Las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse; el hombre con el transmisor ya estaba dentro; los hombros de su compañero armado se trabaron entre los paneles en movimiento, mientras el arma quedaba apuntando a la cabeza de Bourne.
Jason se inclinó hacia la derecha —un repentino ademán de miedo—; luego, de pronto, levantó el pie izquierdo, girando sobre sí para hundir el talón en la mano del hombre armado, haciendo saltar la pistola hacia arriba, mientras el hombre se tambaleaba hacia atrás, fuera del ascensor. Dos silenciosos disparos precedieron al cierre de las puertas. Bourne completó su giro, estrellando el hombro contra el estómago del otro; le golpeó con la mano en el pecho, mientras la izquierda sujetaba la mano que sostenía el transmisor. Aprisionó al hombre contra la pared. El aparato voló a través del ascensor; al caer, se oyeron unas palabras en el transmisor.
—Henri? Ç a va? Qu’est-ce qui se passe?
La imagen de otro francés acudió a la mente de Jason. Un hombre al borde de la histeria, con la incrédula mirada fija en él; un asesino en potencia, que salió corriendo de «Le Bouc de Mer» hacia las sombras de la rue Sarrasin, menos de veinticuatro horas atrás. Ese hombre no había perdido su tiempo en enviar un mensaje a Zurich: el que creían muerto estaba vivo y bien vivo. ¡Mátenlo!
Bourne se abalanzó sobre el francés, que estaba ahora frente él y rodeó el cuello del hombre con su brazo izquierdo, mientras le tiraba de la oreja con la mano derecha.
—¿Cuántos? —preguntó en francés.
—¿Cuántos hay abajo? ¿Dónde están?
—Averígualo tú, ¡cerdo!
El ascensor estaba a mitad de camino hacia el primer piso.
Jason empujó la cara del hombre hacia abajo, rasgando la oreja por la mitad de su raíz y aplastándole la cara contra la pared. Luego le golpeó el pecho con la rodilla, notó el bulto de la pistolera. Abrió de un tirón el abrigo, le metió la mano y sacó un revólver de caño corto. Por un instante se le ocurrió que alguien había desactivado el mecanismo detector de armas en el ascensor: Koenig. Se acordaría, no habría amnesia en cuanto a Herr Koenig. Metió el arma en la abierta boca del francés.
—¡Me lo dices o te vuelo la tapa de los sesos!
El hombre dejó escapar un gemido gutural; Jason apuntó ahora al cañón contra su mejilla.
—Dos. Uno a la salida del ascensor, y otro, en la calle, al lado del coche.
—¿Qué clase de coche?
—Un «Peugeot».
—¿Color?
El ascensor disminuyó la velocidad, para detenerse.
—Marrón.
—¿Cómo viste el hombre de abajo?
—No lo sé…
Jason apretó el arma contra la sien del hombre.
—¡Es mejor que te acuerdes!
—Un abrigo negro.
El ascensor se detuvo; Bourne tiró del francés hasta ponerlo en pie; las puertas se abrieron. A la izquierda, un hombre con impermeable negro y extrañas gafas con montura de oro avanzó hacia él. Los ojos tras las gafas captaron la situación; un hilito de sangre corría por la mejilla del francés. Levantó la mano, oculta bajo el bolsillo de su impermeable, y apuntó con otra automática provista de silenciador al blanco de Marsella.
Jason empujó al francés frente a él, por la puerta. Se oyeron tres rápidos disparos sordos; el francés gritó, con los brazos levantados en una última y gutural protesta. Arqueó la espalda y cayó al suelo de mármol. Una mujer, a la derecha del hombre con gafas de montura de oro, gritó, seguida por varios hombres, que clamaban a nadie y a todos con gritos de Hilfe! y Polizei!
Bourne sabía que no podía usar el revólver que le había quitado al francés. No tenía silenciador; el ruido del disparo lo delataría. Se lo metió en el bolsillo del abrigo, evitó a la mujer que gritaba y cogió por los hombros al uniformado ascensorista. Lo hizo girar violentamente y lo empujó hacia el asesino con abrigo oscuro.
El pánico creció en la recepción, mientras Jason corría hacia la puerta de entrada. El recepcionista uniformado, que confundió su idioma hacía hora y media, gritaba en un teléfono, con un guardia a su lado, que esgrimía un arma y obstruía la salida, con la mirada atenta al caos, para luego pasar repentinamente a él. Salir se convirtió de pronto en un problema. Bourne evitó la mirada del guardia, y se dirigió al recepcionista.
—¡El hombre con gafas de montura de oro! —gritó—. ¡Ése es! ¡Lo he visto!
—¡Qué! ¿Quién es usted?
—¡Soy un amigo de Walter Apfel! ¡Escúcheme! El hombre con gafas de montura de oro e impermeable negro. ¡Allá!
La mentalidad burocrática no había cambiado en varios milenios. A la mención de un superior, se obedecían las órdenes.
—¡Herr Apfel! —El recepcionista del Gemeinschaft se dirigió al guardia—. ¡Lo ha oído! El hombre de gafas… ¡Gafas de montura de oro!
—¡Sí, señor!
El guardia corrió hacia delante.
Jason se dirigió hacia la puerta. Empujó una hoja y miró rápidamente hacia atrás, sabiendo que debía correr otra vez, pero ignorando si el hombre que esperaba junto a un «Peugeot», lo reconocería y le dispararía.
El guardia había pasado al lado de un hombre con impermeable negro, un hombre que caminaba más despacio que el resto de las personas aterradas a su alrededor, un hombre que no usaba gafas. Aceleró su paso hacia la entrada, hacia Bourne.
