Cuando esté en una situación de gran tensión —y tenga tiempo, por supuesto— actúe exactamente como lo haría cuando se proyecta en una situación que esté observando. Deje que su mente quede libre, deje que salgan limpiamente los pensamientos e imágenes que asomen. Trate de no ejercer ninguna disciplina mental. Sea como una esponja; concéntrese en todo y en nada. Puede venir a usted algo específico, ciertos conductos reprimidos eléctricamente pueden ser puestos en funcionamiento.
Bourne recordó las palabras de Washburn mientras se acomodaba en el extremo del asiento, tratando de recuperar un poco el control. Se dio masajes en el pecho, frotando suavemente los castigados músculos alrededor de sus heridas anteriores; el dolor todavía estaba allí, pero no tan agudo como hacía unos minutos.
—¡No puede pedirme simplemente que conduzca! —gritó la doctora St. Jacques—. ¡No sé adonde voy!
—Tampoco yo —replicó Jason.
Le había indicado que se mantuviera en la carretera que bordeaba el lago; estaba oscuro y necesitaba tiempo para pensar. «Si sólo pudiera ser una esponja…»
—¡Me estarán buscando! —exclamó ella.
—También me están buscando a mí.
—Usted me ha hecho venir contra mi voluntad. Me ha pegado. Repetidas veces. —Ahora hablaba más suavemente, imponiéndose cierto dominio—. Eso es secuestro, asalto… Eso son crímenes serios. Ya ha salido del hotel. Dijo que era eso lo que quería. Déjeme ir y no diré una palabra. ¡Se lo prometo!
—¿De verdad me dará su palabra?
—¡Sí!
—Yo le di la mía y me retracté. Lo mismo podría hacer usted.
—Usted es distinto. Yo no lo haré. ¡Nadie trata de matarme! ¡Oh, Dios! ¡Por favor!
—Siga conduciendo.
Algo era claro para él. Los asesinos lo habían visto soltar la maleta y dejarla atrás en su carrera por escapar. La maleta les decía lo obvio: se iba de Zurich; indudablemente, fuera de Suiza. El aeropuerto y la estación estarían vigilados. Y el coche del hombre al que había matado —y que había intentado matarlo a él— sería el objeto de la búsqueda.
No podía ir al aeropuerto ni a la estación; debía deshacerse del coche y buscar otro. Aun así, no estaba sin recursos. Llevaba 100.000 francos suizos y más de 16.000 francos franceses. El dinero suizo, en el sobre de su pasaporte; el francés, en la billetera que le había robado al marqués de Chamford. Era más que suficiente para llegar secretamente a París.
¿Por qué París? Era como si la ciudad fuera un imán que lo atrajera sin explicación.
No está desprotegido. Encontrará su camino… Siga sus instintos, razonablemente, por supuesto.
A París.
—¿Había estado antes en Zurich? —preguntó a su rehén.
—Nunca.
—No me mentirá, ¿verdad?
—¡No tengo razón para ello! ¡Por favor! Déjeme detenerme. ¡Déjeme ir!
—¿Cuánto tiempo ha estado aquí?
—Una semana. La conferencia duraba una semana.
—Entonces habrá tenido tiempo de pasear, de conocer…
—Casi no he salido del hotel. No había tiempo.
—El programa que vi en la pizarra no parecía muy movido. Sólo dos conferencias por día.
—Ésos eran los oradores invitados; no había más de dos por día. La mayoría de nuestro trabajo se hacía en reuniones…, pequeñas reuniones. De diez a quince personas de distintos países, distintos intereses.
—¿Es usted de Canadá?
—Trabajo para la Tesorería del Gobierno canadiense, Departamento de Rentas Nacionales. ¿Qué más quiere saber?
—El «doctora» no es médico, entonces.
—Ciencias Económicas. Universidad de McGill, Pembroke College, Oxford.
—Me ha dejado muy impresionado.
Repentinamente, con regulada estridencia, ella agregó:
—Mis superiores esperan que me ponga en contacto con ellos. Esta noche. Si no tienen noticias mías, se alarmarán. Harán preguntas. Llamarán a la Policía de Zurich.
