La clase turística del «Caravelle» de Air France que se dirigía a Zurich estaba repleta; los estrechos asientos parecían más incómodos por la turbulencia que sacudía al avión. Un bebé lloraba en brazos de su madre; otros niños gemían, tragando gritos de miedo mientras los padres les sonreían y los confortaban con una seguridad que no sentían. La mayoría de los restantes pasajeros permanecían silenciosos; algunos, bebiendo su whisky más rápido de lo normal.
Los menos emitían risas forzadas que brotaban de apretadas gargantas, actitudes falsas que enfatizaban su inseguridad en lugar de disimularla. Un vuelo terrible significa muchas cosas para mucha gente, pero nadie escapa a los esenciales pensamientos de terror. Cuando el hombre se encierra en un tubo metálico a nueve mil metros sobre la tierra, es vulnerable. En una alargada y aterrorizante zambullida podría caer a plomo sobre la tierra. Y hay preguntas fundamentales que acompasan al terror esencial. ¿Qué pensamientos atravesarían la mente de uno en semejante momento? ¿Cómo reaccionaría uno?
El paciente trató de averiguarlo; era importante para él. Estaba sentado del lado de la ventanilla, con los ojos fijos en el ala del avión, observando cómo la enorme extensión de metal se vencía y vibraba bajo el brutal impacto del aire. Las corrientes chocaban entre sí, llevando el tubo hecho por el hombre a una especie de sumisión, previniendo a los pretenciosos microscópicos que no eran rivales para las vastas irregularidades de la Naturaleza. Un gramo de presión por debajo de la tolerancia del fleje y el ala se quebraría; el miembro de apoyo, separado de su cuerpo tubular, quedaría despedazado en los aires; el estallido de un remache provocaría una explosión, seguida por los gritos y el precipitarse hacia abajo.
¿Qué haría él? ¿Qué pensaría? Aparte el incontrolable miedo a la muerte y el olvido, ¿habría algo más? En eso debía concentrarse; ésa era la proyección en que Washburn hacía hincapié, allá en Port Noir. Las palabras del doctor volvieron a él:
Cuando observe una situación de gran tensión —y tenga tiempo—, haga lo posible por proyectarse en ella. Haga asociaciones lo más libremente que pueda; deje que las palabras y las imágenes pueblen su mente. En ellas puede encontrar claves.
El paciente continuó mirando por la ventana, procurando estimular su inconsciente, fijando su vista en la violencia natural del otro lado del vidrio, destilando el movimiento, tratando en silencio de hacer lo posible para dejar que sus reacciones dieran lugar a palabras e imágenes.
Vinieron despacio. Nuevamente volvió la oscuridad, y el sonido del viento fuerte restalló en los oídos, continuo, aumentando el volumen hasta hacerle pensar que su cabeza iba a estallar. Su cabeza… El viento azotaba su cabeza y su cara quemándole la piel, forzándolo a levantar su hombro izquierdo para protegerse… Hombro izquierdo. Brazo izquierdo. Su brazo estaba levantado; los enguantados dedos de su mano izquierda sujetaban un borde metálico, la derecha asía una… correa; se agarraba a una correa, esperando algo. Una señal… un destello de luz o una palmada en el hombro, o ambas. Una señal. Ésta llegó. Se hundió. En la oscuridad, en el vacío; con el cuerpo dando tumbos, retorciéndose, atravesaba el cielo nocturno. Se había… ¡arrojado en paracaídas!
—Étes-vous malade?
Su insana visión se esfumó; el nervioso pasajero que estaba a su lado le había tocado el brazo izquierdo, que mantenía levantado, con los dedos de la mano desplegados, como si resistieran, rígidos, en su fija posición. Sobre el pecho, su antebrazo derecho presionaba la tela de su chaqueta, y la mano derecha se agarraba de la solapa, arrugándola. Y por su frente corrían hilos de sudor; había sucedido. Su otra vida había vuelto brevemente —insanamente— a entrar en su conciencia.
