Durante la campaña del Gran Salto Adelante, el gobierno movilizó a doscientos mil trabajadores para construir una línea ferroviaria de diecinueve kilómetros; se completó en dos meses y medio. La estación situada más al norte estaba unida con la línea principal de Jiaoji en la estación de Gaomi; la estación más al sur se encontraba entre docenas de hectáreas de monte en el poblado de Gaomi, al noreste.

Solo tenía cuatro o cinco años en esa época, y estábamos alojados en una guardería levantada junto a la cantina pública. Consistía en una fila de cinco edificios de tierra apisonada con techos de paja, y estaba rodeada por árboles jóvenes de unos dos metros de altitud, atados entre ellos por un fuerte alambre. Perros grandes no podrían haber saltado por encima, y mucho menos unos niños como nosotros. Nuestros padres, madres, y hermanos mayores —en realidad, todo aquel que pudiera manejar una pala o una azada— fueron reclutados para el trabajo en las brigadas. Comían y dormían en el lugar de la construcción, de modo que no los habíamos visto durante mucho tiempo. Tres mujeres mayores esqueléticas estaban a cargo del confinamiento en la guardería. Como las tres tenían la nariz aguileña y los ojos hundidos, para nosotros parecían clones. Cada día preparaban tres ollas de copos de avena con verduras: una por la mañana, otra al mediodía, y otra por la noche. Nosotros las engullíamos hasta que nuestras tripas estaban llenas. Entonces, después de la comida, nos dirigíamos hacia el alambrado para mirar el mundo exterior. Nuevas ramas nacían de los sauces y de los álamos de la cerca. Aquellos que no tenían las hojas verdes ya se estaban pudriendo; si no los quitaban, brotaban hongos del tipo oreja de Judas o champiñones blancos.

Mientras nos dábamos un festín con los champiñones, observábamos a los trabajadores foráneos caminar de un lado a otro por un sendero cercano. Estaban sucios y desganados, con el pelo revuelto. Mientras buscábamos a nuestros parientes entre los trabajadores, con los ojos llenos de lágrimas, preguntábamos:

—Amigo, ¿ha visto a mi papi?

—Amigo, ¿ha visto a mi mami?

—¿Ha visto a mi hermano?

—¿Ha visto a mi hermana?

Algunos nos ignoraban, como si estuvieran sordos. Otros ladeaban la cabeza y nos dirigían una mirada rápida, para después negar. Sin embargo otros nos atacaban sin piedad.

—¡Venid aquí pequeños cabrones!

Las tres mujeres mayores se quedaban sentadas en la puerta y no nos prestaban atención. La cerca, de dos metros, era demasiado alta para nosotros como para escalarla, y los huecos entre los árboles eran demasiado estrechos como para meternos por ellos.

Desde la posición donde nos encontrábamos detrás de la cerca, podíamos ver una especie de dragón terrestre elevarse en el campo distante, y veíamos hordas de gente ocupadas en montarse en el dragón de tierra, como hormigas pululando por una colina. Los trabajadores que pasaban frente a la valla nos decían que era la superficie de la carretera destinada a la línea ferroviaria. Nuestros parientes eran parte de aquella colonia humana de hormigas. De vez en cuando la gente clavaba de pronto miles de banderas rojas en el dragón; otras veces le introducían súbitamente miles de banderas blancas. Pero la mayor parte de las ocasiones no había banderas. Un tiempo después, aparecieron muchísimos objetos brillantes en lo alto del dragón. Los trabajadores que pasaban nos contaban que eran los raíles de acero.

Un día, un hombre joven pelirrojo vino andando por el camino. Era tan alto que teníamos la sensación de que podría tocar nuestra cerca con solo estirar uno de sus largos brazos. Cuando le preguntamos por nuestros familiares, nos sorprendió al acercarse a la valla. Se puso en cuclillas, acariciándonos alegremente la nariz, jugando con nuestra tripa y pellizcando nuestras cositas. Era la primera persona que había respondido a nuestras llamadas.

—¿Cuál es el nombre de tu papi? —preguntó con una sonrisa enorme.

—Wang Fugui.

—Ah, Wang Fugui —contestó, frotándose la barbilla—. Le conozco.

—¿Sabes cuándo vendrá a buscarme?

—No va a venir. El otro día le aplastaron mientras transportaba raíles de a cero.

—Uaaa…

Uno de los niños comenzó a llorar.