—Ya veo —replicó él—. Eso es algo que hay que considerar, ¿verdad? —Bourne advirtió que durante la violencia de la última media hora, la doctora St. Jacques no había soltado la cartera. Se inclinó hacia delante, volviéndose en seguida hacia atrás, pues el dolor del pecho se le agudizó repentinamente—. Déme su cartera.
—¿Qué?
Dejó el volante, para sujetar la cartera, en un inútil intento de mantenerla consigo.
Él alargó la mano derecha por encima del asiento, y sus dedos apretaron el cuero.
—Siga conduciendo, doctora —dijo mientras levantaba la cartera del asiento y se recostaba nuevamente hacia atrás.
—No tiene derecho…
Se interrumpió al comprender la inutilidad de su observación.
—Ya lo sé —respondió él, mientras abría la cartera; encendió la lámpara interior del sedán y puso la cartera bajo su luz. Como correspondía a la dueña, la cartera estaba bien ordenada. Pasaporte, billetera, un monedero, llaves y distintas notas y mensajes en los bolsillos de los lados. Buscaba un mensaje específico; estaba en un sobré amarillo, que le había entregado el empleado de la recepción del «Carillón du Lac». Lo encontró, levantó la solapa y extrajo el papel doblado. Era un telegrama de Ottawa.
INFORMES DIARIOS INMEJORABLES. PERMISO CONCEDIDO. TE VEREMOS EN AEROPUERTO MIÉRCOLES 26. ENVÍA NUMERO DE VUELO. EN LYON NO DEJES DE IR A «BELLE MEUNIÉRE». COMIDA EXCELENTE. CARIÑOS PETER.
Jason dejó el telegrama en la cartera. Vio una cajita de fósforos, color blanco satinado, con un nombre: «Kronenhalle». Un restaurante… Un restaurante. Algo le molestaba; no sabía qué era pero allí estaba. Algo relativo al restaurante. Guardó los fósforos, cerró la cartera y se inclinó hacia delante para dejarla sobre el asiento.
—Eso es todo lo que quería ver —dijo, acomodándose de nuevo en el rincón, y mirando fijamente los fósforos—. Me pareció recordar que le había oído decir algo sobre «mensaje de Ottawa». Lo recibió; para el veintiséis falta más de una semana.
—Por favor…
La súplica era una petición de auxilio; él la interpretó de ese modo, pero no podía responder. Durante la próxima hora o más necesitaba a aquella mujer; la necesitaba como un cojo necesita un bastón o, más exactamente, como uno que no puede conducir necesitar de un chofer. Pero no en este coche.
—Vuelva atrás —ordenó—. Al «Carillón».
—¿Al… hotel?
—Sí —replicó, mirando fijamente la caja de fósforos, dándole vueltas y más vueltas en la mano, bajo a luz interna del automóvil—. Necesitamos otro coche.
—¿Nosotros? No, ¡usted no puede! No seguiré…
Nuevamente se interrumpió, antes de terminar su negativa, antes de completar el pensamiento. Era obvio que otro pensamiento la había asaltado; se quedó de pronto en silencio, mientras hacía girar el volante, hasta que el sedán quedó en dirección opuesta en la oscura carretera que bordeaba el lago. Apretó el acelerador con tanta fuerza, que el coche salió disparado hacia delante; los neumáticos chirriaron ante la súbita aceleración. De inmediato aflojó el pedal, mientras sujetaba con fuerza el volante, tratando de dominarse.
Bourne levantó la vista para mirar el largo cabello rojo oscuro que brillaba bajo la luz. Sacó la pistola y, una vez más, se inclinó hacia delante. Levantó el arma, le puso la mano en el hombro y apoyó el cañón contra su mejilla.
—Entiéndame bien. Va a hacer exactamente lo que le diga. Va estar a mi lado, y no olvide que le estaré apuntando al estómago, como ahora apunto a su cabeza. Mi vida está en juego, y no vacilaré en apretar el gatillo. Quiero que comprenda.
