Un rayo cayó sobre el algarrobo que estaba fuera de la panadería, lo que hizo que el cable del tranvía que pasaba por debajo del árbol soltara chispas muy brillantes. El primer trueno del verano cogió a la gente que paseaba por la calle desprevenida; corrían a toda prisa para resguardarse debajo de los toldos de las tiendas a ambos lados de la calle. Los que iban en bici se encogían sobre el manillar, pegados a la acera y pedaleando con todas sus fuerzas. Se levantó una ráfaga de viento frío entre la lluvia que caía con fiereza. El caos de la calle se incrementó a medida que la gente salía corriendo para huir del diluvio.

Él y ella se sentaron uno enfrente de otro en una mesa dentro de la tenue panadería; cada uno tenía un refresco en la mano, cuyos cubitos de hielo brillaban y se movían perezosos en los vasos oscuros. Dos cruasanes rancios aguardaban sobre la mesa, alrededor de los que revoloteaba una mosca.

Él giró la cabeza a un lado para mirar la escena caótica de la calle. El viento sacudía las ramas y las hojas del algarrobo violentamente, lo que levantaba polvo fino por todas partes. El hedor del barro se coló en la tienda, neutralizando el olor mantecoso que caracteriza a las panaderías. Los tranvías avanzaban despacio por los raíles en la distancia, pisándole los talones a los que estaban delante. La lluvia pesada taladraba los coches y originó una nube de bruma gris. Los tranvías estaban abarrotados de pasajeros, muchos de los cuales asomaban la cabeza por las ventanas abiertas, para ser atacados por gotas punzantes de lluvia. El borde de un vestido rojo se había quedado enganchado en una de las puertas del tranvía y pendía completamente empapado hacia abajo, como la bandera de un bando derrotado.

—Que llueva, cuanto más mejor —dijo él de golpe entre dientes—. Era cuestión de tiempo. La ciudad está casi seca, después de seis meses o más sin llover. Si este maleficio de la sequía hubiese durado mucho más los árboles se hubiesen marchitado y se hubieran muerto. —Por su tono de voz él parecía uno de los villanos de una película revolucionaria—. Donde vives tú, ¿cómo es? Imagino que no ha llovido en mucho tiempo. Veo el tiempo en la televisión todos los días para ponerme al día. Estoy muy impresionado con tu pueblo. Odio las ciudades grandes, y si no fuera por mi hija me hubiese mudado hace mucho tiempo. Las ciudades pequeñas o los pueblos son muy silenciosas y alegres. No me sorprendería que la gente de tu pueblo viviese diez años más que la gente de ciudad.

—Me gustaría visitar el jardín Shen —dijo ella.

—¿El jardín Shen? —Él se giró y la miró—. ¿El jardín Shen no está en la provincia de Zhejiang? ¿En Hangzhou? O quizá en Jinhua. Ya sabes, el cerebro es lo primero que se pierde cuando llegas a una cierta edad. Hace cuatro o cinco años tenía una memoria increíble, pero ya no.

—Cada vez que vengo a Beijing quiero visitar el jardín Shen. Pero nunca lo consigo. —Sus ojos brillaban entre la oscuridad y su cara demacrada y pálida cobró vida.

Se quedó asombrado por la imagen de la chica y se giró para esquivar su mirada penetrante. Se oyó a sí mismo decir con voz quebrada:

—Aquí en Beijing tenemos los jardines Yuanming y el Palacio de Verano, pero nunca he oído hablar de un jardín Shen.

Ella rápidamente cogió sus cosas de debajo de su asiento, metió dos bolsas de plástico en una bolsa de papel y lo guardó todo en su bolso enorme.

—¿Te vas ya?, ¿tan pronto? ¿Te vas en el tren de las ocho? —Él apuntó a los cruasanes y dijo con indiferencia—. Te los deberías comer. Puede que no haya nada de cenar en el tren. —Ella se pegó la bolsa a su pecho y le miró tercamente mientras le dijo con insistencia:

—Quiero visitar el jardín Shen. Voy hoy.

Entró una ráfaga de aire frío y lluvioso por la puerta. A él le entraron escalofríos y se frotó los brazos.

