Eligieron el nombre de «Jean-Pierre». No sorprendía ni ofendía a nadie; era un nombre tan común en Port Noir como cualquier otro.
Y llegaron libros de Marsella, seis en total, de diferentes tamaños y grosores, cuatro en inglés, dos en francés. Eran libros de Medicina, que trataban sobre los daños de la cabeza y de la mente. Había secciones del cerebro, cientos de palabras no familiares para tratar de absorber y de entender. Lobus occipitalis y temporalis, cortex y las fibras conductoras del corpus callosum; sistema límbico, específicamente el hipotálamo y los cuerpos mamilares que, junto con el trígono cerebral, eran indispensables para la memoria y el recuerdo. Al dañarse, había amnesia.
Había estudios psicológicos de tensión emocional que producían histeria paralizante y afasia mental, condiciones que también originaban pérdida de memoria, total o parcial. Amnesia.
Amnesia.
—No hay reglas —dijo el hombre de cabellos oscuros, frotándose los ojos bajo la inadecuada luz de la lámpara de la mesa—. Es un rompecabezas geométrico; puede suceder con cualquier combinación. Física o psicológicamente, o con un poco de ambas. Puede ser permanente o temporal, total o parcial. ¡No hay reglas!
—Estoy de acuerdo —dijo Washburn, sorbiendo su whisky. Estaba sentado en una silla, en el otro extremo de la habitación—. Pero creo que nos estamos acercando a lo que sucedió. A lo que yo creo que sucedió.
—¿O sea? —preguntó el hombre con recelo.
—Lo acaba usted de decir: «un poco de ambas». Aunque la palabra «poco» debería cambiarse por «mucho». Shocks muy grandes.
—¿Qué clase de shocks?
—Físicos y psicológicos. Relacionados, entretejidos… dos hebras de experiencia, o estímulos, que se enredaron.
—¿Cuánto ha bebido?
—Menos de lo que cree; no tiene importancia —el doctor tomó una carpeta llena de papeles—. Ésta es su historia, su nueva historia, la que comenzó el día que lo trajeron aquí. Déjeme repasarla. Las heridas físicas nos indican que la situación en que se encontraba era de total stress psicológico; la histeria subsiguiente al hecho de estar unas nueve horas en el agua sirvió para solidificar el daño psicológico. La oscuridad, el movimiento violento, los pulmones apenas recibiendo aire; éstos fueron los elementos de la histeria. Todo lo que la precedió debía ser borrado para poder hacer frente, para sobrevivir. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Creo que sí. La cabeza se estaba protegiendo a sí misma.
—No la cabeza. La mente. Sepa distinguirlas. Es importante. Volveremos a la cabeza, pero le daremos otra denominación. El cerebro.
—Está bien. La mente, no la cabeza… que en realidad es el cerebro.
—Bien —Washburn pasó el pulgar por las páginas de la carpeta—. Están llenas con cientos de observaciones. Tenemos los informes médicos normales: posología, tiempo, reacción, esa clase de cosas; pero principalmente tiene que ver con usted como persona. Las palabras que usa, las palabras a las cuales reacciona; las frases que emplea, si puedo anotarlas, tanto cuando habla racionalmente como cuando lo hace en sueños o cuando estaba en coma. Hasta su modo de caminar o de poner en tensión el cuerpo cuando ve algo que le asombra o que le interesa. Usted parece ser un conjunto de contradicciones; hay una violencia subterránea siempre bajo control, pero muy presente. Hay también una tendencia a la meditación que parece ser dolorosa para usted; sin embargo, raramente da cabida al enojo que ese dolor debe provocar.
—Usted lo está provocando ahora —interrumpió el hombre—. Hemos repasado las palabras y las frases una y otra vez.
—Y lo seguiremos haciendo —advirtió Washburn— mientras haya progreso.
—No sabía que hubiera habido algún progreso.
—No con respecto a una identidad o a la ocupación. Pero estamos descubriendo qué es lo que le resulta más familiar, con qué se entiende mejor. Asusta un poco.