—Entiendo —respondió en un susurro.
Respiró con la boca entreabierta, en un terror total. Jason apartó de su mejilla el cañón de la pistola; estaba satisfecho. Satisfecho y molesto.
Deje que su mente se libere… Los fósforos. ¿Qué había en aquellos fósforos? Pero no eran los fósforos; era el restaurante, pero no el «Kronenhalle», sino otro. Pesadas vigas, luz de velas, triángulos negros fuera. Piedra blanca y triángulos negros. ¿Tres? Tres triángulos negros.
Había alguien allí… en un restaurante con tres triángulos en la fachada. La imagen era tan clara, tan vivida…, tan perturbadora. ¿Qué era? ¿Existía un lugar así?
Puede llegar a usted algo específico… Ciertos conductos reprimidos… puestos en funcionamiento.
¿Estaba sucediendo eso ahora? ¡Oh, Cristo, no puedo soportarlo!
Podía ver ya las luces del «Carillón du Lac» a varios cientos de metros. No había planeado exactamente sus movimientos, pero estaba actuando bajo dos suposiciones. La primera era que los asesinos no se habían quedado en el área del hotel. Por otro lado, Bourne no iba a meterse en la trampa por sí solo. Conocía a dos de los asesinos; no reconocería a los otros si hubieran quedado atrás.
La zona de estacionamiento central estaba más allá de la entrada circular; al lado izquierdo del hotel.
—Más despacio —ordenó Jason—. Gire hacia la primera entrada de la izquierda.
—Es una salida —protestó la mujer con voz tensa—. Vamos en sentido contrario.
—Nadie sale ahora. ¡Siga! Vaya hasta la zona de aparcamiento.
La escena que se desarrollaba en la entrada con marquesina del hotel explicaba por qué nadie les prestó atención. Había cuatro coches policiales alineados en la calzada circular, con las luces giratorias del techo en funcionamiento. Podía ver policías uniformados y a los empleados del hotel vestidos con smoking, entre los alborotados huéspedes; la Policía preguntaba y anotaba los nombres de los que se iban en automóviles.
Marie St. Jacques condujo a través del área de estacionamiento, bajo los reflectores, hacia un espacio abierto a la derecha. Apagó el motor y permaneció inmóvil, mirando fijamente hacia delante.
—Tenga mucho cuidado —dijo Bourne, bajando su ventanilla—. Y muévase despacio. Abra su portezuela y bájese; luego venga a la mía y ayúdeme. Recuerde; el vidrio está bajado y llevo la pistola en la mano. Está solamente a cincuenta o sesenta centímetros de mí; no hay manera de que pueda fallar si disparo.
Hizo lo que le indicó, cual aterrorizado autómata. Jason se apoyó en el marco de la ventanilla y bajó. Cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro; la movilidad estaba retornando. Podía caminar. No muy bien, y renqueando, pero podía caminar.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó la doctora St. Jacques, como si temiera oír la respuesta.
—Esperar. Tarde o temprano, alguien entrará aquí con un coche, para aparcarlo. No importa todo lo que ha ocurrido allí dentro; todavía es hora de cenar. Las reservas están hechas; los festejos, organizados; muchos de ellos, por comercios; esa gente no cambiará sus planes.
—Y cuando venga un coche, ¿qué hará? —Hizo una pausa, y luego contestó su propia pregunta—: ¡Oh, Dios mío, va a matar a quien quiera que esté en él!
El la sujetó del brazo; su cara asustada y blanca como tiza a poca distancia. Debía dominarla por el miedo, pero no hasta el punto de ponerla histérica.
—Si es necesario lo haré, pero no creo que lo sea. Los encargados del aparcamiento traen los coches hasta aquí. Las llaves las dejan generalmente en el salpicadero o bajo el asiento. Es mucho más fácil.
Dos haces de luz barrieron la horquilla de la calzada circular; un pequeño cupé entró en el aparcamiento. Una vez dentro, aceleró, señal de que era un empleado. El automóvil fue directo hacia ellos, alarmando a Bourne, hasta que vio el cercano espacio vacío. Pero estaban en el cruce de las luces, habían sido vistos.