En la acera, el creciente caos sirvió de protección a Jason. Se había corrido la voz fuera del Banco; las ululantes sirenas se oían cada vez más fuertes, mientras coches de Policía se dirigían a toda marcha a la Bahnhofstrasse. Caminó varios metros hacia la derecha, flanqueado por peatones; luego, de pronto, corrió, abriéndose paso entre un gentío curioso agolpado frente a una tienda, mientras miraba atento los coches estacionados. Vio el «Peugeot», y al hombre junto al coche con la mano reposando siniestramente en el bolsillo del abrigo. En menos de quince segundos, el conductor del «Peugeot» fue alcanzado por el hombre del impermeable negro, que ahora se colocaba nuevamente las gafas. Los dos hombres hablaron rápidamente, mientras escudriñaban la Bahnhofstrasse.
Bourne comprendió su confusión. Había caminado fuera del Gemeinschaft sin pánico, para mezclarse con la gente. Se preparó para correr, pero no había corrido, por temor a ser interceptado, hasta que la salida estuviera razonablemente libre. A nadie más se le permitió salir, y el conductor del «Peugeot» no había hecho la asociación de ideas. No había reconocido el blanco identificado y señalado para la ejecución en Marsella.
El primer coche policial llegó al escenario mientras el hombre con gafas de montura de oro se quitaba el impermeable y lo arrojaba por la ventanilla abierta del «Peugeot». Hizo una señal con la cabeza al conductor, quien se sentó rápidamente al volante y encendió el motor. El asesino se quitó las gafas e hizo lo más inesperado que a Jason se le hubiera ocurrido. Caminó velozmente hacia las puertas de vidrio del banco, mezclándose con la Policía que entraba en ese momento.
Bourne observó cómo el «Peugeot» se apartaba de la acera y aceleraba por la Bahnhofstrasse. La gente que había en la entrada comenzó a dispersarse; muchos se abrían camino hacia las puertas de vidrio, estirando el cuello y poniéndose de puntillas para poder ver por encima de los demás. Un oficial de Policía salió y empujó a los curiosos hacia atrás. Una ambulancia apareció por la esquina noroeste, advirtiendo de su presencia con el penetrante sonido de la sirena. El conductor detuvo el vehículo en el espacio que había dejado el «Peugeot». Jason no podía detenerse a mirar nada más. Tenía que llegar al «Carillón du Lac», recoger sus cosas y salir de Zurich, salir de Suiza. A París.
¿Por qué a París? ¿Por qué había insistido en que los fondos fueran transferidos a París? No lo había pensado antes de sentarse en la oficina de Walther Apfel, azorado por las extraordinarias cifras que le habían presentado. Éstas se hallaban más allá de lo imaginable, por lo cual sólo pudo reaccionar automática e instintivamente. Y su instinto había evocado la ciudad de París. Como si fuera algo vital. ¿Por qué?
Otra vez, no tenía tiempo… Vio a los enfermeros de la ambulancia cargar una camilla a través de las puertas del Banco. Sobre ella había un cuerpo, con la cabeza cubierta, lo cual significaba muerte. No le pasó inadvertido a Bourne; aparte habilidades que no podía relacionar con nada que pudiera entender, él era el hombre muerto que iba en esa camilla.
Vio un taxi vacío en la esquina y corrió hacia él. Tenía que salir de Zurich; un mensaje había sido enviado desde Marsella; el hombre muerto estaba aún vivo. Jason Bourne estaba vivo. Mátenlo. ¡Maten a Jason Bourne!
¡Dios del cielo! ¿Por qué?
Esperaba ver al subgerente del «Carillón du Lac» detrás del mostrador, pero no estaba allí. Luego se dio cuenta de que una breve nota al hombre —¿cómo se llamaba… Stossel? Sí, Stossel— sería lo indicado. No era necesaria ninguna explicación para su súbita partida, y quinientos francos serían más que suficientes por las pocas horas que había estado en el «Carillón du Lac» y por el favor que le pediría a Herr Stossel.
Ya en su habitación, metió en la maleta intacta los objetos de afeitar, verificó la pistola que le había quitado al francés, se la metió en un bolsillo, se sentó a la mesa y escribió la nota para Herr Stossel, subgerente. En ella incluía una oración que se le ocurrió fácilmente, casi demasiado fácilmente.
…pronto me pondré en contacto con usted, en relación con mensajes que espero me serán enviados. Confío en que se haga cargo de ellos en mi nombre. Agradecido de antemano.
Si llevaba alguna comunicación de la evasiva «Treadstone Setenta y Uno», quería enterarse. Esto era Zurich; podría hacerlo.
Puso un billete de quinientos francos dentro de la hoja doblada y cerró el sobre. Luego tomó su maleta, salió de la habitación y caminó por el pasillo hacia los ascensores. Eran cuatro: apretó un botón y miró hacia atrás, recordando el Gemeinschaft. No había nadie allí; sonó un timbre y se encendió la luz roja sobre el tercer ascensor. Cogió un ascensor que bajaba. Bien. Debía llegar al aeropuerto tan rápido como pudiera; tenía que salir de Zurich, fuera de Suiza. Un mensaje había sido entregado.
Las puertas del ascensor se abrieron. Dos hombres estaban parados a ambos lados de una mujer de cabello castaño rojizo; interrumpieron la conversación, saludaron al recién llegado con un gesto —al ver la maleta se movieron a un costado— y luego reanudaron la conversación mientras se cerraba la puerta. Tendrían unos treinta y tantos años, y hablaban en un francés suave y rápido; la mujer miraba alternativamente a ambos hombres, sonriendo o mirando pensativamente. Tomaban decisiones de no mucha importancia. La risa se alternaba con interrogaciones más o menos serias.
—¿Entonces te irás mañana a tu casa, después de la sesión de clausura? —preguntó el hombre que estaba a la izquierda.
