9

Llegó a un cruce; la luz del semáforo, roja. Luces. A la izquierda, varias manzanas hacia el Este, podía ver luces que formaban un suave arco en el cielo nocturno. ¡Un puente! ¡El Limmat! El semáforo se puso verde, viró el sedán a la izquierda.

Estaba nuevamente en la Bahnhofstrasse; el comienzo del Guisan Quai estaba sólo a pocos minutos. La ancha avenida doblaba alrededor de la orilla del agua, donde se fusionaban el río y el lago. Momentos más tarde, a su izquierda, se perfilaban los contornos de un parque; en verano, un refugio para los paseantes; ahora, oscuro, libre de turistas y de gente de Zurich. Pasó una entrada para vehículos; una pesada cadena atravesaba el pavimento blanco, suspendida entre dos postes de piedra. Llegó a una segunda cadena, que impedía el acceso. Pero no era igual; había algo diferente, algo extraño. Detuvo el coche y miró más detenidamente, cogiendo a través del asiento, la linterna que le había quitado al que iba a ser su verdugo. La encendió y apuntó el haz sobre la pesada cadena. ¿Qué era? ¿Por qué era distinto?

No era la cadena. Era debajo de la cadena. Sobre el blanco pavimento, conservado intacto por el equipo de mantenimiento, había huellas de neumáticos, que contrastaban con la limpieza reinante. No se habrían notado durante los meses de verano; pero ahora sí se notaban. Era como si la suciedad de Steppdeckstrasse hubiera viajado demasiado bien.

Bourne apagó la linterna y la dejó caer en el asiento. El dolor de su quebrantada mano izquierda se fusionó repentinamente con el de su hombro y su brazo; debía apartar de su mente todo dolor; tenía que reducir la pérdida de sangre como mejor pudiera. Le habían roto la camisa, la rasgó aún más; y arrancó una tira, con la cual procedió a vendar su mano izquierda, atándola luego con dientes y dedos. Estaba más preparado que nunca.

Empuñó el arma —la pistola del que iba a ser su verdugo— y examinó el cargador: estaba lleno. Esperó hasta que dos coches lo pasaran, luego apagó los faros y dio una vuelta en U, aparcando al lado de la cadena. Se bajó instintivamente, probando su pierna en el pavimento; luego avanzó cojeando hacia el poste más cercano y levantó el gancho del aro de hierro que sobresalía del poste. Bajó la cadena, haciendo el menor ruido posible, y volvió al coche.

Accionó la palanca de cambios, presionó con suavidad el acelerador y luego lo soltó. Ahora estaba rodando libremente en la enorme extensión de un área de aparcamiento sin iluminar, oscurecida aún más por el brusco final del blanco sendero de entrada y el comienzo de un área de asfalto negro. Más allá, a unos escasos doscientos metros de distancia, estaba la oscura línea erguida del murallón, un dique que contenía la corriente del Limmat, al verter sus aguas en el lago Zurich. A lo lejos se divisaban las luces de los botes, meciéndose en majestuoso esplendor. Más allá se veían las estáticas luces de la Ciudad Vieja, las borrosas luces de oscurecidos muelles. Los ojos de Jason lo escudriñaron todo, pues la distancia era su telón de fondo; buscaba formas más cercanas.

Hacia la derecha. La derecha. Un negro contorno, más oscuro que el paredón, una intrusión de negro sobre negro más claro; oscuro, difuso, apenas discernible, pero allí estaba. Cien metros más allá… ahora noventa, ochenta y cinco; apagó el motor y detuvo el coche. Se quedó inmóvil, sentado con la ventanilla abierta, mirando en la oscuridad, tratando de ver más claramente. Escuchó el viento que venía del agua; apagaba cualquier sonido que pudiera haber hecho el coche.

Sonido. Un grito. Bajo, ahogado… liberado con terror. Le siguió un golpe áspero, luego otro, y otro. Se oyó otro grito, luego sofocado, quebrado, que se desvaneció hacia el silencio.

Bourne bajó silenciosamente del coche, la pistola en su mano derecha, la linterna apenas sostenida en los ensangrentados dedos de la izquierda. Caminó hacia la oscura forma negra; cada paso cojeando era un estudio en silencio.

