese hombre. Más que él, me parece. Eso es realmente lo que tengo para ofrecer.
—Acepto —dijo él, alargándole las manos—. No debería, pero acepto. Necesito enormemente esa fe.
—Ahora, calla —susurró ella quitando la sábana y acercándose a él—. Hagamos el amor; yo también tengo mis necesidades.
Pasaron tres días y tres noches, llenos del calor de su bienestar, de la excitación de su descubrimiento. Vivían con la intensidad de dos personas conscientes de que se produciría un cambio. Y cuando llegara, sería rápido; de modo que había cosas de las que hablar, que no podían evitarse por más tiempo.
El humo del cigarrillo se elevaba formando espirales sobre la mesa, mezclándose con el vapor del café caliente y amargo. El concierge, un suizo entusiasta cuyos ojos observaban más de lo que revelaba su boca, se había ido hacía varios minutos, tras dejarles el petit déjeuner y los periódicos de Zurich, en inglés y francés. Jason y Marie estaban sentados uno frente al otro; ambos habían recorrido ávidamente las noticias.
—¿Hay algo en el tuyo? —preguntó Bourne.
—Ese pobre viejo, el sereno de Guisan Quai, fue enterrado anteayer. La Policía no tiene aún nada concreto. «Investigación en proceso», dice.
—Aquí está algo más extenso —dijo Jason, agitando torpemente el periódico con su mano izquierda, vendada.
—¿Cómo está? —preguntó Marie, mirando la mano.
—Mejor. Tengo más movimiento en los dedos.
—Ya lo sé.
—Tienes una mente sucia. —Dobló el diario—. Aquí está. Repiten las mismas cosas del otro día. Los casquillos y huellas de sangre están siendo analizados —Bourne alzó la vista—. Pero añaden algo. Restos de ropa; no habían mencionado eso antes.
—¿Es un problema?
—No para mí. Compré la ropa en una tienda de Marsella. ¿Qué hay sobre tu vestido? ¿Era algún diseño o género especial?
—Me haces avergonzar. No, no lo era. Toda mi ropa me la hace una mujer en Ottawa.
—¿No podría ser rastreada, entonces?
—No veo cómo. La seda llegó en un envío de Hong Kong, para nuestra sección.
—¿Compraste algo en los comercios del hotel? Algo que pudieras haber llevado contigo. ¿Un pañuelo, un broche, algo por el estilo?
—No. No suelo comprar esa clase de cosas.
—Bien. Y a tu amiga, ¿no le hicieron preguntas cuando pagó la cuenta?
—No en el hotel, ya te lo dije. Sólo los dos hombres con quienes me viste en el ascensor.
—De las delegaciones francesa y belga.
—Sí. Todo marchó bien.
—Repasémoslo otra vez.
—No hay nada que repasar. Paul, el de Bruselas, no vio nada. Fue arrojado de la silla al suelo y quedó allí. Claude, el que intentó detenernos, ¿recuerdas?, al principio creyó que era yo en el escenario, bajo la luz, pero antes de que pudiera llegar a la Policía resultó lesionado en el desorden y fue llevado a la enfermería.
—Y cuando pudo haber dicho algo —la interrumpió Jason, recordando sus palabras—, no estaba seguro.
—Sí, pero tengo idea de que él conocía el motivo principal de mi asistencia al congreso; mi presentación no lo engañó. Si es así, habrá reforzado su decisión de mantenerse apartado del asunto. Bourne tomó su taza de café.
—Déjame oír eso nuevamente —dijo—. Buscabas… ¿alianzas?
—Bueno, en realidad, indicios de ellas. Nadie va a decir abiertamente que hay intereses financieros en su país que trabaja con intereses en otro país para abrir su camino a las materias primas de Canadá o cualquier otro mercado. Pero uno observa quiénes están tomando algo, quién cena con quién. O algunas veces es tan tonto como, digamos, un delegado de Roma, de quien se sabe que está pagado por Agnelli, que viene y te pregunta qué tal es Ottawa de estricta con las leyes de declaración.
—Todavía no estoy seguro de entender.
