Mientras el amanecer rasgaba el cielo, un banco de niebla se abría paso lentamente desde el Mar Sapporo hacia tierra firme. Primero inundó los valles exuberantes para elevarse después con elegancia, envolviendo la cumbre y la espesa maleza que allí crecía. El nítido aunque misterioso sonido de un riachuelo transparente se extendía en la niebla mientras discurría a través de los oscuros acantilados hacia el valle situado debajo. El Abuelo yacía boca abajo en una cueva a mitad de camino de la montaña donde se había guarecido, escuchando con cautela los sonidos de la incipiente primavera, el cacareo de los gallos del pueblo anunciando el alba, y el profundo estruendo de la marea del océano.
A menudo me imagino a mí mismo emprendiendo camino rumbo al mar con una cantidad enorme de dinero ganado con el sudor de mi frente —una vez que la Moneda del Pueblo se fortalezca en los mercados internacionales— tomando la ruta usada por los japoneses cuando trasladaban a los trabajadores chinos reclutados. Cuando llegue a la isla de Hokkaido, armado de las imágenes de la ruta que mi Abuelo describió cientos de veces cuando contaba esta historia, buscaré la cueva en la montaña frente al mar, el lugar donde se refugió durante más de diez años.
La niebla se elevó hasta la entrada de la cueva, donde emergía la maleza y densas enredaderas bloqueaban las vistas del Abuelo. Las paredes de la húmeda cueva estaban cubiertas por musgo y liquen de color cobrizo. Había suaves pieles de animales extendidas sobre la piedra; el olor a zorro emanaba de las paredes, un recordatorio constante de su heroísmo o salvajismo al apoderarse de la guarida del zorro, que ahora era su casa. Por aquel entonces, el Abuelo ya había olvidado cuánto tiempo hacía que había escapado a la montaña.
No tengo modo de saber cómo alguien que vive como un lobo durante catorce años en los bosques de una vieja montaña ve el tiempo y siente su transcurrir. Quizá para él diez años eran como un solo día, o tal vez cada día le parecían diez años. Su lengua se había secado, pero cada una de las sílabas sonaron claras en sus pensamientos y en sus oídos: ¡Qué niebla tan densa! ¡Niebla japonesa! Entonces los hechos acaecidos en 1939, en el decimocuarto día del octavo mes del calendario lunar, cuando las tropas que él comandaba, entre las que se encontraba su hijo, se escondieron bajo el puente del Río de Agua Negra para trazar una emboscada a una columna de camiones japoneses, revivieron vividamente en su cabeza. Aquella también había sido una mañana en la que una densa niebla cubrió el cielo.
Interminables hileras de tallos de sorgo rojo se elevaban entre la intensa niebla. El rugido de las olas del mar impactando contras las rocas se transformó en el rugido de los motores de los camiones. El claro sonido del río fluyendo a través de la piedra cambió en la risa picara de Douguan, mi padre. Las pisadas de los animales del valle se convirtieron en la pesada respiración de mi Abuelo y sus tropas. La niebla era densa y líquida, como el algodón de azúcar de Segundo Liu en el pueblo de Saltwater Harbor. Podías sostenerla entre las manos, o estirar el brazo y coger un trozo. Cuando mi tía, Pequeña Huaguan, comía algodón de azúcar, se le pegaba a su boca como una barba blanca. Fue a ella a la que un malvado japonés la atravesó con una bayoneta… Un dolor atroz hizo que se encogiera como una bola. Le poseyó la ira y soltó un alarido que se elevó desde lo más profundo de su garganta. No era un sonido de un hombre, ni por supuesto se trataba del sonido de un lobo. Era el sonido que emitía el Abuelo en su guarida de zorro.
Las balas barrían la zona, y las puntas de los tallos del sorgo caían en cascada al suelo. Los proyectiles dejaban largos mantos detrás de ellos rasgando la niebla. Volaban hasta el interior de la cueva del zorro, iluminando las paredes de piedra como acero fundido, lechos de agua ardiendo sobre el metal caliente, enviándole un olor a vapor a la nariz. Sobre un saliente de la roca colgaban tiras de piel de zorro marrón claro. El agua del río, escaldada por las balas, sonaba como el grito de los pájaros. El tordo de plumas rojas, la alondra de plumas verdes. Las anguilas blancas flotaban en las aguas esmeralda del Río de Agua Negra. Grandes cazones de piel negra y cuerpo arenoso saltaban salpicando fuerte en el arroyo del valle. La mano de Douguan temblaba mientras cogía su pistola Browning. ¡Y disparó! El casco de acero negro era como el caparazón de una tortuga. ¡Pang, pang, pang! ¡Maldito japonés!
En realidad jamás pude presenciar la escena de mi Abuelo tumbado en la cueva mientras pensaba en su tierra natal, pero jamás olvidaré una costumbre que se trajo consigo a casa. No importaba lo cómoda que fuera la cama, él siempre dormía boca abajo, con las rodillas flexionadas y la barbilla reposando sobre sus brazos cruzados. Era como un animal salvaje, siempre alerta. Nunca podíamos estar seguros de si dormía o si estaba despierto. Pero lo primero que yo veía al despertarme eran sus ojos verdes brillando. De modo que tengo grabada la imagen de cómo dormía en su cueva y la expresión de su mirada mientras yacía ahí.
