3

No había luces en la costa de Francia; sólo el débil resplandor de la Luna perfilaba la rocosa orilla. Estaban a doscientos metros de la costa, el barco pesquero se mecía suavemente en las corrientes de la ensenada. El capitán señaló hacia el horizonte.

—Hay una pequeña franja de playa entre esos dos grupos de rocas. No es mucho, pero llegará a ella si nada hacia la derecha. Podemos acercarnos unos diez o quince metros, no más. Sólo un minuto o dos.

—Está usted haciendo más de lo que esperaba. Se lo agradezco.

—No es necesario. Yo pago mis deudas.

—¿Soy yo una de ellas?

—Y mucho. El doctor de Port Noir suturó a tres de mis hombres después de aquella locura, cinco meses atrás. Usted no fue la única víctima, ¿sabe?

—¿La tormenta? ¿Me conoce?

—Estaba blanco como una tiza en la pizarra, pero no lo conozco ni lo quiero conocer. No tenía dinero entonces, no hubo pesca; el doctor dijo que podría pagarle cuando mejoraran las circunstancias. Usted es mi paga.

—Necesito documentos —dijo el hombre, intuyendo una fuente de ayuda—. Necesito un pasaporte falso.

—¿Por qué me lo dice a mí? —preguntó el capitán—. Dije que llevaría un bulto hasta el norte de La Ciotat. Eso fue todo.

—No habría dicho eso si no fuera capaz de otras cosas.

No lo llevaré a Marsella. No me arriesgaré a enfrentarme con los barcos patrulleros. La Sureté tiene escuadras por todo el puerto; la división Narcóticos es obsesiva. O se les paga a ellos o se pagan veinte años en una celda.

—La que significa que puedo obtener papeles en Marsella. Y usted me puede ayudar.

—No dije eso.

—Sí lo hizo. Necesito un servicio, y ese servicio puede hallarse en un lugar al que usted no me quiere llevar, pero aún está allí el servicio. Usted lo dijo.

—¿Dije qué?

—Que me hablará en Marsella, si puedo llegar allí sin usted. Sólo dígame dónde.

El capitán del barco pesquero estudió la cara del paciente; no tomó la decisión apresuradamente, pero la tomó.

—Hay un café en la rué Sarrasin, al sur de Puerto Viejo, «Le Bouc de Mer». Estaré allí esta noche entre nueve y once. Necesitará dinero, un poco adelantado.

—¿Cuánto?

—Eso lo arregla usted con el hombre con quien hable.

—Necesito tener una idea.

—Es más barato si ya tiene un documento sobre el cual trabajar. De otro modo lo roban a uno.

—Le dije. Tengo uno.

El capitán se encogió de hombros.

—Mil quinientos, dos mil francos. ¿Estamos perdiendo el tiempo?

El paciente pensó en el lienzo sujeto a su cintura. Lo esperaba la bancarrota en Marsella, pero también un pasaporte falso, un pasaporte a Zurich.

—Me las arreglaré —dijo, sin saber por qué sonaba tan seguro—. Esta noche, entonces.

El capitán escudriñó la costa tenuemente iluminada.

—Hasta aquí podemos llegar. Ahora debe continuar por sus propios medios. Recuerde: si no nos encontramos en Marsella, usted nunca me vio ni yo lo vi a usted. Tampoco lo ha visto ninguno de mi tripulación.

—Estaré allí, «Le Bouc de Mer», rué Sarrasin, al sur del Puerto Viejo.

—En las manos de Dios —dijo el capitán, haciendo una señal al timonel; los motores rugieron bajo el barco—. A propósito: la clientela de Le Bouc no está habituada al dialecto parisiense. Yo hablaría más rústico, si fuera usted.

—Gracias por el consejo —replicó el paciente mientras pasaba sus piernas sobre la borda y se deslizaba en el agua. Sostenía su mochila sobre la superficie, moviendo las piernas para mantenerse a flote—. Nos veremos esta noche —agregó con voz más fuerte, mirando hacia el oscuro casco del pesquero.

Ya no había nadie allí; el capitán se había alejado de la barandilla. Los únicos sonidos eran los golpes de las olas contra la madera y la apagada aceleración de los motores.

Estás solo ahora.

