7

Siguiendo los consejos del hombre, equipó la pequeña cabaña del amor con todo aquello que una pareja necesita para sus citas, como cerveza, refrescos, pescado ahumado para picar y ciruelas en conserva. La primera vez que fue a una farmacia a comprar condones tenía tanta vergüenza que no podía mantener la cabeza alta o dejar claro qué es lo que quería, con el consiguiente desdén de la chica que atendía el mostrador. Mientras se escabullía de la farmacia con su paquete de preservativos escuchó cómo le decía a otra dependienta:

—Vaya, quién pensaría que un viejo como ese todavía necesite usarlos…

A medida que su negocio crecía cada día que pasaba, también crecía su confianza y su visión empresarial. Ya no se ponía colorado de la vergüenza cuando hacía sus compras en la farmacia, e incluso intentaba regatear con la dependienta para que le hiciera un precio mejor.

—Anciano, si no eres una especie de obseso sexual, debes estar metido en el tráfico de condones —dijo con descaro.

—Soy ambas cosas, un obseso sexual y un traficante —replicó con picardía, mirando directamente a los labios carmín de la mujer.

Durante los tres meses de verano, obtuvo 4800 yuanes. Y mientras su bolsillo no paraba de llenarse, cada día estaba más contento y físicamente más sano. Las articulaciones antaño oxidadas se movían perfectamente, como si les hubieran echado aceite, y sus ojos, que parecían a punto de congelarse, estaban ahora llenos de vida. Y una vez que sus ojos y sus orejas se habituaron al paisaje y a los sonidos de su nuevo ambiente, la llama de la intimidad, extinguida durante mucho tiempo, volvió a arder. Después de haberse acostado con su mujer más de una vez, para su total asombro, le preguntó:

—¿Qué tipo de bebida estás tomando, viejo chocho? ¿Tratas de matarte?

Todas las mañanas a las diez y media se subía en su bicicleta y conducía hacia la cabaña. Primero la limpiaba, metiendo toda la basura del día anterior en una bolsa de plástico a la que le hacía un nudo. Siendo como era una persona que le daba mucha importancia a la conciencia social, no tiraba la basura sin más en cualquier lado. La llevaba a la ciudad y la dejaba en un contenedor. Después de limpiar el lugar reponía las bebidas, la comida y otros artículos. Una vez hecho eso cerraba la puerta, cogía su letrero y buscaba un lugar donde esperar a la clientela del día, fumando sin prisas un cigarrillo para pasar el tiempo. Su gusto para el tabaco había mejorado. Antiguamente fumaba solamente cigarrillos sin filtro Ciudad de Oro, pero ahora había cambiado a unos con filtro, Golondrinas Voladoras. En el pasado no era capaz de mirar a sus clientes a la cara; ahora les estudiaba detenidamente. A medida que adquiría más experiencia descubrió que podía predecir con bastante fiabilidad qué parejas era probable que usaran su servicio y cuáles no. La mayoría de sus clientes eran como animales al acecho, decididos a disfrutar del cuerpo del otro clandestinamente. Sin embargo, de tanto en tanto hacían una visita matrimonios o parejas comprometidas. Había como mínimo una docena de clientes habituales, a los que siempre les hacía una rebaja en el precio, generalmente de un veinte por ciento, y en ocasiones incluso un cincuenta por ciento. Algunos de sus clientes eran de perfil hablador y en cuanto terminaban sus asuntos se ponían a hablar sin parar. Otros eran en cambio más reservados, y se marchaban en cuanto entregaban el dinero. Sus conocimientos sobre la vida sexual de las parejas jóvenes se habían enriquecido enormemente, gracias únicamente a sus oídos. Una interminable variedad de sonidos, masculinos y femeninos, surgían de la cabaña creando a su vez en su cabeza la misma cantidad de imágenes, como si las ventanas estuvieran abiertas de par en par dejando a la vista un vasto paisaje. Una pareja de apariencia enfermiza brincaba y se revolcaba en el autobús haciendo tanto ruido que más bien parecía que dentro había dos elefantes apareándose y no seres humanos acostándose. Hubo una pareja que comenzó gritando sin parar para acabar después a golpes y lanzándose botellas. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto excepto interrumpirles en un momento que no pudo sino traerle mala suerte. El hombre salió con la cabeza llena de sangre, y el pelo de la mujer parecía un nido de ratas. Se sentía lo suficientemente apenado como para hacerles una rebaja pero la verdad es que el hombre se pavoneó y le tiró al suelo un billete de cien yuanes con mucha soberbia. Cuando corrió detrás de él para darle cambio el hombre se giró y le escupió a la cara. Tenía unas cejas muy finas, los ojos hundidos y una mirada llena de odio. Dada esa mirada, el Viejo Ding salió disparado de ahí.

