8
La pareja, de mediana edad, se paró enfrente de la cabaña. Eran las doce y media del mediodía. El hombre, con las manos metidas en los bolsillos de una cazadora gris, era bastante alto. El viento que le golpeaba por detrás hinchaba la parte baja de sus pantalones exponiendo los tobillos a la luz. La mujer era más baja, pero tampoco mucho. Apelando a sus décadas de experiencia, el Viejo Ding estimó que estaría sobre los cincuenta y cinco o cincuenta y seis años. Llevaba un anorak morado encima de unos pantalones azul claro y unos zapatos blancos de piel de cordero. Como ninguno de los dos tenía sombrero su pelo estaba a merced del viento, y la mujer trataba a menudo de retirárselo de la cara. A medida que se acercaban a la cabaña aumentaba de modo inconsciente la distancia entre ellos, lo que solo contribuía a aumentar la impresión de que eran amantes, y probablemente desde hacía muchos años. Cuando el Viejo Ding vio la expresión fría y afligida en la cara del hombre, y la mirada de indignación en el rostro de ella, supo con precisión qué estaba pasando entre ellos, como si acabara de descubrir su pasado.
Decidió no cerrar a pesar de que solamente tenía dos clientes; no por el dinero, sino porque se compadeció de ellos.
El hombre habló con el Viejo Ding frente a la cabaña mientras la mujer permanecía con la espalda apoyada en la puerta y las manos metidas en los bolsillos de su anorak, jugando absorta con las hojas del suelo.
—Han bajado las temperaturas hoy —dijo el hombre—. De repente además. No es normal.
—En la tele han dicho que se debe a un frente frío procedente de Siberia —contestó el Viejo Ding, recordando que debía deshacerse de la vieja televisión en blanco y negro que tenían en casa.
—De modo que esta es la famosa cabaña de los amantes —dijo el hombre—. He escuchado que fue idea del suegro del jefe de la policía.
El Viejo Ding sonrió y movió la cabeza, gesto que podía significar cualquier cosa prácticamente.
—En realidad —añadió el hombre— solo estamos buscando un lugar tranquilo en el que poder hablar.
El Viejo Ding le sonrió comprensivo, cogió el letrero y se dirigió al bosque de acacias blancas sin echar la vista atrás.
Los rayos de sol se abrían paso a través de una nube gris, inundando los árboles de una luz resplandeciente. El álamo blanco parecía estar cubierto por una capa de papel de aluminio, brillante y mágica. Mientras se apoyaba contra las ligeras ramas del árbol, unas fuertes ráfagas de viento procedente del Noreste le provocaron sentir que su espina dorsal se había transformado en metal frío. El hombre entró en la cabaña, doblándose por la cintura. La mujer permaneció de pie a un lado de la puerta, con la cabeza agachada, como si estuviera absorta en sus pensamientos. El hombre salió de la cabaña y caminó hacia la mujer para susurrarle algo. Su gesto varió un ápice. De modo que el hombre tiró ligeramente de su abrigo. Ella se sacudió para soltarse, en una muestra de mal genio más propio de una niña. El hombre apoyó la mano sobre su hombro, y aunque ella continuó retorciéndose no le quitó la mano de encima. Así que la apretó contra él y la giró; ella opuso una leve resistencia pero finalmente acabó volviéndose hacia él. Entonces, con las manos en sus hombros, comenzó a hablar con ella —en realidad a su coronilla—. Por fin, la condujo hacia el interior de la cabaña.