Tembló y giró en el agua fría, dirigiéndose hacia la orilla; recordó que debía desviarse hacia la derecha, para dar con el grupo de rocas. Si el capitán sabía de qué hablaba, la corriente debía llevarlo hacia la playa.

Lo llevó; sentía cómo la corriente submarina le tiraba de los pies desnudos hacia la arena, haciendo que los últimos treinta metros fueran los más difíciles de cruzar. Pero la mochila de lona estaba casi seca; todavía lograba sostenerla por encima de la rompiente.

Minutos más tarde estaba sentado en una duna de pasto salvaje, los tallos altos doblándose con la brisa marina, mientras los primeros rayos de la mañana asomaban en el cielo. El sol saldría dentro de una hora; debía moverse con él.

Abrió la mochila y sacó unas botas, medio gruesas, un pantalón enrollado y una rústica camisa de percal. En algún momento de su pasado había aprendido a guardar las cosas con economía de espacio; la mochila contenía mucho más de lo que un observador hubiera podido pensar. ¿Dónde había aprendido eso? ¿Por qué? Las preguntas no cesaban.

Se paró y se quitó los shorts ingleses que le había regalado Washburn. Los estiró sobre los juncos para que se secaran; no podía desprenderse de nada. Se quitó la camiseta e hizo lo mismo.

Así desnudo, sobre la duna, sintió una rara sensación de regocijo, mezclado con un dolor en el estómago. El dolor era miedo, lo sabía. También comprendía el regocijo.

Pasó la primera prueba. Confió en su instinto —quizás un impulso— y supo qué decir y cómo responder.

Hacía una hora estaba sin destino inmediato, sabiendo solamente que Zurich era su objetivo, aunque también sabía que había fronteras que cruzar, trámites oficiales que cumplir. El pasaporte de hacía ocho años era tan obviamente ajeno, que hasta el empleado más estúpido se daría cuenta. Y suponiendo que se las ingeniara para pasar a Suiza, tendría que salir; con cada movimiento se multiplicaban las posibilidades de ser detenido. No lo podía permitir. No ahora; no hasta que supiera más. Las respuestas estaban en Zurich; debía viajar libremente, y había logrado convencer al capitán de un barco pesquero para que eso fuera posible.

No está desprotegido. Encontrará su camino.

Antes de que terminara el día establecería una conexión para que el pasaporte de Washburn pudiera ser alterado por un profesional y transformado en una licencia de viaje. Era el primer paso concreto, pero antes de tomarlo debía considerar el problema del dinero. No bastaban los dos mil francos que el doctor le había dado; hasta podían no ser suficientes para el pasaporte.

—¿De qué le servía una licencia para viajar sin los medios para hacerlo? Dinero. Debía conseguir dinero. Tenía que pensar en eso.

Sacudió la ropa que había sacado de la mochila, se la puso y se calzó las botas. Luego se recostó sobre la arena, mirando al cielo, que progresivamente se hacía más brillante. El día estaba naciendo, y él también.

Caminó por las estrechas calles de La Ciotat, y entraba en los comercios más que nada para conversar con la gente. Era una extraña sensación el ser parte del tráfico humano, no un desahuciado desconocido, rescatado del mar. Recordó el consejo del capitán y guturalizó su francés, lo que le permitió pasar inadvertido como cualquier extraño de paso por la ciudad.

Dinero.

Había un sector de La Ciotat que aparentemente abastecía a una clientela adinerada. Los comercios eran más limpios, y la mercadería, más rara; el pescado, más fresco, y había más carne. Hasta las hortalizas relucían; muchas de ellas, exóticas, importadas de África del Norte y el Medio Oriente. La zona parecía tener un toque de París o Niza en medio de una rutinaria comunidad costera de clase media. Un pequeño café, con la entrada al final de un sendero de lajas, se erguía, separado de los negocios que los flanqueaban, por un césped muy bien cuidado.

Dinero.

Entró en una carnicería, consciente de que no era positiva, la apreciación que hacía el dueño de él, ni su mirada, amistosa. El hombre estaba atendiendo a una pareja de mediana edad que, por la manera de hablar y de actuar, parecían ser criados de alguna propiedad de las afueras. Eran precisos, cortantes y exigentes.