—Pardon —dijo, bajando los brazos—. Un mauvais revê —agregó sordamente.
Se produjo un cambio en las condiciones atmosféricas, el «Caravelle» se estabilizó. Las sonrisas en el rostro de las acosadas azafatas volvieron a ser francas; se reanudó por completo el servicio de a bordo, mientras los incómodos pasajeros se miraban de reojo.
El paciente observó a su alrededor, pero no sacó conclusiones. Estaba consumido por las imágenes y los sonidos, que aparecieron tan claramente definidos en su mente. Se había arrojado de un avión… de noche… Había saltado en paracaídas. ¿Dónde? ¿Por qué?
¡No se atormente más!
Para alejar de la locura sus pensamientos, se metió la mano en el bolsillo interno de la chaqueta, extrajo el pasaporte falsificado y lo abrió. Como era de esperar, el nombre Washburn se había mantenido; era lo suficientemente común, y su dueño le había explicado que no tenía antecedentes. De todos modos, el Geoffrey R. había sido cambiado por George P., y las eliminaciones y los espacios anulados estaban expertamente realizados. La inserción fotográfica era hábil y ya no parecía una copia barata hecha a máquina en un parque de diversiones.
Por supuesto que los números de identificación eran totalmente diferentes, garantizados para no causar alarma en una computadora de inmigración; al menos, hasta el momento en que el portador sometiera el pasaporte a la primera inspección; de ahí en adelante era exclusiva responsabilidad del comprador. Uno pagaba por esta garantía, así como por la habilidad artística y por el equipo, pues requería conexiones con la Interpol y las oficinas de inmigración. Funcionarios de aduana, especialistas en cómputos y empleados en todos los sistemas de límites europeos eran pagados regularmente para esta información vital; muy raramente se equivocaban. Y cuando lo hacían, la pérdida de un brazo o de un ojo no estaba fuera de las posibilidades; así eran los proveedores de papeles falsos.
George P. Washburn. No se sentía cómodo con este nombre; el propietario del original no adulterado lo había instruido demasiado bien en las bases de la proyección y la asociación. George P. era un derivado de Geoffrey R., un hombre devorado por una compulsión que tenía sus raíces en la huida: huir de la identidad. Eso era lo último que el paciente quería; más que su vida, quería saber quién era.
¿O no?
No importaba. La respuesta estaba en Zurich. En Zurich estaba…
Mesdames et messieurs. Nous commençons notre descente pour l’aéroport dé Zurich.
Sabía el nombre del hotel: «Carillón du Lac». Se lo había dado al conductor del taxi, sin pensarlo. ¿Lo habría leído en algún lugar? ¿Sería uno de los nombres en las listas de los folletos de «Bienvenidos a Zurich» que estaban en los bolsillos de los asientos del avión?
No. Conocía el vestíbulo del hotel; la oscura y pesada madera lustrada le resultaba familiar… de algún modo. Y los enormes ventanales que daban al lago Zurich. Había estado allí antes; se había parado donde estaba ahora, frente al mostrador con superficie de mármol, hacía mucho tiempo.
Lo confirmaron las palabras que pronunció el empleado detrás del mostrador. Tuvieron el impacto de una explosión.
—Me alegra volver a verlo, señor. Ha pasado mucho tiempo desde su última visita.
¿Mucho tiempo? ¿Cuánto? ¿Por qué no me llama por mi nombre? Por Dios. ¡No lo conozco! ¡No me conozco! ¡Ayúdeme! Por favor, ¡ayúdeme!
—Supongo que sí —dijo—. Hágame un favor, ¿quiere? Me torcí la mano; casi no puedo escribir. ¿Podría llenar la ficha y yo haré lo posible por firmarla?
Contuvo la respiración. ¿Y si le pedía que repitiera su nombre, o lo deletreara?
—Por supuesto. —El empleado dio vuelta a la ficha y escribió—: ¿Quiere ver al médico del hotel?