—No estoy segura. Espero mensajes de Ottawa —respondió la mujer—. Tengo parientes en Lyon; me gustaría poder verlos.
—Es imposible —intervino el hombre de la derecha—, para el comité directivo, encontrar diez personas deseosas de sintetizar esta bendita conferencia en un solo día. Todos estaremos aquí otra semana.
—Bruselas no lo aprobará —dijo el primer hombre, sacudiendo la cabeza—. El hotel es muy caro.
—Entonces, por favor, vete a otro —sugirió el segundo hombre, haciendo una mueca a la mujer—. Hemos estado esperando que hicieras justamente eso, ¿no es cierto?
—¡Estás loco! —exclamó la mujer—. Ambos estáis locos; ésa es mi síntesis.
—Tú no eres ninguna loca, Marie —terció el primero—. Tu presentación de ayer fue brillante.
—En absoluto —opuso ella—. Fue rutina, y bastante aburrida.
—¡No! ¡No! —discrepó el segundo—. Fue soberbia; debió serlo. No entendí una palabra. Pero sucede que tengo otros talentos.
—¡Loco…!
El ascensor estaba deteniéndose; el primer hombre habló otra vez:
—Sentémonos en la fila de atrás del salón. De todos modos ya estamos rechazados, y Bertinelli está hablando; con poco éxito, supongo. Sus teorías de fluctuaciones cíclicas forzadas fueron superadas con las finanzas de los Borgia.
—Antes que eso —dijo la mujer de cabello rojizo—. Con los impuestos de César. —Hizo una pausa y agregó—: Si no con las Guerras Púnicas.
—La fila de atrás, entonces —convino el segundo hombre, ofreciendo su brazo a la mujer—. Podemos dormir. Usa un proyector de diapositivas; estará oscuro.
—No, adelantaos vosotros; os alcanzaré en pocos minutos. Tengo que enviar algunos cables y no confío en que las telefonistas lo hagan correctamente.
Las puertas se abrieron, y el trío bajó del ascensor. Los dos hombres partieron, cruzando en diagonal el vestíbulo de recepción; la mujer lo hizo hacia el mostrador de entrada. Bourne iba detrás de ella, leyendo distraídamente un cartel.
BIENVENIDOS
MIEMBROS DE LA SEXTA CONFERENCIA
ECONÓMICA MUNDIAL
PROGRAMA DE HOY:
1:00 P.M. EL HON. JAMES FRAZIER,
M.P. REINO UNIDO.
Suite 12
6:00 P.M. DR. EUGENIO BERTINELLI,
UNIV. DE MILÁN, ITALIA
Suite 7
9:00 P.M. DESPEDIDA DEL PRESIDENTE. CENA
Suite de Hospitalidad
—Habitación 507. Me han dicho por teléfono que hay un cablegrama para mí.
Inglés. La mujer de cabello castaño rojizo, ahora a su lado en el mostrador, hablaba inglés. Pero antes había dicho que esperaba un mensaje de Ottawa. Una canadiense.
El empleado de recepción buscó en los casilleros y regresó con el mensaje.
—¿Doctora St. Jacques? —preguntó, sosteniendo el sobre.
—Sí, gracias.
La mujer se apartó y leyó el cable, mientras el empleado se dirigía a Bourne.
—¿Sí, señor?
—Me gustaría dejar esta nota a Herr Stossel.
Puso en el mostrador el sobre del «Carillón du Lac».
—Herr Stossel no regresará hasta las seis de la mañana, señor. Por las tardes se va a las cuatro. ¿Puedo servirle yo?
—No, gracias. Sólo quiero estar seguro de que la recibirá.
Entonces Jason recordó: esto es Zurich.
—No es nada urgente —añadió—, pero necesito una respuesta. Me comunicaré con él por la mañana.
—Por supuesto, señor.
Bourne tomó su maleta y comenzó a caminar por el vestíbulo hacia la entrada del hotel, una fila de enormes puertas de vidrio que daban a una entrada circular para automóviles, frente al lago. Podía ver varios taxis esperando en fila, bajo las luces del hotel; el sol se había ocultado; era de noche en Zurich. Había vuelos hacia todos los puntos de Europa hasta bien pasada la medianoche…
Se detuvo, sin respiración; algo así como una parálisis le recorrió todo el cuerpo. Sus ojos no podían creer lo que veían tras las puertas de vidrio. Un «Peugeot» marrón detenido en la calle circular, delante de los taxis. La puerta se abrió y salió un hombre, un asesino con impermeable negro, con gafas de montura de oro. Luego, de la otra puerta emergió otra figura, pero no era el conductor que había estado en la Bahnhofstrasse, en espera de un blanco que no reconocía. En su lugar había otro asesino, con otro impermeable, con los bolsillos abultados por armas poderosas. Era el hombre que estaba sentado en la sala de recepción del segundo piso del Banco Gemeinschaft, el mismo hombre que había sacado una pistola calibre 38 de la pistolera bajo su chaqueta. Una pistola con un cilindro perforado que había silenciado dos disparos dirigidos a la presa que había seguido hasta el ascensor.
¿Cómo? ¿Cómo podían haberlo encontrado…? Entonces recordó y se sintió mal. ¡Qué tonto había sido!
¿Está disfrutando de su estancia en Zurich? Walter Apfel había preguntado mientras aguardaban que el empleado se retirara para estar nuevamente a solas.
Mucho. Mi habitación da al lago. Es un bonito paisaje, muy tranquilo, lleno de paz.
¡Koenig! Koenig había escuchado cuando dijo que su habitación daba al lago. ¿Cuántos hoteles tenían habitaciones con vista al lago? ¿Especialmente hoteles que pudiera frecuentar un hombre con una cuenta triple cero? ¿Dos? ¿Tres…? «Baur au Lac», «Edén du Lac». ¿Había otros? No se le ocurrieron más nombres. ¡Qué fácil les había resultado encontrarlo! ¡Qué fácil había sido para él decir aquellas palabras! ¡Qué tonto!
