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La proa del barco pesquero hendió el turbulento oleaje del mar furioso y oscuro, como un torpe animal que tratara desesperadamente de salir de un terrible pantano. Las olas alcanzaban alturas gigantescas golpeando contra el casco con toda la fuerza de su peso; las crestas blancas, perfilándose contra el cielo oscuro, caían en cascada sobre la cubierta, impulsada por el viento nocturno. De todos lados llegaban sonidos de dolor inanimado, madera que golpeaba contra madera, sogas que se retorcían, estiradas hasta el punto de rotura. El animal se moría.

Dos repentinas explosiones ahogaron los sonidos del mar y del viento y del dolor del barco. Venían de la cabina, débilmente iluminada, que se elevó y cayó con el cuerpo de su huésped. Un hombre se abalanzó fuera de la cabina, agarrándose a la barandilla con una mano y sosteniéndose el estómago con la otra. Le siguió un segundo hombre, en persecución cautelosa. Se detuvo, afirmándose en la puerta de la cabina, apuntó el arma y disparó otra vez. Y otra más.

El hombre de la barandilla se llevó las manos a la cabeza, arqueándose hacia atrás bajo el impacto de la cuarta bala. La proa del pesquero se sumergió repentinamente en el seno de dos olas gigantes, haciendo caer al hombre herido. Rodó hacia la izquierda, incapaz de quitarse las manos de su cabeza. El barco emergió hacia arriba, con la proa más fuera del agua que dentro de ella, barriendo a la figura de la puerta e impulsándola hacia adentro de la cabina, mientras el quinto disparo se perdía en el aire. El hombre herido gritó, sus manos trataron desesperadamente de asirse a cualquier cosa, con los ojos cegados por la sangre y por la incesante lluvia del agua de mar. No había nada en donde sujetarse; sus piernas se doblaron, mientras su cuerpo se tambaleó hacia delante. El barco roló violentamente a sotavento, y el hombre cayó por un costado hacia la locura de la oscuridad del mar.

Sintió que el torrente de agua fría lo envolvía, lo aspiraba hacia abajo, lo retorcía en círculos y lo impulsaba hacia la superficie, sólo para tomar una única bocanada de aire. Una sola, y otra vez abajo.

Y sentía calor, un extraño calor húmedo en sus sienes, que la quemaba a través del agua helada que lo seguía absorbiendo, un fuego donde no debería arder ningún fuego. Había también hielo, una helada palpitación en su estómago, en sus piernas, en su pecho, a lo que, extrañamente, el mar frío que lo envolvía le daba una cálida sensación. Sentía estas cosas y tomaba conciencia de su propio pánico al sentirlas. Podía ver su propio cuerpo girando y retorciéndose, piernas y brazos tratando frenéticamente de vencer las presiones del remolino. Podía sentir, pensar, recibir el pánico y luchar, y, aun así, sorprendentemente, había paz. Era la paz del observador, del observador no comprometido, separado de los hechos, que tomaba conocimiento de ellos, pero que no era esencialmente copartícipe.

Entonces lo invadió otra forma de pánico, penetrando a través del calor y del hielo, y del reconocimiento de no estar involucrado en ello. ¡No podía sucumbir a la paz! ¡No ahora! Sucedería en cualquier momento; no estaba seguro de qué se trataba, pero sucedería. ¡Él tenía que estar allí!

Pateó con furia, braceando ante las pesadas paredes de agua que tenía delante, con el pecho a punto de estallar. Irrumpió en la superficie, manoteando para mantenerse sobre la negra marejada. ¡Sube! ¡Sube!

Una monstruosa ola lo elevó. Estaba en la cresta, rodeado de espuma y oscuridad. Nada. ¡Vuélvete! ¡Vuélvete!

Entonces se produjo. La explosión fue enorme; pudo oírla por encima del ruido de las aguas y del viento, la imagen y el sonido; de alguna manera, su umbral hacia la paz. El cielo se encendió como una diadema luminosa, y dentro de aquella corona de fuego emergieron objetos de todas formas y tamaños a través de la luz, hacia las sombras circundantes.

Había ganado. No sabía cómo, pero había ganado.