—¿Has visto a mi mami?

—¿Cómo se-llama tu mami?

—Wan Xiuling.

—Sí, Wan Xiuling —contestó frotándose la barbilla—. La conozco.

—¿Sabes cuándo vendrá a recogerme?

—No va a venir. El otro día, la aplastaron mientras transportaba las traviesas para el ferrocarril.

—Uaaa…

Otro niño comenzó a llorar.

Poco después, todos llorábamos. El joven pelirrojo se levantó y se alejó de ahí silbando.

Lloramos desde el mediodía hasta que se puso el sol. Seguíamos llorando cuando las ancianas nos llamaron para cenar.

—¿Por qué estáis llorando? —gruñeron—. Si no paráis os echaremos al Pozo de los Muertos.

No teníamos ni idea de dónde se encontraba el Pozo de los Muertos, pero sabíamos que debía tratarse de un lugar horrible. Paramos de llorar.

Al día siguiente estábamos de nuevo en la cerca contemplando lo que acaecía al otro lado. A mediodía, varios trabajadores corrieron hasta nosotros transportando a una persona sangrando. No podíamos estar seguros de si era una mujer o un hombre, pero podíamos ver y oír la sangre goteando por el borde de la puerta, salpicando en el suelo.

Uno de los niños empezó a llorar, y en menos que canta un gallo todos estábamos llorando, como si la persona yaciendo en la puerta fuera nuestro familiar.

Después de acabar nuestros copos de avena del mediodía regresamos a la valla, donde vislumbramos al joven pelirrojo caminando hacia nosotros custodiado por dos guardias morenos, armados con rifles. Tenía las manos atadas por la espalda; la nariz y los ojos llenos de moratones y sus labios estaban sangrando. Cuando pasó delante de nosotros se giró y nos guiñó un ojo, como si no pudiera haber estado más contento.

Le llamamos pero uno de los guardias le golpeó en las costillas con el fusil.

—¡No te pares!

Otra mañana mientras estábamos apoyados contra la valla, vimos que los lejanos raíles cobraban de pronto vida con banderas rojas, y escuchamos el sonido de los gongs y los tambores resonando. Toda esa gente gritaba de júbilo por alguna razón. A la hora de la comida, las ancianas nos dieron a cada uno un huevo y nos dijeron:

—Niños, la línea del ferrocarril se ha completado. El primer tren está previsto que salga hoy. Eso significa que vuestros papis y vuestras mamis vendrán a recogeros. Hemos cumplido con nuestra responsabilidad de cuidaros. Estos huevos son para celebrar la finalización del ferrocarril.

Estábamos extasiados. Nuestros parientes no estaban muertos después de todo. El joven pelirrojo nos había mentido. No cabe la menor duda de por qué lo habían atado y se lo habían llevado a rastras.

Los huevos fueron todo un placer aunque las ancianas debieron explicar primero cómo pelarlos. Pelamos con torpeza las cáscaras para descubrir dentro unos pequeños polluelos con plumas. Piaron cuando les mordimos, y sangraron. Cuando paramos de comer, las ancianas nos trajeron más comida y nos pidieron que siguiéramos comiendo. Y eso hicimos.

Cuando estábamos tirados contra la valla al día siguiente, vimos si cabe más banderas rojas en los raíles. Más adelante esa tarde, gente a ambos lados de los raíles comenzó a gritar y a chillar cuando apareció un objeto gigante que despedía una gruesa columna de humo negro por su cabeza. Era largo y negro, y muy grande; aullaba mientras se aproximaba desde el sudeste. Era más rápido que un caballo, y era la cosa más pesada que habíamos visto nunca. Sentíamos la tierra moverse bajo nuestros pies, y tuvimos miedo. Entonces vimos a varias mujeres vestidas de blanco apareciendo desde la nada, aplaudiendo fuerte y anunciando:

—¡Está llegando el tren! ¡El tren está aquí!

El tren se dirigía atronador hacia el noreste, y lo contemplamos hasta que su cola desapareció de nuestra vista.

Después de que el tren pasara, como habían prometido, comenzaron a aparecer adultos para recoger a sus niños. Se llevaron a Mutt, Cordero, Columna, Judías… así hasta que yo era el único que quedaba.

Las tres ancianas me llevaron más allá de la cerca y me dijeron:

—¡Vete a casa!

