7

Dieron la vuelta a la manzana y salieron a la Falkenstrasse; luego doblaron a la derecha por la Limmat Quai, hacia la catedral de Grossmünster. La Löwenstrasse estaba al otro lado del río, en la parte oeste de la ciudad. La manera más rápida de llegar a ella era cruzando el puente Münster hasta la Bahnhofstrasse, para seguir luego por la Nüschelerstrasse; las calles se cortaban, de acuerdo con lo que les había dicho una pareja que entraba en el «Drei Alpenhäuser».

Marie St. Jacques permanecía en silencio, asiéndose al volante como se había aferrado a las asas de su cartera durante la locura del «Carillón»; de algún modo, era su conexión con la cordura. Bourne la miró y comprendió.

…mataron a un hombre. La noticia de su muerte fue publicada en la primera página de cada uno de esos periódicos.

A Jason Bourne le habían pagado por matar, y la Policía de varios países había enviado fondos a través de la Interpol para convencer a informantes reacios, para ampliar la base de su captura. Lo cual significaba que otros hombres habrían muerto…

¿Cuántos lo están buscando, mein Herr? ¿Y quiénes son…? No se detienen ante nada… ¡La muerte de una esposa o de un hijo no significa nada para ellos!

No la Policía. Otros.

Los dos campanarios gemelos de la iglesia Grossmünster se perfilaban contra el cielo nocturno, creando sombras misteriosas. Jason miró fijamente las antiguas estructuras; como tantas otras cosas que había conocido, pero que no conocía. Aunque la había visto antes, la estaba viendo ahora por primera vez.

Sólo conozco a Chernak… El sobre llegó a mí a través de él… Löwenstrasse. Número 37. Usted lo sabe tan bien como yo.

¿Lo sabía? ¿Lo sabría?

Cruzaron el puente y se mezclaron con el tránsito de la parte nueva de la ciudad. Las calles estaban atestadas; automóviles y peatones pugnaban por ser los primeros en cada cruce; las señales rojas y verdes eran erráticas e interminables. Bourne trató de concentrarse en nada… y en todo. Un bosquejo de la verdad se presentaba ante él, forma tras forma, cada una más sorprendente y enigmática que la anterior. No estaba para nada seguro de ser capaz —mentalmente capaz— de absorber mucho más.

Halt! Die Dame da! Die Scheinwerfer sind aus und Sie haben links signaliziert. Das ist eine Einbahnstrasse!

Jason alzó la vista; sintió una punzada en el estómago. Un coche patrulla apareció junto a ellos; un policía gritaba a través de la ventanilla abierta. Todo quedó de pronto claro… Claro e indignante. La mujer había visto al coche por el espejo retrovisor; había apagado los faros y puesto el intermitente para girar a la izquierda. Un giro a la izquierda, en una calle de dirección única cuyas flechas en los cruces indicaban claramente que sólo se podía girar hacia la derecha. Y doblar a la izquierda ante el coche de la Policía equivalía a varias violaciones: ausencia de luces, quizás hasta una colisión premeditada; los detendrían, y la mujer podría gritar libremente.

Bourne encendió las luces con rápido movimiento y luego se inclinó hacia la joven para desconectar el intermitente con una mano, y con la otra la sujetó del brazo como lo había hecho antes.

—La mataré, doctora —susurró con calma; luego le gritó al oficial de Policía, a través de la ventanilla—: ¡Disculpe! ¡Estamos algo confundidos! ¡Turistas! ¡Queremos doblar en la otra manzana!

El policía estaba a no más de cincuenta centímetros de Marie St. Jacques, con la mirada fija en su rostro, evidentemente intrigado por su falta de reacción.

Cambió la luz.

—Siga adelante. No haga más tonterías —dijo Jason. Saludó con la mano al policía a través del vidrio.

—¡Disculpe, otra vez! —gritó. El policía se encogió de hombros y se volvió hacia su compañero, para proseguir la conversación.

—La verdad es que me he confundido —se excusó la joven; su voz suave temblaba—. Hay tanto tránsito… ¡Oh, Dios, me ha roto el brazo…! ¡Bastardo!

