XI

Comencé a ir dos veces a la semana a su casa de vía Germanico. A veces tenía que esperar mucho rato delante de la puerta antes de que me abriera. A veces no íbamos directamente al gimnasio sino que me hacía pasar a la cocina, una cocina dos veces más grande que la sala de mi casa, donde Maciste preparaba bocadillos para los dos, su especialidad, bocadillos fríos americanos que, según él, le había enseñado a hacer una actriz llamada Dolly Plimpton, de Oregón, que había sido compañera de reparto en una de las películas que él había hecho, y que consistían en pan de molde, lechuga, pepinillo, tomate, lonjas de jamón york, lonjas de queso y salsas de ensalada de diferentes tipos, salsas que él distinguía por el tamaño y el volumen de los frascos y que, mezcladas, proporcionaban a los bocadillos un gusto a menudo extraño, fuerte y extraño, como los bocadillos de los aeropuertos, decía él, pero buenos.

La cocina era grande y estaba sucia. No por su uso, que en realidad era escaso, sino simplemente porque allí hacía falta alguien que emprendiera sin tardanza una limpieza general, alguien que sacara el polvo que se había ido acumulando en los rincones tras meses, tal vez años de descuido, pero Maciste no quería ni oír hablar de eso.

El baño, que usábamos después de follar, era el único sitio de la casa que estaba limpio de verdad. La bañera era enorme y en vez de cortinas tenía cristales corredizos, como se ve en algunas películas, y que Maciste había mandado poner especialmente, además de una serie de agarraderas en las paredes que él no necesitaba, pues aunque era ciego en el interior de su casa se movía como si no lo fuera.

Junto a la bañera había un pequeño cubículo con una ducha de agua fría a presión que Maciste llamaba ducha noruega y cuya puerta también era de vidrio.

A veces, mientras me duchaba, Maciste se sentaba en un taburete de madera y se ponía a comer sus bocadillos allí. Hablábamos de todo. Del accidente de mis padres y de cómo esa pérdida me había afectado (sus padres también estaban muertos). De las películas que yo había visto recientemente (la última película que él había visto fue hace quince años). De las cosas que ocurrían al otro lado de su casa.

En realidad era muy poco lo que tenía que decirle.

Cuando abría la puerta de cristal y lo veía comiendo me daba no sé qué, parecía otro, un desconocido, y yo también parecía otra y eso no me gustaba.

Entonces aprovechaba para hacerle preguntas, porque el silencio al que él estaba acostumbrado se me hacía imposible. Así supe su nombre real, aunque el término real sólo designa otra irrealidad, una irrealidad menos accidental, más armada, Giovanni Dellacroce, y supe las fechas exactas, cuando yo aún no había nacido, en que había sido coronado Mister Italia y luego Mister Europa y finalmente Mister Universo, el campeón del culturismo mundial, y además el primer italiano en conseguirlo, en un campeonato realizado en Las Vegas, y supe también que había viajado por las principales ciudades europeas y americanas, los años, los meses, los días, las fechas exactas, y que había sido amigo de políticos y artistas famosos, de actrices de cine y de futbolistas de la selección o de la Roma, y que había trabajado en muchas películas, entre ellas las tres o cuatro (aunque él fue exacto en el número, soy yo la que lo he olvidado) de Maciste, y que a veces había sido el bueno de la película y otras veces, al final, el malo, porque eso es ley de vida, decía, al principio uno casi siempre es el bueno y al final uno siempre es el malo.

Otras veces intentaba perderme sola por la casa y eso hacía.

—Voy a dar una vuelta por tu castillo —le decía, y me iba rápido, antes de que él pusiera una objeción o me lo prohibiera.