Lo que primero vio fue lo último que había visto cuando el pequeño sedán desapareció en las sombras de la Steppdeckstrasse. El brillante metal del torcido parachoques cromado; ahora refulgía bajo la luz nocturna.

Cuatro palmadas en rápida sucesión, carne contra carne, golpes administrados maniáticamente, recibidos con ahogados gritos de terror. Llanto entrecortado, jadeante, movimientos de lucha. ¡Dentro del coche!

Jason se agazapó lo mejor que pudo, deslizándose alrededor del maletero del coche hacia la ventanilla trasera de la derecha. Se levantó sigilosamente y, utilizando el sonido como un arma de sorpresa, gritó mientras encendía la poderosa luz:

—¡Si se mueve, es hombre muerto!

Lo que vio lo llenó de asco y furia. La ropa de Marie St. Jacques estaba rasgada, hecha jirones. Manos aferradas como garras a su cuerpo semidesnudo… El verdugo se disponía a infligir la humillación final, antes de ejecutar la sentencia de muerte.

¡Salga, hijo de perra!

Se oyó un estallido masivo de vidrios; el hombre que violaba a Marie St. Jacques se dio cuenta de la situación. Bourne no podía disparar por temor a matar a la mujer; de un salto se apartó de ella y proyectó el talón contra la ventanilla del coche. El vidrio saltó, los afilados fragmentos cubrieron el rostro de Jason. Cerró los ojos, retrocediendo para evitar la lluvia de cristal.

La puerta se abrió; un cegador rayo de luz acompañó la explosión. Un dolor caliente, quemante, se extendió por el costado derecho de Bourne. La tela de su chaqueta se había rasgado, y la sangre empapaba lo que quedaba de su camisa. Apretó el gatillo, apenas viendo a la figura que rodaba por el suelo; disparó otra vez; la bala arrancó la superficie del asfalto. El verdugo había rodado hasta quedar fuera de la vista… en la densa oscuridad.

Jason sabía que no podía quedarse donde estaba; hacerlo sería ejecutarse a sí mismo. Corrió, arrastrando la pierna, hasta quedar cubierto tras la puerta abierta.

—¡Quédese aquí! —gritó a Marie St. Jacques; la mujer había comenzado a moverse, presa del pánico—. ¡Maldito sea! ¡Quédese ahí!

Un disparo; la bala se incrustó en el metal de la puerta. Una figura corriendo se perfiló sobre la pared. ¡Bourne hizo fuego dos veces!, aliviado al oír un gemido en la distancia. Había herido al hombre; no lo había matado. Pero el verdugo no podría ya actuar como sesenta segundos antes.

Luces. Tenues luces… encuadradas, marcos. ¿Qué era? ¿Qué eran? Miró hacia la izquierda y vio lo que no hubiera podido ver antes. Una pequeña construcción de ladrillos, una especie de vivienda contra el paredón. Las luces se habían encendido en su interior. Un puesto de vigilancia; alguien, allí adentro, había oído los disparos.

Was ist los? Wer ist da?

El que gritaba era un hombre, un hombre viejo, encorvado, cuya figura se recortaba en el marco iluminado de la puerta. Luego, un haz de luz atravesó la negra oscuridad. Bourne la siguió con la vista, esperando que iluminara al verdugo.

Lo hizo. Estaba agazapado contra la pared. Jason se levantó y disparó; al sonar el disparo, la luz giró hacia él. Él era ahora el blanco; dos balas vinieron desde la oscuridad; una de ellas arrancó una partícula de metal de la ventana. El acero le perforó el cuello; fluyó la sangre.

Pasos veloces. El verdugo corría hacia la fuente de luz.

Nein!

La había alcanzado; la figura de la puerta fue azotada por un brazo que era a la vez su cadena y su prisión. El reflector se apagó; Jason pudo ver, a la luz de las ventanas, cómo el asesino arrastraba al sereno, usando al hombre como escudo, llevándolo hacia la oscuridad.

Bourne miró hasta que no pudo ver más, con la pistola sostenida inútilmente sobre el capó. Con la misma impotencia que lo invadía a él, su cuerpo se escurría.

Se oyó un disparo final, seguido de un gemido gutural, y otra vez, pasos veloces. El verdugo había ejecutado una sentencia de muerte, pero no en la mujer condenada, sino en un hombre viejo. Ahora corría; había logrado escapar.