—Más tarde, quizás. Ahora no.
El empleado continuó escribiendo; luego levantó la tarjeta, dándole la vuelta para la firma del huésped.
Mr. J. Bourne. Nueva York, N. Y., EE. UU.
La observó, hipnotizado por las letras. Tenía un nombre, parte de un nombre. Y un país, así como una ciudad de residencia.
J. Bourne. ¿John? ¿James? ¿Joseph? ¿A qué correspondía la J.?
—¿Algo está mal, Herr Bourne? —preguntó el empleado.
—¿Mal? No, en absoluto.
Cogió la pluma, procurando fingir dificultad. ¿Debería poner el nombre? No, firmaría exactamente como había escrito el empleado.
J. Bourne.
Escribió el nombre lo más naturalmente que pudo, dejando que surgieran libremente los pensamientos o imágenes que pudieran estar trabados en su memoria. No sucedió; estaba simplemente firmando con un nombre que no le era familiar. No sintió nada.
—Me ha preocupado usted, rnein Herr —dijo el empleado—. He pensado que quizá me habría equivocado. Ésta ha sido una semana muy agitada, especialmente hoy. Aunque, de todos modos, estaba seguro.
¿Y si fuera así? ¿Si se hubiera equivocado? Mr. J. Bourne, de la ciudad de Nueva York, Estados Unidos, no quería pensar en esa posibilidad.
—Nunca he pensado en cuestionar su memoria… Herr Stosel —respondió el paciente, luego de mirar rápidamente el letrero que había en la parte izquierda del mostrador; el hombre era el subgerente del «Carillón du Lac».
—Es usted muy amable. —El subgerente se inclinó hacia adelante—. ¿Debo suponer que desea las habituales condiciones de siempre?
—Algunas pueden haber cambiado —dijo J. Bourne—. ¿Qué entiende por ellas?
—Todo el que pregunte, personalmente o por teléfono, debe ser informado de que no está en el hotel; luego será usted notificado inmediatamente. La única excepción es su firma en Nueva York. La Compañía «Treadstone Setenta y Uno», si no recuerdo mal.
¡Otro nombre! Nombre que podía investigar mediante una llamada telefónica internacional. Algunos fragmentos se iban colocando en su lugar. El entusiasmo comenzó a retornar.
—Así estará bien. No olvidaré su eficiencia.
—Esto es Zurich —replicó el hombre, encogiéndose de hombros—. Siempre ha sido usted extremadamente generoso, Herr Bourne. Page… hierher, bitte.
Mientras el paciente seguía al botones del hotel hacia el ascensor, veía más claras muchas cosas. Tenía un nombre y sabía por qué ese nombre era tan fácilmente recordado por el subgerente del «Carillón du Lac». Pertenecía a un país, y a una ciudad, y a una firma cuyo empleado era o había sido. Y cuando iba a Zurich, se tomaban ciertas precauciones para protegerlo de visitas inesperadas o indeseables. Eso era lo que no entendía. Uno se protegía completamente o no se molestaba en protegerse en absoluto. ¿Cuál era la ventaja de un sistema de protección tan vulnerable? Le impresionó como si se tratara de algo sin valor, como si un niño pequeño estuviera jugando al escondite. ¿Dónde estoy? Trata de encontrarme. Diré algo en voz alta y te daré una clave.
No era profesional, y si algo había aprendido acerca de sí mismo en las últimas veinticuatro horas, era que él era un profesional. De qué, no tenía la menor idea, pero el status no era discutible.
La voz del operador de Nueva York se perdía esporádicamente en la línea. De todos modos, su conclusión fue irritantemente clara. Y terminante:
—Esa Compañía no está registrada, señor. He revisado las últimas guías comerciales y los teléfonos privados y no existe tal «Treadstone Corporation», ni nada que se le parezca, con números después del nombre.
—Quizá los quitaron para abreviar…
—No hay ninguna firma o sociedad con ese nombre, señor. Le repito, si tiene un primer o segundo nombre, o la clase de negocios a los cuales se dedica la firma, podré ayudarle un poco más.
