8

Un crujido. Fuera de la habitación. Como un chasquido que resonara en alguna cosa, un sonido penetrante que se desvanecía en la distancia. Bourne abrió los ojos.

La escalera. La escalera en el sucio vestíbulo. Alguien había subido la escalera y se había detenido, consciente del ruido que causaba su peso en la combada y agrietada madera. Un inquilino normal de la casa de huéspedes de la Steppdeckstrasse no adoptaría esa precaución.

Silencio.

Crac. Ahora más cerca. Había un riesgo: el tiempo era vital, debía protegerse rápidamente. Jason saltó de la cama, cogió la pistola que tenía al lado y se precipitó hacia la pared, junto a la puerta. Se agazapó al escuchar los pasos: era un hombre que corría, ya sin preocuparse por el ruido tratando sólo de alcanzar su objetivo. Bourne ya no tuvo dudas de qué se trataba; estaba en lo cierto.

La puerta se abrió de golpe: él la empujó en sentido contrario, luego arrojó todo su peso sobre la madera, apretando al intruso contra el marco de la puerta, aplastando el estómago del hombre, su pecho y su brazo contra el ahuecado extremo de la pared. Tiró de la puerta y apretó con el pie derecho la garganta que tenía debajo, sujetándolo con la mano izquierda, tirando del cabello rubio y metiendo al hombre dentro. La mano del asaltante se aflojó, y la pistola cayó al suelo; un arma de cañón largo con silenciador.

Jason cerró la puerta y se quedó esperando oír sonidos en la escalera. No hubo ninguno. Miró al hombre inconsciente. ¿Un ladrón? ¿Un asesino? ¿Quién era?

¿Policía? ¿Habría decidido el administrador de la pensión pasar por alto el código de la Steppdeckstrasse, en busca de una recompensa? Bourne le dio la vuelta al intruso y le sacó una billetera. Una segunda naturaleza le hizo guardar el dinero, sabiendo que era ridículo hacerlo; él tenía una pequeña fortuna aún. Revisó las varias tarjetas de crédito y el permiso de conducir; sonrió, pero luego su sonrisa se desvaneció. No había nada gracioso; los nombres de las tarjetas eran distintos; el del permiso no concordaba con ninguno de ellos. El hombre inconsciente no era un agente de Policía.

Era un profesional que había ido a matar a un hombre herido en la Steppdeckstrasse. Alguien lo había contratado. ¿Quién? ¿Quién podía saber que estaba allí?

¿La mujer? ¿Había mencionado acaso la Steppdeckstrasse cuando había visto la fila de casas cuidadas, en busca del número 37? No, no era ella; él podría haber dicho algo, pero ella no habría entendido. Y si lo había hecho, no habría ahora un asesino profesional en su habitación; en su lugar, la descuidada pensión estaría rodeada por la Policía.

Vino a su mente la imagen de un enorme hombre gordo sobre una mesa. Aquel hombre había aludido al valor de una insignificante cabra… que había sobrevivido. ¿Sería éste un ejemplo de su técnica de supervivencia? ¿Sabría lo de la Steppdeckstrasse? ¿Estaba al tanto de los hábitos del cliente cuya presencia lo había aterrorizado? ¿Habría estado en aquella sucia pensión? ¿Habría entregado algún sobre allí?

Jason se apretó la mano contra la frente y cerró los ojos. ¿Por qué no puedo recordar? ¿Cuándo se aclararán las tinieblas? ¿Se aclararán alguna vez?

No se atormente…

Bourne abrió los ojos, fijándolos en el hombre rubio. Durante un brevísimo instante casi rió a carcajadas; se le había presentado el visado para salir de Zurich, y en lugar de reconocerlo, estaba perdiendo el tiempo atormentándose. Se metió la billetera en el bolsillo, junto a la del marqués de Chamford, cogió la pistola y se la hundió en el cinturón; luego arrastró hasta la cama el cuerpo inconsciente.

Un minuto más tarde, el hombre yacía atado al hundido colchón, amordazado con una sábana rota. Se quedaría allí durante horas, y para entonces, Jason estaría fuera de Zurich, gracias a un sudoroso hombre gordo.