—Hasta donde sé no hay un jardín Shen en Beijing. ¡Ah, ya sé! —dijo con entusiasmo—. El jardín Shen está en el sur, en Shaoxing, en la provincia de Zhejiang. Fui allí una vez, hace más de diez años. No está muy lejos de donde nació Lu Xun. Hay tallado un famoso diálogo entre los poetas Lu You y Tang Wan de la dinastía Song del Sur. Dice algo así: «Manos rosas y cremosas/vino de etiqueta amarilla/colores primaverales inundan la ciudad/sauces en las paredes de palacio». Si quieres saber la verdad, te llevarías una decepción, es un jardín deprimente, todo cubierto de hierbajos. Es como lo que dijo el amigo que vino conmigo: «Lamentarás perdértelo, pero lamentarás más verlo…».

En este momento ella se puso de pie y se estiró la ropa. Se alisó el pelo y dijo como si hablara consigo misma.

—Esta vez voy a ver el jardín Shen, pase lo que pase.

Él levantó la mano para detenerla y dijo con cautela:

—Vale, imaginemos que el jardín Shen está aquí en Beijing. Aun así tenemos que esperar a que cese la lluvia antes de ir, ¿no? Y si quieres ir a Shaoxing a ver el verdadero jardín Shen, tenemos que esperar hasta mañana. Solo hay un tren al día, y el de hoy salió hace mucho. Los aviones no vuelan con este tiempo, y además, no creo que haya vuelos directos a Shaoxing.

Ella se alejó de él y, todavía agarrando su bolso, salió por la puerta directa al diluvio. El rápidamente pagó la cuenta bajo la mirada escrutadora de las dos camareras y salió tras ella. Se acercó a la entrada de la panadería y asomó la cabeza; el sonido de la lluvia golpeando los aleros de metal hizo que su mente se quedara completamente confundida. Trató de aguzar la vista entre la cortina de lluvia que caía del toldo de la panadería como una cascada y la vislumbró, con su bolsa de plástico sobre la cabeza mientras corría por la calle. Los taxis que pasaban a toda velocidad por los charcos de lluvia le calaron la falda, lo que acentuó el contorno de su delgado cuerpo. Desde donde él estaba podía ver el apartamento gris en el que vivía y la corriente de lluvia calidoscópica corriendo por las ventanas recién instaladas de la terraza. Hasta pensó que podía percibir la rica fragancia del té y la dulce voz de su hija gritando: «¡Papá, ven aquí!».

Ella se quedó en mitad de la lluvia, tratando de coger un taxi o cualquier coche que pasase. El contorno difuminado de su cara le trajo a la mente un día frío y lluvioso de hacía veinte años, cuando copos de nieve se arremolinaron en el aire: ese día él la observó desde la ventana de su dormitorio; vio que estaba sentada en su silla, con un jersey de cuello alto blanco y una vaga sonrisa en su bella cara; tocaba felizmente el acordeón. Hubo veces después de ese día que quiso contarle lo de esa noche, contarle que casi se murió de frío por verla, pero siempre contenía su impulso de mostrar sus emociones. La joven que tocaba el acordeón pareció volver a resurgir de nuevo bajo el diluvio, enterrando los restos de pasión en lo más profundo de su corazón.

Él corrió hacia la lluvia y cruzó la calle en busca de ella. En cuestión de segundos él estaba tan calado como ella, e igual de helado. La lluvia gélida, ahora mezclada con diminuto granizo, parecía como si le estuviera taladrando la piel. La cogió del brazo y trató de moverla hacia uno de los edificios comerciales, quería resguardarla de la lluvia, pero ella se resistió y él paró de intentarlo. Sentía la espalda como si le pincharan púas diminutas, y cuando miró por encima del hombro, vio a gente debajo de los toldos lanzándole miradas furtivas. Algunas de esas caras le resultaban familiares. Pero en ese momento se dio cuenta de que estaba atrapado. Si la dejaba irse, su conciencia no se lo perdonaría nunca.