De pronto comenzó a caer vertiginosamente de nuevo hacia el abismo. Podía sentir las aguas turbulentas caer sobre sus hombros, enfriando el calor de sus sienes, entibiando las heladas incisiones de su estómago y sus piernas y…

Su pecho. ¡Cuánto le dolía! Había sido golpeado: el impacto, repentino e intolerable. ¡Se produjo otra vez! ¡Basta! ¡Quiero paz!

¡Y otra vez!

Y nuevamente braceó y pataleó… hasta que lo tocó. Un objeto grueso, viscoso, que seguía los movimientos del mar. No podía saber qué era, pero estaba allí y podía sentirlo, asirlo.

¡Tómalo! Te conducirá hacia la paz. Al silencio de la oscuridad… y de la paz.

Los primeros rayos del sol atravesaron la neblina del cielo por el Este, haciendo resplandecer las tranquilas aguas del Mediterráneo. El capitán del pequeño barco pesquero, con los ojos enrojecidos, las manos marcadas con quemaduras de soga, estaba sentado a popa, fumando un «Gauloise», agradecido por la vista de la llanura del mar. Miró hacia la timonera abierta; su hermano menor apretaba el acelerador para hacer mejor tiempo; el otro tripulante estaba revisando una red. Se reía de algo, y eso era bueno. No había habido nada de qué reírse la noche anterior. ¿De dónde había venido la tormenta? Los informes meteorológicos de Marsella no habían avisado nada; si lo hubieran hecho, se habría quedado al reparo de la costa. Quería llegar hasta el área de pesca, ochenta kilómetros al sur de La Seine-sur-Mer para cuando despuntara el día, pero no gracias a reparaciones costosas; y ¿qué reparaciones no eran costosas actualmente?

O a costa de su vida, y, a veces, aquella noche había visto con claridad la distinción.

Tu es fatigué, hein, mon frère? —gritó su hermano, sonriéndole—. Va te coucher, maintenant. Laisse moi faire.

D’acord —respondió su hermano, arrojando el cigarrillo por la borda y deslizándose hacia la cubierta sobre una red—. Un poco de sueño no me hará mal.

Era bueno tener a un hermano al timón. Un miembro de la familia debería ser siempre el timonel en un barco familiar; la vista se hace más aguda. Incluso un hermano que hable con una lengua tan pulida como la de un literato, en oposición a su propio lenguaje rudo. ¡Increíble! Un año en la Universidad y su hermano quería comenzar una compagnie. Con un solo barco que había conocido mejores épocas, hacía ya mucho tiempo. Locura. ¿De qué le sirvieron sus libros anoche, cuando su compagnie estaba a punto de sucumbir?

Cerró los ojos, dejando que sus manos se mojaran en el agua que corría por cubierta. La sal del mar le haría bien para las quemaduras de soga. Quemaduras sufridas mientras sujetaba objetos del equipo para no perderlos durante la tormenta.

—¡Mira! ¡Allí!

Era su hermano; aparentemente, la celosa mirada de la familia le negaba el sueño.

—¿Qué sucede? —gritó.

—¡A proa! ¡Hay un hombre en el agua! ¡Se aferra a algo! ¡Un pecio de barco, parece un tablón!

El capitán tomó la rueda del timón, y dirigió el barco hacia la derecha del náufrago, mientras apagaba los motores. Parecía que el menor movimiento haría soltar al hombre el fragmento de madera al que estaba aferrado; sus manos estaban blancas, asidas al borde como garras, pero el resto del cuerpo se veía blando, tan blando como el de un ahogado, que ya no pertenece a este mundo.

—¡Prepara un cabo! —gritó el patrón a su hermano y al tripulante—. ¡Sumérjanlo alrededor de sus piernas! ¡Ahora, con cuidado! Súbanlo hasta la cintura. Tiren suavemente.

—¡No suelta el tablón!

—¡Despréndanle las manos! Puede ser la rigidez de la muerte.

—No. Está vivo… pero apenas, creo. Sus labios se mueven, pero no emiten sonido. Sus ojos también, aunque dudo que nos vea.

—¡Las manos están libres!

—¡Levántenlo! Tómenlo por los hombros y tiren hacia arriba. Con cuidado, ¡ahora!