—¿De qué modo?
—Permítame ponerle un ejemplo —el doctor dejó la carpeta y se levantó de la silla. Caminó hasta un armario primitivo que había en la pared, abrió un cajón y tomó una pistola automática. El hombre sin memoria se puso tenso en su silla; Washburn se dio cuenta de la reacción—. Nunca he usado esto, creo que no sabría cómo hacerlo, pero vivo a orillas del mar.
Sonrió y luego, súbitamente, sin avisarle, se la arrojó al hombre. Cogió el arma en el aire, con un gesto limpio, rápido y seguro.
—Desármela. Creo que se dice así.
—¿Qué?
—Desármela. Ahora.
El hombre miró la pistola, y luego, en silencio, sus manos y dedos se movieron expertamente sobre el arma. En menos de treinta segundos estaba totalmente desmontada. Miró al doctor.
—¿Se da cuenta de lo que quiero decirle? —inquirió Washburn—. Entre sus habilidades figura un enorme conocimiento sobre armas de fuego.
—¿Ejército? —preguntó el hombre, con voz tensa, receloso una vez más.
—Muy improbable —respondió el doctor—. Cuando salió del estado de coma, le mencioné su arreglo dental. Le aseguro que no es militar. Y por supuesto la cirugía descarta cualquier asociación militar.
—Entonces, ¿qué?
—Dejemos eso por ahora; volvamos a lo que sucedió. Estábamos hablando de la mente, ¿recuerda? El stress psicológico, la histeria. No el cerebro físico, sino las presiones mentales. ¿Está claro?
—Prosiga.
—A medida que disminuye el shock, lo hace también la presión, hasta que desaparece la necesidad fundamental de proteger la psique. Mientras toma lugar este proceso, recuperará sus habilidades y talentos. Recordará ciertas pautas de comportamiento; puede revivir muy naturalmente sus reacciones externas instintivas. Pero hay una brecha, y todo en estas páginas me dice que es irreversible.
Washburn se interrumpió y regresó a su silla y a su copa. Se sentó y bebió, cerrando los ojos cansinamente.
—Continúe —susurró el hombre.
El doctor abrió los ojos, mirando a su paciente:
—Retornemos a la cabeza, que hemos denominado cerebro. El cerebro físico, con sus millones y millones de células y componentes de acción recíproca. Usted leyó los libros; el trígono cerebral y el sistema límbico, las fibras del hipotálamo y el tálamo; el cuerpo calloso y, especialmente, las técnicas quirúrgicas de lobotomía. La más mínima alteración puede originar dramáticos cambios. Eso es lo que le sucedió a usted. El daño fue físico. Es como si unos bloques fueran recompuestos; la estructura física deja de ser lo que era.
Washburn se interrumpió nuevamente.
—¿Y…? —presionó el hombre.
—La desaparición de las presiones psicológicas permitirá, está ya permitiendo, la recuperación de sus habilidades y talentos. Pero no creo que pueda relacionarlos alguna vez con nada de su pasado.
—¿Por qué? ¿Por qué no?
—Porque los conductos físicos que permiten y transmiten esas memorias fueron alterados, físicamente reacomodados, hasta el punto de que ya no funcionan como lo hacían antes. Han sido destruidos para todo pronóstico e intención.
El hombre permanecía inmóvil.
—La respuesta está en Zurich —dijo.
—Todavía no. No está listo; no está lo suficientemente fuerte.
—Lo estaré.
—Sí, lo estará.
Pasaron las semanas; los ejercicios verbales continuaban a la vez que aumentaban las páginas, y retornaba la fuerza del hombre.
