IV

Una mañana el boloñés y el libio se marcharon de casa. Durante una hora, más o menos, estuve inspeccionando los cajones para ver si habían robado algo. No faltaba nada.

Era innegable, incluso para mí, que su conducta había sido correcta durante los cinco días que permanecieron en nuestra casa. Lavaron siempre los platos, en tres ocasiones prepararon ellos mismos la cena, no intentaron propasarse conmigo. Esto último era importante para mí. Notaba el interés en sus miradas, en sus gestos, en la manera que tenían de hablarme, pero también notaba el control y esto me halagaba.

Sólo había tenido un novio en mi vida y nuestro noviazgo se rompió poco antes de que mis padres sufrieran el accidente automovilístico en aquella espantosa carretera del sur.

Mi novio era un chico del barrio, de mi misma edad, y no tardé mucho en verlo en compañía de otra chica, ambos muy felices, en la entrada de una discoteca. Yo volvía de mi trabajo en la peluquería, era un sábado, y caminaba distraída contemplando el cielo que, como ya he dicho, cada día era más extraño. Mi ex novio estaba con su nueva chica apoyado en el muro, junto a la puerta de la discoteca, y al verme pasar dijo mi nombre. Bajé la mirada y lo vi. Me sonreía amistosamente. Yo también le sonreí. Me preguntó si ya no iba a la escuela. No le contesté. Por un instante pensé que lo más lógico hubiera sido detenerme y hablar un rato con él y con su nueva amiga, pero en lugar de hacer eso aceleré el paso. Cuando estuve lejos volví a mirar el cielo y tuve la impresión de vivir en otro planeta.

Asunto concluido.

Con mi novio no se podía decir que yo hubiera ganado experiencia. Era un chico como cualquiera y a mí me gustaba y un día dejó de gustarme. Eso es todo. Con el boloñés (y también con el libio) era distinto, pues los había tenido comiendo y cenando en mi casa, durmiendo en la habitación de mis padres y mirándome desde una cercanía a la que nadie (a excepción de mi hermano) había accedido. ¿Qué habían visto?, me preguntaba. ¿Qué rostro, qué ojos habían visto? No me lo preguntaba muy a menudo, pero ciertamente me lo llegué a preguntar alguna vez. Ahora sé que la cercanía no existe. Siempre alguien tiene los ojos cerrados. Uno ve cuando el otro no ve. El otro ve cuando uno no ve. Sólo una madre puede estar cerca, pero eso entonces era lo desconocido. Inexistente. Sólo existía el espejismo de la cercanía.

Y la cercanía de los amigos de mi hermano, una cercanía construida, entre otras cosas, a base de miradas y pequeñas atenciones, no sólo me halagaba sino que también me gustaba. Para entendernos: yo no era la esclava de nadie, sino la rectora de todos. Yo estaba ciega, pero era la vara que medía la libertad de todos. Suena estúpido, pero así lo sentía y estoy segura que eso pretendían ellos que sintiera yo. No decían groserías delante de mí, no hacían lo que hacía mi hermano, bajaban la basura, levantaban siempre la tapa del váter, algo que ni mi difunto padre, un hombre silencioso y discreto, hacía.

Pero de mi padre no quiero hablar. Quiero hablar de los amigos de mi hermano y de la tarde o de la noche en que yo registré los cajones para comprobar si no habían robado nada antes de irse. Recuerdo que mi hermano me vio y me lo dijo con una certeza en él desconocida: «No se han llevado nada. Son legales. Son mis amigos». Pero yo igual inspeccioné toda la casa, habitación por habitación, y hasta en el baño husmeé por si se habían llevado algún frasco de colonia. Nada. Mi hermano tenía razón.

Luego pasó una semana y luego otra y mi hermano apenas hablaba de sus amigos.

Una noche, mientras veíamos la tele, dijo que estaban en Milán participando en un concurso de culturismo. Mister Italia. Yo me reí.

—Estarán en Frosinone —le dije.

Mi hermano me miró como si no entendiera nada. ¿Qué quise decir con eso? ¿Que un campeonato de culturismo en Frosinone era accesible a ellos y uno en Milán no? Tal vez. Igual hubiera podido nombrar otro pueblo de Italia, Cosenza o Catanzaro, por ejemplo, pero no Milán.

Después de eso mi hermano dejó de contar cosas de ellos. Mi actitud, lo sé ahora, era la de alguien que tenía los ojos abiertos, mientras mi hermano y sus amigos vagaban por lugares reales o imaginarios con los ojos cerrados. Tener los ojos abiertos, por otra parte, equivalía a consumirse. Me consumía.