Había dormido vestido. No tenía nada que recoger o llevarse, excepto el abrigo. Se lo puso y probó su pierna; un poco tarde, reflexionó. En el calor de los minutos transcurridos, el dolor había pasado inadvertido; pero estaba allí, la cojera continuaba, pero ni el dolor ni la cojera lo inmovilizaba. El hombro no estaba tan bien, una lenta parálisis se estaba extendiendo por él; tenía que ver a un médico. La cabeza…, no quería pensar en la cabeza.

Salió al pasillo, débilmente iluminado, cerró la puerta y se quedó inmóvil, escuchando. Se oyó una carcajada procedente de arriba; apoyó la espalda contra la pared, empuñando el arma. La risa se desvaneció; era la de un borracho: incoherente, sin sentido.

Cojeando, se cogió de la barandilla y comenzó a bajar la escalera. Estaba en el tercer piso del edificio de cuatro plantas —pues había insistido en tomar la habitación más alta—, cuando la frase piso alto vino a él instintivamente. ¿Por qué había acudido a su mente? ¿Qué significado tenía en el contexto del alquiler de una sucia habitación para una sola noche? ¿Refugio?

¡Basta!

Llegó al descansillo del segundo piso; los crujidos de la madera acompañaban cada paso. Si el casero salía de su habitación de la planta baja para satisfacer su curiosidad, sería lo último que haría durante varias horas.

Un ruido. Como una raspada. Un material suave moviéndose brevemente sobre una superficie abrasiva. Tela contra madera. Alguien estaba escondido en el corto trecho del pasillo entre el final de un tramo de la escalera y el comienzo de otro. Sin interrumpir el ritmo de su descenso, escudriñó las sombras; había tres puertas en la pared de la derecha, idénticas a las del piso de arriba. En una de ellas…

Dio un paso más. No la primera; estaba vacía. Y no podía ser la última, pues la pared adyacente no permitía la salida, no había espacio para moverse. Tenía que ser la segunda; sí, la segunda puerta. De allí un hombre podía salir corriendo hacia delante, hacia la derecha o hacia la izquierda, o pegarle un empujón con el hombro o una víctima inesperada, tirar a su blanco sobre la barandilla y arrojarlo por el hueco de la escalera.

Bourne se movió hacia la derecha, y, pasándose la pistola a la mano izquierda, se sacó del cinturón el arma con silenciador. A medio metro de la puerta lanzó la automática de su mano izquierda hacia la sombra, mientras giraba sobre sí contra la pared.

Was ist…? —Apareció un brazo; Jason disparó, destrozándole la mano—. ¡Ahh!

La figura se tambaleó, incapaz de apuntar el arma. Bourne volvió a disparar, dándole esta vez en el muslo; se desplomó en el suelo, retorciéndose, arrastrándose. Jason dio un paso hacia delante y se inclinó, presionando con la rodilla el pecho del hombre y apuntándole a la cabeza. Habló en un susurro.

—¿Hay alguien más abajo?

Mein! —replicó el hombre, retorciéndose de dolor—. Zwei… Somos sólo dos. Nos pagaron.

—¿Quién?

—Usted lo sabe.

—¿Un hombre llamado Carlos?

—No contestaré. Máteme si quiere.

—¿Cómo sabía que estaba aquí?

—Chernak.

—Está muerto.

—Ahora. No ayer. Se corrió la voz en Zurich: usted estaba vivo. Buscamos en todos lados… a todos. Chernak lo sabía.

Bourne se arriesgó.

—¡Está mintiendo! —Presionó la pistola en la garganta del hombre—. Nunca hablé a Chernak sobre la Steppdeckstrasse.

El hombre se retorció de nuevo, arqueando el cuello.

—Quizá no fuera necesario. El cerdo nazi tenía informadores en todos lados. ¿Por qué iba a ser diferente con la Steppdeckstrasse? Él podía describirlo. ¿Quién más podía hacerlo?

—Un hombre del «Drei Alpenhäuser».

—Nunca supimos nada sobre tal hombre.

—¿Quienes son «ustedes»?

El hombre tragó saliva, los labios contraídos por el dolor.