No había tiempo. Era demasiado tarde. Podía ver a través de las puertas de vidrio; también podían hacerlo los asesinos. El segundo hombre lo había identificado. Intercambiaron palabras sobre el techo del «Peugeot»; uno de ellos se ajustó las gafas de montura de oro, ambos se metieron las manos en los abultados bolsillos, afirmándolas sobre las armas ocultas. Los dos hombres convergieron sobre la entrada, separándose en el último momento: uno en cada extremo de la fila de claros paneles de vidrio. Los flancos estaban cubiertos; la trampa, dispuesta; no podía correr hacia afuera. ¿Pensaban que podían correr al vestíbulo, lleno de gente, de un hotel y, simplemente, matar a un hombre?
Por supuesto que podían. La gente y el ruido eran sus aliados. Dos, tres, cuatro disparos silenciosos hechos a corta distancia serían tan efectivos como una emboscada en una poblada calle en plena luz del día, resultándoles fácil la huida gracias al caos originado.
¡No podía dejar que se acercaran! Retrocedió con los pensamientos agolpándose en su mente, la afrenta suprema. ¿Cómo se atrevían? ¿Qué les hacía pensar que no buscaría protección, que no llamaría a la Policía? Y entonces la respuesta apareció clara, tan aterradora como la respuesta. Los asesinos sabían con certeza algo que él sólo podía suponer: él no podía buscar esa clase de protección, no podía recurrir a la Policía. Jason Bourne debía evitar todas las autoridades… ¿Por qué? ¿Lo estarían buscando a él?
¡Santo Dios!, ¿por qué?
Las dos puertas opuestas fueron abiertas por manos extendidas; había otras manos, ocultas, en torno al acero. Bourne se volvió; había ascensores, puertas, corredores, un techo y sótanos; debía de haber una docena de salidas en el hotel.
¿O no? ¿Acaso los asesinos que se estaban abriendo paso a través de la gente sabían algo que él sólo podía suponer. El «Carillón du Lac»?, ¿tendría sólo dos o tres salidas? Fácilmente cubiertas por hombres afuera, fácilmente usadas como trampas para derribar la solitaria figura de un hombre que escapa.
Un hombre solo; un hombre solo era un blanco estupendo. Pero ¿y si no estaba solo? ¿Y si alguien estaba con él? Dos personas no eran una, pero para una sola, otra más era enmascaramiento, especialmente en la multitud, especialmente de noche, y era de noche. Los resueltos asesinos evitaban equivocarse, no por compasión, sino por razones prácticas; en cualquier pánico que sobreviniera, el verdadero blanco podía escapar.
Sintió el peso del arma en su bolsillo, pero no le reconfortó el saber que la tenía. Lo mismo que en el Banco, usarla —o sólo mostrarla— era delatarse.
Aun así, allí estaba. Comenzó a caminar hacia el centro del vestíbulo, luego dobló a la derecha, donde había mayor cantidad de gente. Era la hora previa al cierre de una conferencia internacional, se hacían miles de proyectos, las jerarquías eran seguidas por miradas de aceptación y rechazo; grupos casuales por todos lados.
Había un mostrador de mármol contra la pared, y, tras él, un empleado comprobaba hojas de papel amarillo, con un lápiz que sostenía como un pincel. Cablegramas. Dos personas estaban frente al mostrador: un hombre mayor, obeso, y una mujer con vestido rojo oscuro; el rico color de la seda complementaba su largo y rojizo cabello… Cabello castaño rojizo. Era la mujer del ascensor que había bromeado acerca de los impuestos de César y las Guerras Púnicas, la doctora que se había detenido a su lado en recepción, preguntando por el cable que le habían enviado.
Bourne miró hacia atrás. Los asesinos estaban usando bien a la gente, excusándose cortésmente, pero avanzando con firmeza, uno por la derecha, el otro por la izquierda, cerrándose como las dos puntas de un ataque en pinza. Mientras lo tuvieran a la vista, podrían forzarlo a seguir corriendo, ciegamente, sin dirección, sin saber cuál de los caminos que tomara podía no tener salida, donde ya no pudiera correr más. Y entonces se producirían los sordos disparos, los bolsillos ennegrecidos por quemaduras de pólvora…
¿Tenerlo a la vista?
La fila de atrás, entonces… Podemos dormir. Usa un proyector de diapositivas; estará oscuro.
Jason se volvió nuevamente y miró a la mujer de cabello rojizo. Había completado su mensaje y daba las gracias al empleado, mientras se quitaba unas gafas con montura de asta y se las metía en la cartera. No estaba lejos de él.
Bertinelli está hablando; con poco éxito, supongo.
No había tiempo más que para decisiones instintivas. Bourne se pasó la maleta a la mano izquierda, caminó rápidamente hacia la mujer y le tocó suavemente un codo.
—¿Doctora…?
—¿Cómo dice?
—¿Usted es la doctora…?
—St. Jacques —completó ella, pronunciando el «Saint» a la francesa.
—¿Es usted el del ascensor?
—No me di cuenta de que era usted —replicó—. Me indicaron que usted sabe dónde está hablando ese tal Bertinelli.
—Está en la pizarra. Suite Siete.
—Me temo que no sé dónde queda. ¿No le importaría acompañarme? Llego tarde y debo tomar algunas notas.
—¿De Bertinelli? ¿Por qué? ¿Trabaja usted para un diario marxista?
—Una asociación neutral —respondió Jason, preguntándose de dónde le salían las frases—. Trabajo para varias personas. No creen que valga la pena.
—Quizá no, pero debería ser oído. Hay algunas crudas verdades en lo que dice.
