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Todo es difícil de relatar, ya lo he dicho. Lo que sucedió, lo que sentí, lo que vi. Lo que pudo suceder, lo que pude ver y lo que pude sentir. Lo que sintió él no lo sé, no lo sabré nunca.

Era grande y gordo. Pero en realidad así no era Maciste. Era grande, sí, alto y ancho. También era gordo. Había sido campeón mundial de culturismo y una parte minúscula de esa gloria aún sobrevivía en algún lugar, no en su cuerpo, posiblemente, sino en sus gestos. Su cuerpo tenía el color blanquecino de los que nunca toman el sol. La cabeza la llevaba rapada o bien se había quedado calvo del todo. Era cortés. Llevaba una bata negra, muy vieja, que le llegaba casi hasta los tobillos y unas gafas oscuras que su cara grande hacía parecer pequeñas.

Recuerdo que avanzó hacia el centro del gimnasio, donde yo me hallaba, con pasos lentos que delataban que él también se sentía nervioso o incómodo.

Me preguntó cómo estaba y cuántos años tenía. Le mentí, tal como había convenido con los amigos de mi hermano, y le pregunté a mi vez por qué le llamaban Maciste.

—¿Estás cómoda? —preguntó.

—Estoy bien y tengo diecinueve años. ¿Por qué te dicen Maciste?

Buscó a tientas una silla y yo supe entonces, sin la menor duda, que estaba ciego.

Murmuró que en su época había hecho varias películas interpretando a ese personaje.

Me quedé sin saber qué decir, no por su respuesta, sino por haberme dado cuenta de que estaba delante de un ciego. Los amigos de mi hermano no me lo habían advertido. Pensé, con rabia, que eran unos hijos de puta e hice el gesto de coger mi chaqueta y salir corriendo de aquella casa. Pero también pensé: ¿y si ellos no lo sabían? ¿Iba a echar a rodar un plan ambicioso, quiero decir ambicioso a nuestra escala, sólo por un equívoco? ¿Iba a dejar que mi hermano siguiera vagando por las calles de Roma sólo por un malentendido que, además, no alteraba en nada nuestros propósitos? ¿Y si nadie o muy pocos sabían que era ciego? Porque la vida de Maciste era un misterio, según me habían dicho, y ni el boloñés ni el libio podían considerarse como pertenecientes a su círculo más íntimo, si es que ese círculo existía.

En ese momento fue cuando Maciste dijo:

—Mi nombre artístico era Franco Bruno.

Y yo pensé: ¿qué?

Y él dijo:

—Ahora el culturismo es considerado un deporte, cuando yo lo practicaba era un arte… Igual que la magia… Hubo un tiempo en que fue considerada un arte y los magos unos artistas… Ahora sólo es parte del espectáculo.

Y tras un largo silencio que aproveché para cavilar en otras cosas, dije:

—Entiendo lo que quieres decir —aunque en realidad no había entendido nada, pues hasta donde sabía Maciste había sido actor de cine y campeón de culturismo, pero no mago. Tal vez sólo sentía simpatía por los magos.

Y Maciste al oírme volvió su cara hacia mí y me preguntó si estaba desnuda. Le dije que no, que sólo me había quitado la chaqueta.

—¿Te explicaron?… Necesito compañía… No sé si te explicaron.

Le dije que sí, que me habían explicado todo.

—No te preocupes —dije.

Entonces se despojó de su bata y lo vi desnudo por primera vez. Me dijo:

—Ven aquí y apaga la luz.

—No hay ninguna luz encendida —dije.

—¿Puedes ver en la oscuridad?

—Más o menos —dije.

—Qué curioso. ¿Desde siempre?

—No —dije—. Si esto me hubiera pasado de niña, me habría vuelto loca. Desde hace poco. Desde el accidente en que murieron mis padres.

—¿Un accidente de coche?

—Sí. No me gusta hablar de ello. Mis padres murieron.

—Lo siento mucho —dijo Maciste.

Nos quedamos en silencio, cada uno sentado en su respectiva silla. Al cabo de un rato me preguntó si quería beber algo. Le dije que sí.

Maciste salió del gimnasio caminando como lo hacía cualquier persona. Durante unos segundos me pregunté si no me había equivocado en mi anterior apreciación, aunque es bien sabido que los ciegos en un espacio conocido se mueven sin ninguna dificultad.

Cuando volvió traía una botella de Coca-Cola de litro y medio y dos botellines en miniatura de whisky, como esos que, según dicen, dan en los aviones o uno encuentra en los minibares de los hoteles. Pensé que se le había olvidado traer los vasos y esperé. Cuando lo vi beber directamente de la botella, hice lo mismo.

—¿Conducías tú el coche cuando murieron tus padres?

Me molestó que me hiciera esa pregunta. Le dije que no sabía conducir y que cuando murieron mis padres yo me hallaba en Roma, en casa, con mi hermano.

—Curioso —dijo Maciste—. ¿Y a partir de entonces puedes ver en la oscuridad?

—Pues sí, a partir de entonces, o del segundo día o del tercero.

—Es decir, es algo nervioso —dijo Maciste.

—No sé si será nervioso o sobrenatural, ni me importa —dije yo.

Después, mientras caminaba hacia su silla, noté que un rayo de luna, gordo como una ola, entraba en el gimnasio. Maciste me desnudó. Me palpó la cara y la cintura y las piernas. Después se levantó y fue a buscar los frascos con las cremas corporales y el linimento.