Bourne la soltó, perturbado por su enojo; prefería el miedo.

—No esperará que la crea, ¿verdad?

—¿Lo del brazo?

—Su confusión.

—Usted dijo que pronto giraríamos a la izquierda; eso era todo lo que pensaba.

—La próxima vez mire bien el tránsito. Se apartó de ella, pero no le quitó los ojos de encima.

—Es usted un animal —susurró ella, cerrando brevemente los ojos, para volver a abrirlos, llenos de temor; el miedo había vuelto.

Llegaron a la Löwenstrasse, una ancha avenida donde bajos edificios de ladrillos y pesada madera habían quedado aprisionados entre modernos ejemplos de desnudo cemento y vidrio. La personalidad de las construcciones del siglo XIX competía muy bien contra el utilitarismo de la neutralidad contemporánea; no perdían en la comparación. Jason observó los números: eran de mediados del ochenta. En cada tramo, las casas antiguas aumentaban respecto a los elevados apartamentos, hasta que la calle retornó, en el tiempo, a la otra Era. Había una fila de bien cuidados edificios de cuatro pisos, con los techos y ventanas enmarcados en madera, senderos de piedra y verjas que conducían a entradas recoletas, bañadas por la luz de los faros. Bourne reconoció lo olvidado; el hecho de hacerlo no era lo sorprendente; lo era otra cosa. La fila de casas evocó otra imagen, una imagen muy nítida de otra fila de casas, similares en cuanto a diseño, pero extrañamente diferentes. Desgastadas por el tiempo, más viejas, de ningún modo tan cuidadas… Ventanas rotas, escalones partidos, verjas incompletas, mellados extremos de hierro oxidado. Lejos, en otra parte de… Zurich; sí, estaban en Zurich. En un pequeño distrito rara vez o nunca visitado por los que no vivían allí, una parte de la ciudad dejada de lado, pero no airosamente.

«Steppdeckstrasse», se dijo para sí, concentrándose en la imagen de su mente. Podía ver una puerta, pintada de rojo, tan oscuro como el vestido de seda que llevaba la mujer. «Una pensión… en la Steppdeckstrasse.»

—¿Qué?

Marie St. Jacques se sorprendió. Las palabras que él había pronunciado la alarmaron; obviamente, las había relacionado con ella, y estaba aterrorizada.

—Nada. —Desvió la vista del vestido y miró por la ventana—. Ahí está el número 37 —dijo, señalando la quinta casa del grupo—. Pare.

Él bajó primero y le ordenó a ella que se deslizara a través del asiento y lo siguiera. Afirmó sus piernas y cogió las llaves del coche.

—Puede caminar —dijo la mujer—. Si puede caminar, puede conducir.

—Probablemente.

—¡Entonces, déjeme ir! He hecho todo lo que ha querido.

—Y más aún.

—No diré nada, ¿no puede entenderlo? Usted es la última persona en la Tierra a la que quisiera volver a ver… o con quien tener la más mínima relación. No quiero ser un testigo ni tener tratos con la Policía, ni hacer declaraciones, ¡ni nada! ¡No quiero formar parte de lo que usted es parte! Estoy terriblemente asustada…, ésa es su protección, ¿no lo ve? Déjeme ir, por favor.

—No puedo.

—No me cree.

—Eso no tiene importancia. La necesito.

—¿Para qué?

—Para algo muy estúpido. No tengo permiso de conducir. No se puede alquilar un coche sin permiso de conducir y necesito alquilar uno.

—Tiene éste.

—Servirá aproximadamente durante una hora más. Alguien saldrá del «Carillón du Lac» y lo buscará. La descripción será transmitida a todos los coches patrulla de Zurich.

Ella lo miró; en sus ojos brillaba un indecible terror.

—No quiero ir allá arriba con usted. Oí lo que ese hombre dijo en el restaurante. Si oigo algo más, usted me matará.

—Lo que oyó no tiene más sentido para mí que para usted. Quizá menos. Vamos.

La cogió por el brazo y puso la mano libre sobre la verja, para poder subir los escalones con un mínimo de dolor.

Ella lo miró fijamente; azoramiento y miedo convergieron en su mirada.