Reservas para el comedor… Un restaurante. Bourne tomó una decisión; aprovecharía la oportunidad.
El empleado bajó del coche y colocó las llaves bajo el asiento. Mientras caminaba hacia la parte trasera del coche, los saludó con la cabeza, no sin curiosidad. Bourne habló en francés.
—¡Hola, joven! Quizá nos pueda ayudar.
—Diga.
El empleado se aproximó vacilante, puesto en guardia por los recientes acontecimientos.
—No me siento muy bien; creo que he abusado de su excelente vino suizo.
—Suele suceder, señor. El joven sonrió, aliviado.
—Mi esposa ha creído que sería conveniente tomar un poco de aire antes de partir para el centro.
—Una buena idea, señor.
—¿Todavía sigue la agitación ahí adentro? Pensé que el oficial de Policía no me iba a dejar salir, hasta que vio que podía vomitar sobre su uniforme.
—Es una locura, señor. Están por todos lados… Nos han dado órdenes de no hacer comentarios.
—Por supuesto. Pero tenemos un problema. Un socio llegó esta tarde en avión y quedamos en vernos en un restaurante, pero olvidé el nombre. Ya he estado allí, pero no puedo recordar dónde queda o cómo se llama. Lo que sí recuerdo es que en la fachada hay tres formas extrañas… Un diseño de alguna clase, creo. Triángulos, me parece.
—Se trata del «Drei Alpenhäuser», señor. «Los… Tres Chalés.» Está en una calle lateral de la Falkenstrasse.
—¡Por supuesto! ¡Ése es! Y para ir desde aquí… Bourne arrastró las palabras, simulando el comportamiento de un borracho tratando de concentrarse.
—Doble a la derecha después de la salida, señor. Siga por el «Uto Quai» unos cien metros, hasta llegar a un espigón más grande; doble luego a la derecha. Esto lo llevará a la Falkenstrasse. Un vez que llegue a Seefeld verá la calle y el restaurante. Hay un letrero en la esquina.
—Gracias. ¿Estará usted aquí dentro de unas horas, cuando regresemos?
—Hoy tengo turno hasta las dos de la madrugada, señor.
—Bien. Lo buscaré y le expresaré mi gratitud más concretamente.
—Gracias, señor. ¿Quiere que le traiga su coche?
—Se lo agradezco, pero ya ha hecho bastante. Necesito caminar un poco más.
El empleado saludó y empezó a caminar hacia la puerta del hotel. Jason, cojeando, llevó a Marie St. Jacques hasta el cupé.
—Dése prisa, las llaves están debajo del asiento.
—Si nos detienen, ¿qué hará usted? El empleado verá salir el coche; sabrá que lo robó.
—Lo dudo. No si salimos en seguida.
—Suponga que sí se da cuenta.
—Entonces espero que sea una conductora veloz —replicó Bourne, empujándola hacia la puerta—. Entre. —El empleado había llegado a la esquina y, de pronto, aceleró el paso. Jason sacó el arma y se movió rápidamente alrededor del capó, apoyándose en él mientras apuntaba la pistola hacia el parabrisas. Abrió la portezuela y se sentó al lado de ella—. ¡Maldito sea, le he dicho que cogiera las llaves!
—Está bien… No puedo pensar.
—¡Trate un poco más!
—¡Oh Dios…!
Estiró el brazo bajo el asiento, pasando la mano por la alfombra hasta que encontró el pequeño estuche de cuero.
—Ponga en marcha el motor, pero espere a que yo le indique para dar marcha atrás. —Esperó a que aparecieran faros encendidos en el área de la entrada circular; podría haber sido ésa la razón de que el empleado saliera repentinamente corriendo; un coche para aparcar. No aparecieron; la razón podía ser otra. Dos extraños en la zona de aparcamiento—. ¡Adelante! ¡Rápido! ¡Quiero salir de aquí! —Ella puso la marcha atrás; segundos después se aproximaban a la salida hacía el lago—. ¡Más despacio! —ordenó.