Escondido detrás de un álamo, el Viejo Ding sonreía. La puerta metálica se cerró con un leve clic y a continuación escuchó el sonido apenas perceptible del pestillo corriéndose. Con ese sonido, la pequeña cabaña se convertía en un objeto muerto más entre los árboles de invierno, alcanzada de vez en cuando por los fríos y desolados rayos de sol, despidiendo breves estallidos de reflejos opacos. Gorriones de plumas oscuras defecaban sobre el techo de la cabaña, revoloteando de un lado para a otro, lanzando un coro de gorjeos. Unas amenazantes y enormes nubes grises se extendían con rapidez por el cielo; sus sombras oscuras se mecían sobre el suelo del bosque. Miró su reloj de pulsera, era la una. No creía que fueran a estar mucho tiempo ahí dentro, probablemente menos de una hora. Estaba a punto de marcharse a comer a casa cuando aparecieron estos invitados inesperados. Le estaba entrando hambre, y frío, pero debía esperar a que salieran antes de irse a casa. Después de todo, estaban pagando una hora, así que no tenía derecho a pedirles que se fueran antes de tiempo. Algunas parejas permanecían en el interior tres horas. Hasta este momento se había sentido muy feliz cuando las parejas se encerraban y dormían ocho o diez horas. Sin embargo, con el frío congelándole los huesos y los retortijones del hambre haciéndose cada vez más fuertes, deseó que acabaran cuanto antes y salieran. Pasó el rato cavando en el suelo un pequeño agujero con su bastón y después se encendió un cigarrillo. Aun siendo consciente del riesgo de incendio en una zona boscosa, tiró con cuidado las cenizas en el agujero.
Llevaba sentado bajo el árbol una media hora cuando escuchó unos sollozos apagados procedentes de la cabaña. Una ráfaga de viento agitó las hojas con tanta fuerza como para ahogar los sollozos, pero en el momento en que el viento cesó, el llanto fue de nuevo perceptible para sus oídos. Suspiró, compadeciéndola. Era el tipo de amor que merecían unos amantes así; era el clásico amor trágico, como unos pepinillos en vinagre: todo sal, nada de azúcar. Las parejas jóvenes de hoy en día se habían apartado de eso. Cuando estaban en la cabaña, apuraban cada segundo, haciéndolo apasionadamente. Gritaban con lascivia, gemían, algunos llenaban el aire con obscenidades que ruborizaba hasta a las aves. Todos hacían lo mismo, pero sin embargo, el modo en que actuaban no podía ser más diferente. Al estudiar los sonidos íntimos de los hombres y las mujeres, adquiría conciencia sobre los cambios en los valores de la gente. En lo más profundo de su corazón, él prefería el amor emotivo, que de algún modo parecía más dramático. Mientras escuchaba el llanto y los quejidos imaginó su historia: debía ser triste, como una tragedia romántica. Por algún motivo no estaban destinados a casarse. Tal vez, después de permanecer separados durante mucho tiempo, se habían reunido en secreto. Visto desde esa perspectiva no dejaba de ser un buen samaritano, pensó.
Se abandonó a esos pensamientos durante otra hora y después se puso de pie para estirar sus articulaciones y frotarse los lóbulos congelados de sus orejas. Había llegado la hora de recoger e irse a casa. Pensó que la única forma de sentirse bien, dado como estaban marchando las cosas era cobrarles la tarifa mínima e ir al Restaurante Lanzhou, en la ciudad, y comerse un plato de fideos con ternera. Solo pensar en esos fideos hizo que le rugiese el estómago y le castañearan los dientes. Estaba terriblemente hambriento y congelado. Hacía un frío insólito para esas fechas, más frío que en los días más gélidos del invierno del año anterior. Los sollozos de la mujer se habían apagado, dejando la cabaña de metal totalmente sumida en silencio, como una tumba. Un cuervo, con un trozo de intestino en su pico, voló desde algún lugar lejano hasta su nido en un álamo.
Pasó otra hora y la pequeña cabaña continuaba en absoluto silencio. Las nubes eran cada vez más densas, y los signos del anochecer comenzaban a posarse sobre los árboles. ¿Qué estaba pasando?, se preguntó en voz baja. No parecían tener tanto aguante. ¿Se habrían quedado acaso dormidos? ¡No, eso era imposible! Ahí dentro lo único que había era una esterilla de paja sobre un canapé. Ni colchón, ni mantas. Fuera hacía frío, aun con los débiles rayos de sol; pero una vez que se cerraba esa puerta, la cabaña se transformaba en una cámara frigorífica. De manera que, ¿qué narices estaban haciendo ahí dentro? Esperó todo lo que pudo antes de acercarse a la puerta y toser descaradamente para darles a entender que eso era todo por hoy. Ninguna respuesta. Solo faltaría que se hubieran desvanecido en el aire como los duendes en La llamada de los dioses. No, eso era solo un libro de fantasía. ¿Se habrían convertido en mosquitos como el Rey Mono? Imposible, también era pura ficción. Tal vez podrían haber… De pronto una imagen espantosa y horrible pasó ante sus ojos. Sus brazos y piernas comenzaron a temblar. Oh, Dios mío, no. Si era eso lo que había pasado, ya podía olvidarse de su camino a la riqueza. Tendría suerte si no le metían en la cárcel. De repente nada más importaba. Alzó su mano y llamó suavemente a la puerta.