—Hombres de negocios… Sólo eso.

—Y su servicio es matar.

—Usted no es quién para hablar. Pero nein. Debíamos llevarlo con nosotros, no matarlo.

—¿Adonde?

—Nos lo indicarían por radio. Frecuencia de coche.

—Sorprendente —replicó Jason sin entusiasmo—. No sólo es de segunda clase, sino también complaciente. ¿Dónde tiene el coche?

—Abajo.

—Déme las llaves.

La radio lo identificaría.

El hombre trató de resistirse; empujó la rodilla de Bourne hacia atrás y comenzó a rodar hacia la pared.

Nein.

—No tiene ninguna opción.

Jason golpeó con la culata la cabeza del hombre. El suizo se desvaneció.

Bourne encontró las llaves —había tres en un estuche de cuero—, cogió la pistola del hombre y se la metió en el bolsillo.

Era un arma más pequeña que la que él sostenía en la mano y no tenía silenciador; ello daba un cierto crédito a la declaración de que no querían matarlo, sino llevárselo. El hombre rubio de arriba había actuado como punta de lanza, y por tanto, necesitaba la protección de un disparo silenciado en el caso de que hubiese sido necesario. Porque un tiro sin silenciador traería complicaciones; el suizo, en el segundo piso, era un refuerzo, y usaría su arma sólo como amenaza.

Entonces, ¿por qué estaba en el segundo piso? ¿Por qué no había seguido a su colega? ¿En la escalera? Había algo extraño, pero no podía analizar las tácticas, no había tiempo. ¡En la calle había un coche y él tenía las llaves!

Nada podía despreciarse. La tercera pistola.

Se levantó con gran esfuerzo y el revólver que le había quitado al francés en el ascensor del Banco Gemeinschaft. Se levantó la pernera izquierda del pantalón y se metió el arma en el elástico del calcetín. Era un lugar seguro.

Hizo una pausa, para recuperar el aliento y el equilibrio; luego se dirigió a la escalera, consciente de que el dolor en el hombro izquierdo se había hecho de pronto más agudo y que la parálisis se extendía más rápidamente. Los mensajes del cerebro a las extremidades eran menos claros. Rogó a Dios que le diera fuerza para conducir.

Alcanzó el quinto escalón y se detuvo de pronto, para escuchar de nuevo, a fin de captar sonidos sospechosos. Nada; el hombre herido podía haberse mostrado tácitamente deficiente, pero le había dicho la verdad. Jason se apresuró por la escalera. Saldría de Zurich conduciendo —de algún modo— y encontraría un médico en algún lugar.

Identificó el coche con facilidad. Era distinto de los otros descuidados automóviles que había en la calle. Un sedán grande, bien cuidado, podía distinguir el saliente de la base de una antena, insertado en el maletero. Caminó hasta situarse al lado del conductor y deslizó la mano por el panel y el guardabarros delantero izquierdo; no había dispositivo de alarma. Al abrir la puerta, contuvo la respiración, ya que podía haberse equivocado respecto a la alarma; no era así. Se sentó al volante, colocándose lo más cómodo posible, agradecido de que el coche tuviese cambio de marcha automático. La poderosa arma del cinturón le molestaba. La puso sobre el asiento a su lado; luego buscó el contacto, calculando que la llave con que había abierto la puerta era la indicada.

No lo era. Probó con la siguiente, pero tampoco servía. Para el maletero, supuso. Era la tercera.

¿O no? Seguía insistiendo en la ranura. La llave no entraba; probó nuevamente la segunda; estaba bloqueada. Entonces la primera. ¡Ninguna de las llaves entraba en el contacto! ¡O los mensajes del cerebro a la extremidad y a los dedos eran demasiado débiles, o su coordinación demasiado inadecuada! ¡Maldito sea! ¡Prueba otra vez!

Una poderosa luz surgió de la izquierda, cegándolo. Tanteó con la mano para coger el arma, pero un segundo destello apareció a la derecha; la puerta se abrió de golpe y un pesado reflector cayó sobre su mano, mientras otra mano cogía el arma del asiento.

—¡Salga!

La orden vino de la izquierda; el cañón de un revólver presionaba su cuello.