—Pues deberías entenderlo. Tu propio país se está haciendo muy susceptible respecto al tema. ¿Quién es dueño de qué? ¿Cuántos Bancos norteamericanos están controlados por el dinero de la OPEP? ¿Cuántas industrias están en manos de consorcios europeos y japoneses? ¿Cuántos cientos de miles de hectáreas han sido adquiridas por capital fugado de Inglaterra, Italia y Francia? Todos nos preocupamos por ello.
—¿Todos?
Marie rió.
—Por supuesto. Nada hace más nacionalista a un hombre que el pensar que su país está dominado por los extranjeros. Puede asimilar el perder una guerra; eso sólo significa que el enemigo era más fuerte; pero perder su economía significa que el enemigo fue más inteligente. El período de ocupación dura más tiempo, igual que las heridas.
—Le has dedicado a esas cosas una gran cantidad de tiempo, ¿no es así?
Por un instante, la mirada de Marie perdió su matiz de humor; le respondió seriamente:
—Sí, es cierto. Las considero importantes.
—¿Te enteraste de algo en Zurich?
—Nada asombroso —replicó—. El dinero circula por todos lados; los sindicatos tratan de conseguir inversiones internas, mientras la maquinaria burocrática va en dirección opuesta.
—Ese cable de Peter decía que tus informes eran de primera. ¿Qué quería decir?
—Descubrí un número de extraños asociados económicos quienes, pienso, pueden estar utilizando cabezas de turco en Canadá para adquirir propiedades canadienses. No eludo el tema; es sólo que no significaría nada para ti.
—No trato de entrometerme —contraatacó Jason—, pero creo que me colocas a mí en uno de esos grupos. No con respecto a Canadá, sino en general.
—No lo descarto; la estructura existe. Podrías ser parte de una combinación financiera que busca cualquier forma de adquisiciones ilegales. Eso es algo sobre lo cual puedo encontrar pistas tranquilamente, pero quiero hacerlo por teléfono. No con palabras escritas en un telegrama.
—Ahora sí que me voy a entrometer. ¿Qué quieres decir y cómo?
—Si existe una «Compañía Setenta y Uno» tras la puerta de una multinacional en algún lado, hay modos de averiguar cuál es la compañía, cuál es la puerta. Quiero llamar a Peter desde uno de los teléfonos públicos en París. Le diré que he descubierto la «Treadstone Setenta y Uno» en Zurich y que me preocupa. Le pediré que haga una investigación secreta y le diré que lo llamaré otra vez.
—¿Y si la encuentra?
—Si existe, la encontrará.
—Entonces yo me pondré en contacto con los que figuren como directores responsables y demás miembros.
—Muy cautelosamente —agregó Marie—. A través de intermediarios. Yo, si tú quieres.
—¿Por qué?
—A causa de lo que han hecho. O de lo que no han hecho, en realidad.
—¿Qué es?
—No han intentado buscarte durante seis meses.
—No puedes saberlo, yo tampoco.
—El Banco lo sabe. Millones de dólares sin tocar, sin dar cuenta de ellos, y nadie se ha molestado en averiguar el porqué. Eso es lo que no puedo entender. Es como si hubieras sido abandonado. Ahí es donde pudo haberse cometido el error.
Bourne se reclinó en su silla, observando su vendada mano y, recordando la visión del arma que golpeaba repetidamente en las sombras de un coche que aceleraba por la Steppdeckstrasse. Levantó la vista y miró a Marie.
—Lo que estás diciendo es que si fui abandonado, fue porque los directores de «Treadstone» consideran que ese error es la verdad.
—Posiblemente. Ellos pueden pensar que los has involucrado en transacciones ilegales, con hechos criminales, que podrían costarles millones más. Probablemente arriesgando la expropiación de compañías por parte de enojados Gobiernos. O que te has unido a un sindicato del crimen internacional, quizá sin saberlo. Cualquier cosa. Eso explicaría su no aparición en el Banco. No querrían cargar con ninguna culpa por asociación.
—De modo que, en cierto sentido, no importa lo que tu amigo Peter pueda averiguar; estoy de nuevo a cero.
—Estamos, pero no a cero; yo diría que entre cuatro y medio y cinco en una escala de diez.
—Aunque fuera nueve, nada habría cambiado realmente. Hay gente que quiere matarme y no sé por qué. Otros podrían detenerlos, pero no lo hacen. El hombre de «Drei Alpenhäuser» dijo que la Interpol ha tendido sus redes para atraparme, y si caigo en una de ellas, no tengo ninguna respuesta. Soy culpable, como se me acusa, pero no sé de qué soy culpable. No tener memoria no es una muy buena defensa, y es posible que no tenga período de defensa.