Su cuerpo continuaba siendo el mismo de siempre, es decir, su estructura ósea jamás varió. Sus músculos, sin embargo, se movían sin parar fruto de la tensión. La sangre fluía con potencia a través de sus minúsculas venas, acumulando fuerza, como una cuerda tirante. La nariz de su cara fina y alargada era dura como el hierro, y sus ojos ardían como el fuego. Su pelo enredado y de color del hierro semejaba el feroz incendio de una pradera.
A medida que la niebla se expandía se iba haciendo más fina, transparente, y boyante. Desde el interior de sus titubeantes y entrecruzadas franjas de seda blanca emergían las puntas de la maleza, las redes de las parras, las copas de los árboles, el rostro austero del pueblo, y el diente azul ceniza del mar. Las caras rojas de los tallos de sorgo a menudo brillaban entre la niebla. Sin embargo, mientras esta clareaba, disminuía el número de sorgos. El brutal paisaje japonés llenaba sin piedad los huecos en la niebla, desterrando los sueños del Abuelo sobre su hogar. Por fin la bruma se desplazó hacia el valle arbolado.
Un rojo resplandeciente del vasto océano inundaba los ojos del Abuelo. Las olas de un azul grisáceo lamían perezosas la arena de la playa, y una bola de fuego ardiendo se abría paso desde las profundidades del océano. El Abuelo no podía recordar, ni existía forma de que pudiera hacerlo, cuántas veces había observado el sol empapado emergiendo del agua. El fuego rojo vivo de la esperanza, tan caliente que le hacía temblar, ardía en su corazón. Una amplia extensión de sorgos componían ordenadas hileras en el océano. Los tallos eran los cuerpos erectos de sus hijos y de sus hijas, las hojas eran sus brazos agitándose en el aire, sus sables centelleando a la luz del sol. El océano japonés se había convertido en un mar de sorgos, las ondulaciones del océano eran los pechos subiendo y bajando de los tallos de sorgo, y la marea desplazándose era su sangre.
De acuerdo con una entrada en los historiales médicos de la ciudad de Hokkaido Sapporo, una campesina del cercano pueblo de Kiyota, llamada Yoshikawa Sadako, se dirigió hacia un arrozal en un valle el día 1 de octubre de 1949, donde se encontró con un salvaje que la violó. Un amigo mío japonés, el señor Nagano, me ayudó a localizar ese material y a traducirlo al chino para mí. El supuesto salvaje era mi Abuelo, y el objetivo de mencionar estos datos es precisar el tiempo y el lugar en que acaeció este importante evento en la vida de mi abuelo. A mediados del Festival del Ecuador del Otoño de 1943 fue capturado y más tarde llevado a Hokkaido como trabajador reclutado. En la primavera de 1944, cuando las flores de la montaña estaban en todo su esplendor, escapó de un campo de trabajo y comenzó su vida en las montañas como hombre y como bestia. El 1 de octubre de 1949, el día en que se proclamó la República Popular, había pasado más de dos mil días y noches en el bosque. La mañana que estoy describiendo, aparte de que la intensa niebla le hizo más fácil aunque a la vez más desgarrador recordar la vida dichosa que sus seres queridos y él habían dejado atrás en casa, no tuvo mayor relevancia. Lo que ocurrió después esa tarde es otra historia.
Era una típica mañana en Hokkaido. La niebla se había disipado y el sol se alzaba sobre el mar y el bosque. Unos pocos barcos blancos de vela se echaron lentamente al agua. Desde esa distancia parecía que no se estaban desplazando en absoluto. Tiras de algas marrones yacían secándose al sol, sobre la arena. Los pescadores japoneses reunían las algas recogidas en las aguas poco profundas, así como un gran número de enormes escarabajos marrones. Desde que sufrió a manos de un pescador con barba gris, mi abuelo sentía un odio profundo hacia los japoneses, independientemente de que tuvieran rostros crueles o amables. Ahora, cuando bajaba de noche al pueblo a robar algas y pescado seco, ya no albergaba ningún sentimiento de culpa. Llegó hasta el punto de hacer trizas las redes de pescar que se secaban en la playa, con un par de tijeras viejas y oxidadas.
El sol empezaba a calentar. Incluso la tenue niebla del valle había desaparecido, y el océano estaba volviéndose blanco. En los árboles a lo largo de toda la montaña, hojas rojas y amarillas se fundían con el verde intenso del pino y el cedro, como lenguas de fuego. Esparcidos entre los rojos y verdes oscuros había columnas de un blanco puro: la corteza de los abedules. Un nuevo y adorable día de otoño había llegado en silencio. Después del otoño venían los duros inviernos, los glaciales inviernos de Hokkaido que obligaban a mi Abuelo a hibernar como un oso. Hablando en términos generales, había más grasa en su tripa cuando las violetas estaban en flor que cuando los signos del otoño se abrían paso en la montaña. Las perspectivas para este invierno en concreto eran buenas, sobre todo porque tres días antes había asegurado la cueva: de cara al sol pero de espalda al viento, era un lugar perfecto para esconderse. El próximo paso era acumular comida para el invierno. Tenía planeado salir diez noches para traer unos veinte fardos secos de algas. Si su suerte continuaba, quizá fuera también capaz de robar un poco de pescado desecado o patatas.