—La semana pasada, la carne de ternera era apenas pasable —dijo la mujer—. Déme algo mejor esta vez, o me veré obligada a pedirla a Marsella.

—Y la otra noche —agregó el hombre—, el marqués dijo que las costillas de cordero eran muy estrechas. Le repito; tres centímetros es la medida.

El dueño suspiró y se encogió de hombros, profiriendo frases obsequiosas de disculpa y promesa. La mujer se dirigió a su acompañante con un tono no menos imperativo del que había empleado con el carnicero.

—Coge los paquetes y llévalos al coche. Estaré en el almacén; búscame allí.

—Por supuesto, querida.

La mujer partió, paloma en busca de semillas de conflicto. En el momento en que la mujer salió de la carnicería, su esposo se dirigió al dueño con actitud totalmente distinta. Su arrogancia se había borrado, y una sonrisa apareció en su lugar.

—Un día normal ¿eh, Marcel? —dijo sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo.

—Los ha habido mejores y peores. Las costillas, ¿eran realmente tan estrechas?

—¡No, por Dios! ¿Cuándo iba él a poder decirlo? Pero ella se siente mejor si me quejo, sabes que es así.

—¿Dónde está ahora el Marqués del Estiércol?

—Ebrio, aquí al lado, esperando a la ramera de Tolón. Vendrá esta tarde a buscarlo, y lo llevaré a los establos sin que se entere la marquesa. No será capaz de conducir su coche para entonces. Usa la habitación de Jean-Pierre, arriba de la cocina, ¿sabes?

—He oído algo de eso.

Al oír el nombre Jean-Pierre, el paciente de Washburn se apartó del mostrador de aves. Fue un reflejo automático, pero sirvió para recordar su presencia al carnicero.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere?

Era el momento para desguturalizar su francés.

—Me lo recomendaron unos amigos de Niza —dijo el paciente, con un acento, que parecía más adecuado para el Quai d’Orsav que para «Le Bouc de Mer».

—¡Oh!

El dueño hizo una inmediata reevaluación. Entre su clientela, especialmente entre los más jóvenes, estaban aquellos que preferían vestir en oposición a su status. La camisa vasca común hasta estaba de moda por aquellos días.

—¿Es nuevo aquí, señor?

—Mi barco está en reparación; no podremos llegar a Marsella esta tarde.

—¿Puedo serle útil?

El paciente rió.

—Puede serlo para el chef; no me atrevería a decir. Él vendrá más tarde, y tengo cierta influencia.

El carnicero y su amigo rieron.

—Yo diría que sí, señor —replicó el dueño.

—Necesitaré una docena de patos y, digamos, dieciocho chateaubriands.

—Por supuesto.

—Bien. Enviaré al chef.

El paciente se volvió hacia el hombre.

—A propósito, no he podido evitar oírlo… no, por favor, no se preocupe. El marqués ¿no será ese necio D’Ambois? Creo que alguien me dijo que vivía por aquí.

—¡Oh, no, señor! —respondió el sirviente—. No conozco al marqués D’Ambois. Me refería al Marqués de Chamford. Un buen caballero, señor, pero tiene problemas. Un matrimonio difícil. Muy difícil; no es ningún secreto.

—¿Chamford? Sí, creo que lo conozco. Más bien bajo, ¿no?

—No, señor. Bastante alto. Como de su estatura.

—¿En serio?

El paciente estudió rápidamente las distintas entradas y escaleras interiores del café de dos plantas. Parecía un proveedor de Roquevaire que no conociera su nueva ruta. Había dos escaleras que conducían arriba, una por la cocina, la otra justo debajo de la entrada principal, en el pequeño salón-recibidor; ésta era la escalera que usaban los clientes para ir a los baños de arriba. Había también una ventana a través de la cual cualquier interesado podía ver desde fuera a todo el que utilizara la escalera, y el paciente estaba seguro de que, si esperaba lo suficiente, vería subir a dos personas. Subirían indudablemente separados, no hacia un baño, sino a una habitación sobre la cocina. El paciente se preguntó cuál de los costosos automóviles estacionados en la tranquila calle pertenecería al marqués de Chamford. Cualquiera que fuese, el sirviente que estaba en la carnicería no debía preocuparse; su patrón no iba a conducirlo.