Era media mañana de un día brillante de la decimonovena semana; el Mediterráneo estaba en calma y resplandeciente. Como era su costumbre, el hombre corrió durante una hora a lo largo de la costa y por las colinas; había aumentado la distancia hasta llegar a casi veinte kilómetros por día, acelerando el ritmo todos los días, con descansos cada vez menos frecuentes. Estaba sentado en una silla al lado de la ventana del dormitorio, respirando agitadamente, con la camiseta empapada en sudor. Entró por la puerta trasera, para llegar a su habitación por el oscuro pasillo que daba a la sala. Era simplemente más fácil; el lugar le servía al doctor de sala de espera, y aún había varios pacientes con cortes y heridas, que aguardaban ser atendidos. Estaban sentados, con aspecto atemorizado, preguntándose en qué condición estaría le docteur aquella mañana. En realidad, no era mala. Geoffrey Washburn aún bebía como un cosaco loco, pero durante estos días se mantenía bien. Era como si hubiera encontrado una reserva de esperanza en algún recóndito lugar de su propio fatalismo destructivo. Y el hombre sin memoria comprendía; esa esperanza estaba ligada a un Banco en Bahnhofstrasse, en Zurich. ¿Por qué el nombre de la calle había acudido tan fácilmente a su mente?
La puerta del dormitorio se abrió y el doctor irrumpió sonriendo, con su chaqueta blanca manchada con la sangre de su paciente.
—¡Lo hice! —dijo; sus palabras eran más triunfantes que aclaratorias—. ¡Debería abrir mi propia agencia de colocaciones y vivir de comisiones! Sería más productivo.
—¿De qué está hablando?
—Como habíamos convenido, es lo que necesita. Usted tiene que comenzar a funcionar fuera de aquí, ¡y hace dos minutos que Monsieur Jean Pierre Sin Apellido ha sido empleado! Al menos por una semana.
—¿Cómo lo hizo? Pensé que no había ninguna posibilidad.
—La posibilidad surgió de la pierna infectada de Claude Lamouche. Le expliqué que mi reserva de anestesia local era muy, pero que muy limitada. Negociamos; usted fue la moneda en juego.
—¿Una semana?
—Si sirve para algo, puede ser que lo tenga por más tiempo —Washburn hizo una pausa—. Aunque eso no es terriblemente importante, ¿verdad?
—No estoy seguro de que nada de esto lo sea. Un mes atrás podría haber sido, pero ahora… Estoy listo para partir. Creo que usted así lo quiere. Tengo una cita en Zurich.
—Y yo preferiría que en esa cita funcionara lo mejor posible. Mis intereses son extremadamente egoístas, ninguna disculpa es permitida.
—Estoy listo.
—En la superficie, sí. Pero, créame, es fundamental que pase prolongados períodos en el agua, algunos de ellos, por la noche. No en condiciones controladas, no como pasajero, sino sujeto a condiciones considerablemente duras; cuanto más duras, mejor.
—¿Otra prueba?
—Todas las que pueda realizar en este primitivo lugar. Si pudiera conjurar una tormenta y un pequeño naufragio para usted, lo haría. Por otro lado, Lamouche es como una tormenta en sí mismo; es un hombre difícil. La hinchazón de su pierna cederá, y entonces lo mirará con resentimiento. Y lo mismo les pasará a otros; usted tendrá que remplazar a alguien.
—Muchas gracias.
—De nada. Estamos combinando dos tensiones. Al menos una o dos noches en el agua, si Lamouche cumple con lo pactado (ése es el entorno hostil que contribuyó a su histeria) y se aviene a estar expuesto al resentimiento y hostilidad de las personas que lo rodean, símbolo de la situación de stress inicial.
—Gracias de nuevo. ¿Y si deciden tirarme por la borda? Ésa sería la última prueba, supongo, pero no sé cuál sería el beneficio si me ahogara.
—¡Oh, no sucederá nada de eso! —comentó Washburn, burlonamente.
—Me alegra verlo tan confiado. Me gustaría sentir lo mismo.
—Puede estar tranquilo. Tiene la protección de mi presencia. No seré Christian Barnard o Michael De Backey, pero soy todo lo que esta gente tiene. Me necesitan; no se arriesgarán a perderme.