—¡Madre de Dios, miren su cabeza! —gritó el tripulante—. ¡La tiene abierta!

—Debe de haberse golpeado contra la tabla durante la tormenta —dijo el hermano.

—No —opinó el capitán, observando la herida—. Es un corte limpio. Causado por una bala; le dispararon.

—No puedes estar seguro de eso.

—En más de un lugar —agregó el patrón, mientras su mirada recorría el resto del cuerpo—. Nos dirigiremos hacia Ile de Port Noir; es la isla más cercana. Hay un médico allí.

—¿El inglés?

—Ejerce, ¿no?

—Cuando puede —replicó el hermano del capitán—. Cuando el vino lo deja. Tiene más éxito con los animales de sus pacientes que con éstos.

—No habrá mucha diferencia. Será un cadáver para cuando lleguemos allí. Si por casualidad vive, le cobraré el combustible extra y la pesca que podamos perder. Trae el equipo; le vendaremos la cabeza, aunque no creo que ayude mucho.

—¡Mirad! —gritó el tripulante—. Mirad sus ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó su hermano.

—Hace un momento eran grises, tan grises como cables de acero. ¡Ahora son azules!

—El sol está más fuerte —dijo el patrón, encogiéndose de hombros—. O juguetea con los ojos. No importa, no hay color en la tumba.

Los silbatos intermitentes de los barcos pesqueros se entrecruzaban con los incesantes chillidos de las gaviotas; juntos formaban los sonidos universales de la orilla. Era el atardecer; el sol, una bola de fuego en el Oeste; el aire, quieto y húmedo, muy caliente. Sobre los muelles y frente al puerto había una calle de gravilla y varias casas blancas deterioradas, separadas por hierba crecida que brotaba de la tierra seca y la arena. Lo que quedaba de las galerías ostentaba enrejados y estuco, sostenido por pilotes implantados descuidadamente. Las residencias habían conocido mejores épocas, algunas décadas atrás cuando los habitantes creían que Ile de Port Noir se transformaría en otro lugar de esparcimiento en el Mediterráneo. Pero nunca sucedió.

Todas las casas tenían senderos que se dirigían a la calle, pero el de la última casa de la fila era más intrincado que los demás. Pertenecía a un inglés que había venido a Port Noir hacía ocho años, en circunstancias que nadie entendía ni quería entender; era un médico, y allí se necesitaba uno. Ganchos, agujas y bisturíes eran a la vez medios de vida e instrumentos de incapacitación. Si uno veía a le docteur en un buen día, las suturas no eran tan malas. En caso contrario, si el hedor del vino o whisky era muy pronunciado, había que medir los riesgos.

¡Tant pis! Era mejor eso que nadie. Pero no hoy. Nadie usaba hoy su sendero. Era domingo y se sabía que los sábados por la noche el doctor se emborrachaba a conciencia y terminaba la noche con cualquier ramera disponible. Por supuesto, se sabía también que durante los últimos sábados la rutina del doctor se había alterado; no se lo había visto en el pueblo. Pero eso no hacía cambiar las cosas; le enviaban las botellas de whisky regularmente. Era sólo que se quedaba en su casa; hacía esto desde que el barco pesquero de La Ciotat había traído al desconocido que era más un cadáver que un hombre.

El doctor Geoffrey Washburn se despertó sobresaltado: su mentón, hundido en la clavícula, hacía que el aliento de la boca le invadiera los orificios de la nariz; no era agradable. Pestañeó, orientándose, y miró hacia la puerta abierta del dormitorio. Su siesta, ¿había sido acaso interrumpida por un nuevo monólogo incoherente de su paciente? No; no se oía nada. Hasta las gaviotas, afuera, permanecían misericordiosamente silenciosas; era el día sagrado de Port Noir, no había barcos que vinieran a agitar a las aves con su pesca.