Un taxi estaba doblando por la curva frente a ellos.
Bourne contuvo la respiración y miró, a través de la ventanilla opuesta, hacia la entrada del «Carillón du Lac»; la escena bajo la marquesina explicaba la repentina decisión del empleado de salir corriendo. Había estallado una discusión entre la Policía y un grupo de huéspedes del hotel. Se había formado una cola para anotar los nombres de los que abandonaban el hotel, y las consiguientes demoras habían irritado a los inocentes.
—¡Vamos! —exclamó Jason encogiéndose; el dolor le atravesaba nuevamente el pecho—. Tenemos vía libre.
Era una sensación de aturdimiento, atemorizante y misteriosa. Los tres triángulos eran como él los había imaginado: madera pesada y oscura trabajada en relieve sobre piedra blanca. Tres triángulos iguales, versiones abstractas de techos de chalés en un valle de nieve tan profundo, que las partes más bajas estaban oscurecidas. Sobre las tres puntas estaba el nombre del restaurante en letras germánicas: DREI ALPENHAÜSER. Bajo la línea de base de los triángulos centrales se hallaba la entrada, puertas dobles que, juntas, formaban un arco de catedral; los herrajes, de macizos anillos de hierro, eran los habituales de un castillo alpino.
Los edificios circundantes, a ambos lados de la estrecha calle empedrada, eran estructuras restauradas de una Zurich y una Europa hacía mucho tiempo desaparecidas. No era una calle para automóviles; en su lugar, uno se imaginaba elaborados coches tirados por caballos, con cocheros en lo alto del pescante, con bufandas y sombreros de copa, farolas de gas por todos lados. Era una calle llena de imágenes y sonidos de recuerdos olvidados, pensó el hombre que no tenía recuerdos para olvidar.
Sin embargo, había tenido uno, vivido y perturbador. Tres oscuros triángulos, pesadas vigas y luz de velas. Había acertado; era un recuerdo de Zurich. Pero de otra vida.
—Hemos llegado —dijo la mujer.
—Lo sé.
—¡Dígame qué debo hacer! —gritó—. Vamos a pasarnos.
—Siga hasta la esquina y doble a la izquierda. Dé vuelta a la manzana y vuelva a pasar.
—¿Por qué?
—¡Ojalá lo supiera!
—¿Qué?
—Porque así se lo he indicado.
Alguien estaba allí… En aquel restaurante. ¿Por qué no acudían otras imágenes? Otra imagen. Un rostro.
Dieron vueltas por la calle hasta pasar por el restaurante dos veces más. Habían entrado dos parejas por separado y un grupo de cuatro; salió un hombre, que marchó hacia la Falkenstrasse. A juzgar por los automóviles aparcados junto a la acera, había una mediana cantidad de gente en el «Drei Alpenhäuser». Aumentaría en número a medida que transcurrieran las próximas dos horas, pues la mayoría de la gente en Zurich prefería cenar más cerca de las diez y media que de las ocho. No tenía sentido esperar más; Bourne no podía recordar nada más. Sólo podía quedarse allí sentado, observar y esperar a que algo viniera a su mente. Algo. Pues algo había aparecido; una caja de fósforos había evocado una imagen real. Dentro de esa realidad, había una verdad que debía descubrir.
—Pare a su derecha, frente al último coche. Volveremos caminando.
Silenciosamente, sin comentario ni protesta, la doctora St. Jacques hizo lo que él le indicó. Jason la miró; su reacción era muy dócil, bien opuesta a su comportamiento previo. Comprendió. Debía darle la lección. Sin importar qué sucediera en el «Drei Alpenhäuser», él la necesitaba para una contribución final. Debía llevarlo fuera de Zurich.
El automóvil se detuvo, los neumáticos rozaron la acera. Ella apagó el motor y comenzó a quitar las llaves, con movimientos lentos, demasiado lentos. Él se estiró y la cogió de la muñeca; la mujer lo miró sin respirar. Él deslizó los dedos sobre su mano, hasta que tocó el llavero.
