III

Una tarde mi hermano llegó con dos hombres.

No eran sus amigos, aunque mi hermano así quería creerlo. Uno de ellos era boloñés, el otro era libio o marroquí. Sin embargo, parecían hermanos gemelos. La misma cabeza, la misma nariz, los mismos ojos. Me recordaban una escultura de barro que había visto recientemente en una revista de la peluquería. Se quedaron a dormir.

—¿Dónde van a dormir? No hay sitio —le dije a mi hermano.

Éste me miró con aire de superioridad, como si tuviera la situación controlada.

—En el dormitorio de nuestros padres —dijo.

Tenía razón, había sitio. Los hombres durmieron allí.

Yo me acosté temprano y no quise ver mis programas favoritos.

Apenas pude pegar ojo. Cuando me levanté, a las seis de la mañana, encontré la cocina limpia. Los hombres habían fregado las ollas, los platos y los cubiertos, y los habían puesto en el escurridero. Los ceniceros estaban vacíos y limpios. Creo que hasta barrieron antes de irse a dormir. Desayuné pensando en eso y luego me fui a trabajar, aunque era muy temprano y pasé unas dos horas dando vueltas por el barrio.

Cuando volví ellos aún estaban allí. Habían hecho puré con espinacas y una salsa de tomate picante. La mesa estaba puesta. En el refrigerador había dos botellas de cerveza de litro. Sólo entonces, mientras comíamos, supe sus nombres. Me lo dijeron ellos mismos. Pero ya los he olvidado y prefiero no hacer un esfuerzo extra para recordarlos. Mi hermano parecía nervioso y feliz. Los dos hombres parecían tranquilos. El boloñés hasta me apartó la silla cuando me fui a sentar.

Esa noche me di cuenta de lo enormemente parecidos que eran, y esa noche, también, me dijeron que no eran hermanos aunque mucha gente así lo pensaba. El libio pronunció una frase que entonces me pareció misteriosa. Dijo que en cierta forma la gente no se equivocaba. Aunque nos parezca tonta, la gente nunca se equivoca. Aunque la despreciemos, y en ocasiones con razón, la gente nunca se equivoca. Ésa es nuestra condena, dijo.

—¿Sois hermanos o no sois hermanos? —les pregunté.

El libio dijo que eran hermanos de sangre.

—¿Habéis hecho un juramento de sangre, os habéis hecho un corte en la palma y habéis juntado vuestra sangre? ¿Eso queréis decir?

Eso querían decir. A mi hermano le pareció fantástico que aún hubiera personas que hicieran juramentos de ese tipo. A mí me pareció infantil. El libio estuvo de acuerdo conmigo, pero yo creo que estuvo de acuerdo sólo para no llevarme la contraria, pues si le parecía infantil, ¿por qué lo había hecho? A menos que se conocieran desde niños, lo que no era cierto.

Esa noche me quedé un rato a ver la tele con ellos.

Mi hermano los había conocido en el gimnasio, donde desempeñaban unos puestos de trabajo algo vagos, por momentos tenía la impresión de que eran monitores, un trabajo con cierto prestigio, en otros momentos parecían simples limpiapisos, tipos para hacer recados sin importancia, como mi propio hermano. De todas maneras, no cesaban de hablar del gimnasio, como la gente que cuando vuelve a casa sigue hablando de su trabajo. Ellos hablaban del gimnasio, mi hermano también (con un fervor que desconocía), y de dietas proteínicas y comidas que llamaban con nombres que a mí me sonaban a ciencia ficción, como Fuel Tank 3.000 o como las barritas Weider que proporcionaba todos los nutrientes que necesita un cuerpo ganador.

Hasta que yo les dije que si querían seguir hablando se fueran a hacerlo a la cocina porque no me dejaban oír el concurso que daban por la tele. A mí me gustaba (y aún me gusta) escuchar atentamente las preguntas y las respuestas de los concursos porque de esa manera, al tiempo que me divierto, aprendo algo que probablemente no me sirva para nada, pero que intuyo no está de más saber. A veces acierto con una respuesta. Cuando pasa esto último me da por pensar que tal vez yo también podría ir a la tele y concursar. Pero luego vienen más preguntas y no conozco ninguna respuesta y entonces comprendo que estoy mejor aquí, de este lado, porque si estuviera allí, delante de las cámaras, probablemente sólo haría el ridículo.

Lo más sorprendente de todo, sin embargo, fue que cuando les dije que se callaran ellos se callaron. Y entonces todos nos quedamos en silencio viendo el concurso, que estaba en su momento álgido, sólo quedaban dos participantes, un hombre ya mayor, de unos cuarenta o cincuenta años, y una chica joven de gafitas, con la cara demasiado seria, como reconcentrada, y con un pelo maravilloso, todo liso y negro reluciente que le llegaba hasta los hombros. Durante un momento pensé en esa chica sentada en la peluquería. Malas ideas. Traté de quitármela de la cabeza.