—No lo sé. Sólo el nombre: «Treadstone Setenta y Uno», ciudad de Nueva York.
—Es un extraño nombre, señor. Estoy seguro de que si estuviera registrada, sería muy simple encontrarla. Lo siento.
—Muchas gracias por su amabilidad —replicó J. Bourne, colgando el teléfono. No tenía sentido continuar; el nombre era un código de alguna clase, palabras utilizadas por alguien que llamaba y con las cuales tenía acceso a un huésped del hotel no tan fácilmente accesible. Y las palabras podían ser usadas por cualquiera, independientemente de dónde llamara; por tanto, la ubicación en Nueva York podía también no tener significado. No lo tenía según un operador a siete mil kilómetros de distancia.
El paciente caminó hacia el escritorio donde había dejado la billetera Louis Vuitton y el cronógrafo «Seiko». Se metió la billetera en el bolsillo y se puso el reloj en la muñeca; miró hacia el espejo y habló con calma:
«Eres J. Bourne, ciudadano de los Estados Unidos, residente en la ciudad de Nueva York, y es muy probable que los números “cero-siete-diecisiete-cero-catorce-veintiséis-cero” sean los más importantes de tu vida.»
El sol brillaba, filtrándose entre los árboles a lo largo de la elegante Bahnhofstrasse, reflejándose en las vidrieras de los establecimientos y creando sombras. Era una calle donde coexistían la solidez y el dinero, la seguridad y la arrogancia, la determinación y un toque de frivolidad. Y el paciente del doctor Washburn había caminado por allí antes.
Paseó por la Burkli Platz, la plaza que miraba al Zurichsee, con sus numerosos muelles a lo largo de la costa, bordeados de jardines que, con el calor del verano, estallaban de flores. Las imágenes volvían a él. Pero no había pensamientos ni recuerdos.
Regresó a la Bahnhofstrasse, sabiendo instintivamente que el Banco Gemeinschaft era un edificio cercano, de piedra blanca; estaba en el lado opuesto de la calle por la cual había caminado hacía poco; lo pasó deliberadamente. Se aproximó a las pesadas puertas de vidrio y empujó hacia delante el panel central. La puerta se abrió fácilmente hacia la derecha y se encontró pisando un suelo de mármol marrón; se había parado sobre él antes, pero la imagen no fue tan fuerte como otras. Tuvo la incómoda sensación de que debía evitar el Gemeischaft.
Pero no ahora.
—Bonjour, Monsieur. Vous desirez…?
El hombre que le hizo la pregunta iba vestido con levita, la roja boutonnière, su símbolo de autoridad. El uso del francés se explicaba por la ropa del cliente; hasta los gnomos subordinados eran observadores en Zurich.
—Tengo asuntos personales y confidenciales que tratar —respondió J. Bourne en inglés, una vez más, sorprendido por las palabras que pronunciaba tan naturalmente.
La razón de su inglés era doble; quería observar la expresión del gnomo ante su error, y que no hubiera posibilidad de que se interpretara mal nada de lo que dijera en la próxima hora.
—Perdone, señor —replicó el hombre, con las cejas levemente arqueadas, estudiando el abrigo del cliente.—. El ascensor de la izquierda, segundo piso. El recepcionista lo atenderá.
El recepcionista era un hombre de mediana edad, con el cabello cortado al cepillo y gafas con montura de carey; su expresión era segura; sus ojos, rígidamente curiosos.
—¿Tiene normalmente asuntos personales y confidenciales con nosotros, señor? —preguntó, repitiendo las palabras del recién llegado.
—Así es.
—Su firma, por favor —dijo el funcionario, sosteniendo una hoja de papel con membrete del Gemeinschaft; había dos líneas en blanco centradas en la mitad de la página.
El cliente comprendió; no se requería el nombre. Los números escritos a mano remplazan a un nombre…, constituyen la firma del titular de la cuenta. Procedimiento correcto. Washburn.
