Poco después mi hermano alquiló una película pornográfica y la vimos juntos. Era horrible y se lo dije. Él estuvo de acuerdo. La vimos hasta el final y luego nos pusimos a ver la tele, primero una serie americana y luego un concurso. Al día siguiente mi hermano devolvió la película y alquiló otra. También era pornográfica. Le dije que no teníamos dinero como para alquilar una película diaria. No me respondió. Cuando le pregunté por qué razón había vuelto a alquilar una película de ese tipo me respondió que para aprender.
—¿Aprender qué?
—Aprender cómo se hace el amor ——dijo mi hermano sin mirarme.
—Viendo películas cochinas no se aprende nada —le contesté.
—No estés tan segura —me respondió con una voz enronquecida que hasta ese momento nunca le había escuchado.
Tenía los ojos brillantes. Luego se puso a hacer ejercicio en el suelo, abdominales y cosas por el estilo, y por un segundo me pareció que se estaba volviendo loco. Pensé que no debía ser tan dura con él. Le dije que tal vez tuviera razón, que yo estaba equivocada y él tal vez estuviera siguiendo la línea correcta. «¿Tú todavía eres virgen?», me dijo desde el suelo. «Lo soy», dije. «Yo también», dijo él. Respondí que a su edad eso era lo más natural.
A la noche siguiente había una nueva película pornográfica en nuestra casa. Mientras la veíamos me quedé dormida. Antes de cerrar los ojos, pensé: voy a soñar con esta cochinada, pero en lugar de eso soñé con un desierto. Caminaba por el desierto, medio muerta de sed, y sobre un hombro llevaba un loro blanco, un loro que decía: «no puedo volar, lo siento, perdóneme usted, no puedo volar». Eso lo decía porque en algún momento del sueño yo le pedía que volara, que pesaba demasiado (por lo menos cinco kilos, era un loro grande) para cargarlo todo el tiempo, pero el loro no se movía de mi hombro por ningún motivo, y cada vez mis pasos se hacían más débiles, cada vez yo temblaba más, me dolían las rodillas, las piernas, las ingles, el estómago, el cuello, era como si estuviera enferma de cáncer, pero también era como si me estuviera corriendo, una corrida interminable y agotadora, o como si me tragara los ojos, mis propios ojos, procurando, eso sí, tragármelos y no morderlos, y el loro blanco de vez en cuando me daba ánimos, me decía: «valor, Bianca», pero por regla general mantenía el pico cerrado, y yo sabía que cuando cayera sobre la arena caliente y me estuviera muriendo de sed él iba a empezar a volar y se alejaría de esa zona del desierto hacia otra zona del desierto, se alejaría de mis despojos agónicos en busca de otros despojos menos agónicos, se alejaría de mi cadáver para siempre, para siempre.
Cuando desperté mi hermano dormía en su sillón y en la pantalla sólo se veía un mar gris, rayas grises y negras, como si una tormenta se acercara a Roma y sólo yo fuera capaz de verla.
No tardé en acompañar a mi hermano en sus escapadas por los videoclubs. Por las mañanas, en horario escolar, mientras los jóvenes de nuestra edad se dedicaban a estudiar o a robar o a drogarse o a prostituirse, yo empecé a frecuentar los videoclubs del barrio y de los barrios vecinos, al principio con mi hermano, que intentaba encontrar las películas perdidas de Tonya Waters, una actriz porno de la que se había enamorado y cuyas peripecias empezaba a saber de memoria, y después sola, aunque yo no alquilaba películas porno salvo cuando mi hermano me encargaba alguna en especial, por ejemplo alguna de Sean Rob Wayne, que había trabajado en dos ocasiones con Tonya Waters y que por este único motivo su carrera cinematográfica adquiría para mi hermano una relevancia particular, como si todo aquel que hubiese tenido relación con la Waters se hiciera automáticamente acreedor de su atención.
Sin sorpresa descubrí que me gustaban los videoclubs. Los de nuestro barrio no tanto, pero los de los otros barrios mucho. En eso me diferenciaba de mi hermano, que sólo iba a los videoclubs que quedaban cerca de casa o en el camino entre la casa y el gimnasio donde trabajaba. La familiaridad, a mi pobre hermano, le hacía bien.
A mí, por el contrario, me gustaba entrar en lugares desconocidos, establecimientos plastificados, higiénicos, con muchos clientes, o establecimientos de ínfima categoría, con un empleado solitario de origen balcánico o asiático, donde nadie sabía nada de mí. En esos días experimenté algo que se parecía si no a la felicidad, sí al entusiasmo, caminando al azar por calles que antes no frecuentaba y que indefectiblemente terminaban en la Via Tiburtina o en el Parco di Traiano. A veces entraba en un videoclub y me pasaba más de media hora mirando los aparadores llenos de carátulas de películas y luego me iba sin haber alquilado nada, no porque no me hubiera gustado ninguna, sino porque no tenía dinero.
En otras ocasiones, sin pensar en las consecuencias, alquilaba dos películas a la vez. Era omnívora: me gustaban las películas de amor (que casi siempre me hacían reír), las de terror clásico, el cine gore, las de terror psicológico, las de terror policial, las de terror bélico. A veces me quedaba sentada largo rato en el puente Garibaldi o en una banca de la isla Tiberina, junto al viejo hospital, y examinaba las carátulas de las películas como si fueran libros.
Algunos coches disminuían la velocidad cuando pasaban a mi lado. Oía murmullos a los que no prestaba atención. Generalmente bajaban la ventanilla y decían cualquier cosa, una promesa, y luego seguían de largo. Había coches que pasaban y no se detenían. Había coches que pasaban con las ventanillas ya bajadas y con jóvenes en su interior que gritaban «fascismo o barbarie» y que también seguían de largo. Yo no los miraba. Yo miraba las aguas del río y las carátulas de mis películas y trataba de olvidar las pocas cosas que sabía.