¿Qué esperaba? En aquel tiempo debía de estar algo loca, pues esperaba lágrimas.
Eso era lo que esperaba. Pero no hubo ni una sola lágrima. Llamaron a mi puerta, varias veces, noche tras noche, pero ninguno de ellos lloró.
A veces, mientras lavaba una cabeza o mientras barría el pasillo de la peluquería, los imaginaba aguardándome en casa, armados de una paciencia que no era de este mundo o al menos no del mundo que yo conocía, sin hacer nada más que ver la televisión, mientras mi hermano y yo trabajábamos y llevábamos comida y pagábamos lo que había que pagar. Los imaginaba sentados en el sofá, en silencio, o los veía haciendo flexiones y toda esa clase de ejercicios que ellos hacían para mantener la musculatura, sobre la alfombra o junto al balcón que daba a la piazza Sonnino, mientras el día moría lentamente y la luz de la luna iba creciendo en intensidad, hasta inundar con una luz cegadora el último rincón de la noche.
No se van a ir nunca, pensaba entonces.
Otras veces pensaba: se irán sin avisar, un día llegaremos y ellos ya no estarán.
Pero al volver a casa siempre estaban. La casa reluciente, pues ellos se ocupaban, permanentemente animosos, de hacer todo lo que antes me tocaba hacer a mí. Animosos, he dicho, con buena disposición, aunque yo sabía perfectamente que esa disposición era falsa, tan falsa como la mía, una disposición de apariencia alegre que escondía una sensación de vacío, de tristeza y desconsuelo ante nuestra propia reacción frente al vacío. Sin embargo trabajaban en la casa. La comida siempre estaba preparada. El lavabo repasado con lejía. Las habitaciones hechas. Como si a través de estos gestos me estuvieran diciendo: no somos unos inútiles, parecemos unos inútiles pero no lo somos, al contrario, si estuviera en nuestras manos haríamos todo lo posible para que fueras feliz.
Una vez a la semana, en ocasiones dos, los dejaba entrar a mi habitación. No necesitaba decir nada, me bastaba con mostrarme algo más locuaz de lo habitual o mirarlos de forma intensa (o lo que a mí entonces me parecía una forma intensa de mirar) y ellos captaban de inmediato que aquella noche podían visitarme y encontrarían la puerta abierta.
Otras veces llegaba y encontraba la mesa puesta sólo para una persona, para mí, y una nota de mi hermano diciéndome que volverían tarde, que un negocio urgente los había arrastrado inesperadamente a un extremo de la ciudad, que en la cocina había arroz y en el refrigerador una pieza de pollo. Las notas de mi hermano indefectiblemente acababan con una posdata del boloñés (a veces creo que el libio no sabía escribir, pero esto es intrascendente) donde refrendaba las palabras de mi hermano y me aseguraba que lo cuidarían.
Después de comer y lavar los platos, me sentaba a ver algún concurso en la tele y trataba de imaginar dónde estarían, en qué líos se habían metido. A veces, harta de la desesperación y codicia que desfilaba por la pantalla, releía la nota y comparaba la letra de mi hermano con la letra del boloñés. La de mi hermano era una caligrafía frágil, torpe, insegura. La del boloñés era la de un presidiario. Tras mucho estudiarla se me figuraba que más que una caligrafía aquello era un tatuaje. A veces intentaba recordar el cuerpo desnudo del boloñés, intentaba recordar si en su cuerpo se había tatuado él mismo una letra, una palabra o un dibujo, pero no conseguía recordar nada.
Creo que en el fondo temía una desgracia. Creo que presentía la inminencia de una desgracia y tenía miedo por el destino de mi hermano, que tan ligado parecía al destino de sus amigos. Ellos me daban igual. Eran mayores que nosotros y estaban familiarizados con las adversidades, pero mi hermano era inocente y yo no quería que le pasara nada.
De vez en cuando tenía sueños atroces: veía a mis padres caminando por una carretera del sur, no me reconocían, yo pasaba de largo, contenta de haber cambiado tanto pero luego me arrepentía y volvía sobre mis pasos, pero entonces mis padres se habían transformado en gusanos que se arrastraban dificultuosamente por el arcén, uno detrás de otro, junto a un cartel en donde se leía REGGIO CALABRIA 33 KILÓMETROS, y aunque yo los llamaba por sus nombres, les pedía que me contestaran, les advertía que yendo así, arrastrándose, no llegarían a ninguna parte, ellos ni siquiera volvían sus cabezas de gusano para echarme una última mirada y seguían impertérritos su camino. Por la carretera pasaba de vez en cuando algún coche último modelo, con las ventanillas bajadas y jóvenes en su interior que gritaban «fascismo o barbarie».
