VII

Los sábados y domingos eran los peores días, porque estábamos los cuatro juntos y no teníamos nada que hacer. Durante el resto de la semana mi hermano y sus amigos salían (o eso me decía a mí cuando regresaba a casa) a buscar trabajo, pero nunca encontraban nada, ni siquiera algo temporal, una faena de algunas horas que le proporcionara un poco de dinero para ir tirando.

Por las noches, cuando me iba a mi habitación (ellos seguían viendo la tele hasta la madrugada), pensaba en mis padres, en el accidente, en las zigzagueantes carreteras del sur, y todo me parecía tan lejano que me hacía llorar de rabia.

Cuando esto ocurría me levantaba como impulsada por un resorte, volvía a la sala, le hacía una seña a cualquiera de los amigos de mi hermano (sin importarme, además, que éste me viera) y me lo llevaba a mi habitación, donde hacíamos el amor hasta que me quedaba dormida y podía por fin soñar, al menos, con otras cosas.

No me gustaba mi vida. Las noches seguían siendo claras y diáfanas, pero yo estaba dejando de ser una huérfana y comenzaba a internarme en un territorio aún más precario donde no tardaría en ser una delincuente.

¿Qué clase de delincuente? Daba lo mismo. A mí me era indiferente, aunque por supuesto sabía que en el reino de la delincuencia había muchos grados y escalones y que, por mucho que lo intentara, yo jamás podría acceder a los sitios más elevados.

Tenía miedo de ser una puta. No me hubiera gustado ser una puta. Sin embargo intuía que todo era cuestión de acostumbrarse. A veces apretaba los puños, mientras estaba en la peluquería, trabajando, e intentaba imaginar mi futuro. Ladrona, asesina, vendedora de drogas al por menor, contrabandista, estafadora. No, estafadora probablemente no, porque los estafadores siempre tienen un maestro que les enseña, ¿y a mí quién me iba a enseñar nada? Tampoco me hubiera gustado ser vendedora de drogas. No me gustan los drogadictos. No tengo nada contra ellos, pero tratar con drogadictos todo el día me parecía algo insoportable (ahora no, ahora ya no me lo parece, ahora creo que los que están con los drogadictos son una especie de santos y que los drogadictos mismos son santos también). En momentos de gran exaltación me veía como ladrona o asesina. En el fondo sabía que lo más viable era ser puta.

Fuera como fuera, por aquellos días yo intuía que me estaba acercando de manera inexorable al territorio de la delincuencia y esa cercanía me mareaba, me emborrachaba, dormía mal, tenía sueños donde nada significaba nada, sueños sin ataduras donde yo tenía el valor de hacer lo que quería, aunque las cosas que hacía en los sueños no eran precisamente las cosas que hubiera hecho en la vida real, las cosas que me apetecía hacer en la vida real.

En el fondo siempre he sido una persona sencilla. Ahora soy una persona sencilla y antes, cuando las noches eran igual de claras que el día, también. No me daba cuenta, pero lo era. Me miraba y la luz del espejo me enceguecía. No daba reposo a mi alma. Pero era una persona sencilla, de lo contrario hubiera salido disparada para arriba y ahora todo sería diferente.

A partir de este momento mi historia se hace más borrosa aún.