—Pero usted se quiere ir. Yo soy su pasaporte hacia fuera.
—En rumbos insondables, mi querido paciente. Vamos, ahora. Lamouche quiere que vaya al muelle para familiarizarse con el equipo. Saldrán mañana a las cuatro de la madrugada. Considere lo beneficioso que será una semana en el mar. Piense en ello como en un crucero.
Nunca se hizo un crucero semejante. El patrón del sucio y mugriento barco pesquero era una mala versión de un insignificante capitán Bligh; la tripulación, un cuarteto de inadaptados, que eran indudablemente los únicos hombres en Port Noir dispuestos a vérselas con Claude Lamouche. El quinto miembro era habitualmente el hermano del principal pescador de red, hecho del cual tomó conocimiento el hombre llamado Jean-Pierre a los pocos minutos de haber zarpado del puerto, a las cuatro de la madrugada.
—¡Le quitó la comida a mi hermano! —susurró rabiosamente el pescador con rápidos movimientos de sus labios, mientras mantenía en la boca un cigarrillo inmóvil—. ¡De las bocas de sus hijos!
—Es sólo por una semana —protestó Jean-Pierre.
Hubiera sido más fácil, mucho más fácil, ofrecer una compensación al hermano desempleado, con la mensualidad de Washburn, pero el doctor y su paciente habían arreglado desentenderse de tales compromisos.
—¡Espero que sea bueno con las redes!
No lo era.
Hubo momentos, durante las siguientes setenta y dos horas, en que el hombre llamado Jean-Pierre pensó que sería obligatoria la alternativa de un arreglo financiero. La hostilidad nunca cesaba, ni siquiera de noche, especialmente de noche. Era como si las miradas estuvieran fijas en él mientras yacía en aquel inmundo colchón, en espera del momento en que se quedara dormido.
—¡Tú! ¡A hacer la guardia! El compañero está enfermo. Hay que relevarlo.
—¡Levántate! ¡Philippe está escribiendo sus memorias! No se le puede interrumpir.
—¡De pie! Rompiste una red esta mañana. No vamos a pagar por tu estupidez. Estamos todos de acuerdo. Arréglala ahora.
Las redes.
Si necesitaban dos hombres para un flanco, sus dos brazos tomaban el lugar de cuatro. Si trabajaba al lado de un hombre, se producían repentinos tirones y movimientos que lo dejaban con todo el peso, repentinos golpes de hombros cercanos que lo mandaban contra la borda, y casi fuera de ella.
Y Lamouche. Un maniático renco que medía cada kilómetro de agua por la pesca que había perdido. Su voz era áspera, como una bocina eléctrica. No se dirigía a nadie sin agregar una obscenidad antes del nombre, hábito que el paciente halló muy irritante. Pero Lamouche no tocó al amigo del doctor; simplemente le enviaba un mensaje: No me haga esto nunca más. No en lo que concierne a mi barco y a mi pesca.
El programa de Lamouche preveía el regreso a Port Noir para el ocaso del tercer día; debían descargar la pesca, y la tripulación tendría hasta las cuatro de la madrugada siguiente para dormir, fornicar, emborracharse o, con suerte, las tres cosas juntas. Cuando tuvieron tierra a la vista, sucedió.
El encargado de las redes y su ayudante las estaban recogiendo y doblando sobre la parte media del barco. El rechazado tripulante, a quien había apodado Jean-Pierre Sanguijuela, frotaba la cubierta con un cepillo de mango largo. Los dos tripulantes restantes arrojaban baldes de agua de mar frente al cepillo, más a menudo apuntando a Sanguijuela que a la cubierta.
Un baldazo fue demasiado alto, cegando al paciente de Washburn y haciéndole perder la estabilidad. El pesado cepillo de cerda como metal voló de sus manos, y las agudas puntas dieron contra el muslo del pescador arrodillado con las redes.
—Merde alors!