Salió; mil círculos fulgurantes de blanco brillaban en sus ojos. Al recuperar lentamente la visión, lo primero que vio fue el contorno de dos círculos. Círculos dorados; las gafas del asesino que lo había perseguido durante toda la noche. El hombre habló:

—Dicen las leyes de física que a toda acción corresponde una reacción igual y opuesta. El comportamiento de ciertos hombres en determinadas condiciones es similarmente predecible. Para un hombre como usted hay que preparar un desafío. Cada combatiente sabe qué debe decir si cae. Si no cae, es capturado. Si cae, uno se ve engañado, impulsado a una falsa sensación de progreso.

—El riesgo es muy grande —dijo Jason— para los que tienden la trampa.

—Están bien pagados. Y algo más no hay garantía, por supuesto, pero está allí. El enigmático Bourne no mata indiscriminadamente. No por compasión, por supuesto, sino por una razón mucho más práctica. Los hombres recuerdan cuando han sido perdonados; de ese modo se infiltra en el Ejército enemigo. Táctica refinada de guerrilla aplicada a un campo de batalla sofisticado. Lo felicito.

—Es usted un imbécil —fue todo lo que a Jason se le ocurrió decir—. Pero sus dos hombres están vivos, si es lo que quiere saber.

Otra figura apareció en su campo visual, conducida desde las sombras del edificio por un hombre bajo y fornido. Era la mujer; era Marie St. Jacques.

—Es él —dijo ella suavemente, pero con voz firme.

—¡Oh, Dios mío…! —Bourne sacudió la cabeza, incrédulo—. ¿Cómo lo han hecho, doctora? —le preguntó, elevando la voz—. ¿Había alguien vigilando mi habitación en el «Carillón»? El ascensor, ¿estaba con el tiempo calculado, y los demás cerrados? Fue muy convincente. Y no creí que iría corriendo hacia un coche de la Policía.

—Tal como sucedió —respondió ella— no fue necesario. Ésta es la Policía.

Jason miró al asesino; el hombre se acomodaba sus gafas de oro.

—Lo felicito —dijo.

—No tiene importancia —replicó el asesino—. Las condiciones estaban dadas. Usted las facilitó personalmente.

—¿Qué va a pasar ahora? El hombre de ahí adentro me dijo que iban a llevarme, no a matarme.

—Tenía instrucciones sobre lo que debía decir. —El suizo hizo una pausa—. De modo que así es usted. Muchos de nosotros nos lo hemos preguntado durante dos o tres años. ¡Cuánta especulación! ¡Cuántas contradicciones! «Es alto; no, es de mediana estatura. Es rubio; no, tiene cabello oscuro. Ojos azules, muy claros, por supuesto; no, son sin duda castaños. Sus facciones son muy pronunciadas; no, en realidad son bastante comunes; es imposible distinguirlo en medio de una multitud.» Pero nada era común. Todo era extraordinario.

Sus facciones fueron suavizadas; la personalidad, disimulada. Cambie el color de su pelo y cambiará su rostro… Ciertos tipos de lentes de contacto están diseñados para cambiar el color de los ojos… Use gafas y será otro hombre. Visados y pasaportes distintos según sus necesidades.

La descripción estaba allí. Todo concordaba. No todas las respuestas, pero había más verdad de la que él quería oír.

—Me gustaría terminar con todo esto —dijo Marie St. Jacques, dando un paso hacia delante—. Firmaré lo que sea necesario, en su oficina, me imagino. Pero luego debo regresar al hotel. No necesito decirles lo que he pasado esta noche.

El suizo la miró a través de sus gafas de montura de oro. El hombre fornido que la había traído desde las sombras la tomó del brazo. Ella miró fijamente a uno y otro hombres, luego bajó la vista hasta la mano que la sujetaba.

Después miró a Bourne. Su respiración se detuvo; una terrible verdad se había hecho clara. Sus ojos se agrandaron.

—Déjenla ir —dijo Jason—. Volvía a Canadá. Nunca la volverán a ver.