El riachuelo no estaba muy lejos de la cueva, lo que significaba que no debía preocuparle dejar huellas en la nieve, ya que trepaba por encima de las parras y las enredaderas. Este sería un buen invierno gracias a la cueva. Era su día de suerte, y estaba contento. Naturalmente, no podía saber que aquel día toda China se agitaba de la emoción. Mientras pensaba en sus buenas perspectivas, su hijo —mi padre— montaba una mula, llevando su nuevo uniforme militar, con un rifle colgando del hombro. Él y su unidad se habían reunido bajo una acacia blanca a los pies de la muralla del este de la Ciudad Imperial, donde esperaban para tomar parte en el glorioso desfile en Tiananmen.
Los rayos de sol se filtraban a través de las hojas y las ramas dentro de la cueva de mi Abuelo, y los sentía en sus manos. Sus dedos tenían el color del metal, retorcidos como garras. El dorso de sus manos estaba escamado y sus uñas estaban rotas y levantadas. El dorso de sus manos también estaba caliente e irritado por el sol. Todavía adormecido, cerró los ojos y mientras dormitaba escuchó a lo lejos ruidos de disparos. El fulgor por el que competían las luces rojas y doradas formaba una columna de mil magníficos corceles, como un tapiz bordado, como la marea vivaz, manando desde su pecho. La íntima conexión creada entre la alucinación de mi Abuelo y la alegre celebración de la nación recién fundada otorgaba más esplendor a la imagen de mi Abuelo. Hay, por supuesto, toda clase de teorías —telepatía o poderes sobrenaturales— que tal vez puedan explicar este inexplicable fenómeno.
Vivir tantos años en la montaña dotó a mi Abuelo de unos sentidos del oído y del olfato especialmente agudos. Eso no era una consecuencia extraña, ni tampoco una fanfarronada; era simplemente un hecho indiscutible. Los hechos son superiores a la elocuencia, y las mentiras nunca pueden encubrir los hechos. Eso es lo que decía mi Abuelo en reuniones públicas. Dentro de la cueva, aguzaba el oído y percibía el más leve ruido del exterior. Las parras se movían ligeramente. No era el viento. Conocía la forma y el carácter del viento, y podía notar el olor diferente en docenas de tipos de viento. Mientras miraba temblar las parras detectó el olor de un zorro, y supo que la venganza había llegado por fin. Desde el momento en que había acuchillado a cuatro cachorros de zorro y los había arrojado fuera de la cueva, Abuelo esperaba la venganza. No tenía miedo. No se sentía enardecido. Desde que se había retirado del mundo de los hombres, las bestias se habían convertido en sus compañeros y sus adversarios: lobos, osos, zorros. Los conocía perfectamente, y ellos le conocían a él. Después de una pelea mortal con un oso, se habían mantenido alejados de su camino. Todavía le muestran los dientes cuando le veían, pero sus rugidos iban más encaminados a saludarle que a mostrarse feroces. Ninguno violaría el pacto de honor de no agredir. El lobo temía a mi Abuelo; no era un adversario que mereciera la pena. Cuando se está confrontando a un animal más feroz, el lobo no es rival ni para un chucho callejero. Sin embargo, el zorro, al contrario que el lobo y que el oso, es un ser astuto e ingenioso, agresivo tan solo frente a una liebre salvaje o una granja de pollos.
Cogió sus dos posesiones más preciadas —un cuchillo y las tijeras— en sus manos. El hedor característico del zorro y el susurro de las parras se acentuó. Estaba trepando a través de estas. El Abuelo siempre se había imaginado que este ataque se produciría en mitad de la noche. El ingenio y la vivacidad de los zorros están ligados a la oscuridad. Este desafío tan a la luz del día para recuperar el territorio y vengar la muerte de sus cachorros le sorprendió. Cuando las tropas avanzan, el general organiza una defensa. Cuando se producen inundaciones, hay tierra para frenarlas. En otras palabras, las cosas se solucionaban por sí mismas. Habiéndose enfrentado a menudo a peligros mucho más graves, mi Abuelo estaba tranquilo y seguro. Comparado al resto de sus días, en los que todo lo que hacía era permanecer tumbado, esa mañana prometía ser toda una aventura. Al otro lado del océano, poderosas fuerzas se encontraban en el desfile junto a sus líderes heroicos mientras anunciaban con voz excitada la creación de la República Popular, mientras que debajo cientos de miles de caras estaban bañadas en lágrimas.
La zorra roja y astuta trepó hasta la altura de la cueva donde se escondía mi Abuelo, agarrándose a una parra fina con sus garras. Sonreía y entornaba los ojos por el brillo de la luz del sol. Los círculos alrededor de sus ojos eran de un negro azabache y unas pestañas gruesas y doradas brotaban de sus párpados. Era la madre de los zorros. Mi Abuelo vio dos filas de tetillas oscuras, hinchadas de leche debido a los cachorros que había perdido. La zorra, grande y roja, se agarraba a las parras púrpuras mientras movía coqueta la cola una y otra vez, como un melón rojizo, como una llama malvada que puede incluso hacer tambalearse al hierro.