Washburn miró la copa vacía y la botella de whisky, medio llena, que había en la mesa, al lado de su silla. Era un progreso. En un domingo normal ya estaría vacía; el dolor de la noche anterior se habría disipado con el alcohol. Sonrió para sí una vez más, bendiciendo a su hermana mayor, que vivía en Coventry y, que hacía posible el whisky con su asignación mensual. Bess, era una buena chica, y Dios sabía que podía enviarle mucho más de lo que le mandaba, le estaba agradecido de que hiciera lo que hacía. Y un día se interrumpiría, el dinero se acabaría, y entonces intentaría el olvido con el vino más barato, hasta que no hubiera más dolor. Nunca más.

Había llegado a aceptar esa eventualidad… hasta que tres semanas y cinco días atrás, el extraño medio muerto había sido rescatado del mar y llevado a su puerta por pescadores que no se preocuparon de identificarse. Su acción se debía a la piedad, no querían comprometerse. Dios entendería; al hombre le habían disparado.

Lo que los pescadores no sabían era que algo más que balas había entrado en el cuerpo del hombre. Y en su mente.

El doctor impulsó su desvaído cuerpo fuera de la silla y caminó tambaleándose hasta la ventana que daba al puerto. Bajó la persiana y cerró los ojos para evitar el sol; luego miró a través de las rendijas para observar la actividad de la calle, específicamente para descubrir la razón de aquel traqueteo. Se trataba de un coche tirado por caballos, una familia de pescadores en su paseo dominical. ¿Dónde diablos podía uno ver una escena semejante? Y entonces recordó los carruajes con caballos, cuidadamente peinados, que desfilaban por el Regent’s Park de Londres con turistas, durante los meses de verano; rió fuerte ante aquella comparación. Pero su risa duró poco, remplazada por algo que era impensable tres semanas atrás. Había perdido toda esperanza de volver a ver Inglaterra. Ahora era posible que eso cambiara. Aquel extraño podía cambiarlo.

A no ser que su diagnóstico fuese erróneo, podía suceder cualquier día, en cualquier hora o minuto. Las heridas de las piernas, del estómago y del pecho eran profundas y graves —muy posiblemente mortales si no hubiera sido por el hecho de que las balas habían permanecido donde estaban alojadas—, y se habían cauterizado y desinfectado gracias al continuo lavado con agua de mar. Extraerlas no era muy peligroso, pues el tejido estaba preparado, ablandado, esterilizado, listo para el bisturí. La herida craneal era un verdadero peligro; la penetración no era sólo subcutánea, sino que también parecía haber magullado las zonas fibrosas del tálamo y el hipotálamo. Si la bala hubiera penetrado unos milímetros más en cualquiera de los lados, las funciones vitales habrían cesado; pero no habían sido afectadas, y Washburn había tomado una decisión. Estuvo sin beber alcohol durante treinta y seis horas, ingiriendo todo el almidón y el agua que le fue humanamente posible, después de la cual realizó el trabajo más delicado que había intentado desde que lo habían despedido del «Hospital Macleans», en Londres. Milímetro a milímetro, había lavado con cepillo las áreas fibrosas para luego juntar y suturar la piel sobre la herida craneal sin ignorar que el menor error con el cepillo, la aguja, o las pinzas, causaría la muerte del enfermo. No quería que muriera el paciente desconocido, y ello por varias razones. Pero especialmente por una. Cuando hubo terminado, y las funciones vitales permanecieron constantes, el doctor Washburn retornó a su dependencia química y psicológica: la botella. Se había embriagado y permaneció ebrio, pero sin traspasar el límite. Sabía con exactitud dónde estaba y qué hacía en todo momento. Definitivamente, un progreso.

Cualquier día, ahora, en cualquier momento, el extraño enfocaría su mirada y surgirían de sus labios palabras inteligibles. En cualquier instante. Y llegaron las palabras. Flotaron en el aire mientras la brisa temprana del mar refrescaba la habitación.

—¿Quién anda por ahí? ¿Quién está en la habitación?

Washburn se incorporó en el camastro, movió suavemente las piernas hacia un lado y se puso de pie con lentitud. Era importante no dar una nota discordante, ningún ruido repentino o movimiento que pudiera asustar al paciente y conducirlo a una regresión psicológica. Los próximos minutos serían tan delicados como los procedimientos quirúrgicos que había realizado; el médico que había en él estaba listo para afrontar el momento.

—Un amigo —replicó con suavidad.

—¿Amigo?