Dinero.

La mujer llegó poco después de la una. Era una rubia de cabello suelto; la seda de su blusa se veía tirante sobre el pecho y sus largas piernas tostadas se movían con gracia sobre los altos tacones; sus caderas y muslos se delineaban bajo el ajustado vestido blanco. Chamford podía tener problemas, pero también tenía gusto.

Veinte minutos más tarde pudo ver la falda blanca por la ventana; la chica estaba subiendo. Menos de sesenta segundos después, otra figura llenó el marco de la ventana; un pantalón oscuro y una chaqueta deportiva bajo una cara blanca subió cautelosamente la escalera. El paciente contó los minutos; esperaba que el marqués de Chamford llevara reloj.

Con su mochila de lona sujeta lo más discretamente posible por las correas, el paciente caminó por el sendero de lajas hacia la entrada del restaurante. Una vez adentro, giró hacia la izquierda en el salón-recibidor, excusándose al pasar junto a un hombre mayor que, paso a paso, subía las escaleras, alcanzó el piso superior y dobló nuevamente a la izquierda por un largo corredor que conducía a la parte trasera del edificio, sobre la cocina. Pasó los baños y llegó a una puerta cerrada al final del estrecho pasillo, donde se detuvo, apoyando la espalda contra la pared. Se volvió y esperó a que el hombre mayor alcanzara la puerta del baño y la abriera, mientras se bajaba la cremallera de los pantalones.

El paciente —instintivamente, en realidad— levantó la blanda mochila y la apoyó contra el panel central de la puerta. La sostuvo en su lugar, asegurándola con sus brazos extendidos, dio un paso atrás y con un rápido movimiento golpeó con su hombro izquierdo en la mochila, soltando su mano derecha mientras se abría la puerta, para asir el borde antes de que la puerta pudiera dar contra la pared. Nadie abajo, en el restaurante, podía haber oído la silenciosa irrupción.

Nom de Dieu! —gritó ella—. Qui est-ce…?

Silence!

El marqués de Chamford saltó de encima del cuerpo desnudo de la mujer rubia, para caer al suelo. El hombre parecía una imagen de ópera cómica, todavía con su camisa almidonada, con la corbata anudada y, en sus pies, calcetines de seda que le llegaban hasta la rodilla; era todo lo que tenía puesto. La mujer se tapó con la colcha, haciendo lo posible por atenuar la poca delicadeza del momento.

El paciente dio las órdenes rápidamente.

—No alcen la voz. Nadie saldrá lastimado si hacen exactamente lo que les diga.

—¡Mi esposa lo contrató! —gritó Chamford, arrastrando las palabras y con la mirada extraviada—. ¡Yo le pagaré más!

—Eso ya es un comienzo —respondió el paciente del doctor Washburn—. Quítese la camisa y la corbata. También los calcetines —vió la resplandeciente cadena de oro en la muñeca del marqués—. Y el reloj. Minutos más tarde, la transformación era completa. La ropa del marqués no le quedaba perfecta, pero nadie podía negar la calidad del material ni el buen corte. Además, el reloj era un «Girard Perregaux», y la billetera de Chamford contenía más de trece mil francos. Las llaves del coche también eran impresionantes: estaban, sujetas a placas con monogramas en letras de plata pura.

—¡Por el amor de Dios, déme su ropa! —replicó el marqués, pues su problemática situación comenzaba a abrirse paso por entre la niebla del alcohol.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo —dijo el intruso mientras juntaba su ropa y la de la mujer.

—¡No puede llevarse también la mía! —gritó.

—Le he dicho que no alzara la voz.

—Está bien, está bien —continuó—, pero usted no puede…

—Sí puedo —el paciente miró alrededor; había un teléfono en un escritorio bajo la ventana. Llegó hasta él y tiró del cable, arrancándolo del enchufe—. Ahora, nadie los molestará —agregó, recogiendo la mochila.

—No se saldrá con la suya, ¿sabe? —gritó Chamford—. ¡No escapará! ¡La Policía lo encontrará!