Abuelo sintió de pronto cansancio en la mano que sostenía el cuchillo. Tenía los dedos agarrotados, doloridos y dormidos. El origen de su problema radicaba en la expresión de la zorra. Debería haber estado enseñando los dientes con un gruñido salvaje en lugar de mover la cola seduciéndole y sonriendo con dulzura. La vista de aquello dejó estupefacto al Abuelo e hizo que se le entumecieran los dedos. El suave balanceo de la enredadera sucedía a apenas un par de metros de donde se situaba la entrada de la cueva. La bola de fuego lanzaba sus rayos sobre las hojas de la maleza transformándolas en esquirlas metálicas doradas. Todo lo que tenía que hacer era estirar el brazo y dar un manotazo a la parra y enviar así a la zorra hacia el fondo del valle, pero era incapaz de levantar la mano. El hechizo de la zorra era desbordante y el peso de su cuchillo inconmesurable. Leyendas sobre zorros brotaron en su cabeza, y se preguntó cuándo había acumulado tantas historias populares sobre zorros. Sin una pistola en la mano, sintió flaquear su valor. Hacía tiempo, en los días en que cabalgaba su corcel negro, armado, no temía nada.
Unos chillidos agudos provenientes de la zorra acompañaban el balanceo de su cola, imitando el sonido de una mujer llorando. Mi Abuelo no podía entender por qué vacilaba, por qué se sentía de pronto impotente. ¿Ya no eres el bandido Yu Zhan’ao, quién mataba sin pestañear? Agarró el mango oxidado del cuchillo y se puso en cuclillas para esperar el ataque de la zorra, que se balanceaba una y otra vez sobre la parra. Su corazón latía con fuerza y chorros de sangre helada recorrían su cráneo, bañando la zona frente a sus ojos con el color del hielo y el agua. Sentía un dolor punzante en las sienes. Parecía que la zorra había intuido su plan. Todavía se columpiaba, pero reduciendo el arco. Ahora el Abuelo tendría que salir para hacerla trizas. La mirada de sus ojos se parecía cada vez más y más a la de una mujer lasciva. Era una mirada que le resultaba muy familiar. El Abuelo sintió que en cualquier momento la zorra podría transformarse en una mujer con ropa blanca. Así que se lanzó hacia delante, cogió la parra con una mano mientras la otra iba directa a la cabeza del animal.
La zorra se cayó al suelo. El Abuelo la embistió y estuvo a punto de caerse cueva abajo. Sin embargo, consiguió golpear a la zorra en la cabeza con su cuchillo oxidado. Entonces, cuando se estaba arrastrando de nuevo hacia el interior de la cueva, escuchó un grito encima de él. Un olor fétido y caliente acompañaba al grito, envolviendo su cuerpo. Un zorro enorme se echó encima de su espalda, envolviendo con firmeza con las patas su pecho y su abdomen, mientras su cola peluda y tirante se movía en el aire excitada. Su piel áspera le provocaba un picor y dolores en los muslos. Al mismo tiempo, sentía el aliento abrasador del zorro sobre su cuello, que se encorvó hacia dentro por reflejo. La piel de las piernas se le puso de gallina mientras algo atacaba de forma espantosa su nuca. El zorro le estaba mordiendo. Solo entonces comprendió la trampa tendida por los zorros en Hokkaido, Japón.
Ahora le era imposible retroceder a la cueva. Incluso aunque consiguiera de algún modo volver luchando, la zorra a la que había herido ligeramente podría trepar detrás de él, y entonces macho y hembra atacarían uno por delante y otro por detrás, y el Abuelo pasaría a ser el Abuelo muerto. Analizó la situación rápidamente. Si estaba dispuesto a arriesgar su vida, había una pequeña oportunidad de sobrevivir. Los afilados dientes le estaban desgarrando, y podía notar cómo tocaban ya el hueso. Agachándose con rapidez y dejando que el cuchillo y las tijeras cayeran al suelo del valle, se agarró con las dos manos a una enredadera, con el zorro aferrado a su espalda, y se lanzó al aire agarrado a ella.
Gotas de sangre de un rojo brillante emanaban de las heridas de la cabeza de la zorra. Eso es lo que vio mi Abuelo al salir de la cueva. Sangre cálida corría desde su cuello hacia sus hombros y fluía a través de la tripa y de sus nalgas. Los dientes del zorro parecían estar incrustándose en las fisuras de sus huesos. El dolor en el hueso es siete u ocho veces peor que el dolor en los músculos; esa es una de las conclusiones que extrajo de sus experiencias en China. Y los dientes de un animal vivo son más terribles que la metralla. El dolor desencadenado por el primero está lleno de vitalidad; mientras que el segundo es pesado como la muerte. Abuelo había depositado su confianza en este salto casi mortal para deshacerse del zorro en su espalda, pero sus garras feroces destruyeron esas esperanzas. Al igual que un imán o un anzuelo, se aferraban a los hombros y a la cintura del Abuelo. Su boca y sus dientes se habían fundido con su cuello. La zorra herida complicó más aún las cosas ya que no estaba tan malherida como para caerse de la parra. Trepando otro medio metro para lanzarse al ataque, mordió su pie. A pesar de tener las plantas de los pies tan duras e insensibles que ni las zarzas ni las espinas le molestaban, era después de todo un simple humano de carne y hueso, y los afilados dientes del zorro eran demasiado para él. Aullaba de dolor mientras lágrimas de agonía nublaban su vista.