—Usted habla inglés. Pensé que lo haría. Sospechaba que hablaría en canadiense o norteamericano. Sus arreglos dentales no provienen del Reino Unido ni de París. ¿Cómo se siente?

—No estoy seguro.

—Le llevará un tiempo. ¿Necesita mover el intestino?

—¿Qué?

—Haga sus necesidades, hombre. Para eso es el recipiente que está a su lado. El blanco, a su izquierda. Si llegamos a tiempo, por supuesto.

—Lo siento.

—No lo sienta. Es una función perfectamente normal. Soy médico, su médico. Mi nombre es Geoffrey Washburn. ¿Cuál es el suyo?

—¿Qué?

—Que cuál es su nombre.

El extraño movió la cabeza y miró hacia la pared blanca, veteada con rayas de luz matinal. Luego se volvió y sus ojos se detuvieron en los del doctor.

—¡Oh, Dios mío!

—Se lo he dicho una y otra vez. Le llevará tiempo. Cuanto más se desespere, cuanto más se atormente, peor será.

—Está ebrio.

—Por lo general. No es pertinente. Pero puedo darle claves, si quiere escucharme.

—Ya lo escuché.

—No, no lo ha hecho; se evade. Se queda ahí recostado y corre un velo sobre su mente. Escúcheme otra vez.

—Lo estoy escuchando.

—Durante su estado de coma, su prolongado coma, habló en tres idiomas diferentes: inglés, francés y otra maldita cosa que presumo era oriental. Eso significa que usted es políglota; está familiarizado con varios lugares del mundo. Piense geográficamente: ¿qué le resulta más cómodo?

—Obviamente, inglés.

—Sobre eso ya nos hemos puesto de acuerdo. ¿Qué es lo más incómodo?

—No lo sé.

—Sus ojos son redondos. No rasgados. Yo diría que obviamente lo oriental.

—Obviamente.

—Entonces, ¿por qué lo sabe hablar? Ahora, piense en términos de asociación. Escribí algunas palabras, escúchelas. Las pronunciaré fonéticamente. Ma-kwa. Tam-kwan. Kee-sah. Diga lo primero que se le ocurra.

—Nada.

—Muy bien.

—¿Qué diablos quiere?

—Algo. Cualquier cosa.

—Está ebrio.

—Ya hemos hablado sobre eso. Constantemente. También salvé su maldita vida. Ebrio o no, soy médico. Y en otro tiempo lo fui muy bueno.

—¿Qué pasó?

—¿El paciente interroga al doctor?

—¿Por qué no?

Washburn hizo una pausa, mirando por la ventana hacia la orilla.

—Estaba ebrio —explicó—. Dijeron que había matado a dos pacientes en la mesa de operaciones porque estaba ebrio. Podría haberme zafado con uno, pero no con dos. Ven las reincidencias rápidamente. Dios los bendiga. Nunca debe dársele un bisturí a un hombre como yo y disfrazarlo de respetabilidad.

—¿Fue necesario?

—¿Qué era necesario?

—La botella.

—Sí, maldito sea —replicó Washburn en voz baja, volviéndose—. Lo fue y lo es. Y el paciente no está autorizado para emitir juicios en lo que al médico concierne.

—Lo siento.

—También tiene usted la molesta costumbre de disculparse. Es una manifestación elaborada y totalmente antinatural. No creo ni por un minuto que sea usted una persona que se sienta culpable.

—Entonces sabe usted algo que yo no sé.

—Sobre usted, sí. Bastante. Y muy poco de ello tiene sentido.

El hombre se incorporó en la silla. La camisa desabrochada se abrió sobre su tenso cuerpo, quedando expuestas las vendas del pecho y del estómago. Entrelazó las manos; las venas se veían turgentes en sus brazos delgados y musculosos.

—¿Aparte las cosas sobre las cuales ya hemos hablado?

—Sí.

—¿Cosas que dije mientras estaba en coma?

—No, no en realidad. Ya hemos hablado sobre casi toda esa jerigonza. Los idiomas, sus conocimientos de geografía, ciudades que yo nunca oí nombrar o apenas conozco; su obsesión por evitar el uso de nombres que quiere pronunciar, pero no lo hace; su propensión a la confrontación, atacar, retroceder, esconderse, correr; todo bastante violento, en mi opinión. Frecuentemente tuve que sujetarle los brazos para proteger las heridas. Paro ya hemos repasado todo eso. Hay otras cosas.