Finalmente consiguió arrastrarla a una cabina telefónica que estaba a un lado de la carretera, donde por lo menos las partes superiores de sus cuerpos quedaban protegidas de la lluvia por un par de sombras semicirculares. Dijo:

—Conozco una tetería taiwanesa muy especial en ese callejón de ahí arriba. Vamos a tomar una taza de té caliente y esperamos a que cese la lluvia. Luego te acompañaré a la estación de tren.

La parte superior de su cuerpo estaba escondida tras la sombra semicircular del edificio, por lo que no podía ver la expresión de su cara. Todo lo que pudo ver fue la falda oscura que estaba pegada a sus piernas y que revelaban unas protuberantes y poco atractivas rótulas. Ella no dijo nada, como si su sugerencia cayese en saco roto. Cada vez pasaban menos coches por la carretera, pera ella seguía tratando de parar uno, taxis o no, cualquier cosa con tal de conseguir que la llevaran.

Cuando la lluvia aminoró un poco por fin consiguieron coger un taxi rojo Xiali. Él abrió la puerta y la dejó pasar primero.

Entonces él se subió y cerró la puerta.

—¿Dónde vamos? —preguntó el taxista de tono impasible.

—¡Al jardín Shen! —dijo ella antes de que él dijera nada.

—¿Al jardín Shen? —contestó el taxista—. ¿Dónde está?

—Olvida lo del jardín Shen —dijo él—. Llévanos a los jardines Yuanming.

—¡No, al jardín Shen! —dijo ella con voz suave pero insistente.

—He dicho que olvides lo del jardín Shen —repitió—. Llévanos a los jardines Yuanming.

—¿Podríais aclararos? —dijo el taxista impaciente.

—Te he dicho que queremos ir a los jardines Yuanming, así que llévanos ahí —él empezaba a sonar amenazante.

El taxista se dio la vuelta y le miró fijamente. Él le hizo señas al taxista cascarrabias para que arrancara. Ella repitió tres veces que quería ir al jardín Shen, pero el conductor aceleró por la carretera, que era bien ancha, sin decir nada, salpicando agua por los dos lados. Una sensación extraña de solemnidad trágica le invadió en cuanto se sentó en el taxi. Él la miró de reojo y vio que estaba haciendo pucheros. También se dio cuenta de que le temblaba la mano y que se había agarrado al manillar de la puerta con mucha fuerza, como si fuera a hacer algo inesperado. Él le agarró la mano derecha con fiereza para evitar que abriese la puerta y saltara del taxi. Ella tenía la mano fría y húmeda, como un pescado muerto. Pero no parecía que fuera a soltarse, y no se movió siquiera. Él, en cualquier caso, siguió agarrándola fuerte.

El taxi se metió en una calle estrecha abarrotada de basura de colores tenues y tonos aislados de color verde sandía. Láminas de papel adhesivo cubrían las cafeterías de la carretera y se agitaban con el viento y la lluvia. Mujeres gruesas y sucias, con blusas escotadas, se apoyaban en el marco de la entrada, con los cigarros cayendo de sus bocas y con caras de aburrimiento. La imagen le trajo recuerdos de la ciudad en la que vivió hacía años.

—Conductor —dijo él preocupado—, ¿dónde estamos?

El taxista no contestó. El interior del taxi estaba empañado; el sonido de los limpiaparabrisas hacia un lado y otro le ponía de los nervios.

—¿Dónde nos lleva? —casi se puso a gritar.

—¡Tranquilízate! —contestó el conductor enfadado—. Dijiste que querías ir a los jardines Yuanming, ¿no?

—¿Por qué nos traes por aquí?

—¿Por dónde quiere que os lleve? —le preguntó el taxista con frialdad a la vez que aminoraba la velocidad—. Vamos, dime, ¿por dónde quieres ir?

—¿Y cómo lo voy a saber? Pero este camino no me parece el correcto. —Entonces, con un tono de voz más suave dijo—. Tú eres el taxista, tú conoces el camino mejor que yo.

—Me alegra oírte decir eso —respondió el conductor con desdén—. Esto es un atajo. Voy a acortar el viaje como mínimo tres kilómetros.

—Gracias —dijo.

