6

Estaba sentado entre los árboles del cementerio y la laguna, recostado sobre un álamo. Había una pequeña senda que serpenteaba hacia la colina, desapareciendo de la vista de vez en cuando. Cada cierto rato su mirada viajaba desde los árboles hacia el borde del cementerio. Solo podía ver una esquina de su pequeña casa de campo, pero todo estaba en orden en su cabeza.

Unos días antes, Lü Xiaohu y él habían regresado a la fábrica. Después de que el portero les dejara entrar, él sacó provecho de toda una vida de «contactos» para recoger restos de planchas metálicas, remaches, planchas de acero, y otros objetos. Ambos pasaron dos días reparando y limpiando los restos del destartalado autobús. Utilizaron las planchas metálicas para cerrar las ventanas rotas, después hicieron puertas con las planchas de acero con cerraduras a ambos lados. Una vez hechas las reparaciones, Lü Xiaohu se presentó con un cubo de pintura verde y otro de pintura amarilla. Tras aplicar la pintura, los restos de un autobús averiado y abandonado se transformaron en algo que semejaba un vehículo militar en medio de la jungla. Maestro y aprendiz dieron un paso atrás para contemplar su trabajo; el tenue olor a pintura les hacía estar más felices de lo que habían esperado.

—Shifu —dijo Lü Xiaohu—, ya está.

—Sí, así es.

—¿No deberíamos encender petardos para celebrarlo?

—Mejor que no.

—En cuanto se seque la pintura puedes abrir el negocio.

—¿Qué haremos si hay algún problema, Joven Hu?

—No te preocupes Shifu. Tengo un primo en el Departamento de Seguridad Nacional.

La noche anterior a abrir el negocio, Ding estaba tan nervioso que no pudo pegar ojo. Su mujer estaba también tan excitada que le dio un ataque de hipo. Ambos estaban levantados a las cuatro de la mañana, y mientras ella preparaba el desayuno y la comida, no paraba de preguntarle qué tipo de trabajo había encontrado.

—Ya te lo he dicho —contestó impaciente—. Voy a ser asesor de un empresario agrícola en las afueras.

—Os he visto a ti y al Joven Hu susurrando sin parar —acertó a decir entre el hipo—. Dudo que estuvierais hablando sobre ser asesor. No te metas en ningún asunto turbio a tu edad.

—¿No eres capaz de decir nada agradable a esta hora de la mañana? —respondió enfadado—. Vente conmigo si no me crees. ¡Podrías alegrarles la vista a esos empresarios agrícolas con tu rostro inestimable!

Su comentario le bajó los humos y le cerró la boca.

Desde el lugar privilegiado en el que estaba bajo el árbol, pudo observar a un grupo de personas mayores haciendo sus ejercicios matinales: liberando pájaros enjaulados, paseando, practicando Tai Chi y Chi Kung, alguna voz dando instrucciones… Contemplar a toda esa gente feliz le deprimía. Si tuviera hijos —niños o niñas, eso era lo de menos— no estaría sentado ahí bajo un árbol a esas horas de la mañana, estuviera o no en el paro. Se sentía como un idiota que hubiera visto un conejo correr por el tronco de un árbol y pasara sus días esperando a que otro conejo hiciera lo mismo. Una capa de niebla pendía sobre la laguna mientras por el este amanecía un brillo naranja. Un anciano haciendo ejercicios de voz parecía estar acunando a los árboles.

Ow-ke, Ow-ke

Olas de melancolía inundaban su espíritu como las ondas de la brisa sobre el lago. Pero solo duró un instante. Estaba a punto de comenzar una nueva etapa en su vida, y esa nueva vida, como la mujer que había comprado los cerditos, copaba su mente con demasiados pensamientos y anhelos como para ponerse sentimental. Una hora antes del amanecer, los árboles estaban llenos de las canciones y los gorjeos de los pájaros. El aire purificaba sus pulmones y elevaba su ánimo como la menta. No necesitó mucho tiempo para percatarse de cómo se había equivocado por venir tan pronto. A esta hora del día solo salían las personas mayores y preferían la zona cercana al lago antes que el cementerio. E incluso si vinieran al cementerio, no se trataba del tipo de clientela que estaba esperando. Pero no pasaba nada, pensó tratando de consolarse. Lo consideraré como mi mañana de ejercicios. Después de estar respirando el aire nauseabundo de la fábrica durante décadas, ya era hora de que diera un respiro a mis pulmones con algo de aire fresco. Recogió su silla plegable y paseó a través de la arboleda y por el cementerio para familiarizarse con el lugar. Contemplar en el suelo las consecuencias de la desastrosa política de natalidad le hizo sentirse más seguro que nunca de que había elegido el camino correcto.