Bourne no podía ya correr; finalmente, el dolor lo había inmovilizado; su visión, demasiado borrosa; su instinto de supervivencia, agotado. Se dejó caer al pavimento. No había nada; simplemente, ya no le importaba.

Quienquiera que sea, déjalo ir. Déjalo ir.

La doctora St. Jacques salió a tientas del coche, sosteniendo sus ropas, moviéndose como en estado de shock. Miró fijamente a Jason con incredulidad, horror y confusión.

—¡Váyase! —susurró, esperando que pudiera oírle—. Hay un coche allí atrás, con las llaves puestas. Salga de aquí. Ése puede volver con otros.

—Ha vuelto por mí —dijo ella con evidente asombro.

—¡Salga de aquí! Suba al coche y corra, doctora. Si alguien intenta detenerla, atropéllelo. Vaya a la Policía… de verdad, con uniformes, ¡maldita tonta!

La garganta le ardía, su estómago parecía helado. Fuego y hielo; los había sentido antes. Juntos. ¿Dónde era?

—Me ha salvado la vida —continuó ella en tono hueco, con las palabras flotando en el aire—. Ha venido por mí. Ha regresado por mí y me ha salvado… la… vida.

—Vamos; no exagere.

Usted es accidental, doctora. Usted es un reflejo, un instinto nacido en memorias olvidadas, conductos eléctricamente encendidos por la tensión. Ya ve, conozco las palabras… ya no me importa nada. ¡Qué dolor, oh, Dios mío, qué dolor!

—Estaba libre. Podría haber seguido, pero no lo ha hecho. Ha regresado por mí.

La oyó a través de las tinieblas de su dolor. La vio, y lo que vio era ilógico, tan ilógico como el dolor Ella se estaba arrodillando a su lado, tocando su cara, su cabeza. ¡Basta! ¡No me toque la cabeza! ¡Déjeme!

—¿Por qué lo ha hecho? —Era la voz de ella, no la suya.

Le estaba haciendo una pregunta. ¿No entendía? Él no podía contestarle.

¿Qué estaba haciendo? Había rasgado un pedazo de tela y la estaba envolviendo alrededor de su cuello… y ahora otra, esta vez más grande, parte de su vestido. Le había aflojado el cinturón y empujaba la tela suave y lisa hacia la hirviente piel de su cadera derecha.

—No ha sido por usted. —Encontró las palabras y las usó rápidamente. Quería la paz de la oscuridad, como la había deseado en otro tiempo, pero no podía recordar cuándo. Podría acordarse si ella lo dejaba—. Ese hombre… me había visto. Podía identificarme. Era por él. Lo buscaba a él. Ahora, ¡lárguese!

—También podrían haberlo hecho otros miles —replicó ella, con otro tono de voz—. No lo creo.

—¡Créame!

Ahora estaba parada a su lado. Luego, dejó de estarlo. Se había ido. Lo había dejado. La paz llegaría pronto ahora; se lo tragarían las aguas oscuras y agitadas, y lavarían su dolor. Se recostó contra el coche y se dejó llevar por las corrientes de su mente.

Un ruido lo interrumpió. Un motor, vibrante y desgarrador. No le importaba, interfería en la libertad de su propio mar. Entonces, una mano tomó su brazo. Luego otra, levantándolo suavemente.

—Vamos —decía la voz—. Ayúdeme.

—¡Déjeme!

La orden salió en voz alta; él había gritado. Pero la orden no fue obedecida. Estaba azorado; las órdenes debían obedecerse. Pero no siempre; algo se lo dijo. El viento estaba allí otra vez, pero no un viento en Zurich. En algún otro lugar, alto en el cielo nocturno. Y llegó una señal, se produjo un destello, y él saltó, azotado por nuevas y furiosas corrientes.

—Muy bien. Está bien —decía la voz enloquecedora que no obedecía sus órdenes—. Levante el pie. ¡Levántelo! Así está bien. Ahora, dentro del coche. Déjese caer hacia atrás… despacio. Eso es.

Estaba cayendo…, cayendo en el negro cielo. Y luego la caída se detuvo, todo se detuvo, y hubo calma; podía oír su propia respiración. Y pasos, podía oír pasos… y el ruido de una puerta que se cerraba, seguido por el rumor continuo, perturbador, que había debajo de él, frente a él, en algún lado.