—Me iba a ir a casa a dormir un poco —dijo el conductor—. ¿Quién en su sano juicio saldría a la calle con este tiempo? Me dais pena, hombre…

—Gracias —repitió—. Gracias…

—No estoy aquí para estafarte —dijo el conductor—. Solo te pido diez yuanes de más. Habéis tenido suerte en dar con un hombre honesto como yo. Pero si… si crees que pido demasiado bajaos de aquí ahora mismo y entonces no me deberéis ni un centavo.

A la vez que él miraba por la ventana el cielo gris dijo:

—Son solo diez yuanes más ¿no, conductor?

El taxista aceleró por una callecita y se metió por una carretera de arena desierta muy embarrada. El coche pasó a toda velocidad por encima de los charcos, salpicando los árboles de la carretera. El conductor soltaba tacos sin parar, a la gente o a la carretera, era difícil de saber. Mientras tanto, él estaba ahí sentado mordiéndose la lengua, con la mente llena de malos presentimientos.

El taxi salió de la carretera de tierra y entró en una calle asfaltada muy brillante. Con el último taco, el conductor dio un volantazo en una esquina y paró de golpe enfrente de un portalón que estaba abierto.

—¿Es aquí? —preguntó él.

—Es una entrada lateral. El jardín del Oeste está un poco más lejos —dijo el conductor—. Me he dado cuenta de que era esto lo que querías ver. —Él miró el contador, le sumó diez yuanes más a la cifra y lo metió por un agujero de la mampara del taxi.

—No te puedo dar un recibo —dijo el conductor.

Él no le escuchó, abrió la puerta y salió del taxi. Entonces le aguantó la puerta a ella para que saliera, pero se había bajado por el otro lado.

El taxista enderezó el coche y se alejó. Él dijo un taco para sus adentros, pero una vez que lo pronunció, en lugar de guardar rencor al taxista, en realidad se sintió agradecido.

Seguía lloviendo. Las hojas de los árboles de la carretera brillaban exultantes e increíblemente atractivas. Ella se quedó de pie bajo la lluvia, con la cara pálida mientras él miraba a la nada. Él la cogió por el brazo y dijo:

—Vamos, querida. Este es tu jardín Shen.

De manera sumisa, ella dejó que él la guiara por la puerta hasta el jardín, donde los vendedores ambulantes de los puestos gritaban de manera atrayente:

—Paraguas, paraguas, aquí. Preciosos, paraguas resistentes.

Él se acercó a uno de los puestos y compró dos paraguas, uno rojo y otro negro. Entonces se acercó a la taquilla y compró dos pases. La vendedora de las entradas tenía la cara blanca, grande y rolliza. Sus cejas perfiladas parecían dos gusanos verdes y gordos.

—¿A qué hora cierra? —preguntó ella.

—Nunca cerramos —respondió la mujer de cara rolliza.

Abrieron los paraguas y entraron en los jardines Yuanming. El primero con el paraguas negro y ella detrás con el paraguas rojo. La lluvia parecía hacer un tatuaje sobre la piel de plástico de los paraguas. Muchas personas pasaban por delante de ellos. Algunos daban un tranquilo paseo con los paraguas chillones en la mano, mientras que las personas sin paraguas salían disparadas bajo el diluvio.

—Pensé que seríamos las dos únicas almas desoladas… —Él se arrepintió de sus palabras tan pronto como salieron de su boca. Así que enseguida trató de arreglarlo—. Pero así es mucho más especial. Si no estuviera lloviendo este sitio estaría abarrotado. Siempre pasa lo mismo.

Le apetecía decir: «Hoy, los jardines Yuanming son solamente para nosotros dos». Pero se contuvo a tiempo. Caminaron juntos por el camino sinuoso, que brillaba como el cristal. Las hojas de loto y las totoras flotaban en un lado del estanque, y las ranas saltaban a lo largo de la orilla.

Guau, ¿no es increíble? —gritó él entusiasmado—. Ahora bien, si hubiese un búfalo de agua junto al estanque y una bandada de ocas planeando en la superficie, sería perfecto. —Con ternura, él analizó la cara pálida de ella y dijo con voz sentida—: Siempre tienes razón. Si no fuera por ti nunca hubiese tenido la oportunidad de ver los jardines Yuanming así de bonitos.

Con un fuerte suspiro, dijo:

—Esto no es mi jardín Shen.