—Tengo que verle. Quizás usted me pueda llevar hasta él.
—Me temo que no. Le mostraré el lugar, pero debo hacer una llamada telefónica —dijo, cerrando la cartera.
—Por favor, ¡dése prisa!
—¿Qué? —inquirió, mirándolo con poca amabilidad.
—Perdone, pero tengo mucha prisa —miró rápidamente a su derecha; los dos hombres estaban ya a no más de seis metros.
—¿Sabe que es bastante brusco? —dijo fríamente la doctora St. Jacques.
—¡Por favor!
Contuvo el deseo de empujarla hacia delante, lejos de la trampa que se estaba cerrando.
—Por aquí —dijo empezando a caminar hacia un ancho corredor que salía de la pared izquierda posterior.
La cantidad de gente era menor, y su presencia sería menos obvia en la zona de atrás del salón. Llegaron a lo que parecía un túnel cubierto de terciopelo color rojo fuerte, con puertas a ambos lados. Letreros luminosos sobre las mismas decían: «Conferencias, Sala 1» y «Conferencias, Sala 2». Al final del pasillo había una puerta doble; las letras doradas al lado indicaban que era la entrada a la Suite Siete.
—Ahí la tiene —dijo Marie St. Jacques—. Tenga cuidado cuando entre; probablemente estará oscuro. Bertinelli da las conferencias con diapositivas.
—Como una película —comentó Bourne, mirando atrás, hacia la gente que había al final del largo corredor.
Allí estaba; el hombre con gafas de montura de oro se estaba excusando al pasar ante un animado trío en la recepción. Caminaba hacia el pasillo; su compañero, detrás de él.
—… una considerable diferencia. Él se sienta bajo el escenario y pontifica.
La doctora St. Jacques había dicho algo y ahora se iba.
—¿Qué dice? ¿Un escenario?
—Bueno, una plataforma elevada. Para exhibiciones, habitualmente.
—Eso tienen que traerlo —dijo.
—¿Qué tienen que traer?
—Lo que se exhiba. ¿Hay una salida ahí dentro? ¿Otra puerta?
—No tengo la menor idea. Bueno, debo hacer mi llamada. Que disfrute del professore —concluyó, dando media vuelta.
Dejó la maleta y la tomó por el brazo. Al tocarla, ella lo fulminó con la mirada.
—Quíteme la mano de encima, por favor.
—No la quiero asustar, pero no tengo otra alternativa. —Habló con tranquilidad, su mirada por sobre el hombro de ella. Los asesinos habían aminorado el paso; la trampa estaba segura, a punto de cerrarse—. Debe venir conmigo.
—Está usted loco.
Apretó la mano en su brazo, moviéndola frente a él. Luego sacó la pistola del bolsillo, asegurándose de que el cuerpo de ella la ocultaba de los hombres, diez metros atrás.
—No quiero usar esto. No quiero herirla, pero haré ambas cosas si me veo obligado.
—¡Dios mío…!
—Cállese. Haga exactamente lo que le diga y no le pasará nada. Tengo que salir de este hotel y usted me ayudará. Una vez fuera, la dejaré ir. Pero no antes. Vamos. Entremos ahí.
—Usted no puede…
—Si, puedo. —Le apretó el cañón de la pistola contra el estómago, en la seda roja, que se arrugó bajo la fuerza de la presión. El terror la sometió al silencio, a la sumisión.
—¡Vamos!
Él se puso a la izquierda, con la mano sosteniéndole aún el brazo, la pistola contra su pecho, a centímetros del de ella. Los ojos de la mujer estaban fijos en el arma; los labios, abiertos; la respiración entrecortada. Bourne abrió la puerta, impulsándola hacia delante, frente a él. Pudo oír una sola palabra, gritada en el pasillo.
—¡Schnell!
Estaban en la oscuridad, pero fue breve; un haz de luz blanca cruzó la sala, por sobre las filas de sillas, iluminando las cabezas de los asistentes. La proyección en la distante pantalla era de un gráfico, los puntos marcados numéricamente, una pesada línea negra que comenzaba a la izquierda y se extendía escalonadamente, a través de las líneas, hacia la derecha. Una voz de fuerte acento hablaba con un amplificador.
—Observarán que durante los años setenta y setenta y uno, cuando específicas restricciones a la producción fueron auto impuestas, repito, auto impuestas, por estos líderes de la industria, la recesión económica resultante fue mucho menos severa que en… diapositiva número diez, por favor… la así llamada regulación paternalista del mercado por los intervencionistas gubernamentales. La próxima diapositiva, por favor.
El salón quedó nuevamente en la oscuridad. Había un problema con el proyector; ningún haz de luz remplazó al primero.
—¡Número doce, por favor!
Jason empujó a la mujer hacia delante, frente a las figuras paradas contra la pared, detrás de la fila de sillas. Trató de calcular la medida del salón de conferencias buscando una luz roja que pudiera indicar la huida. ¡La vio! Un débil resplandor rojo a distancia. En el escenario, detrás de la pantalla. No había otras salidas, ni otras puertas, salvo la entrada a la suite siete. Debía alcanzarla; debía llegar a aquella salida. En aquel escenario.
—Marie…, par ici!
El susurro llegó de la izquierda, de un asiento en la última fila.
—Non, cherie. Reste avec moi.
El segundo susurro vino de la figura en sombras de un hombre parado directamente frente a Marie St. Jacques. Se apartó de la pared, interceptándola.
—On nous a séparé. Il n’y a plus de chaises.
Bourne presionó firmemente la pistola contra las costillas de la mujer, un mensaje inconfundible. Ella susurró sin respirar; Jason agradeció que su cara no pudiera verse claramente.
—Por favor, déjanos pasar —dijo en francés—. Por favor.