—Desolé —comentó el causante con indiferencia, escurriéndose el agua de sus ojos.
—¡Al diablo con lo que dices! —gritó el pescador.
—He dicho que lo siento —replicó Jean-Pierre—. Dile a tus amigos que mojen la cubierta, no a mí. ¡Mis amigos no me convierten en el blanco de su estupidez!
—Acaban de ser la causa de la mía.
El pescador tomó el mango del cepillo, se incorporó y lo empuñó como una bayoneta.
—¿Quieres jugar, Sanguijuela?
—Vamos, dámelo.
—Con mucho gusto, Sanguijuela. ¡Aquí tienes!
El pescador empujó el cepillo hacia delante y abajo; las puntas rasparon el pecho y el estómago del paciente, rasgando la tela de su camisa.
Nunca sabría el hombre si fue el contacto con las cicatrices que cubrían sus antiguas heridas, o la frustración y la rabia causadas por tres días de hostigamiento. Sólo supo que debía responder. Y la reacción fue mucho más alarmante de lo que hubiera podido imaginar.
Tomó el mango con su mano derecha, lo trabó contra el estómago del pescador, y lo empujó hacia delante en el momento del impacto; simultáneamente, impulsó su pie derecho hacia arriba, dando con fuerza en la garganta del hombre.
—¡Tao!
El susurro gutural salió involuntariamente de sus labios; no sabía lo que significaba.
Antes de que pudiera comprender, giró sobre sí, su pie derecho lanzado ahora hacia delante como un ariete, y se estrelló en el riñón derecho del pescador.
—¡Che-sah! —exclamó.
El pescador retrocedió; luego se lanzó hacia él con dolor y furia, sus manos tensas como garras.
—¡Cerdo!
El paciente se agachó, llevando su mano hacia arriba para sujetar el antebrazo del encargado de las redes, dándole un tirón hacia abajo, levantándolo luego, empujando el brazo de su víctima hacia arriba, retorciéndolo hasta su punto máximo, tirando otra vez hasta que, finalmente, lo soltó, empujando con el talón en la espalda del pescador. Él francés cayó hacia delante sobre las redes, y su cabeza se estrelló contra la borda.
—¡Mee-sah! —rugió, ignorando aún el significado de su grito.
Un tripulante lo tomó por el cuello desde atrás. El paciente lanzó su puño izquierdo contra la zona pélvica del atacante; luego se agachó hacia delante, tomando el codo que aprisionaba su garganta. Se inclinó hacia su izquierda; su asaltante fue levantado del suelo, sus piernas dieron vueltas en el aire mientras era arrojado sobre la cubierta; al caer, su cara y cuello quedaron aprisionados entre las ruedas de un cabrestante.
Los otros dos hombres ya estaban sobre él, aporreándolo con puños y rodillas, mientras el capitán del barco pesquero gritaba repetidamente sus advertencias.
—Le docteur! Rappelons le docteur! Va doucement!
Las palabras estaban tan fuera de lugar como la apreciación del capitán sobre lo que estaba viendo. El paciente sujetó la muñeca de uno de los hombres, doblándola hacia abajo y retorciéndola en sentido contrario a las agujas del reloj con un movimiento violento; el hombre gritó desesperadamente. La muñeca estaba rota.
El paciente de Washburn juntó los dedos de sus manos, blandiendo los brazos hacia arriba como un martillo, para golpear al hombre de la muñeca rota, en mitad de la garganta. El hombre dio una voltereta en el aire y cayó sin sentido sobre cubierta.
—Kwa-sah!
El susurro retumbó en los oídos del paciente.
El cuarto hombre retrocedió, con la vista clavada en el maniático, que, simplemente, lo miraba.
Había terminado. Tres hombres de la tripulación de Lamouche estaban inconscientes, severamente castigados por lo que habían hecho. Era muy improbable que alguno fuera capaz de presentarse en el muelle a las cuatro de la madrugada.
Las palabras de Lamouche fueron dichas con igual carga de asombro y desprecio.