—Estás equivocada, este es tu jardín Shen —se sintió como un actor sobre un escenario. Con una voz llena de significado añadió—. Por supuesto que también es mi jardín Shen. Es nuestro jardín Shen.

—¿Cómo puedes tener un jardín Shen? —La mirada inquisidora de ella le hizo sentir vulnerable. Ella negó con la cabeza—. El jardín Shen es mío, es mío. ¡No te atrevas a quitármelo!

El entusiasmo de hacía un momento se había desvanecido; el paisaje de alrededor perdió su encanto.

—¡Las estás aplastando! —gritó ella alarmada.

De manera instintiva él saltó a un lado del camino, mientras ella gritaba todavía con más fuerza.

—¡Las estás aplastando!

Cuando miró hacia el suelo vio un grupo de diminutas ranas dando saltos. No eran más grandes que semillas de soja pero en realidad eran anfibios pequeños, microscópicos pero completamente desarrollados. Un sinfín de cosas pequeñas yacían aplastadas en el suelo, dentro de la silueta perfecta de sus huellas. Ella se agachó y apartó los cuerpecitos muertos a un lado con un dedo, que casi no tenía sangre, sino barro. Una sensación de asco, como de inmundicia, manó del interior de su corazón.

—Señorita —dijo en tono burlón—, no he aplastado menos ranas que usted. Es decir, tú no has aplastado ni una rana menos que yo. Por supuesto, puede que mis pies sean más grandes que los tuyos, pero tú das más pasos, por lo que has aplastado como mínimo las mismas ranas que yo.

Ella se enderezó y murmuró.

—Tienes razón, he aplastado las mismas que tú. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y dijo.

—Ranitas, ranitas ¿cómo sois tan pequeñitas? —Entonces rompió a llorar.

—Ya basta, señorita —dijo él medio en broma para enmascarar su repugnancia—. ¡Sabes que dos tercios de la gente de este mundo lucha contra las inundaciones y los incendios!

Ella le miró fijamente entre las lágrimas.

—Son tan pequeñas —dijo—, ¡pero sus cuerpos están perfectamente formados!

—¡Perfectamente o no son solo ranas! —Él la cogió del brazo y tiró de ella hacia delante. Pero ella tiró el paraguas al suelo y con la mano libre trató de separarse de él.

—¡No podemos quedarnos aquí toda la noche por unas ranas diminutas! —dijo enfadado mientras tiraba de ella. Pero pudo ver en sus ojos que era inútil intentar que volviera a andar de nuevo, si iba a tener que aplastar a más ranas en el proceso no daría ni un paso. Por lo que él cogió el paraguas, se quitó la camisa y la usó como escoba para apartar a las cositas asquerosas del camino. Se dispersaron alocadamente y las ranas diminutas finalmente se abrieron el paso ante ellos.

—Date prisa —dijo él a la vez que tiraba de ella—. Vámonos.

Al final llegaron a una zona en ruinas. Para ese momento la lluvia había parado y el cielo estaba despejado. Después de plegar los paraguas subieron a una roca enorme, que había, en algún momento del pasado, sido tallada por expertos canteros. Retorció la camisa empapada por la lluvia, la sacudió y se la volvió a poner. Estornudó, tratando con todas sus fuerzas de despertar lástima; no funcionó. Sacudió la cabeza, se puso de pie en la roca, como un escalador que ha llegado a la cima, sacó pecho y respiró aire puro. Su humor se volvió cálido, como el cielo, ahora que la lluvia había parado. El aire estaba tan limpio y fresco que estaba a punto de hacer un comentario. Pero no lo hizo. Parecían los únicos seres en este vasto jardín, y para él era algo milagroso. Ahora que estaba de buen humor volvió a mirar al suelo lleno de ruinas. En su día habían sido rocas gigantes muy famosas y evocativas, talladas con muchas formas y habían aparecido en muchos poemas, aunque ahora eran tan corrientes como cualquier otra roca. Se eregían en silencio, aunque de alguna manera parecían desahogarse con miles y miles de palabras. Eran al fin y al cabo gigantes silenciosos de piedra. Enfrente de las ruinas había un estanque sobre el que había una fuente que hacía dos siglos manaba agua. Estaba cubierto de algas, cálamo y juncos. Plantas salvajes cuyo nombre él desconocía crecían en las grietas que se abrían entre las rocas.