Movimiento, girando en círculos. La estabilidad desapareció y estaba cayendo nuevamente, sólo para ser detenido otra vez, otro cuerpo contra su cuerpo, una mano que lo sostenía, reclinándolo. Sintió frescor en la cara; luego, nada. Caía de nuevo, en corrientes más suaves esta vez, en completa oscuridad.

Oía voces sobre él, a distancia, pero no demasiado lejos. Las formas se enfocaron lentamente, iluminadas por la luz de lámparas de mesa. Estaba en una habitación bastante amplia, y en una cama, una estrecha cama, tapado con mantas. En la habitación había dos personas, un hombre con abrigo y una mujer… con una falda rojo oscuro y una blusa blanca. Rojo oscuro, igual que el cabello.

¿La doctora St. Jacques? Era ella, junto a una puerta, hablando con un hombre que sostenía un maletín de cuero en su mano izquierda. Hablaban en francés.

—Gracias, doctor.

—Ante todo, reposo —decía el hombre—. Si no puede verse conmigo, cualquiera puede quitarle los puntos. Dentro de una semana, supongo.

—Gracias a usted. Ha sido muy generosa. Ahora me voy. Quizá la vuelva a ver, quizá no.

El médico abrió la puerta y salió. Cuando se hubo ido, la mujer echó el cerrojo. Se volvió y vio que Bourne la observaba. Caminó lenta y cautelosamente hacia la cama.

—¿Puede oírme? —preguntó.

Él asintió.

—Está herido —dijo—, malherido; pero si se queda quieto, no será necesario que vaya a un hospital. Esa persona era un médico… Le he pagado con el dinero que llevaba usted en el bolsillo; bastante más de lo normal, pero me informaron que podía confiar en él. Fue idea suya, dicho sea de paso. Mientras íbamos en el coche, usted decía que debía encontrar un médico, uno a quien se le pudiera pagar para que guardara silencio. Tenía razón. No ha sido difícil.

—¿Dónde estamos?

Podía oír su propia voz; era débil, pero podía oírla.

—En un pueblo llamado Lenzburg, a unos treinta y cinco kilómetros de Zurich. El médico es de Wohlen, una ciudad vecina. Lo verá dentro de una semana, si está usted aquí.

—¿Cómo…?

Intentó incorporarse, pero no encontró la fuerza necesaria. Ella le tocó el nombro; era una orden para que se recostara.

—Le diré lo que sucedió y quizás eso responda sus preguntas. Al menos eso espero, porque si no, no estoy segura de poder hacerlo. —Ella permanecía de pie, inmóvil, mirándolo fijamente; su tono era comedido—. Un animal estaba violándome…, después de lo cual, tenía órdenes de matarme. No había forma de que yo continuara con vida. En Steppdeckstrasse intentó usted detenerlos, y cuando no pudo hacerlo, me dijo que gritara, que siguiera gritando todo el tiempo. Era todo lo que usted podía hacer, y al decírmelo, se arriesgó a que lo mataran. Más tarde, se liberó de algún modo, no sé cómo, pero sé que fue herido gravemente al hacerlo, y volvió para buscarme…

—A él —la interrumpió Jason—. Lo quería a él.

—Ya me dijo eso, y yo le repetiré lo que le dije antes. No le creo. No porque sea un mal mentiroso, sino porque no concuerda con los hechos. Yo trabajo con estadísticas, Mr. Washburn, o Mr. Bourne o como quiera que se llame. Respeto los datos observables y puedo comprobar las inexactitudes; estoy entrenada para hacerlo. Dos hombres fueron a ese edificio a buscarlo, y le oí decir que ambos estaban vivos. Podían identificarlo. Y el dueño del «Drei Alpenhäuser»; él podía hacerlo también. Ésos son los hechos, y usted los conoce tan bien como yo. No, usted regresó para buscarme. Volvió y me salvó la vida.

—Continúe —dijo él; su voz estaba ganando fuerza—. ¿Qué sucedió?

—Tomé una decisión. Fue la más difícil de mi vida. Creo que una persona sólo puede tomar una decisión así en el caso de haber casi perdido la vida en un acto de violencia, y haberse salvado gracias a alguien. Decidí ayudarlo. Sólo por breve tiempo, quizá por unas horas, pero lo ayudaría a escapar.

—¿Por qué no fue a la Policía?