—Sea práctico, Bourne. Ella nos ha visto. Nosotros también somos profesionales; hay reglas. —El hombre subió el arma hasta el mentón de Jason; el cañón presionaba una vez más la garganta de Bourne. Deslizó la mano izquierda entre las ropas de su víctima, notó el arma en el bolsillo de Jason y la sacó—. Lo imaginaba —dijo, y se volvió hacia el hombre fornido—. Llévela en el otro coche. Al Limmat.

Bourne se estremeció. Iban a matar a Marie St. Jacques, arrojarían su cuerpo al río Limmat.

—¡Esperen un minuto! —Jason dio un paso hacia delante; la pistola le apretó el cuello, forzándolo a retroceder contra el capó del coche—. Están haciendo una tontería. Trabaja para el Gobierno de Canadá. La buscarán por todo Zurich.

—¿Por qué debería importarle a usted? Ya no estará aquí.

—¡Porque es gratuito! —gritó Bourne—. Somos profesionales, ¿recuerda?

—Me aburre. —El asesino se dirigió al hombre fornido—: Geh! Schnell. Guisan Quai!

—¡Grite cuánto pueda! —la apremió Jason—. ¡Comience a chillar! ¡No pare!

Ella lo intentó, pero acalló su alarido un golpe paralizante en su garganta. Cayó sobre el pavimento, mientras su verdugo la arrastraba hacia un pequeño sedán negro.

—Ha sido estúpido —comentó el asesino, observando a través de sus gafas el rostro de Bourne—. Lo único que ha conseguido es precipitar lo inevitable. Por otro lado, ahora será más simple. Puedo liberar a un hombre para que atienda a nuestros heridos. Todo es tan militar, ¿no es así? Realmente es un campo de batalla. —Se dirigió al hombre que manejaba el reflector—. Hazle señales a Johann para que vaya adentro. Volveremos por ellos.

La luz se encendió y se apagó dos veces. Un cuarto hombre, que le había abierto a la mujer la puerta del pequeño sedán, asintió con la cabeza. Marie St. Jacques fue arrojada al asiento de atrás; la puerta golpeó al cerrarse. El hombre llamado Johann caminó hacia los escalones de cemento, e hizo ahora un gesto al verdugo.

Jason se sintió mal al encenderse el motor del pequeño sedán; el coche arrancó bruscamente hacia la Steppdeckstrasse, mientras el torcido parachoques desaparecía en la oscuridad de la calle. En aquel coche iba una mujer a la que nunca había visto en su vida… hasta hacía tres horas. Y él, en realidad, la había matado.

—No le faltan soldados —dijo.

—Si hubiera cien hombres en los que pudiera confiar, les pagaría gustosamente. Su reputación lo precede.

—Suponga que yo le pagara. Usted estaba en el Banco; sabe que tengo fondos.

—Probablemente millones, pero no tocaría ni un billete.

—¿Por qué? ¿Tiene miedo?

—Seguramente. La riqueza depende de la cantidad de tiempo que uno tiene para disfrutarla. Yo no tendría ni cinco minutos. —El asesino se dirigió a su subordinado—: Mételo adentro. Átalo. Quiero que se le saquen fotos desnudo, antes y después de que nos deje. Le encontrarás mucho dinero; quiero que lo sostenga. Yo conduciré. —Miró nuevamente a Bourne—: La primera copia será para Carlos. Y no tengo dudas de que podré vender las demás a muy buen precio en el mercado libre. Las revistas pagan precios astronómicos.

—¿Por qué piensa que Carlos va a creerle? ¿Por qué debería creerle alguien? Usted mismo lo dijo: nadie sabe cómo soy.

—Estaré cubierto —replicó el suizo—. Lo suficiente hasta la fecha. Dos banqueros de Zurich lo identificarán como Jason Bourne. El mismo Jason Bourne que se encontró con las normas excesivamente rígidas establecidas por la ley suiza para la liberación de una cuenta numerada. Será suficiente —añadió dirigiéndose al hombre armado—: ¡Rápido! Tengo cables que enviar, deudas para cobrar.