Abuelo se agitó con fuerza. Los zorros se movieron al unísono pero sus dientes permanecieron clavados a la carne. Es más, se hundieron más si cabe. ¡Déjalo Abuelo! Caer sería mejor que vivir así. Sin embargo se sostuvo a la parra con fuerza. Nunca antes en la larga vida de las parras, habían resistido semejante fuerza. Crujía y se retorcía, como si gimiera. Sus raíces estaban en la pendiente de la montaña, sobre la cueva, donde las lilas estaban en plena floración entre las hojas rojas y amarillas que habían caído. Había sido ahí donde el Abuelo había descubierto los jugosos, dulces y crujientes rábanos de la montaña, que había incluido en su menú. También ahí había descubierto el camino serpenteante de los zorros, el cual recorrió —usando las parras para alcanzar los melones— todo seguido hasta la guarida de los zorros, donde mató a los cachorros y los lanzó fuera de la cueva.
—Abuelo, si hubieras sabido que ibas a estar colgado del aire, muerto de dolor, ¿no habrías asesinado a esos cachorros y ocupado la cueva, verdad?
Su cara pálida adquirió el color del acero. No dijo nada.
La parra se balanceaba una y otra vez desprendiendo suciedad que llovía desde la cueva. El sol brillaba con fuerza, haciendo refulgir al riachuelo del lado oeste de la cueva en su recorrido por entre los árboles del valle. El pueblo que estaba más allá del valle se levantaba junto a la playa, donde cientos de miles de olas del mar brillaban y rompían de manera frenética, cada una arrollando desde atrás a la otra, sin descanso. La música del océano llegaba a los oídos del Abuelo, diez mil caballos galopando por minuto, melodías de un baile de luces. Se agarró con fuerza a la parra, determinado a no caerse.
Las parras empezaron a enviar advertencias tanto al hombre como a los zorros, que continuaban retorciéndolas. Comenzaron a partirse. La entrada de la cueva se elevó lentamente en el aire. El Abuelo se sujetó como si le fuera la vida en ello. El precipicio ascendía a medida que el suntuoso y verde valle corría a unirse a ellos. El aire fresco del bosque y el olor de las hojas secas formaban una suave almohada que envolvía la tripa de mi Abuelo. Las largas parras moradas bailaban en el aire. Podía sentir, podía notar que la zorra que estaba a sus pies se había soltado de la parra, y mientras caía hacía giros elegantes, como un fuego celestial. Las olas del océano retozaban en la playa, describiendo una curva como las crines del caballo.
Mientras caía, el Abuelo no pensó que iba a morir. Dijo que después de que su cuerda se le rompiera en tres intentos de suicidio en el bosque durante un año supo que no moriría. Tenía el presentimiento de que el lugar donde acabaría sus días sería su hogar en Gaomi, en el Noreste, al otro lado del océano. Y puesto que se había deshecho del miedo a la muerte, caer se convertía en una oportunidad única de pasarlo bien. Su cuerpo parecía descomponerse y su consciencia aclararse. Su corazón dejó de latir y su sangre cesó de fluir, y la boca de su estómago estaba ligeramente roja y caliente, como un brasero de carbón. Mi Abuelo notó cómo el viento despegaba al zorro de su cuerpo; primero las piernas y luego su boca. Esta parecía haberse llevado consigo algo de su cuello, pero también parecía que había dejado algo. De pronto se había liberado de su carga, y mi Abuelo giró sin complicaciones trescientos sesenta grados en el aire. Esa revolución le permitió mirar a la zorra y a su cara salvaje y puntiaguda. Su pelo era amarillo verdoso, excepto el de la tripa, que era blanco como la nieve. Obviamente, podía ver que sería una prenda de piel excelente y que podría transformar en un chaleco. Las copas de los árboles se elevaban cada vez más: pinos de nieve con forma de acacias, abedules de corteza blanca, y robles con hojas amarillas revoloteando como mariposas. Cayó sobre sus extensas copas.
El Abuelo seguía sujetado a la parra como si le fuera la vida en ello cuando se enredó en la rama, fuerte pero fina de un roble. Mientras permanecía colgado escuchó el sonido de las ramas partiéndose. Cayó en la horqueta de una rama gruesa, rebotando; golpeó de nuevo en la rama para salir despedido al vacío. Finalmente vino a parar bajo el árbol justo a tiempo para ver a los dos zorros, primero uno y después el otro, chocando contra la gruesa alfombra de hojas muertas. Como si de bombas se tratase, sus cuerpos blandos expandieron el barro y hojas secas volando en todas direcciones. Dos ruidos sordos y apagados hicieron crujir las hojas muertas, y las más viejas se agitaron cubriendo a dos zorros muertos. Mirando hacia abajo a los zorros mientras eran enterrados por hojas amarillas y rojas, mi Abuelo de pronto sintió su pecho henchirse con calor. Un sabor dulce llenó su boca, y poco a poco comenzó a sonar una señal de alarma en su cabeza. Las luces se prendieron a su alrededor y su dolor desapareció en el aire. Su corazón se desbordó con cálidos sentimientos hacia los zorros. La imagen de ellos descendiendo hacia un lecho de hojas rojas y amarillas flotaba en su mente sin descanso. De forma cortante le dije:
—Abuelo, te desmayaste.