—Yo las llevaré —dijo.
—Por supuesto —respondió ella, con la mano izquierda en el costado, suspendida sobre la portezuela.
—Ahora, salga y párese al lado del capó —continuó él—. No haga ninguna tontería.
—¿Por qué voy a hacerlo? Me mataría.
—Bien.
Cogió el tirador de la puerta, exagerando la dificultad. Su atención estaba en ella; bajó el tirador.
El crujido de la tela fue repentino; la ráfaga de aire, más repentina todavía; la portezuela de ella golpeó al abrirse; la mujer quedó a medias dentro y a medias fuera. Pero Bourne estaba listo, debía darle una lección. Giró rápidamente: su brazo derecho era un resorte liberado; su mano, una garra, que la sujetó por la seda del vestido, entre los omóplatos. La arrojó nuevamente en el asiento y, cogiéndola por el cabello, la inclinó hacia atrás, hasta que su cuello quedó tirante, su cara contra la de él.
—¡No lo volveré a hacer! —gritó, con las lágrimas asomándole a los ojos—. ¡Le juro que no!
Él se estiró y cerró la puerta; luego la miró de cerca, tratando de entender algo de sí mismo. Hacía treinta minutos, en otro coche, había experimentado una sensación de náuseas al presionar con el cañón de la pistola en su mejilla, amenazándola con quitarle la vida si le desobedecía. Ahora no sentía esa revulsión; ahora con una acción premeditada, ella había cruzado a otro territorio. Se había convertido en un enemigo, en una amenaza; podía matarla si era necesario, matarla sin emoción, porque era una actitud práctica que debía tomar.
—¡Diga algo! —susurró ella.
Su cuerpo experimentó un breve espasmo; sus pechos presionaron la oscura seda del vestido, subiendo y bajando con el agitado movimiento. Cogió su propia muñeca, en un intento de dominarse; lo logró parcialmente. Habló otra vez, remplazando el susurro por una voz monótona:
—Le he dicho que no lo volveré a hacer, y no lo haré.
—Lo tratará —replicó en voz baja—. Llegará un momento en que creerá que puede hacerlo y lo intentará. Créame cuando le digo que no puede, pero si lo intenta otra vez, tendré que matarla. No quiero hacerlo, no hay razón para ello, ninguna razón. A no ser que se convierta en una amenaza para mí y, al querer escapar antes de que yo la deje ir, se transforme usted justamente en eso. No puedo permitirlo.
Había dicho la verdad como él la entendía. La simplicidad de la decisión era tan sorprendente para él como la decisión en sí misma. Matar era una cuestión de practicidad. Nada más.
—Dice que me dejará ir —dijo ella—. ¿Cuándo?
—Cuando yo esté a salvo —le respondió—. Cuando no importe lo que usted diga o haga.
—¿Cuándo será eso?
—Dentro de una hora más o menos. Cuando estemos fuera de Zurich y yo me halle camino de algún otro lugar. Usted no sabrá adonde ni cómo.
—¿Por qué debería creerle?
—No me importa que me crea o no. —La soltó—. Arréglese un poco. Séquese los ojos y péinese. Ahora vamos a entrar.
—¿Qué hay allí adentro?
—¡Ojalá lo supiera! —replicó él, mirando por la ventanilla trasera hacia la puerta del «Drei Alpenhäuser».
—Ya dijo eso anteriormente.
Él la miró; miró aquellos enormes ojos castaños que exploraban los suyos. Y lo hacían con temor, con perplejidad.
—Lo sé. Dése prisa.
Gruesas vigas atravesaban el altísimo techo alpino, y por doquier se veían mesas y sillas de madera pesada, lugares reservados y velas. Un acordeonista se movía entre las mesas, y de su instrumento salían apagados acordes de música bávara.
Había visto antes aquel amplio salón; las vigas y las velas estaban grabadas en algún lugar de su mente, igual que los sonidos. Había ido allí en otra vida. Se pararon en el pequeño salón de recepción delante del maître; el hombre vestido de smoking los saludó.