En el sueño yo lloraba, pero al despertarme tenía los ojos secos y si saltaba de la cama y me miraba de inmediato en un espejo, veía mi rostro endurecido, con una expresión que hasta a mí misma me asustaba.
El ánimo de los amigos de mi hermano a veces caía en picado. Si les preguntaba qué ocurría, qué problema tenían, siempre daban la misma respuesta: no nos pasa nada, todo va bien, nuestra suerte está a punto de cambiar. Mi hermano los escuchaba y asentía con la cabeza. A veces incluso sus propias palabras los entusiasmaban, como si se administraran una droga enfervorizante.
Yo entonces llevaba los platos a la cocina y desde allí les preguntaba si querían café y ellos decían sí, queremos, y yo hacía café y me sentaba en la silla de la cocina, mascando un chicle de menta, y me ponía a pensar en el significado de la frase «cambiar nuestra suerte», una frase que para mí no tenía ningún significado, por más vueltas que le diera, porque la suerte no se puede cambiar, o existe o no existe, y si existe no hay manera de cambiarla, y si no existe somos como pájaros en una tormenta de arena, sólo que no nos damos cuenta, por supuesto, tal como dice la canción de Luciano Marchetti: «somos pájaros en la tormenta, nadie lo experimenta». Aunque yo creo que hay gente, gente muy desdichada o con muy mala suerte, que sí se da cuenta de ello.
Lo mejor es no pensar en esas cosas. Pasan, nos rozan, se van, o pasan, nos rozan, nos envuelven, y lo mejor, siempre, es no pensar. Pero yo pensaba, esperaba a que se hiciera el café y me preguntaba qué querían decir con la expresión cambiar la suerte, qué método esperaban utilizar para cambiar la suerte (la suerte de ellos, no la mía ni la de mi hermano, aunque en cierto sentido la suerte de ellos iba a incidir, eso hasta un tonto lo hubiera sabido, en la suerte de mi hermano y tal vez hasta en mi propia suerte), en qué clase de negocios estaban dispuestos a meterse, hasta dónde estaban dispuestos a arriesgarse para que la suerte dejara de ser esquiva y se tornara dulce con ellos y con nosotros.
Por aquellos días la situación económica había empeorado. No mucho, pero en la tele decían que había empeorado. Creo que algo le pasaba a Europa o a Italia. O a Roma. O a nuestro barrio. Lo cierto es que el dinero apenas alcanzaba para comer y un día mi hermano se me acercó, acompañado por sus amigos, que se quedaron a unos metros de distancia, como si no quisieran inmiscuirse en algo tan íntimo como una conversación entre un hermano y una hermana, pero también como si no pudieran resistir la tentación de presenciar, aunque fuera a distancia prudencial, mi reacción ante lo que mi hermano me iba a decir y que ellos ya sabían de primera mano.
Y lo que mi hermano me dijo es que ya no trabajaba en el gimnasio. Le pregunté si lo había dejado él. Dijo que en cierta forma así era.
—¿Lo has dejado o te han echado?
Admitió que lo habían echado. Cuando le pregunté por qué lo habían echado contestó que no lo sabía. Después añadió que era algo normal, que muchos jóvenes se quedaban sin empleo de la noche a la mañana.
—Pero esos jóvenes no son huérfanos como nosotros —le grité—, esos jóvenes tienen padres y pueden permitirse el lujo de pasar una temporada en el paro.
Mi hermano dijo que cuando empezaban a despedir a la gente de sus puestos de trabajo poco importaba que fueran huérfanos o no. El boloñés y el libio asintieron. Sus rostros tenían una expresión compasiva que me revolvió el estómago. Los miré como si no existieran. Le pregunté a mi hermano cómo nos íbamos a arreglar sólo con mi sueldo. Mi hermano se puso a gritar y dijo que él no tenía la culpa de nada. Le dije que no me gritara, que encima de parado, maleducado, pero mi hermano siguió gritando y profiriendo amenazas dirigidas a gente de la que yo no había oído hablar en mi vida y prometiéndome que la situación iba a cambiar, aunque sin explicarme cómo, aunque de todas maneras sus promesas ya no las recuerdo porque entonces me puse a pensar en otras cosas, y entonces el boloñés y el libio dieron un paso al frente, o tres pasos, o tal vez cuatro pasos, y cogieron a mi hermano, que se había puesto pálido como una hoja de papel, por los hombros y la cintura, no lo recuerdo con precisión, sólo sé que en aquel momento me dio mala espina la forma en que lo sujetaron, por los hombros está bien, pero por la cintura me pareció excesivo, mi hermano estaba excitado pero tampoco se encontraba en un estado de descontrol total, sólo gritaba y gritaba, igual gritaba para no ponerse a llorar, pero ellos lo cogieron por la cintura y se lo llevaron a la sala o a la antigua habitación de mis padres y yo me fui a mi habitación.