—Me niego a creer eso, y tú tampoco debes creerlo.
—Gracias.
—Lo digo en serio, Jason. Basta.
Basta. ¿Cuántas veces me digo eso a mí mismo? Eres mi amor, la única mujer que he conocido, y crees en mí. ¿Por qué no puedo creer en mí mismo?
Bourne se levantó y, como siempre, probó sus piernas. La movilidad estaba retornando; las heridas eran menos graves de lo que su imaginación le había hecho creer. Había concertado una cita para aquella noche con el médico de Wohlen para que le quitara los puntos. Mañana se produciría el cambio.
—París —dijo Jason—. La respuesta está en París. Lo sé tan claramente como vi las figuras de los triángulos en Zurich. Sólo que no sé por dónde empezar. Es una locura. Soy un hombre en espera de una imagen, de una palabra, de una frase o de una cajita de fósforos, para que me digan algo. Para que me envíen a algún otro lado.
—¿Por qué no aguardar hasta que Peter averigüe algo? Puedo llamarlo mañana; podremos estar en París mañana.
—Porque no habría ninguna diferencia, ¿no te das cuenta? No importa lo que nos diga; lo que yo necesito saber, no estaría allí. Por la misma razón por la que «Treadstone» no se ha acercado al Banco. Esa razón soy yo. Tengo que saber por qué la gente quiere matarme, por qué alguien llamado Carlos pagará, ¿cuánto era?, una fortuna por mi cadáver.
Fue todo lo que alcanzó a decir, interrumpido por el ruido sobre la mesa. Marie había dejado caer su taza y lo estaba mirando azorada, con el rostro tan pálido como si la sangre se le hubiera ido de la cabeza.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Pues que tenía que saber…
—El nombre. Has pronunciado el nombre de Carlos.
—Es cierto.
—Durante todas las horas en que hemos charlado, los días que hemos pasado juntos, nunca lo mencionaste.
Bourne la miró, tratando de recordar. Era cierto; le había contado todo lo que había acudido a su mente; sin embargo, de algún modo, había omitido a Carlos…, casi intencionadamente, como queriendo dejarlo de lado.
—Supongo que no lo hice —replicó—. Pareces saber… ¿Quién es Carlos?
—¿Te estás haciendo el gracioso? Si es así, el chiste no es muy bueno.
—No estoy haciéndome el gracioso. No creo que haya nada cómico en ello. ¿Quién es Carlos?
—¡Dios mío, no lo sabes! —exclamó, estudiando ojos—. Es parte de lo que te fue quitado.
—¿Quién es Carlos?
—Un asesino. Lo llaman «El asesino de Europa». Un hombre perseguido desde hace veinte años; se cree que mató entre cincuenta y sesenta figuras políticas y militares. Nadie sabe cómo es…, pero se dice que opera fuera de París.
Bourne sintió que lo invadía una ola de frío.
El taxi que los llevó a Wohlen era un «Ford» inglés perteneciente al yerno del concierge. Jason y Marie iban sentados en la parte de atrás; la oscura campiña desfilaba rápidamente ante las ventanillas. Le habían quitado los puntos, remplazados por suaves vendajes sostenidos con anchas tiras de esparadrapo.
—Regresa a Canadá —dijo Jason, en voz baja, rompiendo el silencio entre ellos.
—Lo haré, ya te lo dije. Me quedan unos cuantos días. Quiero ver París.
—No te quiero en París. Te llamaré a Ottawa. Puedes hacer la investigación de la «Treadstone» por ti misma y darme la información por teléfono.
—Creí que habías dicho que no habría ninguna diferencia. Tenías que saber el porqué; el quién no tenía sentido hasta que comprendieras.
—Encontraré la forma. Sólo necesito a un hombre; lo encontraré.
—Pero no sabes por dónde empezar. Eres un hombre en espera de una imagen, de una frase, o de una cajita de fósforos. Pueden no estar allí.
—Algo habrá.
—Algo hay, pero tú no lo ves. Yo sí. Es la razón por la cual me necesitas. Yo sé las palabras, los métodos. Tú, no.