El nombre Chernak figuraba bajo el segundo buzón de correspondencia; había un timbre bajo las letras. No lo tocó, pero apretó los cuatro botones adyacentes. En cuestión de segundos, brotó de los pequeños y punteados altavoces una cacofonía de voces preguntando, en alemán suizo, quien era. Pero alguien no respondió; simplemente presionó el timbre que liberaba la cerradura. Jason abrió la puerta y empujó a Marie St. Jacques delante de él.

La puso contra la pared y esperó. Desde arriba llegaban los sonidos de puertas que se abrían y pasos que caminaban hacia la escalera.

Wer ist da?

Johann?

Wo bist du denn?

Silencio. Seguido de palabras irritadas. Se oyeron nuevamente pasos; las puertas se cerraron.

Herr Chernak vivía en el segundo piso, apartamento 2C. Bourne tomó a la joven del brazo, y comenzó a subir la escalera. Ella estaba en lo cierto, por supuesto. Sería mucho mejor si estuviera solo, pero no había nada que pudiera hacer al respecto; realmente la necesitaba.

Había estudiado mapas de carreteras durante las semanas de Port Noir. Lucerna estaba a una hora. Berna, a dos y media o tres. Podía dirigirse a cualquiera de ellas y hacerla bajar en algún punto desierto del camino, para luego desaparecer. Era simplemente una cuestión de tiempo; él tenía recursos como para comprar cien conexiones. Necesitaba sólo un salvoconducto para salir de Zurich, y ella lo era.

Pero antes de abandonar Zurich tenía que hablar con un hombre llamado…

Chernak. El nombre figuraba a la derecha del timbre. Se puso en un lado de la puerta, arrastrando consigo a la mujer.

—¿Habla usted alemán? —preguntó Jason.

—No.

—No mienta.

—Le he dicho que no.

Bourne pensó, mirando de arriba abajo el pequeño vestíbulo. Luego dijo:

—Toque el timbre. Si la puerta se abre, quédese ahí parada. Si alguien contesta desde adentro, diga que tiene un mensaje, un mensaje urgente, de un amigo del «Drei Alpenhäuser».

—Suponga que él, o ella, me dice que lo meta bajo la puerta.

Jason la miró.

—Muy bien.

—No quiero más violencia. No quiero saber nada, ni ver nada. Sólo quiero…

—Ya lo sé —la interrumpió él—. Regresar a los impuestos del César y a las Guerras Púnicas. Si él o ella dicen algo así, explique en pocas palabras que el mensaje es verbal y ha de ser entregado sólo al hombre que le fue descrito.

—¿Y si pide esa descripción? —inquirió fríamente Marie St. Jacques; el análisis había sustituido al miedo.

—Tiene una mente rápida, doctora —comentó él.

—Soy precisa. Estoy asustada; ya se lo he dicho. ¿Qué hago?

—¡Dígale que se vaya al diablo! Alguien más podrá entregarlo. Y comience a caminar.

Se colocó frente a la puerta y tocó el timbre. Dentro se oyó un extraño son sonido. Un chirrido que crecía, constante. Luego se detuvo, y una voz profunda se escuchó a través de la madera.

Ja?

—Me temo que no hablo alemán.

Englisch. ¿Qué pasa? ¿Quién es usted?

—Tengo un mensaje urgente de un amigo del «Drei Alpenhäuser».

—Páselo por debajo de la puerta.

—No puedo hacerlo. No está escrito. Debo comunicárselo personalmente al hombre que me fue descrito.

—Bueno, eso no será difícil —replicó la voz. Se oyó el ruido del cerrojo y se abrió la puerta. Bourne dio un paso desde la pared hacia el marco de la puerta.

—¡Está loco! —gritó un hombre con dos muñones como piernas, sentado en una silla de ruedas—. ¡Fuera! ¡Váyase de aquí!

—Estoy cansado de oír eso —repuso Jason, empujando hacia dentro a la joven y cerrando la puerta.