El paciente escribió los números, relajando la mano para que la letra saliera libremente. Entregó el papel al recepcionista, quien lo estudió, se levantó de la silla y señaló una fila de puertas angostas con paneles de vidrio esmerilado.
—Si espera en la cuarta puerta, señor, alguien lo atenderá en seguida.
—¿La cuarta puerta?
—La cuarta puerta de la izquierda. Cerrará automáticamente.
—¿Es necesario?
El recepcionista lo miró sorprendido.
—Está de acuerdo con su petición, señor —replicó, cortésmente—. Ésta es una cuenta triple cero. Es costumbre del Gemeinschaft que los titulares de tales cuentas telefoneen con anticipación, de modo que pueda ponerse a su disposición una entrada privada.
—Lo sé —mintió el paciente de Washburn con un tono de indiferencia que no sentía—. Es que tengo prisa.
—Comunicaré eso a Verificaciones, señor.
—¿Verificaciones?
Mr. J. Bourne, de la ciudad de Nueva York, no pudo evitarlo; la palabra tenía el sonido de una alarma.
—Verificaciones de firmas, señor. —El hombre se acomodó los anteojos, mientras daba un paso para acercarse a su escritorio y alargaba la mano para abrir una consola—. Le sugiero que espere en el compartimiento cuatro, señor.
No era una sugerencia, sino una orden, implícita en la mirada pretoriana.
—Está bien. Pero dígales que se apresuren, por favor.
El paciente fue hasta la cuarta puerta, la abrió y entró. La puerta se cerró automáticamente. Bourne miró hacia el panel de vidrio; no era vidrio común, había una red de finos alambres entretejidos bajo la superficie. Indudablemente, si se rompía sería activada una alarma; estaba en una celda, en espera de ser llamado.
El resto del cuartito estaba revestido y amueblado elegantemente; dos sillones de cuero, uno cerca del otro, frente a un sofá en miniatura, flanqueado por mesitas antiguas. En el extremo opuesto había una segunda puerta, sorprendente por el contraste; era de acero gris. Sobre las mesas había periódicos y revistas, en tres idiomas, El paciente se sentó y tomó la edición parisiense del Herald Tribune. Leyó, pero no retuvo nada. La llamada llegaría en cualquier momento; su mente estaba ocupada por pensamientos de táctica. Táctica sin memoria, sólo con instinto.
Finalmente se abrió la puerta de acero, dando paso a un hombre alto, delgado, de facciones aguileñas y cabello gris cuidadosamente peinado. Parecía ansioso por servir a quien necesitara de su pericia. Extendió la mano; su inglés era refinado, melifluo, bajo su entonación suiza.
—Encantado de conocerlo. Perdone por la tardanza; ha sido un tanto gracioso, en realidad.
—¿En qué sentido?
—Me temo que ha desconcertado a Herr Koenig. No es un común que llegue una cuenta triple cero sin previo aviso. Es un hombre muy rutinario, ¿sabe?; lo imprevisto, le arruina el día. En cambio, generalmente hace el mío más placentero. Soy Walter Apfel. Por favor, pase.
El funcionario del Banco soltó la mano del paciente e hizo un gesto hacia la puerta de acero. El cuarto de al lado era una extensión de la celda en forma de V: con paneles oscuros, muebles pesados y cómodos y una gran mesa frente a una enorme ventana que daba a la Bahnhofstrasse.
—Lamento haberlo molestado —dijo J. Bourne—. Es que tengo muy poco tiempo.
—Sí, ya nos lo dijo —Apfel caminó alrededor de la mesa, señalando el sillón de cuero frente a él—. Siéntese. Una o dos formalidades y podremos discutir los asuntos pertinentes. —Se sentaron. El funcionario del Banco tomó unos papeles prendidos con clip y se inclinó a través de la mesa, entregándolos al cliente del Gemeinschaft. Entre los papeles había otra hoja que, en lugar de dos líneas blancas, tenía diez, que empezaban bajo el membrete y se extendían hasta unos dos centímetros del borde inferior.