Con la llegada del otoño los álamos comenzaron a perder su follaje y las hojas de los pinos se oscurecieron. Cada vez venía menos gente a nadar al lago, afectando gravemente a su negocio. Aun así, no pasaba un solo día sin que aparecieran algunos clientes, sobre todo domingos y festivos. Esto le brindó la oportunidad de tomárselo con más calma, y seguía habiendo ingresos, a pesar de que hubieran disminuido. Todo contaba. Esos días le sobrevino un catarro, pero eso no le detuvo para ir a trabajar. No quería gastarse ningún dinero en medicinas contra el resfriado, de modo que dejó que su mujer cocinara una olla de sopa de jengibre. Se bebió tres cuencos, se cubrió de la cabeza a los pies y se armó de paciencia. No podías encontrar un remedio casero mejor. Su plan era ahorrar todo el dinero que fuera posible para cuando fuera anciano ahora que todavía estaba bien de salud. La fábrica ya le había pagado la indemnización del despido, por lo que no podía contar ya con el gobierno, más si cabe desde que había dificultad para pagar el salario de los profesores y el gobierno había tenido que pedir préstamos para pagar los salarios de los cuadros del Partido. Cada uno debía preocuparse de sí mismo, como si tuvieras que sobrevivir con lo que fuese después de un desastre natural. Había momentos en los que se sentía incómodo, dudando si era un santo o un pecador. Una noche soñó que la policía venía a buscarle y se despertó bañado en sudor con el corazón latiéndole fuerte. Se reunió con su aprendiz, Lü Xiaohu, en una tranquila bodega, y le contó lo que le estaba atormentando.

—Shifu —dijo Hu—, ¿no te estarás riendo de mí verdad? ¡No pensarás que tu cabaña es el único motivo por el que la gente lo hace! Seguirán haciéndolo con o sin tu cabaña. En el parque, en el cementerio, donde sea. Las jóvenes generaciones no paran de hablar de que hay que volver a la naturaleza y al amor libre, ¿así que quiénes somos nosotros para decir que está mal? Son personas, como nosotros. Te lo dije al principio, tú piensa simplemente que has creado unos baños públicos en el campo, por los que tienes derecho a cobrar una pequeña tasa. Shifu, tú eres mucho mejor que toda esa gente que inunda el mercado con su alcohol de imitación y sus medicinas falsas. No hay ningún motivo para que seas tan duro contigo mismo. Que te vaya bien con el dinero es mucho más importante que tratar de ser una buena persona. Sin dinero ya te puedes ir olvidando de tus adorables padres, e incluso tu mujercita te dará la espalda. Shifu, échale agallas y continúa con tu negocio. Si hay algún problema, yo me encargaré de todo.

El Viejo Ding era incapaz de rebatir los argumentos de su aprendiz. Tenía razón, concluyó. Estaba claro que no había nada ético en lo que estaba haciendo, pero con un solo santo en el mundo ya era suficiente. Pedir más era querer meterse en problemas. Lo último que Ding Shikou quería ser era un santo. Además, ni aunque lo hubiera querido podría. Ding Shikou, se decía a sí mismo, estás haciendo al gobierno un gran favor. Ser el dueño de la cabaña del amor en el bosque puede que no te conlleve honores, pero es mucho mejor que montar un numerito frente a las oficinas del gobierno. El recuerdo le provocó una sonrisa que dejó atónita a su mujer, que estaba pelando cacahuetes en la mesa.

—¿Por qué estás sonriendo viejo chocho? —le preguntó—. ¿Eres consciente del miedo que da esa mirada?

—¿Miedo?

—Sí, miedo.

—Bueno, hoy es precisamente lo que quiero hacer, darte miedo.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó ella mientras retrocedía, sujetando un puñado de cáscaras de cacahuetes. Los rayos cortaban el cielo, anunciando la llegada de un aguacero. Se quitó la ropa mientras se abalanzaba sobre su mujer, empujándola hacia atrás. Ella se apretó contra la pared y se le puso la cara colorada, y sus ojos siempre sombríos brillaban ahora como los de una chica en la flor de la vida.