No fue necesario insistir para convencer a Marie St. Jacques de que permaneciera en una pequeña habitación sin ventanas, mientras ellos hablaban; lo hizo voluntariamente. El mutilado Chernak se hallaba al borde del pánico; estaba intensamente pálido; el desgreñado cabello gris le caía, enmarañado, sobre el cuello y la frente.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó—. ¡Juró que aquella transacción sería la última! No puedo hacer más, no puedo arriesgarme. Han venido aquí mensajeros. No importa con cuánta cautela, o cuan alejados de la fuente, ¡han estado aquí! Si uno deja una dirección en el lugar equivocado, ¡soy hombre muerto!

—Se le ha recompensado muy bien por los riesgos que corrió —dijo Bourne, de pie frente a la silla de ruedas, mientras se preguntaba si habría una palabra o una frase que pudiera desencadenar un torrente de información. Entonces recordó el sobre. Si hubo alguna discrepancia, no tiene nada que ver conmigo. Un hombre gordo en el «Drei Alpenhäuser».

—Nada comparado con la magnitud de los riesgos.

Chernak sacudió la cabeza, su pecho se agitó; los muñones que caían sobre la silla se movían obscenamente hacia delante y atrás.

—Yo estaba conforme antes de que usted entrara en mi vida, mein Herr, pues yo era nadie —continuó—. Un viejo soldado que se abrió camino en Zurich, mutilado, incapacitado, sin valor alguno, excepto por el conocimiento de ciertos hechos que antiguos camaradas pagaban pobremente por mantener ocultos. Era una vida decente; no mucho, pero suficiente. Entonces usted me encontró…

—Estoy conmovido —lo interrumpió Jason—. Hablemos del sobre… El sobre que le entregó a nuestro mutuo amigo del «Drei Alpenhäuser». ¿Quién se lo dio?

—Un mensajero. ¿Quién si no?

—¿De dónde venía?

—¿Cómo podría saberlo? Llegó en una caja, igual que los demás. La abrí y se lo envié. Era usted quien así lo quería. Dijo que no podía venir aquí por más tiempo.

—Pero lo abrió. Una afirmación.

—¡Nunca!

—Suponga que le diga que faltaba dinero.

—Entonces no habrá sido pagado; ¡no estaría en el sobre! —La voz del mutilado se elevó—. De todos modos, no le creo. Si fuera así, no hubiera aceptado el encargo. Pero usted lo aceptó. De modo que, ¿por qué está aquí ahora?

Porque necesito saber. Porque me estoy volviendo loco. Veo y oigo cosas que no entiendo. ¡Soy un hábil e ingenioso… vegetal! ¡Ayúdeme!

Bourne se alejó de la silla; caminó distraídamente hacia una estantería para libros donde había varias fotografías apoyadas contra la pared. En ellas se veían grupos de soldados alemanes, algunos con perros ovejeros, posando fuera de los cuarteles, junto a las cercas… y frente a un portón de alambrada alta donde se veía parte de un nombre. DACH…

Dachau.

Dachau.

El hombre, tras él, ¡se estaba moviendo! Jason se volvió; el mutilado Chernak tenía una mano en el bolsillo de lona sujeto a la silla; sus ojos estaban enrojecidos; su estropeada cara, convulsionada. La mano salió rápidamente, con un revólver de cañón corto en ella, y antes de que Bourne pudiera alcanzar la suya, Chernak hizo fuego. Los disparos llegaron rápidamente, un dolor helado penetró en su hombro izquierdo, luego la cabeza… ¡Oh, Dios! Se arrojó hacia la derecha y rodó sobre la alfombra, arrojando una pesada lámpara de pie hacia el inválido. Rodó nuevamente hasta llegar al otro lado de la silla. Se arrastró hasta abalanzarse contra ella, dando con su hombro derecho en la espalda de Chernak, lo cual hizo que el mutilado se viera expulsado de su silla, mientras se metía la mano en el bolsillo para coger la pistola.

—¡Pagarán por su cadáver! —gritó el mutilado, retorciéndose en el suelo y tratando de enderezarse lo suficiente como para apuntar bien—. ¡No me pondrá en un cajón! ¡Yo lo veré a usted en él! ¡Carlos pagará! ¡Por Cristo, que pagará!