—Estuve a punto, y no estoy segura de poder explicarle por qué no lo hice. Quizá fue por la violación, no lo sé. Quiero ser honesta con usted. Siempre había oído decir que es la más terrible experiencia por la que puede pasar una mujer. Ahora lo creo. Y noté la furia, la repugnancia en su voz cuando le gritó. Nunca olvidaré ese momento mientras viva, por más que lo intente.

—¿La Policía? —repitió él.

—El hombre del «Drei Alpenhäuser» dijo que la Policía lo estaba buscando. Que un número de teléfono se había dado en Zurich. —Hizo una pausa—. No podía entregarlo a la Policía. No entonces. No después de lo que hizo.

—¿Sabiendo lo que soy? —preguntó él.

—Sólo sé lo que he oído, y lo que he oído no corresponde al hombre herido que volvió por mí y ofreció su vida por la mía.

—Eso no es muy brillante.

—Así soy yo, Mr. Bourne; supongo que es Bourne; así es como él lo llamó. Muy brillante.

—Yo le pegué. La amenacé con matarla.

—Si yo hubiera estado en su lugar, y me hubieran querido matar a , probablemente habría hecho lo mismo, de haber sido capaz.

—¿De modo que condujo hasta salir de Zurich?

—No en seguida, no durante media hora, más o menos. Tenía que tranquilizarme, tomar una decisión. Soy muy metódica.

—Empiezo a darme cuenta.

—Estaba hecha un desastre; necesitaba ropa, peinado, maquillaje. No podía ir a ningún lado. Encontré una cabina telefónica cerca del río, no había nadie en los alrededores, de modo que bajé del coche y llamé a alguien conocido en el hotel.

—¿El francés? ¿El belga? —inquirió Jason.

—No. Estarían en la conferencia de Bertinelli, y si me habían reconocido en el escenario con usted, supuse que habrían dado mi nombre a la Policía. Llamé a una mujer de nuestra delegación; no le gusta Bertinelli; y estaba en su habitación. Hemos trabajado juntas durante varios años y somos amigas. Le dije que si oía algo sobre mí, no lo tomara en cuenta, que yo estaba perfectamente bien. En realidad, si alguien preguntaba por mí, debía decir que había salido con un amigo, que estaría fuera toda la tarde, y la noche, si la presionaban. Que había abandonado bien temprano la conferencia de Bertinelli.

—Metódico —dijo Bourne.

—Sí. —Marie se permitió esbozar una sonrisa—. Le pedí que fuera hasta mi habitación; estamos a dos puertas una de la otra, y la camarera sabe que somos amigas. Si no había nadie allí, debía poner algunas prendas y maquillaje en mi maletín y regresar a su habitación. Yo la llamaría dentro de cinco minutos.

—¿Aceptó simplemente lo que usted dijo?

—Ya se lo he dicho. Somos amigas. Sabía que yo estaba bien, nerviosa quizá, pero bien. Y que deseaba que hiciera lo que le pedía. —Marie hizo una nueva pausa—. Probablemente pensó que le decía la verdad.

—Continúe.

—La llamé otra vez; ya tenía mis cosas.

—Lo cual significa que los otros dos delegados no dieron su nombre a la Policía. Su habitación habría estado vigilada y no habrían permitido entrar a nadie.

—No sé si hablaron o no. Pero si lo hicieron, probablemente mi amiga sería interrogada después. Y ella, simplemente, habría dicho lo que yo le indiqué.

—Ella estaba en el «Carillón»; usted, cerca del río. ¿Cómo pudo hacerse con sus cosas?

—Fue bastante simple. Algo insólito, pero simple. Habló a la camarera de la noche y le dijo que yo estaba evitando a un hombre del hotel y viéndome con otro afuera. Que necesitaba mi maletín y si podía sugerir alguna forma para enviármelo: a un coche: cerca del río. Me lo trajo un mozo libre de servicio.

—¿No se sorprendió ante su aspecto?

—No tuvo ocasión de ver mucho. Abrí el maletero, me quedé en el coche y le dije que lo pusiera allí atrás. Dejé un billete de diez francos en la rueda de repuesto.

—No es metódica, es extraordinaria.

—Metódica está bien.

—¿Cómo encontró al doctor?