Toe toe toe.
Entonces golpeó más fuerte.
Pom pom pom.
Entonces la aporreó con el puño.
¡Pom pom pom!
Y entonces la aporreó con todas sus fuerzas y gritó a todo pulmón:
—¡Eh, salid de ahí! —Pom pom pom—. ¿Qué estáis haciendo ahí dentro?
Un hilo de sangre apareció entre su pulgar y el dedo índice. Seguía sin obtener respuesta del interior. Por un instante, se preguntó si acaso no le estaría engañando la memoria. ¿Había de verdad una pareja dentro?
Pero entonces la pálida cara de la chica surgió de pronto en su cabeza, sin vida. Sus ojos, negros y misteriosos, poseían una sombra inquietante. Tenía una barbilla puntiaguda y un lunar negro del tamaño de una habichuela en la comisura del labio, del que brotaba un único pelo negro largo y rizado. Veía la imagen del hombre con idéntica claridad. El cuello levantado de su abrigo cubría sus mejillas. Tenía la nariz grande, el mentón oscuro y las cejas muy pobladas; sus ojos eran sombríos, tenía un diente de oro…
No cabía ninguna duda al respecto, los hechos estaban claros: unas tres horas atrás, una triste pareja de mediana edad había entrado en este autobús abandonado, convertido ahora en un pequeña casa de campo; pero ahora no hacían ningún ruido, y sabía que había pasado lo peor que se podía imaginar. La mala suerte era como una mierda apestosa, y él acababa de pisarla de lleno. Sus piernas temblaron provocando que se desplomara sobre el suelo frente a la puerta.
El tiempo en que uno se fuma un cigarrillo es lo que le costó ponerse otra vez de pie. Dio varias vueltas alrededor de la cabaña, golpeando con la mano de tanto en tanto el metal.
—Eh, amigos —bramaba y rogaba a la vez— despertaos y salid de ahí. Os daré cada yuan que gane este verano, ¿de acuerdo? Me arrodillaré y me humillaré ante vosotros, ¿vale? Cabrones, animales, ¿no os da miedo que os mate un rayo por aprovecharos de un anciano? Adúlteros, fornicadores, puta, putero, vais a acabar muy mal. Mirad, os llamaré papá y mamá, ¿de acuerdo? Papá, mamá, queridos ancestros, sed misericordiosos y salid de ahí. Soy un trabajador de sesenta años al que han echado de la fábrica y cuya esposa sufre de problemas estomacales. Esto ya es de por sí malo, así que no aumentéis la bola de nieve. Si lo que queréis es morir, id a hacerlo a otra parte, no en mi cabaña. Ahorcaros en uno de estos árboles, o id a ahogaros al lago, o tiraos a las vías del tren. Hay toda una variedad de lugares donde suicidarse, ¿por qué habéis elegido mi pequeña cabaña para hacerlo? Estoy seguro de que sois personas con un buen estatus, como mínimo jefes de una Sección del Partido, o incluso de un Comité. ¿De verdad merece la pena morir así? Una muerte como esta es tan insignificante como la pluma de un pájaro. No vale la pena. Si gente como vosotros no quiere vivir, ¿qué hay de nosotros, las clases pobres? Jefa de Sección, Jefe de Comité, usad la cabeza y poneros en mi lugar. Salid, por favor salid…
Gritó hasta quedarse ronco, y seguía sin escucharse nada dentro de la cabaña. Los cuervos, que regresaban a sus nidos mientras caía el sol, trazaban círculos en el cielo sobre los álamos, como una nube compacta. Agarró una piedra y trató de echar abajo la puerta metálica. Hizo un ruido sordo y la piedra se partió en dos trozos; la puerta no sufrió daño alguno. De modo que se abalanzó con el hombro para embestir la puerta con su cuerpo. La puerta apenas se movió, pero él terminó como mínimo tres metros más atrás, sentado en el suelo muerto de dolor. Le dolía muchísimo el hombro, y casi no podía levantar el brazo. Sentía como si se hubiera roto la clavícula.