—Su firma, por favor. Un mínimo de cinco bastará.
—No comprendo. Acabo de hacerlo.
—Y muy exitosamente, por cierto. Verificación lo ha confirmado.
—Entonces, ¿por qué nuevamente?
—Una firma puede hacerse al punto tal de ser aceptable en una sola versión. Sin embargo, las sucesivas repeticiones harán poner de relieve las imperfecciones, si no es auténtica. Un aparato grafológico verificador lo detectará de inmediato; pero, estoy seguro, eso no le preocupa a usted. —Apfel sonrió, mientras le alargaba una pluma—. Ni a mí, francamente, pero Koenig insiste.
—Es un hombre muy cauteloso —replicó el paciente, tomando la pluma y comenzando a escribir. Había empezado la cuarta línea, cuando el banquero lo interrumpió.
—Con eso será suficiente; el resto sería realmente una pérdida de tiempo. —Apfel extendió la mano para coger la hoja—. Verificaciones ha dicho que ni siquiera era un caso dudoso. Con eso será entregada la cuenta.
Insertó la hoja de papel en la ranura de una caja metálica que había al lado derecho de la mesa y apretó un botón; se produjo un destello de luz brillante, y luego se apagó.
—Esto transmite directamente las firmas al aparato —continuó el banquero—, el cual, por supuesto, está programado. En realidad, francamente, todo es un poco tonto. Nadie que conozca nuestras precauciones accedería a las firmas adicionales si fuera un impostor.
—¿Por qué no? De haber llegado tan lejos, ¿por qué no intentarlo?
—Hay solamente una entrada en esta oficina, y, por tanto, una sola salida. Estoy seguro de que ha oído trabarse la puerta en la sala de espera.
—Y he visto la malla de alambre en el vidrio —agregó el paciente.
—Entonces comprenderá. Un impostor quedaría atrapado.
—Suponga que llevara un arma.
—Usted no la lleva.
—Nadie me ha registrado.
—El ascensor lo ha hecho. Desde cuatro ángulos diferentes. Si hubiera ido armado, el mecanismo se habría detenido entre el primero y segundo pisos.
—Toman todas las precauciones.
—Tratamos de tener un buen servicio. —Sonó el teléfono. Apfel lo cogió—. ¿Sí…? Adelante. —El banquero miró a su cliente—. La carpeta de su cuenta está aquí.
—Ha sido rápido.
—Herr Koenig la ha firmado hace varios minutos; sólo esperaba la aprobación final. —Apfel abrió un cajón y sacó un llavero—. Se siente desilusionado, ¿verdad? Estaba bastante seguro de que algo no se hallaba en orden.
Se abrió la puerta de acero y entró el recepcionista con una caja negra de metal, que colocó en la mesa, cerca de una bandeja con una botella de Perrier y dos vasos.
—¿Está disfrutando de su estancia en Zurich? —preguntó el banquero, obviamente, para llenar el silencio.
—Mucho. Mi habitación da al lago. Es un hermoso paisaje, muy tranquilo, lleno de paz.
—Espléndido —replicó Apfel, sirviendo un vaso de Perrier a su cliente.
Herr Koenig se fue, la puerta se cerró y el banquero volvió al tema.
—Su cuenta, señor —dijo, seleccionando una llave del aro—. ¿Puedo destrabar su caja, o prefiere hacerlo usted mismo?
—Adelante. Ábrala.
—He dicho destrabar. No abrir. Ése no es mi privilegio, ni siquiera tener esa responsabilidad.
—¿Por qué?
—En el caso de que esté inscrita su identidad, mi posición no me permite conocerla.
—Suponga que quisiera hacer transacciones. Transferir dinero, enviarlo a otra parte.
—Se llevaría a cabo con su firma numérica en una hoja aparte.
—¿Y enviar a otro Banco, fuera de Suiza, para mí?