—Aquí. El concierge o como se llame en Suiza. Recuerde, yo lo había vendado lo mejor que pude, detuve en lo posible la pérdida de sangre. Como la mayoría de la gente, tengo un conocimiento práctico de primeros auxilios; eso significa que tuve que quitarle alguna ropa. Encontré el dinero, y entonces comprendí lo que había querido decir con buscar a un médico, al que pudiera pagar. Lleva usted miles y miles de dólares; conozco el cambio actual.

—Ése es sólo el comienzo.

—¿Qué?

—No importa. —Intentó incorporarse nuevamente; era demasiado difícil—. ¿No me tiene miedo? ¿No tiene miedo de lo que hizo?

—Por supuesto que lo tengo. Pero sé lo que ha hecho usted por mí.

—Es usted más confiada de lo que sería yo en las mismas circunstancias.

—Entonces, quizá no sea muy consciente de las circunstancias. Todavía está muy débil, y yo tengo el revólver. Además, no tiene ropa.

—¿Ninguna?

—Ni siquiera unos shorts. Lo tiré todo. Se vería algo raro corriendo por la calle sólo con un cinturón de plástico y una bolsa de dinero.

Bourne se rió a pesar del dolor, recordando La Ciotat y al marqués de Chamford.

—Metódica —dijo.

—Por completo.

—¿Qué va a suceder ahora?

—Anoté el nombre del médico y pagué la habitación por una semana. El concierge le traerá las comidas, empezando por el almuerzo de hoy. Yo me quedaré hasta media mañana. Son casi las seis; pronto amanecerá. Entonces iré al hotel por el resto de mis cosas y mis pasajes de avión, y haré lo posible por evitar mencionarlo.

—¿Suponga que no puede? ¿Suponga que la identifican?

—Lo negaré. Estaba oscuro. Todo era un caos.

—Ahora no está siendo metódica. Al menos, no tan metódica como lo sería la Policía de Zurich. Tengo una idea mejor. Llame a su amiga y dígale que recoja el resto de sus cosas y que pague su cuenta. Tome el dinero que quiera y coja el primer avión para Canadá. Es más fácil negar a larga distancia.

Ella lo miró en silencio, luego asintió:

—Eso es muy tentador.

—Muy lógico.

Ella siguió observándolo durante un momento, con la tensión reflejada en los ojos. Se volvió y caminó hasta la ventana, por la que entraban los primeros rayos del sol matutino. Él la observaba, sintiendo la intensidad, conociendo sus raíces, viendo su rostro bajo el pálido resplandor dorado del amanecer. No había nada que él pudiera hacer; ella había actuado como creyó que debía hacerlo, porque había sido rescatada del terror. De una especie de terrible degradación que ningún hombre podía realmente comprender. De la muerte. Y, al actuar de aquel modo, había quebrantado todas las reglas. Ella giró la cabeza hacia él; sus ojos brillaban.

—¿Quién es usted?

—Ya oyó lo que dijeron.

—¡Yo sé lo que vi! ¡Lo que siento!

—No trate de justificar le que hizo. Simplemente lo hizo, eso es todo. Déjelo así.

Dejarlo así. ¡Oh, Dios, habrías podido dejarme ir! Y hubiera habido paz. Pero ahora me has devuelto parte de mi vida, y debo seguir luchando, enfrentarme con ella otra vez.

Dé pronto, ella se acercó a los pies de la cama, con el arma en la mano. La apuntó hacia él, y su voz tembló:

—¿Debo deshacer lo que hice, entonces? ¿Llamar a la Policía y decirle que venga por usted?

—Unas horas antes le habría dicho que sí. No puedo decirlo ahora.

—Entonces, ¿quién es usted?

—Dicen que mi nombre es Bourne. Jason Charles Bourne.

—¿Qué significa eso de «dicen»?

Él miró fijamente el arma, el círculo negro de su cañón. No quedaba más alternativa que la verdad, como él la conocía.

—¿Qué significa? —repitió él—. Usted sabe tanto como yo, doctora.

—¿Qué?

—Bien puede oírlo. Quizá le haga sentirse mejor. O peor, no lo sé. Pero, de todos modos puede oírlo, porque no sé qué otra cosa decirle.

Ella bajó el arma:

—¿Decirme qué?