—¿Qué quiere decir? ¿Cuáles son? ¿Por qué no me las ha dicho?

—Porque son físicas. El caparazón exterior, podríamos llamarle. No estaba seguro de que estuviera preparado para ello. No estoy seguro todavía.

El hombre se recostó en la silla, con las oscuras cejas enarcadas bajo el pelo negro.

—Ahora es el juicio del doctor el que no ha sido solicitado. Estoy listo. ¿De qué está usted hablando?

—Comenzaremos con esa cabeza suya bastante aceptable. La cara, en particular.

—¿Qué pasa con ella?

—No es la cara con que usted nació.

—¿Qué quiere decir?

—Bajo un buen cristal de aumento, la cirugía siempre deja sus marcas. Ha sido usted modificado, mi buen hombre.

—¿Modificado?

—Tiene un mentón pronunciado; me atrevería a decir que había una hendidura allí. Fue removida. Su pómulo izquierdo —sus pómulos son también pronunciados, probablemente eslavos, hace muchas generaciones— tiene rastros apenas visibles de una cicatriz quirúrgica. Me aventuraría a decir que fue eliminado un lunar. Su nariz es inglesa, en un tiempo un poco más prominente de lo que es ahora. Fue afinada muy sutilmente. Sus facciones salientes fueron suavizadas, la personalidad, disimulada. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?

—No.

—Es un hombre razonablemente atractivo, porque su rostro es más distinguido por la categoría a la que pertenece, que por la cara en sí.

—¿Categoría?

—Sí. Es el prototipo del blanco anglosajón que suele verse todos los días en los mejores campos de Cricket, o en las pistas de tenis. O en el bar en Mirabel. Esos rostros se hacen difíciles de distinguir uno de otro, ¿no es así? Los rasgos apropiadamente en su lugar, los dientes parejos, las orejas chatas contra la cabeza. Nada desproporcionado, todo en correcta posición y un poco blando.

—¿Blando?

—Bueno, «consentido», sería quizás un término más acertado. Seguro de sí mismo, arrogante, acostumbrado a hacer las cosas a su modo.

—Todavía no estoy seguro de entender lo que trata de decir.

—Escuche esto entonces. Cambie el color de su pelo, y cambiará su rostro. Hay rastros de decoloración, tinte. Use gafas y bigote, será otro hombre. Yo supuse que tenía treinta y tantos años, pero podría tener diez más, o cinco menos —Washburn hizo una pausa, observando la reacción del hombre, como si dudara de proseguir o no—. Y hablando de gafas, ¿se acuerda de esos ejercicios, las pruebas que hicimos la semana pasada?

—Por supuesto.

—Su vista es perfectamente normal; no necesita gafas.

—No pensé que las necesitara.

—Entonces ¿por qué hay pruebas de un prolongado uso de lentes de contacto en sus retinas y párpados?

—No lo sé. No tiene sentido.

—¿Puedo sugerir una posible explicación?

—Me gustaría oírla.

—Tal vez no —el doctor volvió a la ventana y miró hacia afuera—. Ciertos tipos de lentes de contacto están diseñados para cambiar el color de los ojos. Y cierto tipo de ojos se prestan más que otros para ello. Generalmente, aquellos que tienen un matiz gris o azul; los suyos son una mezcla. Gris almendrado bajo una luz, azules en otra. La naturaleza lo favoreció en este sentido; no había alteración posible ni necesaria.

—¿Necesaria para qué?

—Para cambiar su aspecto. Muy profesionalmente, diría yo. Visados, pasaportes, permisos de conducir, según sus necesidades. Cabello: castaño, rubio, rojizo. Ojos (no se puede trampear con los ojos), ¿verdes, grises, azules? Las posibilidades son muchas, ¿no le parece? Todo dentro de esa reconocible categoría en la cual los rostros se confunden unos con otros.

El hombre se levantó de la silla con dificultad, empujándose hacia arriba con los brazos y conteniendo la respiración mientras se levantaba.

