Su nombre real era Giovanni Dellacroce. Eso ni el boloñés ni el libio lo sabían, menos aún mi hermano, que en esta historia, siento decirlo, hizo el papel de primo, que era a lo que lo abocaba su edad y su falta de estudios. Su nombre artístico era Franco Bruno. La gente lo llamaba Mister Universo, pues había obtenido este título dos veces, ambas al principio de la década de los sesenta, o Maciste, que fue el personaje que interpretó en cuatro, tal vez cinco películas, todas de gran éxito, tanto en Italia como en el resto del mundo. Había nacido en Pescara, pero desde los quince años vivió en Roma, en un barrio de los suburbios, Santa Loreto, al que consideraba su barrio y por el que sentía, en ocasiones, una gran nostalgia, aunque cuando la fortuna estuvo de su lado compró la casona de via Germanico donde yo lo conocí la noche que me llevaron.
Una noche que parecía un mediodía de agosto y que fue una de las más raras de mi vida.
El boloñés tocó el timbre varias veces. Una voz salida de un interfono nos preguntó quiénes éramos.
—Amigos —dijo el boloñés. Nadie le contestó. Parecía que el interfono se había estropeado. Al cabo de un rato volvió a llamar y dijo el nombre del gimnasio y el nombre, según creí entender, de un amigo común, y como si eso no bastara pronunció en voz alta nuestros nombres completos, el mío incluido.
Entonces se abrió el portón y accedimos al pequeño jardín descuidado donde las plantas luchaban, incluso de noche, por un espacio vital inexistente. Más que un jardín aquello daba la impresión de un cementerio.
El porche tenía tres escalones de piedra. Durante mucho rato estuvimos allí esperando a que alguien abriera la puerta.
El nerviosismo y al mismo tiempo la alegría, una alegría primordial sin dudas ni resquebrajaduras, que traslucían en sus semblantes los amigos de mi hermano, es algo que vuelve a mi memoria en los recuerdos de aquella noche y que trato de rechazar cada vez que la rememoro, porque esa alegría no la quiero para mí ni la quiero cerca de mí. Es una alegría que se parece demasiado a la mendicidad, a una explosión de mendicidad, y también es una alegría que se parece a la crueldad, a la indiferencia.
Luego la puerta se abrió y nos permitió vislumbrar un umbral oscuro donde yo creí ver una sombra que se movía muy rápida, y un recibidor también oscuro en el que entramos y del que volvimos a salir como niños asustados ante una responsabilidad misteriosa, y al que de inmediato volvimos a entrar, como avergonzados, y del que irremediablemente volvimos a salir, hasta que yo di tres pasos hacia el interior, esta vez sola, y tropecé con un mueble y pregunté si había alguien allí.
Una voz, la de Maciste, dijo que me quedara quieta, que no avanzara ni retrocediera, y luego saludó a los amigos de mi hermano, un saludo escueto, hola, ¿cómo están?, y en ese cómo están yo intuí una fragilidad enorme, una fragilidad parecida a una mantarraya que caía desde el techo, como si aquel recibidor oscuro estuviera en el fondo del mar y la mantarraya nos observara desde arriba, a mitad de camino entre el fondo y la superficie.
Después oí la respuesta del boloñés y el libio que decían que estaban bien, ¿y usted cómo está, señor Bruno?, y Maciste, que ya no estaba arriba y cuya voz ya no me hacía intuir un sin fin de fragilidades, respondía:
—A merced de los achaques, hijitos, qué se le va a hacer.
Y esto lo decía con una voz en la que no había un ápice de achacosidad, sino más bien todo lo contrario, una voz que ahora retumbaba en la oscuridad como si ésta, la oscuridad, fuera un bozal del que tiraba con furia, con ganas de salir al porche y comerse de dos bocados a los amigos de mi hermano que en ese momento, los muy cobardes, le decían que ellos ya no tenían nada que hacer allí, que esperaban que todo fuera bien, y luego se iban deseándonos buenas noches, a Maciste y a mí, y justo entonces, mientras ellos retrocedían casi a la carrera hasta la verja del jardín, la puerta de la casa se cerró sin que yo viera ninguna sombra proyectada en el quicio abierto, por lo que deduje que había cerrado la puerta mediante una célula fotoeléctrica o un artilugio parecido.
Después me vi sumida, por primera vez en mucho tiempo, en la oscuridad total.
Lo que sucedió a continuación es difícil de relatar. La voz de Maciste me condujo hasta una habitación en el primer piso, iluminada por una débil bombilla semioculta en una esquina. Sé que subí unos escalones, pero también sé que bajé unos escalones. La voz de Maciste iba siempre por delante de mí, indicándome escuetamente el camino. No sentí miedo. Atravesé una galería oscura, con un largo ventanal de una punta a la otra y desde el que se podía apreciar una parte del jardín trasero y los altos muros cubiertos de hiedra que separaban a la casa del edificio vecino. Me sentía tranquila. Abrí una puerta. Contra lo que imaginaba, no era la habitación de Maciste sino una especie de gimnasio. Su gimnasio particular, del que ya me habían hablado los amigos de mi hermano.
Encendí la luz. Sobre una mesa de madera observé varias botellas de linimento Vital y diversas cremas corporales. Me saqué la chaqueta y esperé. Al cabo de un rato la luz volvió a apagarse. Sólo entonces la puerta se abrió y vi a Maciste.