Jason saltó como un resorte hacia la izquierda y disparó. La cabeza de Chernak cayó instantáneamente hacia atrás; la sangre brotó a borbotones de su garganta. Estaba muerto.

Se oyó un grito procedente de la puerta de la habitación. Creció en profundidad, bajo y hueco, un prolongado gemido, mezcla de miedo y repugnancia.

El grito de una mujer… por supuesto, ¡era una mujer! Su rehén, ¡su salvoconducto para salir de Zurich! ¡Oh, Jesús, no podía enfocar la vista! ¡Le había herido en la sien!

Recuperó la visión, negándose a reconocer el dolor. Vio un baño, la puerta abierta, toallas, un lavabo y un armario con espejo. Corrió hacia dentro, tiró del espejo con tanta fuerza que saltaron las bisagras y cayó al suelo hecho añicos. Estantes. Rollos de gasa y cinta y… fue todo lo que pudo coger. Debía salir de allí… Disparos; los disparos eran alarma. Tenía que salir, ¡sacar a su rehén, y escapar! La habitación, la habitación. ¿Dónde estaba?

¡El grito, el gemido…, la voz! Alcanzó la puerta y dio una patada para abrirla. La mujer, su rehén —¿cómo diablos se llamaba?— estaba pegada contra la pared; las lágrimas rodaban por sus mejillas y tenía la boca abierta. Se abalanzó hacia ella y la sujetó por la muñeca, arrastrándola hacia fuera.

—¡Dios mío, lo ha matado! —gritó—. Un pobre viejo, sin…

—¡Cállese!

La empujó, abrió la puerta y la arrojó al pasillo. Podía ver figuras borrosas en espacios abiertos al lado de las barandillas, dentro de las habitaciones. Comenzaron a correr y desaparecieron; oyó puertas que se cerraban, gente que gritaba. Cogió a la mujer por el brazo con la mano izquierda; el esfuerzo le causó terribles dolores en el hombro. La empujó hacia la escalera y la obligó a descender con él, apoyándose en ella, sosteniendo el arma con la mano derecha.

Llegaron al vestíbulo y a la pesada puerta.

—¡Ábrala! —ordenó; ella lo hizo.

Pasaron por la fila de buzones. Él la soltó brevemente, para abrir la puerta de la calle y se asomó, esperando oír sirenas. No se oyó ninguna.

—¡Vamos! —dijo, empujándola por los escalones de piedra hasta el pavimento. Buscó en su bolsillo, retrocediendo, y sacó las llaves del auto—. ¡Entre!

Ya en el coche, desenrolló la gasa y se la puso en la sien, absorbiendo la sangre que goteaba. Desde lo profundo de su conciencia sintió una extraña sensación de alivio. La herida era un rasguño; el hecho de que hubiera sido en la cabeza le había hecho sentir pánico, pero la bala no había penetrado en el cráneo. No había entrado; no volverían las agonías de Port Noir.

—¡Maldito sea, arranque de una vez! ¡Salgamos de aquí!

—¿Adonde? No me lo ha dicho.

La mujer no gritaba; estaba tranquila. Ilógicamente tranquila. Mirándolo… ¿Lo estaba mirando a él?

Se sentía nuevamente mareado, perdía otra vez la visión.

—Steppdeckstrasse… —Oyó la palabra mientras la decía, sin estar seguro de que fuera su voz. Pero podía imaginar la entrada. Pintura descolorida rojo oscuro, vidrio roto… hierro oxidado—. Steppdeckstrasse —repitió.

—¿Qué era lo que andaba mal? ¿Por qué no oía el motor? ¿Por qué el automóvil no avanzaba? ¿No lo escuchaba ella?

Sus ojos se habían cerrado; los abrió. La pistola… Estaba sobre sus piernas; la había apoyado para apretar la venda… Ella la estaba golpeando, ¡golpeando! El arma cayó al suelo; él se agachó para alcanzarla, ella lo empujó, haciéndolo caer con la cabeza contra la ventanilla. La puerta de ella se abrió, saltó hacia fuera y empezó a correr. ¡Se escapaba! ¡Su rehén, su salvoconducto corría por la Löwenstrasse!