—¿Qué es esto? ¿Él es tu cablegrama, querida?
—Un viejo amigo —murmuró Bourne. Un grito surgió por sobre la protesta, cada vez más alta de la audiencia.
—¿Puedo, por favor, ver la diapositiva doce? Per favore!
—Debemos ver a alguien al final de la fila —continuó Jason, mirando hacia atrás.
La hoja derecha de la puerta se abrió; en el centro de una cara en sombras, unas gafas con montura de oro reflejaron la tenue luz del corredor. Bourne empujó a la muchacha, que pasó junto a su sorprendido amigo, forzándolo a retroceder contra la pared y susurrando una disculpa.
—¡Perdón, pero tenemos prisa!
—¡Qué grosero!
—Sí, lo sé.
—¡Foto doce! Ma che infamia!
El rayo de luz surgió del proyector y vibró bajo la nerviosa mano del operador. Otro gráfico apareció en la pantalla mientras Jason y la mujer alcanzaban la lejana pared, el comienzo del estrecho pasillo que conducía hacia el escenario. La empujó al rincón, presionando su cuerpo contra el de ella, su cara contra su cara.
—Voy a gritar —susurró ella.
—Voy a disparar —replicó él.
Miró a las figuras que se recostaban contra la pared; los asesinos estaban adentro, escudriñando, moviendo la cabeza como alarmados roedores, tratando de localizar su blanco entre las filas de rostros.
La voz del conferenciante emergió como el sonido de una campana rota; su diatriba fue breve, pero estridente.
—Ecco! A los escépticos me dirijo aquí esta noche, y son la mayoría de ustedes ¡aquí está la prueba estadística! Esencialmente idéntica a otros cien análisis que he preparado. Dejen el mercado para aquellos que viven allí. Siempre pueden encontrarse excesos menores. Son un pequeño precio a pagar por el bien general.
Hubo un aplauso disperso y recibió la aprobación de una definida minoría. Bertinelli recobró su tono normal y continuó con monotonía señalando la pantalla, con su largo puntero enfatizando lo obvio, lo obvio para él. Jason miró hacia atrás; las gafas doradas brillaron en el resplandor de la luz del lado del proyector. El asesino que la usaba tocó el brazo de su compañero, haciendo un gesto con la cabeza hacia la izquierda; ordenaba a su subordinado que continuara la búsqueda por el lado izquierdo de la sala; él seguiría por la derecha. Comenzó. La montura de oro brillaba con más intensidad a medida que avanzaba paso a paso frente a los que estaban de pie, estudiando cada cara. Llegaría al rincón, los alcanzaría a ellos en segundos. Detener al asesino con un disparo era todo lo que quedaba: y si se movía alguien entre la fila de los que estaban de pie, o si la mujer que tenía aprisionada contra la pared se aterrorizaba y lo empujaba… o si fallaba su disparo por cualquier razón, estaba atrapado. Y aunque acertara, había otro asesino en la sala, evidentemente un tirador de élite.
—Diapositiva número trece, por favor.
Aquella era la oportunidad. ¡Ahora!
El haz de luz desapareció. En la oscuridad, Bourne apartó a la mujer de la pared, la hizo girar, su cara contra la de ella.
—Si emite un sonido, ¡la mato!
—Le creo —susurró, aterrorizada—. Es usted un maniático.
—¡Vamos!
La empujó por el estrecho pasillo que conducía al escenario, quince metros más allá. La luz del proyector se encendió nuevamente; tomó a la chica por el cuello, empujándola hacia abajo, en cuclillas, mientras él se arrodillaba a su lado. Estaban ocultos de los asesinos por las filas de personas sentadas en las sillas. Apretó su cuerpo con los dedos; era su señal de que siquiera moviéndose, arrastrándose… despacio, agachados, pero moviéndose. Ella entendió; comenzó a avanzar de rodillas, temblando.
—¡Las conclusiones de esta etapa son irrefutables! —gritó el conferenciante—. El motivo de ganancia es inseparable del incentivo de producción, pero los papeles del adversario nunca pueden ser iguales. Como entendió Sócrates, la desigualdad de valores es constante. El oro simplemente es distinto del bronce o del hierro, ¿quién de ustedes lo puede negar? Diapositiva número catorce, ¡por favor!
Nuevamente la oscuridad. Ahora.
Impulsó a la mujer hacia arriba, la empujó adelante, hacia la plataforma. Estaban a metro y medio de ella.
—Cosa sucede? ¿Qué pasa? ¡Diapositiva catorce!
¡Ocurrió! El proyector se había trabado otra vez; la oscuridad se prolongaba nuevamente. Y allí, en el escenario, frente a ellos, por encima de ellos, estaba el rojo resplandor de la señal de salida. Jason apretó cruelmente el brazo de la mujer.
—¡Suba al escenario y corra hacia la salida! Estoy justo detrás de usted, si se detiene o grita, disparo.
—¡Por Dios, déjeme ir!
—Todavía no.
Lo dijo en serio; había una salida en alguna parte, hombres esperando fuera al blanco de Marsella.
—¡Vamos! ¡Ahora!
La doctora St. Jacques se levantó y corrió al escenario. Bourne la levantó del piso, saltando mientras lo hacía y ayudándola a erguirse nuevamente.
La cegadora luz del proyector se encendió, inundando la pantalla. Gritos de sorpresa e irritación vinieron de la audiencia al ver a dos figuras; los gritos del indignado Bertinelli se oyeron sobre el alboroto general.
—E insoffribile! Ci sonó comunisti qui!
Y hubo otros sonidos: tres… letales, agudos, repentinos. Disparos de un arma silenciosa, armas; saltaron trozos de madera en las molduras del arco del proscenio. Jason arrojó a la joven al suelo y se abalanzó hacia las sombras del estrecho espacio del ala, arrastrándola detrás de sí.