—¿La Policía? —preguntó el intruso—. ¿Realmente cree que debería llamar a la Policía? Habría que hacer una denuncia formal, describir las circunstancias. No estoy muy seguro de que sea una buena idea. Pienso que será mejor para usted si espera a ese hombre para que lo recoja esta tarde. Le oí decir que le iba a llevar a los establos sin ser visto por la marquesa. Considerando la situación, sinceramente pienso que es eso lo que debe hacer. Estoy seguro de que podrá dar una mejor versión de lo que realmente sucedió aquí. Yo no lo voy a contradecir.

El desconocido ladrón abandonó la habitación y cerró detrás de sí la estropeada puerta.

No está desprotegido. Encontrará su camino.

Hasta ahora lo había hecho, y era un poco atemorizante. ¿Qué habría dicho Washburn? Que recobraría sus habilidades y talentos, …pero no creo que alguna vez pueda relacionarlas con nada de su pasado. El pasado. ¿Qué clase de pasado tenía para haber producido las habilidades desplegadas durante las pasadas veinticuatro horas? ¿Dónde había aprendido a herir y mutilar con los pies y los dedos convertidos en martillos? ¿Cómo sabía con precisión dónde asestar los golpes? ¿Quién le había enseñado a jugar con la mente criminal, provocando un renuente compromiso? ¿Cómo sacaba deducciones tan rápidamente, convencido, sin atisbo de duda, de que sus instintos eran correctos? ¿Dónde había aprendido a discernir en un instante la posibilidad de extorsión por una conversación casual escuchada en una carnicería? Lo más importante de la cuestión, quizás, era la simple decisión de llevar a cabo el crimen. ¡Dios mío!, ¿cómo podía hacer tal cosa?

Cuanto más se desespere, cuanto más se atormente, peor será.

Se encontró en el camino y en el salpicadero del «Jaguar» del marqués de Chamford. La disposición de los instrumentos no le resultaba familiar; su pasado no incluía una extensa experiencia en esa clase de automóviles. Supuso que aquello era un indicio de algo.

En menos de una hora cruzó un puente sobre un ancho canal y supo que había llegado a Marsella. Pequeñas casas cuadradas de piedra emergían como bloques sobre el agua; calles angostas y paredes por todos lados: los alrededores del viejo puerto. Lo conocía todo y, sin embargo, no conocía nada. Alta en la distancia, perfilada contra una de las colinas circundantes, se veía la silueta de una catedral, con la imagen de la Virgen claramente distinguible sobre el campanario. Notre-Dame-de-la-Garde. El nombre acudió a su mente; la había visto antes, y, sin embargo, no la había visto.

¡Oh, Cristo! ¡Basta!

Minutos más tarde estaba en el vibrante centro de la ciudad, conduciendo por la congestionada Canebière, con su proliferación de comercios exclusivos; los rayos del sol de la tarde extendían sus reflejos matizados a ambos lados de la calle, jalonados por enormes cafés. Viró hacia la izquierda, en dirección al puerto, pasando por tinglados y pequeñas fábricas con cercas que contenían automóviles listos para ser transportados al Norte, a los salones de exposición de Saint-Étienne, Lyon y París, y a algunos puntos al sur del Mediterráneo.

Instinto. Sigue tu instinto. Nada podía descartarse. Cada fuente tenía un uso inmediato; tenía valor una roca si podía ser arrojada, o un vehículo si alguien lo quería. Eligió un punto en el cual los autos eran nuevos y usados, pero todos muy costosos; aparcó en el borde de la acera y se bajó. Al otro lado de la cerca había un pequeño garaje, donde mecánicos con mamelucos daban vueltas en silencio con herramientas en la mano. Caminó de forma casual por su interior hasta que distinguió a un hombre delgado con un traje a rayas, al cual su instinto le dijo que se aproximara.

Llevó menos de diez minutos —con las mínimas explicaciones—, organizar la desaparición de un «Jaguar» hacia África del Norte, con la garantía de que los números del motor serían limados.

Las llaves con monograma de plata fueron cambiadas por seis mil francos, apenas una quinta parte del valor del coche de Chamford. Luego, el paciente de Washburn tomó un taxi y dijo al conductor que lo llevara a una casa de empeño, pero no a un establecimiento donde hicieran muchas preguntas. El mensaje era claro; esto era Marsella. Y media hora más tarde el «Girard Perregaux» de oro no estaba ya en su muñeca; había sido remplazado por un cronógrafo «Seiko» y ochocientos francos. Todo tenía valor según su practicidad; el cronógrafo era a prueba de golpes.