No podía permanecer en el coche; no se atrevía a conducirlo. Era una trampa de acero que lo aferraba. Se guardó la pistola en el bolsillo junto con el rollo de cinta y tomó la gasa, comprimiéndola en su mano izquierda, lista para presionarla contra su sien tan pronto como brotara sangre. Salió del coche y, cojeando, corrió lo más rápido que pudo.

En algún lugar habría una esquina; en algún lugar, un taxi. Steppdeckstrasse.

Marie St. Jacques seguía corriendo por el centro de la ancha y desierta avenida, entrando y saliendo de los haces de luz de las farolas, agitando los brazos ante los coches que circulaban por la Löwenstrasse. Pasaban a su lado a toda velocidad. Se volvió hacia la luz de los faros proyectados detrás de ella, sosteniendo los brazos en alto, suplicando atención; pero los autos aceleraban y pasaban por su lado. Aquello era Zurich, y la Löwenstrasse, de noche, era demasiado ancha, estaba demasiado cerca del parque desierto y del río Sihl.

Sin embargo, la vieron los hombres de un coche. Llevaban los faros apagados, y el conductor había visto a la mujer a lo lejos. Habló a su acompañante en alemán suizo.

—Podría ser ella. Ese Chernak vive a sólo una manzana o poco más.

—Detente y déjala acercarse. Se supone que lleva puesto un vestido de seda… ¡Es ella!

—Cerciorémonos antes de comunicarlo a los demás.

Ambos bajaron del coche, el acompañante se movía discretamente alrededor del maletero para ponerse al lado del conductor. Vestían trajes convencionales; sus rostros eran afables, pero serios, formales. La mujer, aterrorizada, se acercó; caminaron rápidamente hacia el centro de la calle. El conductor le habló en voz alta.

Was ist passiert, Fräulein?

—¡Ayúdenme! —gritó ella—. Yo… no hablo alemán. Nicht sprechen. ¡Llamen a la Policía! ¡La… Polizei!

El acompañante del conductor habló con autoridad, tratando de calmarla.

—Nosotros estamos con la Policía —dijo en inglés—. Sicherheitpolizei de Zurich. No estábamos seguros, señorita. ¿Es usted la mujer del «Carillón du Lac»?

¡Sí! —gritó ella—. ¡No me dejaba ir! ¡Me golpeaba continuamente, amenazándome con la pistola! ¡Ha sido horrible!

—¿Dónde está él ahora?

—Está herido. Le dispararon. Me escapé del coche. ¡Él estaba en el coche cuando yo corrí! —Señaló la Löwenstrasse—. Allí. A doscientos metros, creo, en la mitad de la manzana. Un cupé, ¡un cupé gris! Tiene una pistola.

—También nosotros, señorita —replicó el conductor—. Venga, acompáñenos. Estará completamente a salvo; seremos muy cuidadosos. ¡Rápido, ahora!

Se acercaron al cupé gris, bordeándolo, con las luces apagadas. No había nadie dentro. En cambio, había gente hablando excitadamente en la calle y en los escalones de piedra del número 37. El compañero del conductor se volvió y habló a la asustada mujer, acurrucada en el asiento trasero.

—Aquí vive un hombre llamado Chernak. ¿Lo mencionó él? ¿Dijo algo de ir a verlo?

Fue a verlo; ¡me hizo ir con él! ¡Lo mató! ¡Mató a ese viejo lisiado!

Der Sender… schnell —dijo el acompañante al conductor, mientras cogía un micrófono del salpicadero—. Wir sind zwei Strassen von da.

El coche arrancó bruscamente; la mujer se sujetó en el respaldo del asiento delantero.

—¿Qué está haciendo? ¡Hay un hombre muerto ahí arriba!

—Y nosotros debemos encontrar al asesino —replicó el conductor—. Ha dicho usted que está herido; todavía puede hallarse en la zona. Éste es un vehículo no identificable, podríamos encontrarlo. Esperaremos, por supuesto, para estar seguros de que llega el equipo de inspección, pero nuestra misión es bien diferente.

El auto aminoró la marcha, deslizándose hacia la acera, a varios cientos de metros del número 37 de la Löwenstrasse.