Bourne la miró a través de las cambiantes sombras.
—Será mejor que te expliques.
—Los Bancos, Jason. Las conexiones de «Treadstone» están en los Bancos. Pero no del modo que tú crees.
El encorvado anciano, con un raído abrigo y boina negra en mano, caminó por el pasillo lateral izquierdo de la iglesia rural de la aldea de Arpajon, quince kilómetros al sur de París. Las campanadas del Ángelus vespertino resonaban a través en los techos de piedra y madera; el hombre se detuvo en la quinta fila y esperó que cesara el repiqueteo. Era su señal; la aceptaba, sabiendo que durante el tañer de las campanas, otro hombre, más joven —despiadado como ninguno—, había recorrido la iglesia y estudiado a todas las personas que estaban dentro y fuera de ella. Si ese hombre hubiera visto algo que no esperaba ver, alguien a quien considerase una amenaza para su persona, no habría preguntas; sólo una ejecución. Ése era el estilo de Carlos, y sólo aquellos que comprendían que sus vidas podían ser destruidas si eran seguidos, aceptaban dinero para actuar como mensajeros del asesino. Todos eran como él, viejos hombres de los viejos días, cuyas vidas se extinguían, limitados ya por la edad o la enfermedad, o por ambas.
Carlos no admitía riesgos. El único consuelo era que si uno moría a su servicio —o por su mano—, había dinero que llegaría a las ancianas, a los hijos de esas viejas mujeres o a sus hijos. Esto era lo que comprendía su pequeño ejército de achacosos viejos; él daba un sentido al final de sus vidas.
El mensajero estrujó su boina y prosiguió por el pasillo hasta la fila de confesonarios, contra la pared izquierda. Caminó hacia el quinto confesionario; apartó la cortina y dio un paso hacia dentro, acomodando la vista a la luz de una vela que ardía al otro lado del paño translúcido que separaba al sacerdote del penitente. Se sentó en el pequeño banco de madera y miró la silueta que estaba en el sagrado recinto. Era como siempre lo había sido, la encapuchada figura de un hombre con hábito de monje. El mensajero trató de no imaginar el aspecto de aquel hombre; no le correspondía especular con esas cosas.
—Ángelus domini —dijo.
—Ángelus domini, hijo de Dios —susurró la encapuchada figura—. ¿Son agradables tus días?
—Están llegando al final —respondió el hombre, tratando de dar la respuesta adecuada—, pero son agradables.
—Bien. Es importante tener una sensación de seguridad a tu edad —dijo Carlos—. Pero vayamos al trabajo. ¿Obtuviste los detalles de Zurich?
—El búho está muerto; también otros dos, posiblemente un tercero. La mano de otro está gravemente herida; no puede trabajar. Caín desapareció. Creen que la mujer está con él.
—Un extraño giro en los acontecimientos —observó Carlos.
—Hay más. No se supo nada más del que debía matarla. Debía llevarla a Guisan Quai; nadie sabe qué sucedió.
—Excepto que un sereno fue muerto en su lugar. Es posible que nunca haya sido una rehén, sino el cebo de una trampa. Una trampa que se volvió contra Caín. Quiero pensar en eso. Mientras tanto, aquí están mis instrucciones. ¿Estás listo?
El anciano hurgó en su bolsillo y sacó el resto de un lápiz y un pedazo de papel.
—Muy bien.
—Telefonea a Zurich. Quiero a un hombre que haya visto a Caín, para mañana en París, alguien que pueda reconocerlo. También Zurich tiene que llegar a Köenig, al Gemeinschaft, y decirle que envié su cinta a Nueva York. Debe usar el buzón de la oficina postal de Village Station.
—Por favor —le interrumpió el anciano mensajero—. Estas viejas manos ya no escriben como antes.
—Perdóname —susurró Carlos—. Estoy preocupado y he sido desconsiderado. Lo siento.
—En absoluto, en absoluto. Continúe.
—Finalmente, quiero que nuestro equipo tome habitaciones a cien metros del Banco, en la rué Madeleine. Esta vez el Banco será la ruina de Caín. El pretendiente será llevado a la fuente de su equivocado orgullo. Un precio irrisorio, despreciable como él mismo…, a no ser que sea otra cosa.