Hacía tiempo que había olvidado dónde vivía, y en medio del llanto rogué a las ancianas que me llevaran a casa. Sin embargo, me empujaron a un lado, se volvieron y entraron en el recinto, cerrando la puerta detrás de ellas. Entonces echaron el cerrojo grande y brillante de latón. Yo permanecí junto a la valla llorando, gritando, y suplicando, pero me ignoraron. A través de una grieta en la cerca vi a las tres viejas idénticas preparar una olla en el jardín, encender un fuego debajo, y verter un aceite de color verde claro. A medida que el fuego crepitaba y las llamas subían, el aceite comenzó a echar espuma. Cuando esta se disipó, se alzó un humo blanco de los bordes de la olla. Las ancianas rompieron varios huevos y echaron a los polluelos de plumas en la olla ayudándose de unos palillos improvisados. Chisporrotearon en el aceite hirviendo, liberando un olor a carne cocinada. Las viejas sacaron entonces los polluelos fritos del aceite, soplaron una o dos veces, y se los metieron en la boca. Las mejillas se les hinchaban —primero un lado, después el otro— y se relamían los labios sin reparos. Las lágrimas afloraron de sus ojos, que habían estado cerrados todo el tiempo. No abrirían la puerta, no importaba cuánto llorara o gritara. Muy pronto se me secaron las lágrimas y la voz comenzó a fallarme. Me fijé en un charco de agua fangosa a los pies de un árbol y fui para saciar mi sed. Pero justo cuando estaba a punto de beber vi un sapo amarillo junto al charco. También vi una serpiente negra con motas blancas que recorrían su piel. El sapo y la serpiente estaban en medio de una pelea. Tenía miedo pero también estaba sediento. De modo que, conteniendo el miedo, me arrodillé y recogí algo de agua con mis manos, escapándose por entre mis dedos. La serpiente tenía al sapo en la boca, y un líquido blanco estaba saliendo de la cabeza del sapo. El agua estaba salada y algo repugnante. Me puse de pie pero no sabía a dónde ir. Necesitaba llorar, y así hice. Pero las lágrimas no acudieron.

Vi árboles, agua, sapos amarillos, serpientes negras, lucha, miedo, sed, yo de rodillas con agua entre las manos, agua repugnante, náuseas, lloraba sin lágrimas…

—Eh, ¿por qué estás llorando? ¿Está tu papi muerto? ¿O tu madre? ¿Está toda tu familia muerta?

Volví la cabeza y vi a un niño haciéndome esas preguntas. Era de mi estatura. Vi que no llevaba ropa alguna. Vi que su piel estaba oxidada. Parecía un niño de hierro. Vi que sus ojos eran negros. Y vi que era un niño, como yo.

—¿Por qué lloras Arbolito? —dijo.

—No estoy hecho de madera —contesté.

—Te voy a llamar Arbolito de cualquier modo —contestó—. Arbolito ven a jugar conmigo a las vías del tren. Hay miles de cosas que mirar allí, que comer, y con las que jugar.

Le dije que una serpiente estaba a punto de tragarse un sapo.

—Déjala, no la molestes, las serpientes pueden comerse la médula de un niño.

Me llevó hacia las vías del tren. Parecían estar muy cerca pero no lográbamos llegar. Caminábamos y caminábamos, mirábamos y mirábamos, pero las vías del tren seguían tan lejos como al principio, como si mientras nosotros camináramos ellas también lo hicieran. Costó un poco de trabajo pero finalmente lo conseguimos. Para entonces los pies me estaban matando. Le pregunté su nombre.

—Mi nombre es el que me quieras poner tú —me dijo.

—Pareces un trozo de hierro oxidado —contesté.

—Si dices que soy de hierro, entonces es lo que soy.

—Niño de Hierro.

Contestó con un gruñido y se rio. Seguí a Niño de Hierro hacia los raíles. La superficie donde se encontraban era muy abrupta. Vi que los raíles eran como dos larguísimas serpientes que se arrastraban lentamente desde algún lugar al parecer muy lejano. Pensé que si pisaba uno de ellos comenzaría a moverse y que me envolvería las piernas con su cola de madera. Posé el pie sobre una de ellas, con cuidado. El hierro estaba frío, pero no se movió ni sacudió la cola.

