Creo que durante unos días viví como de puntillas. Iba de casa al trabajo y del trabajo a casa intentando no llamar la atención, y por las noches veía la tele, no demasiado, pues mi interés por los programas que antes solía ver comenzó a decaer de forma paulatina.
A veces llegaba y la casa estaba sola. Cuando pasaba esto comía en la cocina, sentada en un taburete blanco, mirando las baldosas blancas de las paredes, contándolas de arriba abajo, y luego contando las hileras, y luego me olvidaba, y luego las volvía a contar. Puedo decir, sin ser irónica, que me aburría.
En ocasiones entraba al antiguo dormitorio de mis padres. Aparentemente continuaba siendo el mismo y si por un milagro mis padres, como fantasmas o como zombis, hubieran abierto la puerta, nada habrían encontrado fuera de sitio.
Sin embargo había pequeñas cosas que desmentían esa suposición.
Semioculta detrás de una silla había una maleta. Encima del armario asomaba parte del esqueleto de una mochila. La maleta era de cuero, de buena calidad, y en su interior sólo había ropa limpia que pertenecía indistintamente al boloñés y al libio. En la mochila había algo de ropa sucia, no mucha, pues si algo tenían los amigos de mi hermano era una innegable vocación para la limpieza. No encontré en sus pertenencias ni un solo papel personal. Ni una carta ni una libreta de direcciones ni una fotocopia de los papeles de la Seguridad Social. Supuse que los papeles importantes los llevaban siempre consigo. O no los tenían. O no existían.
Por aquellos días también recuerdo una conversación con una compañera de trabajo. Era de mi misma edad, pero ella tenía novio, y una tarde antes de que cerráramos la peluquería se puso a hablar de su futuro. Por un instante creí que me estaba volviendo loca. No podía dar crédito a lo que oía.
—¿Estás hablando en serio? ¿No me tomas el pelo?
Hablaba en serio, aunque cuando vio mi expresión descompuesta dejó de hablar y se marchó hacia la otra punta del establecimiento, donde le dijo algo a una peluquera que descansaba sentada en una silla, fumando un cigarrillo y mirando por la ventana el atardecer. La cara de la peluquera dejaba ver una profunda melancolía. El rostro de mi compañera, por el contrario, me pareció malévolo. Respiraba con dificultad, como si hubiera corrido de una punta a la otra en un tiempo récord, y aunque se rió varias veces, como si no diera crédito a sus propias palabras, yo la noté asustada. La peluquera la escuchó sin levantarse de la silla. Tuve la impresión de que las palabras de mi compañera le resbalaban por el rostro, un rostro más bien duro y nada indulgente. Eso es lo que recuerdo. También recuerdo el atardecer, un atardecer de tonos rosados y ocres que se colaba hasta el fondo de la peluquería, pero sin llegar a tocarme nunca.
Esa noche volví a casa sin llorar, que era algo que me estaba sucediendo en los últimos días. Era como si al salir del trabajo entrara de pronto en un túnel de viento que me hacía llorar sin motivo. Un túnel que al principio actuaba de forma natural, provocando mi llanto sin más, pero que en los últimos días, lejos de acostumbrarme a él, me producía una tristeza enorme, una tristeza que sólo podía enfrentar llorando.
Pero ese día, como si presintiera que a partir de entonces mi vida iba a dar un giro rotundo, no lloré. Me puse mis gafas negras, salí de la peluquería, entré en el túnel y no lloré. Ni una sola lagrima.
Mi hermano y los dos hombres que vivían en nuestra casa estaban esperándome. Los vi desde la calle. Los tres estaban asomados a una ventana, como peces en una pecera, y vigilaban la calle. Tardaron bastante en verme, detenida en la acera, mientras yo los contemplaba.
Subí las escaleras lentamente. Cerré la puerta y me detuve a mitad del pasillo. Ellos aparecieron de golpe y se pusieron a hablar. Los escuché. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero sus palabras las he olvidado. Tenían un plan. Eso lo recuerdo. Un plan borroso en el que todos, mi hermano también, habían cifrado su destino y puesto su grano de arena, su aporte personal, su visión de la suerte y de los giros de la suerte.