La siguiente etapa fue en una tienda de mediano tamaño, en la parte sudeste de La Canebière. Eligió ropa de los percheros y estantes y, tras pagar, se la puso en un probador. Allí abandonó la chaqueta deportiva y los pantalones, que no le sentaban.

De un mostrador de exhibición tomó un maletín de cuero blando y guardó en él la mochila y demás prendas adicionales. El paciente miró su nuevo reloj; eran casi las cinco, hora de buscar un hotel confortable. No había dormido en realidad desde hacía varios días; necesitaba descansar antes de su cita en la rué Sarrasin, en un café llamado «Le Bouc de Mer», donde podían hacerse arreglos para una cita más importante en Zurich.

Se recostó en la cama y miró hacia el techo, en cuya blanca y lisa superficie las luces de la calle hacían bailar irregulares figuras. La noche había caído rápidamente sobre Marsella, y, con su llegada, el paciente experimentó una cierta sensación de libertad. Era como si la noche fuera un manto gigantesco, que tapaba el cruel resplandor del día, el cual dejaba al descubierto mucho y muy pronto. Estaba aprendiendo algo más sobre sí mismo; se sentía más cómodo de noche. Al igual que un gato hambriento, de noche conseguía con más facilidad su alimento. Sin embargo, había una contradicción, y reconocía también eso. Durante los meses pasados en Ile de Port Noir anhelaba la luz del sol, la deseaba vehementemente, la esperaba en cada amanecer, deseando sólo que desapareciese la oscuridad.

Le estaban pasando cosas; estaba cambiando.

Habían pasado cosas. Hechos que desmentían un pico el concepto de que la noche era más propicia para sus acciones. Hacía doce horas estaba en un barco pesquero, en el Mediterráneo, con un objetivo en la mente y dos mil francos atados a la cintura. Dos mil francos, algo menos de quinientos dólares norteamericanos, de acuerdo con el cambio del día, según podía leerse en la pizarra del vestíbulo del hotel. Ahora estaba provisto de varios conjuntos de ropa aceptable y descansando en la cama de un hotel razonablemente caro, con algo más de veintitrés mil francos en una billetera Louis Vuitton perteneciente al marqués de Chamford. Veintitrés mil francos… casi seis mil dólares norteamericanos.

¿De dónde le venía aquella capacidad de hacer las cosas que hacía?

¡Basta!

La rué Sarrasin era tan antigua, que en otra ciudad podría haber sido señalada como un lugar característico, un ancho callejón empedrado que conectaba calles construidas cientos de años más tarde. Pero esto era Marsella; lo antiguo coexistía con lo viejo, ambos incómodos con lo nuevo. La rué Sarrasin no tenía más de sesenta metros de largo, congelada en el tiempo entre las paredes de piedra de las construcciones de la orilla, desprovista de luces, atrapando la bruma que emanaba del puerto. Era una calle apartada, propicia para encuentros furtivos entre personas que no querían que sus entrevistas fueran observadas.

La única luz y los únicos ruidos provenían de «Le Bouc de Mer». El café estaba situado aproximadamente en el centro del callejón; el local fue un edificio de oficinas en el siglo XIX. Se habían sacado varios compartimientos para permitir la instalación de un bar grande y mesas; otros tantos quedaron para encuentros menos públicos. Éstos eran los equivalentes en la costa de esos compartimientos privados, que podían encontrarse en los restaurantes sobre La Canebière y, de acuerdo con su status, tenía cortinas, pero no puertas.

El paciente se abrió paso entre las atestadas mesas, cortando capas de humo, excusándose al pasar entre pescadores tambaleantes, soldados ebrios y prostitutas pintarrajeadas en busca de camas donde acostarse, así como de francos nuevos. Miró en varios compartimientos, como un marinero en busca de sus compañeros, hasta que encontró al capitán del barco pesquero. Había otro hombre en la mesa. Delgado, pálido, de ojos pequeños, que fisgaban como los de un hurón curioso.