—Mi vida comenzó hace cinco meses, en una pequeña isla del Mediterráneo llamada Port Noir…

El sol había subido hasta el punto medio de los árboles circundantes, sus rayos se filtraban a través de las ramas que mecía el viento, entrando por las ventanas y salpicando las paredes con formas irregulares de luz. Bourne yacía en la cama, exhausto. Había concluido, no había más que decir.

Marie estaba sentada sobre sus piernas en un sillón de cuero, al otro lado de la habitación; los cigarrillos y el arma reposaban en una mesita a su izquierda. Casi ni se había movido, con la mirada fija en él; aun cuando fumaba, sus ojos no pestañeaban, no abandonaban los de él. Era una analista técnica evaluando datos, filtrando los hechos, del mismo modo que los árboles filtraban los rayos del sol.

—Usted lo decía continuamente —murmuró en tono suave, espaciando las palabras—. No lo sé… ojalá lo supiera. Usted observó algo y yo me asusté. Le pregunté qué era, qué iba usted a hacer. Y usted lo dijo otra vez: «Ojalá lo supiera.» Hay que ver lo que ha pasado… lo que está pasando.

—Después de lo que le he hecho, ¿puede preocuparle lo que me pasó a mí?

—Son dos líneas de acontecimientos separadas —replicó ella con aire ausente, frunciendo el ceño.

—Separadas…

—Relacionadas en su origen, pero desarrolladas independientemente; eso es razonamiento económico… Y luego en la Löwenstrasse, justo antes de ir al apartamento de Chernak, le supliqué que no me llevara con usted. Estaba convencida de que si oía algo más, me mataría. Allí fue donde dijo la cosa más extraña de todas. Dijo: «Lo que ha oído no tiene más sentido para mí que para usted. Quizá menos…» Pensé que estaba loco.

—Algo no me funciona bien en la cabeza. Una persona sana recuerda. Yo no.

—¿Por qué no me dijo que Chernak había intentado matarlo?

—No había tiempo ni pensé que importara.

—No le importaba entonces… a usted. Pero sí a mí.

—¿Por qué?

—Porque me aferraba a la remota esperanza de que usted no dispararía su arma contra alguien que no hubiera intentado matarlo antes.

—Pero él lo hizo. Yo estaba herido.

—Yo no conocía la secuencia; usted no me la explicó.

—No comprendo.

Marie encendió un cigarrillo:

—Es difícil de explicar, pero durante todo el tiempo que me tuvo como rehén, aun cuando me golpeó, me arrastró y presionó el revólver contra mi estómago y lo sostuvo contra mi cabeza. Dios sabe que estaba aterrorizada, pero me pareció ver algo en sus ojos. Llámele rechazo. Es lo mejor que se me ocurre.

—Está bien. ¿Qué quiere decir?

—No estoy segura. Quizá se remonta a otra cosa que dijo usted en el reservado del «Drei Alpenhäuser». Cuando el hombre gordo se acercaba, usted me dijo que me quedara contra la pared, que me cubriera la cara con la mano. «Por su propio bien —dijo—. No es conveniente que él pueda identificarla.»

—No lo era.

—«Por su propio bien.» Ése no es el razonamiento de un asesino patológico. Creo que me aferré a eso para mantener mi cordura; quizás, a eso y a la mirada que vi en sus ojos.

—Todavía no la entiendo.

—El hombre con gafas de montura de oro, que me convenció de que era la policía, dijo que usted era un brutal asesino al que debían detener antes de que continuara matando. Si no hubiera sido por Chernak, no le habría creído. En ninguno de los puntos. La Policía no se comporta de ese modo; no usan armas en la oscuridad, en lugares atestados de gente. Y usted era un hombre que corría por salvar su vida, que está corriendo por ello, pero no es un asesino.

Bourne levantó la mano:

—Discúlpeme, pero sus palabras parecen un juicio basado en falsa gratitud. Usted dice que lo que cuenta son los hechos; entonces, considérelos. Le repito: usted oyó lo que ellos dijeron; independientemente de lo que crea usted haber visto o de lo que sienta, oyó las palabras. Resumiendo: se me entregaron sobres con dinero para cumplir ciertas misiones. Yo diría que éstas eran bastante claras y las acepté. Tenía una cuenta en el Banco Gemeinschaft, que totalizaba una suma de alrededor de cinco millones de dólares. ¿Cómo los obtuve? ¿Dónde puede un hombre como yo, con los obvios talentos que poseo, obtener esa cantidad de dinero? —Jason miró al techo. El dolor retornaba, la sensación de impotencia, también—. Ésos son los hechos, doctora St. Jacques. Es tiempo de que se vaya.