Entonces a la chica le preguntaron qué significaba la palabra nimbo. Y el boloñés, a mi lado, dijo que era una aureola, el círculo luminoso que identificaba a los santos. Y antes de que la chica pudiera abrir la boca, añadió que también era una nube baja formada por aglomeración de cúmulos.

Yo me quedé mirando al boloñés y mirando la tele. Mi hermano sonreía, como si también él supiera la respuesta, aunque yo sabía que él tampoco la sabía. Y se pasó el tiempo y la chica perdió su turno y le tocó al hombre mayor, que dijo que un nimbo era, efectivamente, una nube baja. Y cuando el presentador, por amargarle un poco la victoria al tipo viejo, le preguntó: «¿qué más, caballero?», el tipo se quedó mudo y no supo decir nada más.

Y luego vinieron más concursantes y más preguntas y el boloñés las respondía casi todas, algunas mal, es cierto, pero la mayoría bien, y mi hermano y hasta yo misma, he de reconocerlo, le dijimos que se presentara a ese concurso, que se podía forrar (aunque yo no empleé esa palabra), y luego mi hermano me dijo que su amigo siempre estaba haciendo crucigramas, y los hacía completos, no como el resto de los mortales que empiezan los crucigramas y no los acaban, y a mí me pareció que una cosa era hacer crucigramas y otra muy distinta ganar un concurso de la tele, pero no dije nada, a la vista estaba que el boloñés podía ganar cualquier concurso de preguntas y respuestas al que se presentara.

Pero luego me puse a pensar: ¿cuándo ha visto mi hermano a su amigo haciendo crucigramas? Porque si había algo claro era que se conocían del gimnasio, donde mi hermano trabajaba y el boloñés trabajaba e incluso el libio trabajaba, fregando el suelo, limpiando taquillas y duchas, pasando la escoba por las salas de pesas o vendiendo refrescos energéticos, tareas todas incompatibles con el ejercicio más bien ocioso de resolver crucigramas, que es algo que todo el mundo sabe que se hace cuando no se tiene nada que hacer.

Esa noche, cuando estaba metida en la cama y ya no se oían ruidos en la casa, pensé o mejor dicho vi a mi hermano y a sus dos amigos en la Estación Central, sentados en el self-service, esperando algo, mi hermano y el libio sin hacer nada, mirando a la gente que entraba y salía, el boloñés resolviendo el crucigrama de L’Osservatore Romano, un periódico, se mire como se mire, de derechas, aunque él decía que era un periódico anarquista, una precisión o una disculpa innecesaria y por lo tanto inútil. Una vez yo lo vi con el Tutto Calcio bajo el brazo y le dije: «compras ése», una constatación llana y simple, sin segunda intención, y él dijo sí, compro el Tutto Calcio, pero no es un diario de derechas, como todos creen, sino un periódico anarquista.

Como si a mí me importara qué periódico compraba o dejaba de comprar.

Mi padre compraba Il Messagiero. Mi hermano y yo no compramos periódicos (es un lujo que no nos podemos permitir). Yo no sé qué periódico es de derechas o de izquierdas. Pero el boloñés siempre se estaba justificando. Era parte de su carácter y también de su encanto, o eso creía él. En fin. Lo que iba diciendo: yo estaba en la cama, con la luz apagada y tapada hasta el cuello, en medio del silencio nocturno, un silencio que a mí me parecía que era amarillo, y vi a mi hermano y a sus dos amigos en un bar de la Estación Central de Roma, sentados alrededor de una mesa, con tres vasos de cerveza y con cara de aburridos, porque el que espera desespera y ellos estaban esperando algo que nunca llegaba, pero que iba a llegar, o al menos en eso cifraban su esperanza, los tres, y ahí sí que el boloñés tenía tiempo de sobra para acabar un crucigrama, el de L’Osservatore Romano o el de La Repubblica o el del Messagiero. Y esa imagen inventada me produjo una tristeza infinita. Sentí como si me apretaran el pecho, un dolor en el corazón y una sensación de angustia. Como si una neblina subiera desde las vías subterráneas e inundara toda la Estación Central sin que nadie (excepto yo, que no estaba allí) se diera cuenta. Como si esa neblina desdibujara el rostro de mi hermano y lo separara de mí de forma definitiva. Pero luego me dormí y olvidé o le resté importancia a lo que había visto o presentido, pues esa imagen realmente era un presentimiento.

Así pasaron los días.