Un poderoso brazo apareció sobre el hombro de Bourne, apretándose la garganta en una terrible llave. El cañón de la pistola le pegó en la espina dorsal, y el dolor se le expandió por el pecho mientras era arrastrado hacia el sedán. El hombre que lo sujetaba era un profesional; aun sin sus heridas, le habría sido imposible deshacerse de aquel terrible abrazo. Sin embargo, la destreza del hombre armado no satisfacía al líder de la caza. Se sentó al volante y dio otra orden.

—Rómpele los dedos —dijo.

El brazo dejó momentáneamente a Jason sin aire, mientras el cañón del arma golpeaba repetidamente en su mano, en sus manos. Instintivamente, Bourne puso su mano izquierda sobre la derecha, protegiéndola. Al salir la sangre de la izquierda, movió los dedos, dejándola caer entre ellos, hasta que ambas manos estuvieron cubiertas. Sofocó los gritos; el brazo aflojó; entonces gritó:

—¡Mis manos! ¡Están rotas!

Gut.

Pero no estaban rotas; la izquierda estaba dañada hasta el punto de ser inservible; pero no así la derecha. Movió los dedos en las sombras; su mano estaba intacta.

El coche, aceleró por la Steppdeckstrasse y dobló hacia una calle, dirigiéndose al Sur. Jason se desplomó en el asiento, jadeando. El hombre de lapistola comenzó a romperle la ropa, le rasgó la camisa y tiró del cinturón. En segundos, su torso estaría desnudo; pasaporte, papeles, tarjetas, dinero, ya no le pertenecerían; iban a quitarle los elementos intrínsecos de su huida de Zurich. Debía ser ahora, o no podría ser nunca. Gritó:

—¡Mi pierna! ¡Mi maldita pierna!

Se tambaleó hacia delante; su mano derecha buscó afanosamente en la oscuridad, tanteando bajo la tela de su pantalón. La palpó. La culata de la automática.

Mein! —bramó el profesional que iba delante—. ¡Cuidado!

Lo sabía por instinto.

Pero era muy tarde. Bourne sostenía el arma en la oscuridad; el poderoso soldado lo empujó hacia atrás. Cayó de golpe; el revólver estaba ahora a la altura de su cintura; apuntó directamente al pecho de su atacante.

Disparó dos veces; el hombre se arqueó hacia atrás. Jason disparó otra vez; su blanco seguro: el corazón perforado; el hombre cayó sobre el asiento.

—¡Suéltela! —vociferó Bourne, blandiendo el revólver sobre el borde redondeado del asiento delantero, presionando con el cañón en la base del cráneo del conductor—. ¡Déjela caer!

Jadeante, el asesino soltó el arma.

—Hablaremos —dijo, aferrándose al volante—. Somos profesionales. Hablaremos.

El enorme coche osciló hacia delante ganando velocidad; el conductor aumentaba la presión sobre el acelerador.

—¡Más despacio!

—¿Cuál es su respuesta? —El coche siguió acelerando. Más adelante se veían las luces del tránsito; estaban abandonando el distrito de la Steppdeckstrasse y entrando en las calles más transitadas de la ciudad—. Quiere salir de Zurich y yo lo puedo ayudar. Sin mí no podrá hacerlo. Todo lo que tengo que hacer es girar el volante y estrellarlo. No tengo nada que perder, Herr Bourne. Hay policías en todos lados, más adelante. No creo que usted quiera a la Policía.

—Hablaremos —mintió Jason.

El tiempo era vital, cuestión de segundos. Había ahora dos asesinos encerrados en un coche en movimiento que era ya en sí una trampa. Ningún asesino era de confiar; ambos lo sabían. Uno debía saber utilizar la mitad de segundo extra que el otro no emplearía. Profesionales.

—Accione los frenos —dijo Bourne.

—Deje caer el revólver en el asiento a mi lado.

Jason soltó el arma, que cayó sobre la del asesino; se oyó el sonido del pesado metal, como prueba de contacto.

—Ya está.

El asesino levantó el pie del acelerador y lo transfirió al pedal del freno. Aplicó la presión lentamente, y luego en cortas intermitencias de modo que el enorme automóvil empezó a avanzar y retroceder en breves sacudidas. Los golpes en el pedal se harían más pronunciados; Bourne lo entendió así. Era parte de la estrategia del conductor: equilibrar un factor de vida y muerte.