—Da ist er! Da oben!
—Schnell! Der Projektor!
Un grito llegó del centro del pasillo de la sala en el momento que la luz del proyector giró hacia los lados. Su haz era interceptado por paneles inclinados que disimulaban el área más allá del escenario; luz, sombra, luz, sombra. Y al final de los paneles, al fondo del escenario, estaba la salida. Una puerta alta, ancha, de metal, con cierre.
El vidrio saltó hecho añicos; la luz roja estalló, la bala de un tirador voló la señal sobre la puerta. No importaba; podía ver claramente el brillo del cierre de bronce.
El salón de conferencias se había convertido en un caos. Bourne sujetó a la mujer por la blusa, tirando de ella bajo los paneles hacia la puerta. Por un instante, se resistió; él la golpeó en la cara y la arrastró a su lado, hasta que el cierre estuvo sobre sus cabezas.
Las balas se estrellaban en la pared, a su derecha; los asesinos corrían por los pasillos en busca de buenos lugares para disparar. Los alcanzarían en segundos, y en segundos, otras balas o una sola bala encontraría su blanco. Aún había suficientes proyectiles, lo sabía. No tenía la menor idea de cómo o por qué lo sabía, pero lo sabía. Por el sonido podía visualizar las armas, extraer cargadores, contar las balas.
Pegó con el antebrazo en el cierre de la puerta de salida. Se abrió, y se abalanzó por la abertura, arrastrando consigo a la doctora St. Jacques.
—¡Basta! —gritó—. ¡No daré un paso más! ¡Está usted loco! ¡Están disparando!
Jason cerró de un golpe la enorme puerta de metal, empujándola con el pie.
—¡Levántese!
Le dio un revés en la cara.
—Lo siento, pero ha de venir conmigo. ¡Levántese! Una vez que estemos fuera, le doy mi palabra de que la dejaré ir.
Pero ¿adonde iba ahora? Estaban en otro túnel, en éste no había alfombra, ni puertas con letreros luminosos encima. Estaban en alguna clase de desierta zona de carga; el piso era de cemento, y había dos plataformas rodantes de carga cerca de él, contra la pared. Había estado en lo cierto; los elementos utilizados en el escenario de la suite siete debían ser introducidos por la puerta de salida, lo suficientemente alta y ancha como para acomodar grandes objetos.
¡La puerta! ¡Tenía que atrancar la puerta! Marie St. Jacques se había puesto de pie; la sujetó mientras arrastraba la primera plataforma, tirando de su estructura para colocarla frente a la puerta y golpeándola con el hombro y la rodilla hasta que quedó colocada contra el metal. Miró hacia abajo; bajo la gruesa base de madera había palancas de frenos en las ruedas; empujó con el talón la palanca de delante y luego la de atrás.
La mujer se volvió, tratando de soltarse, mientras él estiraba la pierna hacia la parte trasera de la plataforma; deslizó una mano por el brazo de ella, la tomó de la muñeca y la retorció hacia adentro. Ella gritó, con lágrimas en los ojos y temblor en los labios. Tiró de ella hasta ponerla a su lado, forzándola hacia la izquierda, y empezando a correr, suponiendo que la dirección que seguían los llevaría hacia la parte trasera del «Carillón du Lac», esperando encontrar la salida. Pues allí, y sólo allí, podría necesitar a la mujer; los breves segundos en que saliera una pareja, no un solo hombre corriendo.
Se oyeron fuertes golpes; los asesinos trataban de forzar la puerta del escenario, pero la plataforma atrancada era una barrera demasiado pesada.
Arrastró a la mujer por el piso de cemento; ella trató de zafarse, pataleando nuevamente, retorciéndose de un lado al otro; estaba al borde de la histeria. No tenía alternativa; la tomó del codo, su pulgar en la parte interna, y apretó lo más fuerte que pudo. Ella jadeó, el dolor fue repentino e insoportable; sollozó y suspiró, permitiéndole empujarla hacia delante.
Alcanzaron una escalera de cemento; cuatro peldaños con borde de acero conducían a un par de puertas metálicas más abajo. Era la zona de carga; al otro lado de las puertas estaba el área posterior de aparcamiento del «Carillón du Lac». Ya casi había llegado. Ahora sólo era cuestión de apariencia.
—Escúcheme —dijo a la mujer, rígida y asustada—. ¿Quiere que la deje ir?
—Por Dios, ¡sí! ¡Por favor!
—Entonces, haga exactamente lo que le digo. Vamos a bajar por estos escalones y a pasar por esa puerta como dos personas perfectamente normales, al final de un día normal de trabajo. Me va a coger del brazo y vamos a caminar despacio, charlando tranquilamente, hacia los coches que están al final del área de aparcamiento. Y ambos nos vamos a reír, no fuerte, sólo de forma casual, como si recordáramos cosas graciosas que nos sucedieron durante el día. ¿Entendido?
—Nada gracioso en absoluto me ha sucedido durante los últimos quince minutos —respondió en un murmullo apenas audible.
—Lo supongo. Puedo estar atrapado; si lo estoy, no me importa. ¿Comprende?
—Creo que me ha roto la muñeca.
—No.
—Mi brazo izquierdo, mi hombro. No los puedo mover, siento palpitaciones.
—Un nervio estará resentido; pasará en cuestión de unos minutos. Estará bien.
—Es usted un animal.
—Quiero vivir —dijo—. Vamos, recuerde: cuando abra la puerta, míreme y sonría, sacuda la cabeza hacia atrás, ría un poco.
—Será lo más difícil que he hecho en mi vida.
—Es más fácil que morir.