—También es posible que se equivoque. Puede ser que esté lejos de la verdad.

—Ahí están las huellas, las marcas. Eso es una prueba.

—Interpretada a su modo, con una gran dosis de cinismo en ello. Suponga que hubiera tenido un accidente y me hubieran operado. Eso explicaría la cirugía.

—No esa clase de cirugía. Cabello teñido, marcas y lunares eliminados, esas cosas no son parte de un proceso de restauración.

—¡Usted no sabe eso! —exclamó, furioso, el desconocido—. Hay distintos accidentes, distintos procedimientos. Usted no estuvo allí, no puede estar seguro.

—¡Muy bien! Enójese conmigo. No lo hace lo suficientemente seguido. Y mientras está furioso, piense. ¿Qué era usted? ¿Qué es usted?

—Un viajante de comercio… un ejecutivo de una compañía internacional, especializada en el Lejano Oriente. Eso podría ser. O un profesor… de idiomas. En alguna Universidad. Eso también es posible.

—Bien. Elija una. ¡Ahora!

—Yo… no puedo.

La mirada del hombre estaba al borde de la impotencia.

—Porque no cree en ninguna de ellas.

El hombre sacudió la cabeza.

—No. ¿Usted sí?

—No —replicó Washburn—. Por una razón específica. Esas ocupaciones son relativamente sedentarias y usted tiene el cuerpo de un hombre que ha sido sometido a esfuerzo físico. Bueno, no me refiero a un atleta entrenado ni nada por el estilo. Pero su tono muscular es firme; sus brazos y manos, acostumbrados a hacer fuerza, y muy fuertes. En otras circunstancias hubiera creído que era un obrero acostumbrado a cargar objetos pesados, o un pescador, habituado a trabajar con las redes durante toda la jornada. Pero su nivel de conocimientos, su intelecto, me hace desechar esas posibilidades.

—¿Por qué tengo la impresión de que quiere llegar a algo, a otra cosa?

—Porque hemos trabajado juntos cerca y bajo presión, durante varias semanas ya. Vislumbra una línea de acción.

—¿Estoy en lo correcto, entonces?

—Sí. Tenía que ver cómo aceptaba lo que le dije. La cirugía, el pelo, las lentes de contacto.

—¿Pasé?

—Con irritante equilibrio. Es tiempo ahora; no tiene sentido posponerlo más. Francamente no tengo la suficiente paciencia. Venga conmigo —Washburn condujo al hombre por la sala de estar hacia la puerta trasera que daba al dispensario. Una vez dentro, fue hacia un rincón y tomó un anticuado proyector, con el estuche de lentes gruesas y redondas, gastado y roto—. Hice traer esto con el pedido de Marsella —dijo, mientras lo colocaba sobre el pequeño escritorio y metía las clavijas en un enchufe de la pared—. ¡Está lejos de ser el mejor equipo, pero sirve para el caso! ¿Quiere bajar las persianas?

El hombre sin nombre ni memoria fue a la ventana y bajó las persianas; la habitación quedó a oscuras. Washburn encendió la luz del proyector; un cuadrado blanco apareció en la pared. Insertó entonces una pequeña pieza de celuloide detrás de la lente.

El cuadrado se llenó inmediatamente con enormes letras.

BANCO GEMEINSCHAFT

BAHNHOFSTRASSE. ZURICH.

CERO - SIETE - DIECISIETE - DOCE - CERO -

CATORCE - VEINTISÉIS - CERO.

—¿Qué es? —preguntó el desconocido.

—Mírelo. Estúdielo. Piense.

—Es algún tipo de cuenta bancaria.

—Exactamente. El nombre del membrete y la dirección en letras impresas es el Banco; los números escritos a mano remplazan a un nombre, pero mientras estén escritos, constituyen la firma del titular de la cuenta. Procedimiento corriente.

—¿De dónde la sacó?

—De usted. Éste es un negativo muy pequeño; creo que será la mitad de una película de treinta y cinco milímetros. Estaba implantada, quirúrgicamente implantada, bajo la piel de su cadera derecha. Los números están escritos con su letra; es su firma. Con ella puede abrir una caja en Zurich.