El trino de un pájaro despertó a mi Abuelo. El sol abrasador del mediodía golpeaba partes de su piel, rayos de una luz dorada y gloriosa se filtraban a través de los huecos entre las ramas y las hojas. Ardillas de color verde claro trepaban con destreza por el árbol mientras pelaban bellotas y roían las cáscaras, dejando a la vista la piel blanca con su sutil aroma amargo. El Abuelo comenzó a sentir su cuerpo. Sus órganos internos estaban bien; sus piernas estaban bien. Le dolía el pie, y había coágulos negros y carne arrancada en las partes donde le había mordido el zorro. El cuello le dolía en los puntos donde el zorro había hundido sus dientes. Al no notar sus brazos, los buscó y los encontró elevados sobre su cabeza, agarrando todavía la malla que había salvado su vida. La experiencia le decía que los tenía dislocados. Se puso derecho. Mareado, dejó de mirar hacia abajo. Se ayudó con los dientes para soltar los dedos de la enredadera. Entonces, con las piernas y el tronco del árbol como apoyo, se recolocó los brazos. Escuchó el clac de los huesos y sintió el sudor brotando de sus poros. Un pájaro carpintero atacaba un árbol cercano. El dolor en su cuello regresó con fuerza, como si el pico puntiagudo del pájaro carpintero estuviera dando golpecitos en sus nervios. Los gritos de los pájaros en la foresta no podían ahogar el sonido de las olas del mar, y supo que el océano debía estar muy próximo. En cuanto agachó la cabeza se sintió mareado, y ese era el mayor peligro para descender del árbol. No obstante, sería suicida quedarse donde estaba. Sentía un nudo en el estómago y la garganta seca.
Se esforzó para conseguir que sus brazos respondieran, y puso sus piernas y su abdomen a trabajar para descender del árbol, apretando con fuerza su cuerpo al tronco. Sin embargo sus esfuerzos no obtuvieron recompensa al caer precipitadamente al suelo. La alfombra de hojas secas contuvo su caída. No había caído desde lo suficientemente alto como para que salieran despedidas. El olor suave y acre que se alzaba bajo su cuerpo desbordó su sentido del olfato. Se puso de pie y, con el sonido del agua en sus orejas, comenzó a avanzar tambaleándose. El riachuelo estaba oculto entre las hojas secas. Sus pies se detuvieron en ellas y un frescor se elevó hasta él, y el agua corría veloz desde el lugar donde se encontraba. Se tumbó boca abajo y apartó las hojas secas, capa tras capa, ahí donde se escuchaba más el sonido de la corriente. Era como retirar las capas de una tarta. Al principio el agua estaba sucia; esperó un rato hasta que se volvió más clara. Entonces inclinó la cabeza para beber y el agua corrió por su pecho hacia el estómago. El sabor fétido no lo notó hasta pasado un momento. Eso trajo a mi memoria cuando durante la guerra tuvo que beber el agua caliente, sucia, e infestada de renacuajos, del Río de Agua Negra.
Una vez que mi Abuelo se hubo saciado, se sintió mucho mejor y con más energía. Toda esa agua aplacó por el momento su hambre. Se tocó la herida de su cuello. Era un revoltijo de piel, y recordó el punzante dolor que sintió cuando los dientes del zorro se desprendieron y el animal salió despedido. Apretando la boca, tocó la herida con su dedo. Como se esperaba, se encontró dos colmillos. Nada más quitárselos la sangre comenzó a fluir de nuevo, aunque no demasiado, y dejó que corriera lo suficiente como para que la herida se limpiase. Contuvo el aliento y despejó su mente. De la poderosa marea de miles de olores del bosque, distinguió el olor acre de la salicaria de hojas rosadas, y lo siguió hasta un claro situado detrás de un pino enorme. Nunca he encontrado una referencia a esta planta en ninguna Enciclopedia ilustrada sobre plantas chinas. Mi Abuelo cogió algunas hojas y las trituró hasta hacer una pasta que frotó sobre sus heridas, la del cuello y la del pie. Para paliar su sensación de mareo fue a buscar menta morada. Tras arrancar un par de hojas, las trituró hasta que comenzó a salir algo de jugo, el cual extendió sobre sus sienes. Las heridas ya no le dolían más. Bajo un roble castaño se comió un puñado de setas no venenosas, a las que siguieron unos puerros dulces de montaña. Estaba de suerte, ya que también encontró uvas salvajes. Una vez satisfecho, vació la vejiga y los intestinos. Volvía a estar rebosante de energía.
Caminó hacia el roble para echar un vistazo a los zorros. Un enjambre de moscas volaba ya sobre ellos. Siempre había temido a las moscas, así que retrocedió. La savia que manaba del pino despedía un olor fragante. Los osos dormían en el interior de los huecos de los árboles. Los lobos descansaban en sus guaridas de piedra. El Abuelo sabía que debía regresar a la cueva de la montaña, pero se sentía atrapado por el tranquilizador sonido de las olas del mar y desobedeció su propia costumbre de permanecer escondido durante el día y salir solo por la noche. Con descaro —nunca tenía miedo— caminó hacia el batir de las olas.