La casa tenía dos pisos y era la más grande que hasta entonces (y hasta ahora) yo había visto por dentro. Era tan grande que parecía enraizada en la tierra. En el segundo piso había por lo menos cuatro o cinco cuartos vacíos. En el primero estaba la sala, que Maciste a veces usaba, generalmente para dormir la siesta, y el comedor, que se había convertido en una suerte de pasaje o de laberinto donde se acumulaban muebles procedentes de otras habitaciones, catres y colchones, estufas eléctricas, sillas y mesas, armarios llenos de telarañas y donde se amontonaban viejas revistas deportivas o cinematográficas. Todo estaba dispuesto conforme a un plan que Maciste jamás me reveló, aunque no resultaba complicado inferir que su principal utilidad era despojar de obstáculos y trampas otras zonas de la casa.

Luego estaba la cocina, de la que ya he hablado, y un baño completo con los espejos rotos y una enorme rajadura en la bañera. También había una galería que comunicaba el amplio y recargado recibidor, lleno de cortinas inútiles, con una terraza que daba al jardín de atrás y a los muros de las casas vecinas. A los lados, los edificios parecían normales, pero al fondo, en las casas cuya entrada estaba por vía degli Scipioni, reinaba un silencio similar al de la casa de Maciste y no se oían nunca ni los sonidos de un televisor o de una radio, ni voces de niños ni voces de adultos llamando a los niños o llamándose entre sí. Una vez oí el pitido de un teléfono móvil, pero sólo fue una vez.

En el segundo piso, además de las habitaciones vacías, estaba la habitación de Maciste, que era grande y que siempre tenía los postigones de las ventanas echados. En la habitación había un espejo de cuerpo entero arrumbado en una esquina, que en el pasado seguramente sirvió para que Maciste tuviera un control diario de su musculatura y posiblemente, también, para hacer el amor con actrices de cine, y una cama muy grande y con refuerzos de hierro hechos ex profeso para soportar el peso de su propietario. Por lo demás, la habitación tenía un aire monacal, de amplitud y de pobreza.

Luego había dos baños, uno grande en el que yo solía ducharme, y uno pequeño donde la última mujer de la limpieza había amontonado sus útiles de trabajo, un par de cubos, una fregona, varias botellas de lejía, antes de marcharse, harta del ciego, y no volver más.

Al final de la galería estaba el gimnasio donde Maciste parecía pasar la mayor parte del tiempo, pedaleando en una bicicleta fija o levantando pesas y con la mente puesta en otro lugar, o, más comúnmente, recostado de forma indolente sobre un largo banco de madera, con la bata negra puesta y sus gafas negras y una toalla blanca en el cuello, pensando en sus años de gloria o tal vez, ojalá, con la mente en blanco, sin pensar en nada.

Al lado del gimnasio estaba la sala de lecturas o biblioteca (así la llamaba él), donde no había ni un solo libro, pero sí dos cuadros pintados al óleo. En uno se veía a Maciste, semidesnudo, en el momento de recibir el cinturón que lo acreditaba como campeón mundial de culturismo. En el otro aparecía Maciste sentado en esa misma biblioteca, detrás de una mesa de roble que aún estaba allí, vestido con traje y corbata, y una leve sonrisa, como si se estuviera riendo del pintor y de todos aquellos que iban a admirar la pintura, como si detrás de todo lo que lo rodeaba hubiera un secreto y sólo él lo supiera.

Entre un cuadro y otro había una hornacina con una imagen de san Pietrino alle Seychelles.

—¿San Pietrino de las Seychelles? ¿De las islas Seychelles?

—Sí —dijo Maciste.

—Pero ¿quién es este san Pietrino que llegó tan lejos?

—Un santo.

—Sí, pero ¿qué clase de santo es? Nunca había oído hablar de él, parece una broma.

—No, no es una broma —dijo Maciste—. Es un santo romano, moderno, uno que nació en Santa Loreto, como yo, y que un día se fue a predicar a las islas Seychelles, eso es todo.

Como no tenía ganas de discutir, al final le daba la razón y seguía dando vueltas por la casa. En ninguna parte vi una caja fuerte. La busqué una y otra vez, pero no la hallé.