—Entonces se requeriría un nombre. En tal caso, una identidad; ambas serían entonces mi responsabilidad y mi privilegio.
—Ábrala.
El funcionario del Banco lo hizo así. El paciente de Washburn contuvo la respiración, mientras sentía un agudo dolor en la boca del estómago. Apfel extrajo un montón de papeles sujetos con un enorme clip. Sus ojos de banquero se desviaron a la columna derecha de la página de arriba, y su expresión permaneció casi inmutable. Su labio inferior se estiró imperceptiblemente, formando un pliegue en la comisura de la boca; se inclinó hacia delante y entregó las hojas a su dueño.
Bajo el membrete del Gemeinschaft, las palabras, escritas a máquina, estaban en inglés, obviamente el idioma del cliente:
Cuenta: Cero - Siete - Diecisiete - Doce - Cero -
Catorce - Veintiséis - Cero.
Nombre: Restringido a las instrucciones legales
y al dueño.
Acceso: Sellado en sobre aparte.
Fondos en depósito: 7.500.000 francos.
El paciente suspiró, mirando fijamente la cifra. Creía que estaba preparado para todo, pero no para aquello. Era lo más impresionante que había experimentado en los últimos cinco meses. Ligeramente calculada, la cantidad era de más de cinco millones de dólares norteamericanos.
¡5.000.000 de dólares!
¿Cómo? ¿Por qué?
Dominando un comienzo de temblor en su mano, hojeó los asientos de entrada. Eran numerosos; las sumas, extraordinarias; ninguna de menos de 300.000 francos; los depósitos se habían hecho con intervalos de entre cinco y ocho semanas, y se remontaban a veintitrés meses atrás. Llegó al de más abajo, el primero. Era una transferencia de un Banco de Singapur; la entrada más grande. Dos millones setecientos mil dólares malayos, convertidos en 5.175.000 francos suizos.
Bajo el papel notaba el bulto de un sobre separado, mucho más corto que la hoja. Levantó el papel; el sobre estaba ribeteado con un borde negro; arriba había palabras escritas a máquina.
Identidad: Acceso del dueño.
Restricciones legales: Acceso - Funcionario registrado, «Compañía Treadstone Setenta y Uno», el portador proveerá instrucciones escritas por el dueño, sujetas a verificación.
—Me gustaría revistar esto —dijo el cliente.
—Es su propiedad —replicó Apfel—. Le puedo asegurar que se ha mantenido intacto.
El paciente dio vuelta al sobre. Un sello del Gemeinschaft marcaba los bordes de la solapa; ninguna de las letras en relieve había sido tocada. Abrió el sobre, sacó la tarjeta y leyó:
Dueño: Jason Charles Bourne.
Dirección: No registrada.
Ciudadanía: EE. UU.
Jason Charles Bourne.
Jason.
¡La J era la inicial de Jason! Su nombre era Jason Bourne. El Bourne no había significado nada para él, el J, Bourne, tampoco; pero en la combinación Jason y Bourne, oscuros fragmentos encajaban en su lugar. Podía aceptarlo; lo aceptaba. Era Jason Charles Bourne, norteamericano. Sin embargo, podía oír los latidos de su corazón; la vibración en los oídos era ensordecedora; el dolor en el estómago, más agudo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué tenía la sensación de precipitarse nuevamente en la oscuridad, en las negras aguas?
—¿Algo está mal? —preguntó Walther Apfel.
¿Algo está mal, Herr Bourne?
—No. Todo está bien. Mi nombre es Bourne. Jason Bourne.
¿Gritaba? ¿Susurraba? No podía saberlo.
—Es un privilegio para mí, conocerlo, Mr. Bourne. Su identidad permanecerá confidencial. Tiene la palabra de un funcionario del Banco Gemeinschaft.
—Gracias. Ahora me temo que debo transferir una buena cantidad de este dinero, y necesito su ayuda.