La aguja del velocímetro descendió hacia la izquierda: 30 kilómetros, 18 kilómetros, 9 kilómetros. Casi se habían detenido; era aquel medio segundo extra de esfuerzo, equilibrio de un factor, la vida en equilibrio.

Jason sujetó al hombre por el cuello, apretándole la garganta y levantándolo del asiento. Luego impulsó hacia delante su sangrante mano izquierda, salpicando la cara y los ojos del asesino. Soltó la garganta, lanzando su mano derecha hacia las armas, sobre el asiento. Bourne tomó una alejando la mano del asesino; el hombre gritó, su visión enturbiada, el arma quedó fuera de su alcance. Jason se abalanzó sobre el pecho del hombre, empujándolo contra la portezuela y, dando un codazo con el brazo izquierdo en la garganta del asesino, tomó el volante con su sangrante palma. Miró hacia arriba, a través del parabrisas, y giró el volante hacia la derecha, dirigiendo el coche hacia una pirámide de basura sobre el pavimento.

El automóvil se precipitó sobre el montículo de desperdicios. Era un enorme insecto sonámbulo serpenteando en la basura; su apariencia desmentía la violencia que se desarrollaba en su interior.

El hombre que estaba debajo de él arremetió hacia arriba, rodando sobre el asiento. Bourne empuñó la automática y sus dedos hurgaron buscando el espacio abierto del gatillo. Lo encontró. Dobló su muñeca y disparó.

El que debió haber sido su verdugo se desplomó, con un agujero rojo oscuro en la frente.

En la calle, la gente se acercaba corriendo hacia lo que debía de parecer un accidente debido a peligrosa negligencia. Jason empujó el cuerpo muerto del asiento y se puso al volante. Puso marcha atrás; el sedán retrocedió extrañamente fuera de la basura, hacia la acera y hacia la calle. Bajó el vidrio de la ventanilla, hablando en voz alta a las personas que se aproximaban, intentando auxiliarlo.

—¡Disculpen! ¡Todo está bien! ¡Es que he bebido un poco de más!

El pequeño grupo de preocupados ciudadanos se dispersó rápidamente, algunos haciendo gestos de advertencia; otros, regresando con sus acompañantes. Bourne respiró profundamente, tratando de dominar el involuntario temblor que estremecía todo su cuerpo. Puso primera; el coche arrancó hacia delante. Trató de recordar las calles de Zurich con una memoria que no le servía.

Sabía vagamente dónde estaba —dónde había estado— y, lo más importante, sabía más claramente dónde el Guisan Quai se encontraba con el Limmat.

Geh! Schnell. Guisan Quai!

Marie St. Jacques iba a ser asesinada en el muelle Guisan; su cuerpo sería arrojado al río. Había sólo un tramo donde el Guisan y el Limmat se encontraban; era en la desembocadura del lago Zurich, en la base de la costa oeste. En algún lugar, en un desierto aparcamiento o en un jardín solitario que diera al río, un hombre bajo, fornido, estaba a punto de llevar a cabo una ejecución ordenada por un hombre muerto. Quizás el arma habría sido ya disparada, o un cuchillo hundido en el cuerpo de la víctima; no había forma de saberlo, pero Jason supo que debía averiguarlo. Quien quiera que fuese él, no podía irse y cerrar los ojos.

Sin embargo, el profesional que había en él, le ordenaba desviarse hacia el oscuro y ancho callejón que tenía delante. Había dos hombres muertos dentro del coche; eran un riesgo y una carga que no podía tolerar. Los preciosos segundos que tardaría en arrojarlos fuera podían evitarle el peligro de que un agente de la circulación se asomara a las ventanillas y viera la muerte.

Treinta y dos segundos fue lo que calculó; le llevó menos de un minuto arrojar fuera del coche los cadáveres de los que iban a ser sus verdugos. Los miró mientras se movía cojeando alrededor del capó hacia la puerta. Ahora estaban obscenamente curvados uno junto al otro, contra una sucia pared de ladrillos. En la oscuridad.

Se sentó al volante y retrocedió por el callejón.

Geh! Schnell! Guisan Quai!