Trabajaba, hacía la compra, cocinaba, veía la tele, acompañaba a mi hermano a alquilar vídeos. Algunas noches me asomaba a la ventana y la noche era luminosa como el día. A veces pensaba que me estaba volviendo loca, que eso no podía ser normal, tanta claridad, pero en el fondo yo sabía que nunca me iba a volver loca.

Esperaba algo. Una catástrofe. Una visita de la policía o de la asistente social. La llegada de un meteorito que ennegreciera el cielo. Mi hermano alquilaba películas de Tonya Waters y yo lavaba cabezas y nada sucedía.

Un día ellos volvieron.

Mi hermano no me dijo nada, tal vez él tampoco sabía que ellos volverían. Me los encontré una noche, al volver del trabajo. Estaban los tres sentados en el sofá viendo la tele. Los miré a la cara y les pregunté qué tal les había ido en Milán. El libio se levantó y me dio la mano. El boloñés me saludó con un gesto de hastío y no se levantó del sofá. Por sus expresiones me di cuenta enseguida de que no les había ido muy bien. Así que no insistí. Comimos juntos. Vimos la tele juntos. Esa noche, mientras estaba en la cama pensando en ellos (o más precisamente en sus rostros golpeados, rostros como acabados de lavar, lavados a la fuerza, como si una mano oscura les hubiera arrojado un cubo de agua y luego hubiera fregoteado sus rostros sin ninguna consideración, rostros mojados y cansados, como si hubieran realizado el camino de vuelta de Frosinone a pie o con cadenas), mientras estaba en la cama, como digo, con la luz apagada y los ojos abiertos, sin esperanzas de poder conciliar el sueño, uno de ellos entró en la habitación y me hizo el amor. Creo que fue el boloñés.

Entonces volví a preguntarle:

—¿Cómo os fue en Milán?

Y él dijo «mal, mal, mal», mientras se ponía algo en el pene y me penetraba. Creo que lo que se puso fue un condón, pero no podría asegurarlo.

A la mañana siguiente, antes de irme al trabajo, busqué el condón usado y no encontré nada. Así que es posible que se pusiera un condón y también es posible que se pusiera otra cosa. Pero ¿qué cosa? No lo sabré nunca y ahora me da igual saberlo o no saberlo, pero entonces, aquella mañana, mientras me vestía y hacía la cama, pensé en eso y en el peligro y en el amor y en todas las cosas de apariencia extraña que aparecen cuando menos te las esperas y que en realidad siempre son subterfugios de algo distinto, de otra cosa (de cosas realizables, no de cosas irrealizables), y luego me fui a trabajar, los demás dormían, mi hermano en su cuarto, sus dos amigos en la antigua habitación de mis padres, y las calles que recorrí ya no parecían las mismas del día anterior aunque yo sabía que eran las mismas, las calles no cambian de la noche a la mañana, es posible que en algunos lugares sí cambien, pero yo no conozco esos lugares, tal vez en África, pero aquí no, aquí la que estaba cambiando era yo y durante un buen rato caminé pensando en eso: estoy cambiando, estoy cambiando, pero cuando llegué a la peluquería me di cuenta de que seguía igual, las calles se habían movido ligeramente hacia la izquierda o hacia la derecha, hacia arriba o hacia abajo, pero yo seguía igual.

En mi descargo puedo decir, si es que hubiera algo que decir, si la noción de descargo fuera pertinente (que no lo es), que en ningún momento pensé que me estuviera enamorando. Veía negativos de situaciones amorosas. Veía negativos de experiencias pasionales cuyo punto de referencia siempre era una serie de televisión o el murmullo ya olvidado de unas niñas. A veces veía toda una vida en negativo: una casa más grande, en otro barrio, hijos, un trabajo mejor, años, la vejez, un nieto, la muerte en un hospital público o tapada con una sábana en la cama de mis padres, una cama que hubiera deseado oír cómo crujía, un crujido similar al de un transatlántico al hundirse, pero que, por el contrario, era silenciosa como un ataúd.

Esa noche volví a hacer el amor con uno de los amigos de mi hermano y la noche siguiente y la que siguió a esa noche también, y todas las noches de aquella semana y la semana que vino después, hasta que se me empezó a notar en la cara que hacía el amor todas las noches o que dormía poco, hasta el extremo de que mis compañeras de trabajo me preguntaron qué me pasaba, si estaba enferma o qué.

Entonces me miré en un espejo y me vi ojerosa, con la piel blanca, como si la luna, que para mí brillaba tanto como el sol, me estuviera afectando. Y entonces decidí que ya no tenía por qué hacer el amor cada noche y cerré mi puerta con llave.

La vida, contra lo que yo esperaba, siguió igual.