Ella pasó la mano lastimada por un brazo de él y bajaron por la breve serie de escalones hasta el nivel de la puerta. Él la abrió y salieron; el hombre llevaba la mano en el bolsillo de su abrigo, sujetando la pistola del francés y escudriñando el área de carga. Había una sola lámpara encajada en una tela de alambre sobre la puerta; su reflejo definía los escalones de cemento a la izquierda, que conducían al pavimento de abajo; llevó a su rehén hacia ellos.
Ella actuó como él le había indicado. Mientras bajaban los escalones con la cara vuelta hacia él, sus aterrorizados rasgos quedaron bajo la luz. Sus generosos labios estaban abiertos, estirados sobre los dientes blancos en una falsa y tensa sonrisa; sus enormes ojos eran dos órbitas oscuras, que reflejaban un temor primitivo; su piel, manchada por las lágrimas, lisa y pálida, estropeada por marcas rojas, donde él le había pegado. Estaba mirando un rostro cincelado en piedra, una máscara enmarcada por oscuros cabellos rojos que le caían en cascada sobre los hombros y que movía la brisa nocturna: el único indicio de vida en la máscara.
Una ahogada risa salió de su garganta, y las venas se pronunciaron en su largo cuello. Estaba al borde del colapso, pero él no podía pensar ahora en eso. Debía concentrarse en el espacio que los rodeaba, en cualquier mínimo movimiento que pudiera observar en las sombras de la extensa zona de aparcamiento. Era obvio que esta zona de atrás, oscura, era utilizada por los empleados del «Carillón du Lac»; eran casi las seis y media, el turno de la noche estaría en plena tarea. Todo estaba en calma, una extensión negra y lisa, quebrada por filas de silenciosos automóviles, como hileras de enormes insectos, el vidrio opaco de las lámparas era como cien ojos mirando el vacío.
Un crujido. Un metal había rascado contra otro metal. Vino de la derecha, desde uno de los coches de una fila cercana. ¿Qué fila? ¿Qué coche? Echó la cabeza hacia atrás como si reaccionara ante un chiste de su compañera, mientras sus ojos recorrían las ventanas de los coches más cercanos a ellos. Nada.
¿Algo? Estaba allí, pero era tan pequeño, imperceptible… tan desorientador. Un circulito verde, un infinitesimal resplandor de luz verde. Se movía… a la par de ellos.
Verde. Pequeña… ¿luz? De pronto, desde algún lugar de su remoto pasado, la imagen de una retícula apareció ante sus ojos. Miraba dos finas líneas, que se interceptaban. ¡Una retícula! ¡Una mira… una mira telescópica infrarroja!
¿Cómo lo sabían los asesinos? Había muchas respuestas. Un transmisor se había utilizado en el Gemeinschaft; podía haber uno en uso ahora. Él llevaba abrigo; su rehén, un fino vestido de seda; la noche era fresca. Ninguna mujer saldría con ropa tan liviana.
Se volvió hacia la izquierda, se agachó y abalanzó contra Marie St. Jacques, golpeándola con el hombro en el estómago y tirándola hacia atrás, hacia los escalones. Los sordos disparos salieron con insistente repetición; todo a su alrededor era una explosión de piedra y asfalto. Se echó hacia la derecha y comenzó a rodar en el instante en que tocó el pavimento, sacando la pistola del bolsillo del abrigo. Saltó de nuevo, esta vez hacia delante, con la mano izquierda sosteniendo la derecha, centrando la pistola, apuntada a la ventanilla donde estaba el rifle. Disparó tres veces.
Un grito partió del oscuro espacio abierto donde estaba el coche estacionado; se convirtió en un gemido, luego un jadeo, después nada. Bourne yacía inmóvil, esperando, escuchando, atento, preparado para disparar otra vez. Silencio. Comenzó a levantarse… pero no pudo. Algo había sucedido. Casi no podía moverse. Entonces el dolor se le extendió por el pecho, tan intensamente, que hubo de doblarse, sosteniéndose con ambas manos, sacudiendo la cabeza, tratando de centrar la vista, de rechazar la agonía. Su hombro izquierdo, su pecho… bajo las costillas… su muslo izquierdo; sobre la rodilla, bajo la cadera; los lugares de sus antiguas heridas, donde docenas de puntos habían sido quitados hacía más de un mes. Se había dañado las zonas debilitadas, al estirar tendones y músculos que no estaban totalmente restablecidos. ¡Oh, Cristo! Tenía que levantarse; tenía que llegar al coche del asesino, sacarlo de allí y escapar.
Levantó la cabeza, con un gesto de dolor, y contempló a Marie St. Jacques. Se estaba incorporando lentamente, primero apoyando una rodilla, luego un pie, sosteniéndose en la pared. No tardaría en correr e irse lejos.
¡No podía dejarla ir! Entraría gritando en el «Carillón du Lac», vendrían hombres, algunos para capturarlo…, otros para matarlo. ¡Tenía que sujetarla!
Se dejó caer hacia delante y comenzó a rodar a su izquierda, girando como un maniquí totalmente fuera de control, hasta que estuvo a metro y medio de la pared, a metro y medio de ella. Levantó la pistola y le apuntó la cabeza.
—Ayúdeme a levantarme —dijo, sintiendo la tensión de su voz.
—¿Qué?
—¡Me ha oído! Ayúdeme a levantarme.
—¡Dijo que cuando saliéramos podría irme! ¡Me dio su palabra!
—Tendré que retractarme.
—No, por favor.
—Le estoy apuntando directamente a la cabeza, doctora. O viene hasta aquí y me ayuda a levantarme, o disparo.
Tiró del cadáver del hombre hasta hacerlo caer del coche y ordenó a la mujer que se sentara al volante. Luego abrió la puerta trasera y se arrastró hacia el asiento, hasta quedar oculto.
—Conduzca —dijo—. Lléveme adonde le diga.