El océano sonaba cercano pero en realidad estaba ligeramente alejado. El Abuelo atravesó el bosque, tan largo y estrecho como el valle, y trepó por una colina ligeramente inclinada donde los árboles poco a poco comenzaban a disiparse. El suelo estaba lleno de tocones de árboles talados. Él conocía bien esta colina, pese a que hasta ese día solo la había visto por la noche. Los colores eran diferentes, así como los olores. Entre las áreas de bosque había espacios en los que habían plantado unos tallos anémicos de maíz y judías mung. El Abuelo se acuclilló entre dos filas y se comió unas pocas judías mung de color verde, que le dejaron una sensación granulosa en la lengua. Se sentía tranquilo, sin prisa, como un campesino sin preocupaciones. Era un estado de ánimo que solo había experimentado unas pocas ocasiones durante los catorce años en la montaña. El tiempo en que había extraído sal de la ensenada con su tetera de aluminio era uno de esas ocasiones. O cuando se había hartado a patatas. Todas ellas habían sido situaciones diferentes, inolvidables cada una a su manera.
Después de comer las judías mung, caminó los últimos metros hacia la cima de la colina, desde donde contempló las aguas azules del océano que le habían arrastrado hasta este lugar, así como al pueblo gris debajo de la colina. La playa permanecía tranquila; un hombre de aspecto viejo estaba dando la vuelta a las algas que tenía secándose al sol. El pueblo comenzaba a agitarse, empezando por el ganado. Era la primera vez que se aproximaba tanto al pueblo a plena luz del día, y tenía completamente a la vista cómo era en realidad un pueblo japonés. Más allá del extraño estilo de los edificios, era sorprendentemente parecido a los pueblos ganaderos del noreste de China, en Gaomi. El ladrido de un perro enfermo y débil le advirtió que no debía ser tan osado como para acercarse más. Si fuera descubierto a la luz del día, escapar sería difícil, cuando no imposible. Así que se escondió detrás de unas zarzamoras y observó el pueblo y el océano durante un rato. Empezó a aburrirse y se recostó para relajarse. Sin embargo cuando recordó el cuchillo y las tijeras que había perdido en el valle le poseyó el pánico. Sin esos pequeños tesoros le sería prácticamente imposible sobrevivir. Aceleró el paso.
En la colina vio un campo de maíz cuyos tallos susurraban con el viento, escuchándose desde no muy lejos. Se agachó y se escondió tras un árbol. El campo no era más grande que unas cuantas hectáreas, y las espigas del maíz, finas y cortas, no parecían muy sanas, seguramente privadas de abono y de agua. Volviendo atrás en el tiempo, sintió el olor de artemisa ardiendo. Los mosquitos zumbaban alrededor del humo; un grillo chillaba estridente en un peral; en la oscuridad, un caballo estaba comiendo salvado mezclado con heno; un búho ululaba con tristeza desde un ciprés en el cementerio; y la profunda e intensa noche comenzó a empaparse por el rocío. Alguien tosió en el campo de maíz. Era una mujer. Abuelo se sobresaltó en medio del sueño, excitado y muerto de miedo.
La gente era lo que más temía, pero también lo que más echaba de menos.
En medio de la excitación y el miedo, contuvo el aliento y enfocó con los ojos, tratando de echar una ojeada a la mujer del campo de maíz. Solo había tosido una vez, pero podía asegurar que se trataba de una mujer. Su oído se aguzó y olió la fragancia de una mujer japonesa.
Finalmente apareció en el maizal. Su cara estaba pálida y sus grandes y rasgados ojos estaban lúgubres. Tenía la nariz fina y una boca pequeña y delicada. El Abuelo no sintió odio hacia ella. Se quitó su pañuelo hecho jirones dejando a la vista su pelo castaño despeinado. Obviamente estaba desnutrida, como cualquier mujer hambrienta de China. El miedo de mi Abuelo se vio reemplazado por un tipo de compasión totalmente inapropiada para la situación. Puso una cesta de maíz en el suelo y secó con el pañuelo el sudor de su frente y su cara pálida.
Llevaba puesta una chaqueta amarilla, holgada, voluminosa, desteñida, que dio pie a pensamientos perversos a mi Abuelo. Soplaba una ligera brisa. Desde el bosque se escuchaba el repiqueteo monótono del pájaro carpintero. Detrás de él, el océano resollaba. El Abuelo la escuchó hablar entre dientes en voz baja y ronca. Como la mayoría de las mujeres japonesas, su cuello y su pecho eran blancos. Desabrochó con descaro los botones de su camisa para que le diera la brisa, siendo observada con atención por mi Abuelo. Pudo apreciar por sus pechos hinchados que era una madre lactante. Cuando Douguan se retorcía mientras colgaba del pecho de mi Abuela, le daba palmadas en el culo. Ahora el fiel e incondicional Douguan estaba sentado sobre su caballo, sujetando las riendas con soltura mientras galopaba por la Puerta de Tiananmen. Las herraduras de los caballos repicaban en la avenida asfaltada mientras sus compañeros y él gritaban eslóganes que agitaban cielo y tierra. Quería girarse para mirar a los hombres de pie en lo alto del muro, pero la estricta disciplina le hizo abstenerse de hacerlo. Todo lo que pudo hacer fue mirar de reojo a los grandes hombres que permanecían de pie bajo los faroles rojos.
La mujer no tenía razón alguna para taparse en esa colina desértica y lúgubre mientras orinaba. El proceso completo fue contemplado directamente por mi Abuelo, al que le hervía la sangre; sus heridas le latían con dolor. Se puso de pie sin ser consciente del ruido que hacían sus brazos al dar contra las ramas del árbol.