—Siéntese —lo invitó el hosco capitán—. Pensé que estaría aquí antes.

—Usted dijo entre nueve y once. Son las once menos cuarto.

—Alargó el tiempo, así que puede pagar el whisky.

—Será un placer. Pida algo decente, si es posible aquí.

El hombre delgado y pálido sonrió. Las cosas marcharían bien.

Así fue. El pasaporte en cuestión era, naturalmente, uno de los más difíciles de falsificar, pero con gran cuidado, equipo y habilidad artística, podría hacerse.

—¿Cuánto?

—La pericia y el equipo no son baratos. Dos mil quinientos francos.

—¿Para cuándo puedo tenerlo?

—El cuidado y la habilidad, llevan tiempo. Tres o cuatro días. Y eso significa someter al artista a una gran presión; se enojará conmigo.

—Hay mil francos adicionales si puedo tenerlo para mañana.

—Para las diez de la mañana —dijo rápidamente el hombre pálido—. Aceptaré el insulto.

—Y los mil —interrumpió el enfurruñado capitán—. ¿Qué ha traído de Port Noir, diamantes?

—Talento —respondió el paciente, creyendo en lo que decía, pero sin entenderlo.

—Necesitaré una fotografía —dijo el contacto.

—Me detuve en un parque de atracciones y me saqué una —contestó el paciente, sacando del bolsillo de su camisa una pequeña fotografía cuadrada—. Con todo ese costoso equipo, estoy seguro de que podrán retocarla.

—Buena ropa —comentó el capitán, mientras le pasaba la foto al hombre pálido.

—Bien hecha —confirmó el paciente.

Arreglaron el lugar del encuentro matutino, pagaron la consumición y el capitán deslizó quinientos francos por debajo de la mesa. El encuentro había terminado; el comprador dejó el compartimiento y comenzó a caminar hacia la puerta a través del atestado y ruidoso salón lleno de humo.

Fue tan rápido, tan completamente inesperado, que no hubo tiempo de pensar. Sólo de reaccionar.

El choque fue repentino, casual, pero los ojos que se posaron en él no eran casuales; parecían salirse de las órbitas, como si no creyeran lo que estaban viendo, al borde de la histeria.

—¡No! ¡Oh, mi Dios, no! No puede ser.

El hombre se volvió entre la gente; el paciente saltó hacia delante, afianzando su mano sobre el hombro del sujeto.

—¡Espere un minuto!

El hombre se giró nuevamente, poniendo los dedos medio y pulgar en forma de V.

¡Tú! ¡Tú estás muerto! ¡No puedes estar vivo!

—Estoy vivo. ¿Qué es lo que sabes?

La cara estaba ahora contraída: una masa de furia retorcida, los ojos extraviados, la boca abierta, como buscando aire, y mostrando unos dientes amarillentos que parecían de animal. De pronto, el hombre sacó una navaja, y el chasquido de la hoja doblada se oyó en medio del alboroto circundante. La hoja era una extensión de la mano que la empuñaba, y ambas se lanzaron hacia el estómago del paciente.

—Sé que ahora lo terminaré.

El paciente bajó el antebrazo derecho, un péndulo que barría todos los objetos que encontraba por delante. Giró sobre sí, lanzando el pie izquierdo hacia arriba; el talón se estrelló en la pelvis de su atacante.

Che-sah.

El eco en los oídos era ensordecedor.

El hombre hizo tambalear a un trío de bebedores, mientras el cuchillo caía al suelo. Al ver el arma se oyeron gritos, los hombres se arremolinaron, surgieron puños y manos separando a los combatientes.

—¡Salgan de aquí!

—¡Váyanse a otro sitio a pelearse!

—¡No queremos aquí a la Policía, borrachos bastardos!

Los enojados y toscos dialectos de Marsella emergieron sobre los sonidos cacofónicos de «Le Bouc de Mer». El paciente fue retenido; observó mientras su fallido asesino se abría paso entre la gente, tocándose la ingle y forzando su paso hacia la entrada. La pesada puerta se abrió y el hombre se perdió en la oscuridad de la rué Sarrasin.

Alguien que lo creía muerto, que quería su muerte, sabía que estaba vivo.