A veces, mientras buscaba la caja fuerte y recorría las habitaciones moviendo algunos objetos que luego volvía a dejar en su lugar, oía, o mejor dicho sentía, la presencia de Maciste, vestido con la bata negra o desnudo, que se movía a través de la oscuridad de la casa siguiendo mis pasos, los ruidos casi imperceptibles que yo iba dejando, hasta aparecer de pronto a mis espaldas y agarrarme e inmovilizarme, pese a mis precauciones, a la agilidad que ponía en mis desplazamientos.
Y entonces, mientras estaba en sus brazos y me llevaba en volandas por la oscuridad, o mientras estaba bajo él o a su lado, en la cama o en el gimnasio, untada con cremas corporales hasta el último rincón de mi cuerpo, daba gracias por no haber encontrado la caja fuerte, por no encontrarla todavía.
Y a veces me imaginaba durmiendo todos los días allí, con Maciste, y también me imaginaba contratando a una mujer para que nos hiciera la limpieza, porque en mis sueños no estaba dispuesta a ser su esclava, y convenciéndolo, para que saliéramos de vez en cuando, no digo al cine pero sí a dar un paseo, como dos personas normales o como dos personas que fingen ser normales y a fuerza de fingirlo de alguna manera lo son o llegan a serlo, y así me veía telefoneando una vez a la semana, los viernes, por ejemplo, a un taxi para que nos pasara a buscar a la puerta y nos llevara a un buen restaurante donde cenaríamos sin ninguna prisa, conversando de los temas más diversos, o al centro, donde yo compraría ropa para él en una de esas tiendas de tallas grandes, y luego ropa para mi, e incluso hasta me imaginaba yendo al cine con Maciste, y describiéndole las imágenes de las películas, como dicen que hacen los acompañantes de los ciegos.
Pero lo cierto es que muy pocas veces dormí en su casa y también es cierto que después de soñar un rato con nuestra vida en común yo me ponía a pensar dónde demonios podía estar la caja fuerte.
De madrugada, cuando volvía a casa y encontraba semidespiertos a mi hermano y a sus amigos, discutíamos sobre ese tema. El boloñés se impacientaba, decía que no teníamos todo el tiempo a nuestra disposición, y a veces hablaba de entrar a la fuerza, armado con un cuchillo o con lo que fuera, pero cuando decía esto temblaba, él y el libio y mi hermano, la sola idea los hacía temblar, y no me costaba nada volver a encauzarlos en la idea original.
Otras veces hablábamos de la historia de Maciste, de sus películas que habían sido tan taquilleras. Mi hermano incluso buscó, durante semanas, por los videoclubs del barrio y luego por los videoclubs del centro una que se llamaba Maciste contra los tártaros, que según el boloñés era la mejor, pero no la encontró.
Yo me alegré de que no la encontrara porque me daba pena, una pena anticipada, ver a Maciste en su juventud, cuando aún no era ciego y tenía pelo y estaba delgado y musculoso. No lo quería ver porque ya sabía lo que iba a suceder veinte años después. Pero una vez soñé con la película. Primero se enfrentaban dos ejércitos en una meseta reseca. Luego Maciste luchaba contra veinte guerreros en el interior de un palacio y a todos los vencía. En algún momento aparecía una mujer vestida con una túnica de seda transparente y besaba a Maciste. Los dos estaban en lo alto de un promontorio. A sus pies se abría un abismo y en el horizonte se levantaban delgadas humaredas. Luego veía a Maciste durmiendo en una habitación con las paredes y el suelo de mármol. Y en el sueño yo pensaba: es sólo una película, él no duerme de verdad, está fingiendo que lo hace, pero en realidad está despierto, y sólo entonces me daba cuenta que Maciste, mientras filmaba esa película, estaba en el presente y que yo, que veía la película o que soñaba que veía la película, estaba en el futuro, en el futuro de Maciste, es decir en la nada. Entonces me desperté.
En cualquier caso yo prefería verlo tal cual era cuando iba a visitarlo, dos veces por semana, a su casa.
En la peluquería las cosas no iban demasiado bien. Aunque en algunos aspectos iban mejor que antes. Generalmente aparecía muerta de sueño y a veces durante toda la jornada me comportaba como una sonámbula. En una ocasión la jefa, que era una mujer comprensiva, me arrastró hasta el lavabo y me levantó las mangas de la blusa buscando marcas de pinchazos en los brazos.
—No me drogo —le dije.
—¿Qué te pasa, Bianca? Cada día estás peor.
—Duermo mal —dije.
Era verdad. A veces podía pasarme semanas durmiendo tres o cuatro horas diarias.
En una ocasión estuve tentada de preguntarle a Maciste cómo había perdido la vista. El boloñés y el libio me habían advertido que nunca le hiciera una pregunta en este sentido. Según se decía, la última persona que había mostrado curiosidad por la ceguera de Maciste terminó con dos costillas rotas. Pero no fue esta advertencia lo que me detuvo. Sabía que Maciste jamás iba a levantar su mano contra mí. Hubo algo que me detuvo, sin embargo, otra cosa.
A veces pensaba que era mejor que se hubiera vuelto ciego, pues así nunca me vería, nunca vería mi cara, la cara que yo tenía cuando estaba con él, que no era una cara de puta ni de ladrona ni de espía, sino una cara expectante, una cara que en realidad lo esperaba todo, desde una palabra amable hasta una declaración trascendente.
Palabras amables no hubo muchas, pues Maciste era un tipo de pocas palabras, pero sí que hubo gestos amables. Declaraciones trascendentes no hubo ninguna, o ninguna que a mí, en ese momento, me lo pareciera, aunque con el tiempo he llegado a rememorar cada palabra de Maciste como una llave o como un puente oscuro que necesariamente hubiera tenido que llevarme a otro sitio, como si él fuera una máquina de predicciones hecha exclusivamente para mí, algo que sé que no es verdad, aunque a veces me gusta pensar que sí lo es, no muchas, porque ya no me engaño como antes, pero algunas pocas veces sí.