—Haben Sie einen Tisch schon reserviert, mein Herr?
—Si se refiere a reservas, me temo que no. Pero me lo han recomendado mucho. Espero que nos encuentre algo. Un reservado, si es posible.
—Por supuesto, señor. Es temprano, todavía no está lleno. Síganme, por favor.
Los condujo a un reservado en el rincón más cercano, con la oscilante luz de una vela en medio de la mesa. La cojera de Bourne, y el hecho de que se apoyara en la mujer hicieron que les diera el sitio más cercano disponible. Jason hizo un gesto con la cabeza a Marie St. Jacques; ella se sentó, y él se deslizó frente a ella.
—Colóquese contra la pared —dijo, tras marcharse el maître—. Recuerde: tengo la pistola en el bolsillo, y cuanto he de hacer es levantar el pie para que quede atrapada.
—Le he dicho que no lo intentaría.
—Así lo espero. Pida algo de beber. No hay tiempo para comer.
—No podría probar bocado. —Se cogió nuevamente la muñeca; sus manos temblaban visiblemente—. ¿Por qué no hay tiempo? ¿Qué está esperando?
—No lo sé.
—¿Por qué dice siempre eso? «No lo sé. Ojalá lo supiera.» ¿A qué ha venido aquí?
—Porque estuve aquí antes.
—¡Ésa no es respuesta!
—No hay razón para que yo le dé una respuesta concreta.
Se acercó un camarero. Ella pidió vino; Bourne, whisky; necesitaba un trago fuerte. Echó un vistazo al restaurante, tratando de concentrarse en todo y en nada. Una esponja. Pero no hubo nada. Ninguna imagen acudió a su mente; ningún pensamiento invadió su ausencia de pensamiento. Nada.
Y entonces vio la cara en el otro lado del salón. Era una cara grande en una cabeza grande, sobre un cuerpo obeso apoyado en la pared de un reservado, junto a una puerta cerrada. El hombre gordo se mantenía en las sombras de su lugar de observación, como si ellas fueran su protección; la sección sin iluminar del piso, su santuario. Sus ojos estaban concentrados en Jason, con miedo e incredulidad en su mirada. Bourne no conocía la cara, pero la cara lo conocía a él. El hombre se llevó los dedos a los labios y se restregó las comisuras; luego desvió la mirada, observando mesa por mesa. Sólo entonces comenzó lo que era obviamente un penoso trayecto a través del salón, hacia ellos.
—Un hombre viene hacia aquí —dijo Jason sobre la llama de la vela—. Un hombre gordo, y está asustado. No hable. No importa lo que él diga, mantenga la boca cerrada. Y no lo mire; suba la mano, apoye la cabeza en el codo, de un modo casual. Mire hacia la pared, no a él.
La mujer frunció el ceño y se llevó la mano derecha a la cara; sus dedos temblaban. Sus labios iniciaron una pregunta, pero las palabras no salieron. Jason contestó lo que ella no dijo.
—Es por su propio bien —dijo—. No es conveniente que él pueda identificarla.
El hombre gordo llegó hasta el rincón del reservado. Bourne sopló sobre la vela, dejando la mesa en relativa oscuridad. El hombre lo miró fijamente y habló en voz baja y tensa.
—Du lieber Gott! ¿Por qué ha venido aquí? ¿Qué es lo que le he hecho para que usted me haga esto a mí?
—Me gusta la comida, usted lo sabe.
—¿Carece de sentimientos? Tengo una familia, una mujer e hijos. Hice todo lo que se me indicó. Le di el sobre a usted; no miré adentro, ¡no sé nada!
—Pero le pagaron, ¿no es cierto? —preguntó Jason instintivamente.
—Sí, pero no dije nada. Nunca nos vimos, nunca lo describí. ¡No le hablé a nadie de usted!
—Entonces, ¿a qué ese temor? Soy un cliente común que quiere cenar.
—Se lo ruego, váyase.
—Ahora estoy irritado. Será mejor que me diga por qué.