—Maldito viejo —farfulló—, cuanto más viejo te haces más loco estás… a plena luz del día… qué crees que estás haciendo… el señor de los truenos y la madre de los rayos te están mirando…

La cogió por la cintura y la atrajo hacia sí.

—¡Viejo chocho! —gritó—… no tan fuerte… me vas a partir por la mitad…

Con el fin de protegerse ante cualquier problema imprevisto, Ding ingresó sus ganancias con un nombre falso y escondió la libreta de ahorros en un agujero en la pared que tapó con dos capas de papel.

Después del solsticio de invierno la temperatura comenzó a bajar y no hubo clientes durante dos o tres días seguidos. Conducía hacia su cabaña sobre el mediodía. La helada se adhería a las hojas en el suelo. Los rayos del sol de un amarillo oscuro proporcionaban un poco de calor. Se sentó debajo de un árbol un rato hasta que los dedos de sus manos y de sus pies se helaron de frío. El lago estaba en silencio, desierto, excepto por un hombre que caminaba en círculos alrededor del agua, con una gasa en el cuello. Este hombre se encontraba de lleno en una batalla a vida o muerte contra el cáncer, era más o menos famoso por la zona debido a la lucha que estaba protagonizando. El canal de televisión local había emitido un programa sobre su historia y había enviado a un equipo al lago para grabarla; Ding se asustó muchísimo. Solo para estar seguro, trepó a un árbol y se quedó allí arriba como un pájaro durante dos horas.

Después de ese incidente fue un equipo para hacer una inspección sobre riesgo de incendios en la zona, llenándole de miedo. Esta vez se ocultó detrás de un árbol y esperó ahí con el corazón en un puño. Uno tras otro, los hombres pasaban junto a su pequeña cabaña pero sin mostrar reacción alguna, como si se tratara de un elemento más de la naturaleza, con la sola excepción de un tipo gordo que caminó hasta la parte de atrás de la cabaña para orinar. De hecho Ding podía hasta olerlo. Nuestros líderes sufrían graves incontinencias, pensó. El gordo estaba tardando demasiado, y parecía un adolescente meando: metió tripa y dibujó un círculo en la plancha de metal del autobús, luego otro, y otro, pero antes de poder completar el cuarto círculo el chorro cesó. Después de echar las últimas gotas dio un fuerte golpe a una de las cubiertas metálicas de la ventana, se abrochó la bragueta y salió a toda prisa caminando con torpeza para alcanzar a sus compañeros. Fueron los dos únicos episodios que le asustaron.

El aire gélido que corría bajo el árbol era demasiado para Ding, de modo que se puso de pie y se metió dentro del autobús, a fumarse un cigarrillo. Tras apurar cuidadosamente su cigarrillo, cerró los ojos e hizo un cálculo aproximado de cuánto había ganado en los últimos seis meses con el negocio. Los resultados eran excelentes. Decidió que volvería al día siguiente, y si seguía sin haber clientes, cerraría el negocio hasta primavera. Si podía mantener esto durante cinco años, llegaría en muy buena forma a la vejez.

A la mañana siguiente se dirigió temprano a la cabaña. El viento helado había prácticamente desnudado los árboles; apenas había hojas en las ramas de los álamos, mientras que las de los escasos robles esparcidos entre los pinos habían resistido y tenían ahora un color dorado. Al agitarse con el viento parecían mariposas amarillas revoloteando entre las ramas. Había venido equipado con un saco con el dibujo de la piel de una serpiente y un bastón de madera con la punta de acero. Recogió toda la basura que había en la zona junto a la cabaña, no por ningún interés económico, sino por un sentido de la obligación. Él estaba recibiendo lo mejor que la sociedad tenía que ofrecerle. Después de cerrar la bolsa de basura, la colocó en el transportín de la bicicleta y se metió en la cabaña para recoger todo el surtido de productos. El graznido de un cuervo solitario en el exterior hizo que se le detuviera el corazón. Echó un vistazo desde la puerta y vislumbró a una pareja caminando hacia él por el camino gris que procedía de la pequeña colina detrás de la fábrica.