Recuerdo que escuché sus palabras y luego me abrí paso hasta la sala y me senté, cansada de oír tanta información en tan poco tiempo. Ellos me siguieron y permanecieron silenciosos y a la espera.
Les dije:
—No os quedéis callados, la idea es buena, sigan hablando.
Tal vez no dije que la idea fuera buena. Tal vez dije que quería escucharlos hasta el final. (Pensé que todos íbamos a acabar en la cárcel, pero eso no lo dije, no soy una aguafiestas.)
Ellos sonrieron y obedecieron. Mi hermano parecía el más entusiasmado, como si la idea hubiera sido suya, aunque yo sabía que no había sido así. El libio parecía el más escéptico. Lo cierto es que los tres estaban dispuestos a hacerlo y se agarraban como náufragos al plan que desplegaban ante mis ojos y que pintaban con los mejores colores, algo que apenas iba a requerir de algún pequeño sacrificio, un plan donde la astucia era el principal ingrediente, el golpe perfecto que nos abriría a los cuatro las puertas de una vida nueva, una casa cerca de la playa, por ejemplo, un restaurante en Tánger, un gimnasio en el norte.
Cuando terminaron de hablar les dije que me parecía bien. Luego me levanté y me fui a la cama y me puse a dormir sin haber cenado.
A las cinco de la mañana me desperté. Encendí la luz, me puse a hojear revistas antiguas y durante un rato estuve reflexionando en lo que me habían explicado. Ahora seré una delincuente, pensé sin miedo.
A la mañana siguiente no fui a trabajar, me levanté temprano, salí a la calle, compré pan y llamé desde un teléfono público diciendo que estaba enferma. No sé si se lo creyeron o no. A mí me daba igual.
Ese mediodía el libio y el boloñés me llevaron a la casa de Maciste. Su nombre no era ése, pero todo el mundo lo llamaba así. Unos le decían Maciste, otros Mister Maciste o señor Bruno, otros Mister Universo. Depende. La mayoría no lo llamaba de ninguna manera porque Maciste no salía nunca de su casa y nadie lo conocía y muchos que lo habían conocido, en persona o de nombre, ya lo habían olvidado.
La casa estaba en via Germanico, una casa de dos plantas, con un pequeño y descuidado jardín en la parte delantera, flanqueada por dos edificios de seis o siete pisos. Había una reja alta, de hierro. Las ventanas estaban con los portigones echados, como si allí no viviera nadie. La pintura de la fachada, en algunas zonas, se veía desconchada, acentuando si cabe la sensación de abandono. Al acercarnos a la puerta, sin embargo, no vimos correspondencia en el suelo ni papeles tirados en el jardín, lo que indicaba que de vez en cuando alguien iba a hacer la limpieza. A veces Maciste aparecía por un gimnasio de via Palladio, según el boloñés, y a veces del gimnasio de via Palladio enviaban a alguien a arreglar algunas máquinas de ejercicio que a Maciste se le estropeaban.
—En esta casa —me dijo el boloñés cuando ya nos marchábamos— tiene montado sólo para él un gimnasio particular gigantesco. Una vez vine yo y otro camarada a arreglar una tabla de pesas y trabamos cierta amistad. Volví en dos ocasiones más, pero no pude traspasar el umbral. Maciste es desconfiado.
Después, por la tarde, mientras seguíamos dándole vueltas a lo que íbamos a hacer, me contaron que durante una época, probablemente antes de que mi hermano y yo naciéramos, Maciste había sido una estrella de cine y que sus películas habían dado la vuelta al mundo. Luego tuvo el accidente y se retiró. A partir de ese momento fue entrando poco a poco en el olvido.
Aunque Maciste no era una de esas personas que se pudiera olvidar con facilidad. Yo, por ejemplo, sé que nunca lo olvidaré. Pase lo que pase, yo nunca lo olvidaré.