El acompañante habló por el micrófono mientras el conductor explicaba su posición oficial. Hubo una perturbación en el micrófono, luego se oyeron las palabras: Wir kommen binnen zwanzig Minuten. Wartet.

—Nuestro superior estará aquí en seguida —informó el acompañante—. Debemos esperarlo. Desea hablar con usted.

Marie St. Jacques se recostó en el asiento, cerrando los ojos y suspirando:

—¡Oh, Dios, necesitaría un trago!

El conductor rió, haciendo un gesto con la cabeza a su compañero. Éste sacó una botella de la guantera y la ofreció, sonriendo, a la mujer.

—No somos muy refinados, señorita. No tenemos vasos ni copas, pero sí brandy. Para emergencias médicas, por supuesto. Creo que ésta es una. Tenga, beba.

Ella le devolvió la sonrisa y aceptó la botella.

—Son ustedes muy amables, y nunca sabrán cuan agradecida les estoy. Si alguna vez van a Canadá, les cocinaré la mejor comida francesa de la provincia de Ontario.

—Gracias, señorita —replicó el conductor.

Bourne contemplaba el vendaje de su hombro, forzando sus ojos en el opaco reflejo del espejo manchado y rajado, acomodando su vista a la débil luz de la sucia habitación. Había acertado respecto a la Steppdeckstrasse: la imagen de la puerta roja era exacta, así como también los vidrios rotos de las ventanas y las verjas de hierro oxidado. No le habían hecho preguntas al alquilar la habitación, a pesar de que lo vieron herido. De todos modos, el administrador del edificio le dio una información cuando Bourne le pagó.

—Por una cifra algo más importante se puede encontrar un médico que mantenga la boca cerrada.

—Se lo diré si lo necesito.

La herida no era tan grave; el esparadrapo la protegería hasta encontrar un médico algo más fiable que uno que ejerciera subrepticiamente en la Steppdeckstrasse.

Si una situación de stress termina en lesión, sepa que el daño puede ser tanto psicológico como físico. Puede sentir un verdadero rechazo al dolor y al daño físico. No se arriesgue, pero si hay tiempo, dése la oportunidad de adaptarse. No desespere…

Se había desesperado; áreas de su cuerpo se habían inmovilizado. Aunque la herida de su hombro y el rasguño de la sien eran reales y dolorosos, no eran lo suficientemente serios como para inmovilizarlo. No podía moverse tan rápidamente como hubiera deseado ni con la fuerza que sabía que tenía, pero podía moverse deliberadamente. Los mensajes eran enviados por el cerebro a los músculos y a los miembros; podía funcionar.

Funcionaría mejor después de un descanso. Había perdido el salvoconducto; tenía que levantarse mucho antes del amanecer y encontrar otro camino para salir de Zurich. Al administrador del edificio le gustaba el dinero; despertaría al desaliñado casero en una hora o poco más.

Se recostó en la desvencijada cama y apoyó la cabeza en la almohada, mirando fijamente la desnuda bombilla que colgaba del techo y tratando de no oír las palabras, para poder descansar. De todos modos, llegaron, aturdiéndolo como el redoble de tambores.

Mataron a un hombre…

Pero usted aceptó el encargo…

Se volvió hacia la pared, y cerró los ojos, bloqueando las palabras. Entonces vinieron otras palabras y se sentó; el sudor brillaba en su frente.

¡Pagarán por su cadáver…! ¡Carlos pagará! ¡Por Dios que pagará!

Carlos.

Un gran sedán se detuvo frente al cupé, junto a la acera. Detrás de ellos, en el 37 de Löwenstrasse, los coches patrulla habían llegado hacía quince minutos; la ambulancia, hacía menos de cinco. Grupos de gente de los edificios vecinos se alineaban en la acera, cerca de la escalera, pero la excitación se había apaciguado. Habían matado a un hombre durante la noche en aquella tranquila zona de la Löwenstrasse. La ansiedad predominaba; lo que había sucedido en el número 37 podía ocurrir en el 32, o en el 40, o en el 55. El mundo se estaba volviendo loco, y Zurich con él.