Marie se levantó del sillón y aplastó su cigarrillo. Luego tomó el arma y caminó hacia la cama:

—Tiene prisa por condenarse, ¿no es así?

—Respeto los hechos.

—Entonces, si lo que dice es cierto, yo también tengo una misión, ¿no lo cree? Como miembro de la sociedad respetuosa de la ley, mi deber es llamar a la Policía de Zurich y decirles dónde está.

Levantó el arma. Bourne la miró:

—Creí…

—¿Por qué no? —interrumpió ella—. Es un hombre condenado que quiere terminar con todo, ¿no es así? Habla con determinación, sin sentir siquiera un poco de autoestima, apelando a mi… ¿cómo ha dicho? ¿Falsa gratitud? Bueno, creo que será mejor que entienda algo. Yo no soy ninguna tonta; si creyera por un minuto que es usted lo que dicen que es, no estaría aquí, y tampoco estaría usted. Hechos que no pueden documentarse no son hechos en absoluto. Usted no tiene hechos, tiene conclusiones, sus propias conclusiones basadas en afirmaciones hechas por personas que usted sabe que son basura.

—Y una inexplicable cuenta bancaria con cinco millones de dólares. No se olvide de ello.

—¿Cómo podría olvidarlo? Se supone que soy un perito en finanzas. Esta cuenta puede no tener explicación en términos que a usted le satisfagan, pero hay condiciones inherentes que le otorgan un considerable grado de legitimidad. Puede ser inspeccionada, probablemente intervenida, por cualquier director de una compañía llamada no sé cuántos Setenta y Uno. Ésa es una muy improbable afiliación de un asesino a sueldo.

—Esa compañía puede ser inventada; no está registrada.

—¿En una guía telefónica? No sea ingenuo. Pero volvamos a usted, en este momento. ¿Llamo realmente a la Policía?

—Conoce mi respuesta. No la puedo detener, pero no quiero que lo haga. Marie bajó el arma:

—Y no lo haré. Por la misma razón por la que usted no quiere que lo haga. No creo lo que dicen, que es más de lo que lo cree usted.

—Entonces, ¿qué es lo que cree?

—Ya se lo dije. No estoy segura. Todo lo que realmente sé es que hace siete horas estaba bajo un animal, su boca sobre mí, sus manos desgarrándome… y sabía que iba a morir. Y entonces, un hombre volvió por mí, un hombre que hubiera podido seguir huyendo, pero que regresó por mí y se ofreció a morir en mi lugar. He de creer en él.

—Suponga que se equivoca.

—Entonces habré cometido un terrible error.

—Gracias. ¿Dónde está el dinero?

—En el escritorio. En el sobre del pasaporte y en la billetera. Tiene también el nombre del médico y el recibo por la habitación.

—¿Me puede traer el pasaporte, por favor? Tengo en él el dinero suizo.

—Lo sé. —Marie se lo dio—. Le he dado al concierge trescientos francos por la habitación, y doscientos por el nombre del médico. Los servicios del doctor son cuatrocientos cincuenta, a los que he agregado otros ciento cincuenta por su cooperación. En total he pagado mil cien francos.

—No tiene que rendirme cuentas.

—Debía usted saberlo. ¿Qué piensa hacer?

—Darle dinero para que pueda regresar a Canadá.

—Me refiero a después.

—Veré cómo me siento más adelante. Probablemente diré al concierge que me compre alguna ropa. Le haré algunas preguntas. Estaré bien.

Sacó un montón de billetes grandes y se los ofreció.

—Eso es más de cincuenta mil francos.

—Ha sufrido mucho por mi causa.

Marie St. Jacques miró el dinero, y luego la pistola que llevaba en su mano izquierda:

—No quiero su dinero —replicó, dejando el arma en la mesita de noche.

—¿Qué quiere decir?

Se volvió y caminó hacia el sillón, mirándolo nuevamente mientras giraba para sentarse:

—Creo que quiero ayudarlo.

—Espere un minuto…

—Por favor —lo interrumpió—. Por favor, no me haga ninguna pregunta. No diga nada durante un rato.