Vi que el sol estaba a punto de ponerse detrás de la montaña. Era muy grande y muy rojo. Una bandada de pájaros blancos se posó junto a un charco. Escuché un grito espeluznante. Niño de Hierro dijo que un tren se estaba acercando. Vi que las ruedas de hierro eran rojas y que unos brazos de hierro las hacían girar. Parecía como si el aire que circulaba por debajo de las ruedas pudiera tragarse a una persona. El Niño de Hierro saludó al tren, como si fuera su amigo.

El hambre comenzó a roerme por la noche. El Niño de Hierro sacó una barra de hierro oxidado y me dijo que me la comiera.

—Soy un ser humano, ¿cómo voy a comer hierro?

—¿Por qué no puede comer hierro un humano? —preguntó el Niño de Hierro—. Yo soy humano y puedo comerlo. Mírame si no te lo crees.

Le observé mientras se metía la barra de hierro en la boca y comenzó a comérsela. En apariencia, la barra de hierro parecía crujiente y tenía pinta de estar muy rica. La boca se me hizo agua. Le pregunté que dónde había aprendido a comer hierro, y me dijo:

—¿Desde cuándo tienes que aprender cómo comer hierro?

—Yo no puedo hacerlo —le dije.

—¿Por qué no? Inténtalo si no me crees.

Sostuvo en el aire la mitad de la barra de hierro que estaba sin comer y me dijo que probara.

—Tengo miedo de romperme los dientes —le dije.*

—¿Por qué? —contestó—. No hay nada tan duro como los dientes de la gente, y si lo intentas sabrás lo que quiero decir.

Cogí la barra de hierro, dubitativo, la puse en mi boca y la lamí para ver cómo sabía. Era salada, agria, repugnante, parecido al pescado en conserva.

—Muerde —dijo.

Probé a morder un trozo y, para mi sorpresa, lo conseguí sin ningún esfuerzo. A medida que masticaba, el sabor llenaba mi boca y sabía cada vez mejor hasta que, antes de que me diera cuenta, había acabado la barra entera con avidez.

—¿Y bien? No estaba mintiendo, ¿verdad?

—No, no mentías —dije—. Eres un buen chico por enseñarme cómo comer hierro como este. No necesitaré nunca más beber caldo con verduras.

—Todo el mundo puede comer hierro, pero nadie lo sabe.

—Y si lo supieran, no tendrían que plantar cosechas nunca más, ¿no?

—¿Crees que el hierro fundido es más fácil de obtener que una cosecha? —preguntó—. De hecho, es más difícil. Asegúrate de no contarle a nadie lo rico que está el hierro, porque si se enteran empezarán a comérselo y no nos dejarán nada.

—¿Por qué me cuentas este secreto? —le pregunté.

—Quería encontrar un amigo, ya que comer hierro tú solo no es muy divertido.

Le seguí por las vías hacia el Noroeste. Ahora que sabía cómo comer hierro ya no tenía miedo de los raíles.

«Raíles de hierro, raíles de hierro, no os pongáis chulitos porque si lo hacéis, os tendré que comer», murmuraba para mí mismo.

Ahora que me había comido media barra de hierro ya no tenía hambre, y sentía mis piernas llenas de fuerza. El Niño de Hierro y yo caminamos por uno de los raíles. Andábamos tan rápido que en poco tiempo alcanzamos un lugar donde el cielo se había vuelto rojo. Había siete u ocho hornos que despedían llamas al aire y podías oler el aroma fresco y tentador del hierro.

—Ahí arriba es donde funden el hierro y el acero —me dijo—. Quién sabe, lo mismo es ahí donde están tu papi y tu mami.

—Me da igual si están o no —contesté.

Caminamos y caminamos hasta que las vías del tren se acabaron de repente. Estábamos rodeados de hierbas que nos llegaban por la cabeza, hogar de montones de pedazos de hierro y acero. Algunos trenes dañados yacían de lado sobre las hierbas, y los trozos de hierro y el cargamento de acero estaba desperdigado por el suelo, a su lado. Caminando un poco más allá, pasamos entre grupos de gente que comían entre el hierro y el acero. Las llamas de los hornos de fundición volvían sus caras rojas. Era la hora de la comida. ¿Qué estaban comiendo? Bolas de carne y batata con huevos. La comida debía estar deliciosa por lo llenas que tenían las bocas, como si tuvieran paperas. Sin embargo, para mí el hedor de esas bolas de carne y las batatas con patatas y huevos era peor que los excrementos de un perro, y se me revolvió tanto el estómago que tuve que salir de ahí corriendo. Justo en ese momento un hombre y una mujer se levantaron entre la multitud y gritaron:

—¡Gousheng!