—Nuestro superior ha llegado, señorita. ¿Podemos llevarla hasta él, por favor?

El compañero bajó del coche y le abrió la puerta a Marie St. Jacques.

—Por supuesto.

Al apearse sintió la mano del hombre en su brazo; era mucho más suave que el fuerte apretón del animal que había sostenido el cañón de la pistola contra su mejilla. Se estremeció ante el recuerdo. Se acercaron al sedán y ella subió. Se acomodó en el asiento y miró al hombre que estaba a su lado. Se le cortó la respiración: aquel hombre le recordaba un momento de horror.

La luz de la calle se reflejaba en la fina montura de oro de sus gafas.

—¡Usted…! ¡Estaba en el hotel! ¡Usted es uno de ellos!

El hombre asintió con la cabeza, fatigadamente; su cansancio era evidente.

—Es cierto. Somos una rama especial de la Policía de Zurich. Y antes de seguir hablando, debo aclararle que en ningún momento durante los hechos ocurridos en el «Carillón du Lac», corrió usted ningún peligro de ser herida por nosotros. Somos tiradores entrenados; no se hicieron disparos que pudieran dañarla. Nos contuvimos por estar usted demasiado cerca de nuestro blanco.

Su temor se disipó; la tranquila autoridad del hombre le devolvió la confianza.

—Gracias.

—No tiene importancia —replicó el oficial—. Vayamos por partes. Usted vio por última vez a ese hombre en el coche de ahí atrás.

—Sí, estaba herido.

—¿De gravedad?

—Lo suficiente como para no coordinar. Sostenía una gasa en su cabeza, y tenía sangre en el hombro; quiero decir en la chaqueta. ¿Quién es?

—Los nombres no significan nada. Usa varios. Pero como ya habrá visto, es un asesino. Un brutal asesino, y hemos de encontrarlo antes de que mate otra vez. Lo hemos estado buscando durante varios años. Muchos policías de muchos países. Ahora tenemos la oportunidad que ninguno de ellos ha tenido. Sabemos que está en Zurich, y que está herido. Supongo que no se quedará en esta zona, pero no puede ir muy lejos. ¿Dijo algo sobre cómo pensaba salir de la ciudad?

—Iba a alquilar un coche. A mi nombre, supongo. No tiene permiso de conducir.

—Ha mentido. Viaja con toda clase de papeles falsos. Usted era una rehén disponible. Ahora, desde el comienzo, explíqueme todo lo que le dijo. Adonde fue, con quién se vio, todo lo que recuerde.

—Hay un restaurante, «Drei Alpenhäuser», y un hombre enorme y gordo que estaba aterrorizado…

Marie St. Jacques contó todo lo que pudo recordar. A veces el oficial de Policía la interrumpía, inquiriendo sobre una frase, o una reacción, o alguna repentina decisión del asesino. De cuando en cuando, se quitaba las gafas limpiándolas con mirada ausente y sujetando la montura como si la presión dominara su irritación. El interrogatorio duró aproximadamente veinticinco minutos; luego el oficial tomó una decisión. Habló a su chofer:

—«Drei Alpenhäuser». Schnell!. —Se volvió hacia Marie St. Jacques—. Confrontaremos al hombre con sus propias palabras. Su incoherencia era intencionada. Sabe mucho más de lo que dijo en la mesa.

—Incoherencia… —Pronunció la palabra suavemente, recordando su propio uso de ella—. Steppdeck… Steppdeckstrasse. Ventanas rotas, habitaciones.

—¿Qué?

—Una pensión en la Steppdeckstrasse. Eso es lo que dijo. Todo ocurrió muy rápidamente, pero lo dijo. Y justo antes de que yo saltara fuera del coche volvió a decir. Steppdeckstrasse. El chofer habló.

Ich kenne diese Strasse. Früher gab es Textil-fabriken da.

—No comprendo —dijo Marie St. Jacques.

—Es una ruinosa zona que no se ha actualizado con el correr del tiempo —replicó el oficial—. Las viejas fábricas textiles solían estar allí. Un lugar para los menos afortunados… y otros. Los! —ordenó.

Partieron.