La mirada apagada de la mujer de pronto enfocó, y mi Abuelo la vio con la boca abierta. Un grito de terror subió por su boca. Dando tumbos aunque con rapidez, Abuelo caminó hacia la mujer. Qué aterrador debía parecer.
No mucho después vería su reflejo en las claras aguas del arroyo, y se dio cuenta de por qué la mujer japonesa se había hecho una bola como una muñeca de trapo en el maizal.
Mi Abuelo tiró de ella, vomitando palabras llenas de odio, una tras otra, resonando en sus oídos: ¡Japón! ¡Pequeños japoneses! ¡Japoneses cabrones! Violasteis y asesinasteis a mis mujeres, pasasteis por la bayoneta a mi hija, esclavizasteis a mi pueblo, masacrasteis mis tropas, pisoteasteis a mis campesinos y quemasteis sus casas. La sangre que nos debéis abarca tanto como el océano que nos separa. ¡Ja, ja! ¡Hoy vuestra mujer ha caído en mis manos!
El odio inyectaba sus ojos en sangre. Sus dientes rechinaban. La abofeteó. Le tiró del pelo y apretó sus pechos. Hundió los dedos en su piel. Ella temblaba y gemía, como si estuviera hablando en sueños.
Las palabras de mi Abuelo no dejaban de tronar en sus oídos: ¿Por qué no peleas? ¡Te voy a violar, te voy a matar! ¡Voy a follarte hasta que mueras! ¡Ojo por ojo! ¿Estás ya muerta? ¡Aunque lo estés, no dejaré que te vayas!
Le arrancó los pantalones, y la ropa hecha ya jirones se rompió con facilidad, como cartulina. Abuelo me contó que cuando ella perdió sus pantalones, la sangre caliente que fluía por su cuerpo de pronto la sintió fría, y su cuerpo duro como un rifle de acero, como un gallo que hubiera perdido una pelea de gallos, bajando la cabeza en señal de derrota, con sus plumas revueltas y arrancadas.
El abuelo me dijo que vio un parche negro cosido a la entrepierna de la ropa interior de la mujer, y se desanimó.
—Abuelo, ¿cómo pudo un curtido hijo de China como tú tener miedo de un parche? ¿Violaba algún tabú de tu Sociedad de Hierro?
—Nieto, ¡no era el parche lo que le dio miedo a tu abuelo!
Mi Abuelo me explicó que ver el parche negro en la entrepierna de las bragas rojas de la mujer fue como si le golpearan en la cabeza con un bate.
La mujer japonesa se transformó en un cadáver helado. El campo de sorgo rojo surgió ante él, veinticinco años después, como un caballo galopando. Nubló su vista y desbordó su cabeza. Música desolada sonaba en lo más profundo de su alma, cada nota era un martillo golpeando contra su corazón, y en ese mar de sangre, en ese horno intenso, en ese altar sagrado para el sacrificio, estaba la Abuela, dispuesta boca arriba como una hermosa piedra de jade y el cuerpo de una dulce joven. Su ropa también había sido arrancada, dejando a la vista el mismo tipo de bragas rojas, con un parche negro similar en la entrepierna. En aquella ocasión el Abuelo no había flojeado ni titubeado, y ese parche negro se había convertido en un símbolo que se grabó a fuego en su memoria para jamás desaparecer. Las lágrimas corrieron por la comisura de sus labios, donde tenía un sabor mezcla de dulzura y amargor.
Abuelo estiró bruscamente las ropas de la mujer con sus manos cansadas. Los moratones de su cuerpo le provocaron un fuerte arrepentimiento. Mantuvo el equilibrio y comenzó a alejarse. Sus piernas estaban doloridas y entumecidas. La herida de su cuello, inflamada y ardiendo, latía con fuerza, como si estuviera llena de pus. Los árboles y la cima de la montaña que tenía delante se volvieron de un carmesí resplandeciente. Allí arriba, en lo más alto del cielo, en las nubes, Abuela, con el pecho acribillado a balazos, caía lentamente en los brazos extendidos de Abuelo. Cuando toda su sangre se había desvanecido, su cuerpo era tan ligero y hermoso como una mariposa roja. Envolviéndola con sus manos, continuó camino abajo por la senda abierta entre los tallos flexibles del sorgo. La luz del camino refulgía hacia el cielo. Estaba de pie en el enorme dique del Río de Agua Negra, donde crecían malas hierbas y las flores blancas se abrían. El agua, el color reluciente de la sangre, se coaguló como aceite, y el espejo era tan brillante que reflejaba el cielo azul y las nubes blancas, las palomas y los azores. El Abuelo cayó precipitadamente al maizal en la colina japonesa; era como caer en un campo de sorgo allá en su tierra natal.
Mi Abuelo realmente nunca mantuvo relaciones sexuales con esa mujer, de modo que el bebé peludo descrito en los archivos históricos japoneses, al que al final tuvo que criar, no estaba emparentado con él. Aunque tener un tío tan joven, mitad japonés, con el cuerpo cubierto de pelo, no sería para nada una desgracia en nuestra familia, y podría, de hecho, ser tratado con respeto. Uno no debe faltar a la verdad.