Al principio me asustaron. Pero luego los reconocí, eran mi padre y mi madre. Vinieron tropezando hasta mí, y de pronto caí en la cuenta de lo horripilantes que eran, al menos tan horripilantes como las tres viejas de la guardería. Podía oler el hedor de sus cuerpos, peor que la caca de perro. De modo que cuando fueron a cogerme, me giré y salí corriendo. Fueron tras de mí. No me atreví a girar la cabeza para mirar atrás, pero podía sentir sus dedos cada vez que tocaban mi pelo. Y en ese momento escuché a mi buen amigo, el Niño de Hierro, llamándome desde algún lugar frente a mí.

—¡Arbolito Arbolito, ven hacia la pila de trozos de hierro!

Vi cómo su cuerpo rojo oscuro surgió en medio del montón de trozos de hierro para después desaparecer de la vista. Corrí hacia la pila, caminando sobre cuencos, azadas, arados, rifles, cañones y otras cosas mientras trepaba a la cima. El Niño de Hierro me saludó desde el interior de un tubo. Encorvándome con rapidez me deslicé dentro. Estaba tan oscuro como si fuera de noche, y estaba rodeado por un olor a óxido. No podía ver nada, pero sentí una mano helada cogiendo la mía, y supe que era Niño de Hierro.

—No tengas miedo, sígueme. No nos pueden ver aquí dentro —susurró.

Así que me arrastré tras él. No tenía ni idea de hacia dónde conducía la tubería, con todos sus giros y vueltas, así que continué arrastrándome hasta que vi una luz al fondo. Seguí a Niño de Hierro fuera de la tubería hacia un tanque abandonado; desde ahí nos arrastramos hasta la torreta. Habían pintado estrellas de cinco puntas en la torreta, de donde sobresalía la boca de un cañón herrumbrado, apuntando a una esquina. Niño de Hierro dijo que quería arrastrase hasta la torreta, pero la escotilla estaba cerrada.

—Mordamos los tornillos —dijo Niño de Hierro.

Caminando todavía a gatas rodeamos la escotilla, mordiendo todos los tornillos oxidados, masticándolos con rapidez hasta que los rompimos. Apartamos la escotilla. La torreta estaba hecha de un metal suave, como melocotones maduros. Una vez dentro, nos sentamos en los asientos de hierro, esponjosos y suaves. Niño de Hierro me enseñó una pequeña apertura a través de la cual podía ver a mis padres. Estaban gateando por una montaña lejana de pedazos de hierro, apartando objetos a un lado y haciendo unos ruidos que se mezclaban con sus gritos y lágrimas.

—Gousheng, Gousheng, hijo mío, sal fuera, sal fuera y come bolas de carne con batatas y huevos…

Me parecían unos extraños, y cuando escuché cómo trataban de tentarme con las bolas de carne y las batatas con huevos, les miré con desdén.

Al final se rindieron con la búsqueda y regresaron.

Tras salir gateando de la torreta, nos sentamos a horcajadas sobre la boca del cañón, un lugar excelente desde el que observar las llamas que salían de los hornos, algunas cercanas y otras lejanas, y toda la gente corriendo a toda prisa alrededor de ellas. Cogían woks de hierro y a la de tres los lanzaban al aire; se rompían en mil pedazos al golpear el suelo, quedándose reducidos a trozos con almádenas. El aroma dulce del hierro limado quemándose llegó hasta nosotros; mi estómago comenzó a rugir. Percibiendo lo que estaba pasando por mi cabeza, el Niño de Hierro me dijo:

—Vamos Arbolito, cojamos uno de esos cuencos. Los cuencos de hierro están deliciosos.

Fuimos a hurtadillas hacia el horno, donde escogimos un cuenco enorme, lo agarramos y salimos huyendo con él, para sorpresa de los hombres que nos vieron, que dejaron caer al suelo sus martillos. Algunos de ellos comenzaron a correr.

—¡Demonios de hierro! —gritaban mientras corrían—. ¡Han venido los demonios de hierro!

Para entonces ya habíamos llegado a lo alto de una montaña de trozos de hierro y habíamos comenzado a partir el cuenco en pedacitos comestibles. Estaba mucho más bueno que la barrita de hierro.

Mientras nos dábamos un festín con el cuenco de hierro, vimos a un hombre tullido con un revólver en el cinto cojeando, y abofeteó a los hombres que estaban gritando «demonios de hierro».