El hombre gordo se llevó la mano ala cara; sus dedos enjugaron nuevamente la humedad que se había formado alrededor de la boca. Giró la cabeza, mirando hacia la puerta; luego se volvió hacia Bourne.
—Otros pueden haber hablado, otros pueden saber quién es usted. Ya tuve mi ración de problemas con la Policía; vendrían directamente a mí.
La doctora St. Jacques perdió el control; miró a Jason; se le escaparon las palabras.
—La Policía… ellos eran la Policía. Bourne la miró fijamente; luego se volvió hacia el nervioso hombre gordo.
—¿Está diciendo que la Policía podría hacer daño a su esposa e hijos?
—No ellos mismos, como usted sabe bien. Pero su interés conduciría a otros hacia mí. A mi familia. ¿Cuántos lo están buscando, mein Herr? ¿Y quiénes son ellos? No necesita que yo se lo diga; no se detienen ante nada; la muerte de una esposa o de un hijo no significa nada para ellos. Por favor. Por mi vida. No he dicho nada. ¡Váyase!
—Está exagerando.
Jason se llevó la copa a sus labios, anticipando la despedida.
—¡Por el amor de Dios, no haga eso! El hombre se inclinó hacia delante, apoyándose en la mesa.
—Usted quiere pruebas de mi silencio; se las daré.
Se comunicó a través del Verbrecherwelt. Cualquiera que tuviera alguna información debía llamar a un número, establecido por la Policía de Zurich. Todo se mantendría estrictamente confidencial; no mentirían sobre eso en el Verbrecherwelt. Las recompensas eran grandes; la Policía de varios países enviaba fondos a través de la Interpol. Pasadas confusiones podrían ser consideradas bajo una nueva luz judicial. El conspirador se puso en pie, secándose nuevamente la boca y agitando su enorme corpulencia.
—Un hombre como yo podría beneficiarse de una mejor relación con la Policía. Sin embargo, no hice nada. A pesar de la garantía de confidencialidad, ¡no hice absolutamente nada!
—¿Lo hizo alguien más? Dígame la verdad; sabré si me miente.
—Sólo conozco a Chernak. Es el único con el que he hablado que admite haberlo visto alguna vez. Pero usted lo sabe; el sobre llegó a mí a través de él. Nunca hablaría.
—¿Dónde está ahora Chernak?
—Donde siempre. En su apartamento de Löwenstrasse.
—Nunca he ido allí. ¿Cuál es el número?
—¿Que nunca ha ido? —El hombre gordo hizo una pausa, y apretó los labios, con alarma en los ojos—. ¿Me está probando?
—Respóndame.
—Número 37.
—Entonces, lo estoy probando. ¿Quién le dio el sobre a Chernak?
El hombre permaneció inmóvil, al ver desafiada su dudosa integridad.
—No tengo manera de saberlo. Ni lo averiguaría jamás.
—¿Ni siquiera sintió curiosidad?
—Por supuesto que no. Una cabra no entra voluntariamente en la cueva del lobo.
—Las cabras pisan sobre seguro, tienen un preciso sentido del olfato.
—Y son precavidas, mein Herr. Porque el lobo es más rápido e infinitamente más agresivo. Sería un único desafío. El último de la cabra.
—¿Qué había en el sobre?
—Ya se lo he dicho; no lo abrí.
—Pero usted sabe lo que contenía.
—Dinero, supongo.
—¿Supone?
—Muy bien. Dinero. Una gran cantidad de dinero. Si hubo alguna discrepancia, no tiene nada que ver conmigo. Ahora, por favor, se lo ruego. ¡Salga de aquí!
—Una última pregunta.
—La que quiera. ¡Pero váyase!
—¿Para qué era el dinero?
El hombre obeso miró fijamente a Bourne; se oía su respiración, el sudor brillaba en su mentón.
—Me tortura, mein Herr, pero no me alejaré de usted. Tengo el valor de una insignificante cabra que ha sobrevivido. Todos los días leo los periódicos. En tres idiomas. Seis meses atrás mataron a un hombre. La noticia de su muerte fue publicada en la primera página de cada uno de esos periódicos.