—No sé de dónde vienes, pero te irás de este barco.
El hombre sin memoria comprendió la ironía no intencionada de las palabras del capitán. Yo tampoco sé de dónde vengo.
—No puede quedarse aquí, ahora —dijo Geoffrey Washburn, mientras entraba en la oscura habitación—. Honestamente, pensé que podía evitar cualquier serio ataque contra usted. Pero no lo puedo proteger si es usted quien ha causado el daño.
—Me provocaron.
—¿En la misma medida en que respondió? ¿Una muñeca rota y laceraciones que requieren sutura en la garganta y la cara de un hombre, y en la cabeza de otro? ¿Una contusión profunda y daño indeterminado en un riñón? ¿Por no hablar del golpe en la ingle, que causó hinchazón en los testículos? Creo que la palabra adecuada es «destrucción».
—Habría sido «muerte», y yo, el hombre muerto, si hubiera sucedido de otra manera —el paciente hizo una pausa, pero volvió a hablar antes de que el doctor pudiera interrumpirlo—. Pienso que deberíamos hablar. Pasaron varias cosas, otras palabras llegaron a mí. Deberíamos hablar.
—Deberíamos, pero no podemos. No hay tiempo. Se tiene que ir ahora. Ya hice los arreglos.
—¿Ahora?
—Sí. Les dije que se había ido al pueblo, probablemente a emborracharse. Las familias lo estarán buscando. Todo hermano, primo o cuñado en condiciones de luchar. Tendrán cuchillos, ganchos, quizás una o dos pistolas. Cuando no lo puedan encontrar, regresarán aquí. No se detendrán hasta que lo encuentren.
—¿Por una pelea que no comencé?
—Porque hirió a tres hombres, que perderán como mínimo un mes de sueldo. Y algo más, que es infinitamente más importante.
—¿Qué es?
—Él insulto. Un hombre que no es del lugar resultó ser más que un contrincante, no sólo para uno, sino para tres respetados pescadores de Port Noir.
—¿Respetados?
—En el sentido físico. La tripulación de Lamouche es considerada como la más fuerte de toda la costa.
—Eso es ridículo.
—No para ellos. Es su honor… Ahora apresúrese, recoja sus cosas. Hay un barco en el puerto de Marsella; el capitán accedió a ocultarlo y llevarlo un kilómetro hacia el norte de La Ciotat.
El hombre sin memoria contuvo la respiración.
—Entonces, llegó el momento —dijo en voz baja.
—Llegó el momento —replicó Washburn—. Creo que sé lo que está pasando por su mente. Una sensación de impotencia, de ir a la deriva sin un timón para guiar el rumbo. Yo he sido su timón, y no estaré con usted; no hay nada que pueda hacer al respecto. Pero créame cuando le digo que no está desprotegido. Encontrará su camino.
—A Zurich —agregó el paciente.
—A Zurich —confirmó el doctor—. Aquí tiene. Envolví algunas cosas para usted en este lienzo. Sujételo alrededor de la cintura.
—¿Qué es?
—Todo el dinero que tengo, unos dos mil francos. No es mucho, pero le ayudará para empezar. Y mi pasaporte, para lo que pueda servirle. Somos más o menos de la misma edad y es de hace ocho años; las personas cambian. No deje que lo estudien. Es meramente un documento oficial.
—¿Qué hará usted?
—No lo necesitaré nunca si no tengo noticias suyas.
—Es usted un hombre decente.
—Creo que usted también lo es… Como yo lo conozco. Pero claro, no lo conocí antes. De modo que no puedo responder por ese hombre. Ojalá pudiera, pero no hay forma de que pueda hacerlo.
El hombre se apoyó en la barandilla, mientras observaba cómo las luces de Port Noir se perdían en la distancia. El barco pesquero penetraba en la oscuridad, en una oscuridad semejante a aquella en la que el se había sumergido cinco meses atrás.
Y ahora estaba penetrando en otra oscuridad.