—Cabrones —les insultó—. Vuestros malditos rumores están creando un alboroto. Un zorro puede transformarse en un demonio, y los árboles también. ¡Pero dónde se ha visto que el hierro se transforme en demonios!

Los hombres contestaron con una sola voz.

—No estamos mintiendo, Instructor Político. Estábamos golpeando algunos cuencos de hierro cuando dos niños de hierro, cubiertos de óxido, aparecieron desde las sombras, robaron uno de los cuencos y salieron huyendo con él. Desaparecieron sin más.

—¿Hacia dónde huyeron? —preguntó el tullido.

—Hacia el montón de trozos de hierro —contestaron los hombres.

—¡Malditos cotillas! —contestó—. ¿Cómo podría haber niños en este lugar tan desolado?

—Por eso estamos asustados.

El hombre cojo sacó su pistola y disparó tres veces hacia el montón de hierro. Pam, pam, pam. Chispas doradas volaron en el cielo.

—Arbolito, cojamos su pistola y comámosnosla, ¿qué me dices? —preguntó el Niño de Hierro.

—¿Qué pasa si no conseguimos quitársela?

—Espera aquí —me contestó—. Yo la traeré.

El Niño de Hierro descendió del montón de hierro y se arrastró con la tripa a través de los hierbajos. La gente no podía verle, pero yo sí. Cuando vi que se había arrastrado hasta detrás del cojo, cogí un trozo de chapa de hierro y di un golpe contra el cuenco.

—¿Lo has oído? —preguntaron los hombres—. ¡Los demonios de hierro están ahí!

Justo cuando el tullido levantaba la pistola para disparar, el Niño de Hierro saltó y se la quitó de la mano.

—¡Un demonio de hierro! —gritaron los hombres.

El tullido se cayó al suelo de espaldas.

—¡Ayuda! —gritó—. Coged al espía.

Pistola en mano, el Niño de Hierro se arrastró hasta mí.

—¿Y bien? —dijo.

Le dije lo genial que era, y se puso muy contento. Mordió la punta y me la pasó.

—Come —dijo.

Le di un mordisco. Sabía a pólvora. Escupí y me quejé.

—Sabe fatal. No está bueno.

Él mordió un trozo del gatillo para probarlo.

—Tienes razón —dijo—, no está bueno. Voy a ir a devolvérsela.

Tiró la pistola a los pies del tullido.

Yo arrojé el trozo de cañón mordido al mismo lugar.

El cojo cogió los dos trozos de la pistola, los miró boquiabierto y comenzó a pegar voces. Empujó las cosas a un lado y salió de ahí cojeando lo más rápido que pudo. Desde donde estábamos sentados, en la pila de trozos de hierro, nos reímos sin parar de la forma tan divertida en la que corría.

Más tarde esa noche, un pequeño rayo de luz atravesó la oscuridad por el sudeste, acompañada de un fuerte resoplido. Venía otro tren.

Lo contemplamos mientras se dirigía hacia el final de las vías, donde se estrelló contra otro tren que ya estaba ahí. Los vagones del tren estaban unidos entre sí, arrojando con estrépito a los compartimentos de los lados de las vías el hierro que estaban transportando.

No vendrían ya más trenes. Le pregunté si había alguna parte del tren que estuviera rica. Me dijo que las ruedas eran lo mejor. De modo que comenzamos a comernos una de ellas, pero paramos cuando llevábamos la mitad.

Nos dirigimos también hacia los hornos de fundición para encontrar nuevo hierro fundido, pero ninguno estaba tan rico como el hierro oxidado al que estábamos acostumbrados.

Dormimos en la montaña de trozos de hierro durante el día, y después hacíamos la vida imposible a los trabajadores, que salían disparados del miedo.

Una noche, salimos para asustar a los hombres que estaban trabajando los cuencos. Vislumbramos un cuenco oxidado entre las llamas de uno de los hornos y corrimos hacia él. Pero tan pronto como pusimos nuestras manos sobre él escuchamos el ruido de una cuerda que nos habían lanzado.

Atacamos la red con nuestros dientes, pero no importaba cuánto nos esforzáramos, no podíamos morder la cuerda.

—Los cogimos —gritaron excitados—, ¡los cogimos!

Muy poco después pasaron papel de lija sobre nuestros cuerpos oxidados. ¡Y dolía, dolía muchísimo!