Después de ayudarse el uno al otro a bajarse de la roca, subieron a otra que estaba todavía más alta y era más grande. Había corrientes de aire frío, que poco a poco secaban la ropa que se pegaba a sus cuerpos. El dobladillo de la falda negra de ella empezó a revolotear con la brisa. Cuando él pasó la mano por la roca, que estaba muy limpia debido a la lluvia, un aroma fresco y limpio le invadió de repente. Como si le hubieran revelado un secreto ancestral dijo:

—Huele esto. Huele a roca.

Ella se quedó mirando fijamente una columna de piedra que en algún momento fue el soporte de algún gran edificio; era como si ella no le hubiese oído. Su mirada parecía capaz de penetrar en la columna y descubrir lo que había dentro. En ese momento él se dio cuenta de los mechones de pelo gris de su sien. Un suspiro largo y sentido surgió de las profundidades de su corazón. Alargó la mano, cogió un mechón de pelo que caía sobre su hombro y dijo con una emoción sincera:

—El tiempo vuela y aquí estamos nosotros, envejeciendo.

Ella le respondió lo primero que le vino a la mente.

—Las palabras talladas de estas rocas nunca cambiarán, ¿no?

—Las rocas cambian —afirmó—. El dicho de que los mares se secan y las rocas se descomponen pero el corazón nunca cambia, solo es una bonita fantasía.

—Pero en el jardín Shen nada cambia nunca. —Ella seguía mirando las rocas, como si conversara con ellas, mientras que él quedaba reducido a un segundo plano. Aun así estaba decidido a responder a su comentario. Con voz alta dijo.

—No hay nada en este mundo que sea eterno. Piensa en este jardín, por ejemplo. Hace doscientos años, cuando el emperador Qing lo construyó, nadie se imaginaba que en cuestión de dos siglos se quedaría reducido a ruinas. En ese entonces el emperador y sus concubinas se divertían en las rocas de mármol de los vastos salones y ahora sobre esas rocas reducidas a ruinas la gente pobre construye sus pocilgas.

Hasta él mismo se dio cuenta de lo poco oportuno e idiota que había sido su comentario, casi una completa estupidez. Él sabía que ella no había oído ni una palabra, por lo que no siguió hablando. Sacó un paquete de cigarrillos húmedo del bolsillo, cogió uno que estaba relativamente seco y se lo encendió.

Dos urracas pasaron volando por encima de ellos y aterrizaron sobre la copa de un árbol lejano, sobre el que piaron haciendo mucho ruido. Le apetecía decir: «¡Mira lo libres que son los pájaros!». Pero tenía la costumbre de tragarse sus comentarios antes de pronunciarlos. Justo entonces, un chillido de júbilo salió de su boca y las chispas de sus ojos encendieron la oscuridad de su cuerpo. La miró sorprendido y entonces giró la vista a donde ella estaba apuntando. En el cielo gris había un precioso arcoíris. Ella estaba dando saltos como una niña pequeña y gritaba con todas sus fuerzas.

—¡Mira, mira!

Su alegría era contagiosa. El puente multicolor que se levantaba sobre el cielo se llevó todos sus pensamientos negativos existenciales y de repente se quedó absorto, disfrutando del momento como un niño. Sin darse cuenta, se habían acercado el uno al otro, estaban muy juntos, y se miraban a los ojos de manera íntima. No hubo evasivas, ni dudas, ni titubeos; primero se cogieron de la mano y luego cayeron en los brazos del otro de manera natural. Se besaron.

El precioso arcoíris había desaparecido cuando él saboreó el ligero regusto a barro que emanaban los labios de ella. Las vastas ruinas se extendían a su alrededor, una luz morada centelleaba entre las rocas y daba un aire majestuoso a la escena. Los insectos se escondían entre las algas, piaban y revoloteaban, y los graznidos de las ocas venían de algún lugar lejano. Él miró la hora de casualidad. Eran las siete en punto.

—¡Maldita sea! —gritó con preocupación—. ¿Tu tren no sale a las ocho?