—Nuevamente, es un privilegio para mí. Será un placer ayudarle o aconsejarle en lo que pueda.
Bourne extendió la mano para coger el vaso de Perrier.
La puerta de acero de la oficina de Apfel se cerró tras él; unos segundos más y saldría de la elegante celda-antesala hacia la recepción y luego hacia los ascensores. En pocos minutos estaría en la Bahnhofstrasse con un nombre, una gran cantidad de dinero y poco más, aparte miedo y confusión.
Lo había hecho. El doctor Geoffrey Washburn había sido generosamente pagado por el valor de la vida que había salvado. Una transferencia telegráfica por la cantidad de 1.500.000 francos suizos había sido enviada a un banco en Marsella, depositada en una cuenta codificada que encontraría el camino hacia el único médico de Port Noir, sin que el nombre de Washburn fuera usado o revelado. Todo lo que debía hacer Washburn era llegar a Marsella, decir los códigos, y el dinero sería suyo. Bourne sonrió para sí, imaginando la expresión de Washburn cuando le entregaran la cuenta.
El excéntrico y alcohólico doctor se habría sentido más que feliz con diez o quince mil libras; ahora tenía más de un millón de dólares. Ello aseguraría su recuperación o su destrucción; ésa era su decisión, su problema.
Una segunda transferencia de 4.500.000 francos fue hecha a un Banco de París, en la rué Madeleine, depositada a nombre de Jason C. Bourne. La transferencia sería expedida por el correo —dos veces a la semana— del Gemeinschaft a París, de tarjetas con firma por triplicado enviadas con los documentos. Herr Koenig había asegurado a su superior y al cliente que los papeles llegarían a París en tres días.
La transacción final era comparativamente menor. Cien mil francos en billetes grandes fueron traídos a la oficina de Apfel, con sólo estampar la firma numérica del titular de la cuenta.
Quedaban en depósito, en el Banco Gemeinschaft, 1.400.000 francos suizos, una suma nada desdeñable.
¿Cómo? ¿Por qué? ¿De dónde?
Toda la operación terminó en una hora y veinte minutos, con sólo una nota discordante en el tranquilo procedimiento. Fue ocasionada por Koenig, su expresión, una mezcla de solemnidad y pequeño triunfo. Había llamado a Apfel, el cual entregó a su superior un pequeño sobre con ribetes negros.
—Une fiche —había dicho en francés.
Después de que el banquero hubo abierto el sobre y extraído una tarjeta, estudió su contenido y se la devolvió a Koenig.
—Se observarán los procedimientos —fue todo cuanto dijo.
Koenig se había retirado, cuando Bourne preguntó:
—¿Eso tiene relación conmigo?
—Sólo en cuanto a liberar cantidades tan grandes de dinero. Simplemente procedimientos de la casa.
El banquero había sonreído alentadoramente.
El cerrojo se abrió. Bourne empujó la puerta de cristales traslúcidos y salió a los dominios personales de Herr Koenig. Otros dos hombres ya estaban allí, sentados en los extremos opuestos de la sala de recepción. Como no estaban en celdas separadas detrás de puertas con vidrios opacos, Bourne presumió que ninguno tendría cuentas triple cero. Se preguntó si habrían firmado con nombres o escrito una serie de números, pero dejó de preguntárselo en el instante en que llegó al ascensor y apretó el botón.
Fuera de su ángulo visual, percibió movimiento: Koenig había levantado la cabeza, haciendo una señal a los dos hombres. Éstos se levantaron en el momento en que se abría la puerta del ascensor. Bourne se volvió; el hombre a su derecha había sacado un pequeño transmisor del bolsillo de su abrigo; habló en él breve y rápidamente.
El hombre a su izquierda tenía la mano oculta bajo el impermeable. Cuando la sacó, sostenía un arma, una pistola calibre 38 negra con un cilindro perforado insertado en el cañón. Un silenciador.
Los dos cayeron sobre Bourne mientras entraba de espaldas al desierto ascensor.
Comenzó la locura.