Alrededor del mediodía varias parejas en trajes de baño, con toallas cubriendo sus hombros, se acercaron desde el lago con toda la pinta de ser amantes en busca de un lugar donde desnudarse juntos. Sin embargo, cuando pasaron a su lado, de pronto se le secó la boca, y todas esas frases pegadizas que Lü Xiaohu había inventado y que él se había obligado a memorizar se atascaron en su garganta. Escuchar los sonidos que procedían de las parejas entre la densidad de los árboles, todos muy parecidos entre sí y sin embargo al mismo tiempo tan diferentes, era como ver sus propios billetes arrebatados por el viento, llenando su corazón de una mezcla de quejas y desaliento.

Esa misma noche acudió a ver a su aprendiz y, muy avergonzado, le contó lo que había pasado durante el día.

—Shifu —dijo Lü Xiaohu riéndose—, ¿de qué tiene que avergonzarse un trabajador en el paro?

Se rascó la cabeza.

—Joven Hu, tú sabes que soy un trabajador que dejó de estudiar a los doce años y que ha pasado la mayor parte de su vida en una empresa de hierro y acero. Nunca pensé que terminaría así en mi vejez.

—Espero que no te moleste que te diga esto, Shifu, pero tú todavía no sabes qué es pasar hambre. Si ese día llega, en una competición entre tu estómago y tu vergüenza, ¡ganaría siempre tu estómago!

—Entiendo lo que me quieres decir, pero por algún motivo soy incapaz de abrir la boca.

—No es tu culpa —dijo su aprendiz riendo de nuevo—. Después de todo, eres un mero trabajador. Mira lo que te digo Shifu, tengo un plan…

El mediodía siguiente, el Viejo Ding regresó al lugar que había elegido el día anterior con un trozo de madera en su espalda. Cualquier persona que entrara al cementerio desde la colina tenía que pasar por ahí. Aunque era un lugar apartado, estaba rodeado de espacio abierto. Desde donde estaba sentado, bajo la sombra de un álamo, podía ver perfectamente a la gente que se bañaba en el lago. Sin ningún pájaro alrededor, el único sonido era el constante canto de los grillos, cuyos excrementos caían sobre él como gotas de lluvia.

Por fin apareció una pareja caminando por el sendero. Podía verlos perfectamente: la mujer vestía un bikini azul cielo, y su piel blanca como la leche refulgía entre las sombras de la arboleda. El hombre llevaba un bañador ceñido y tenía el pecho y las piernas llenas de vello. Reían mientras se metían mano el uno al otro, arrimándose cada vez más. Contemplar su escote y los lunares de su tripa hacían que el Viejo Ding se sintiera como un voyeaur. También se percató para su horror de que el ombligo del tipo en lugar de estar hundido sobresalía, y que parecía que tuviera escondida una patata dentro de su bañador. Cuando estaban a apenas unos metros de él alzó el trozo de madera que tenía junto a los pies y se cubrió con él la cara, que sentía como si le estuviera ardiendo. El letrero rojo fue puesto a la vista de la pareja. Vio las finas piernas de ella y las velludas de él detenerse de golpe, y escuchó al hombre leer el letrero en voz alta.

—Una tranquila, segura y apartada cabaña entre los árboles. Diez yuanes por hora, incluidos dos refrescos.

La mujer se rio.

—Hey anciano, ¿dónde está esa cabaña? —preguntó el hombre con descaro.

El Viejo Ding bajó la tabla lo justo para descubrir la parte superior de su cara.

—Allí —tartamudeó—, justo ahí.

—¿Podemos echar un vistazo? —dijo sonriendo a la mujer—. Tengo un poco de sed.

La mujer le miró de reojo con lascivia y dijo.

—Por mí como si te mueres de sed.

Miró a la mujer con ojos traviesos, sonriéndola, y entonces se giró hacia el Viejo Ding.

—Llévanos a ver el sitio, anciano.

Se quedó quieto visiblemente agitado, plegó su silla, puso el letrero bajo su brazo y les condujo a través del cementerio hacia el autobús abandonado.

—¿Esta es tu pequeña cabaña? —gritó el hombre—. ¡Es una maldita tumba de hierro!

El Viejo Ding descorrió el cerrojo y abrió la pesada puerta.

El tipo se inclinó por la cintura y pasó dentro.

—Oye, Ping’er —gritó—, ¡este sitio está jodidamente bien!

La mujer miró con recelo al Viejo Ding, con la cara ligeramente colorada, antes de asomar la cabeza y echar un vistazo. Entonces pasó dentro.

El hombre se asomó fuera.

—Está demasiado oscuro. No puedo ver nada.

El Viejo Ding le pasó un mechero.

—Hay una vela encima de la mesa —contestó.

La vela arrojó su luz amarilla por el interior del autobús. Vio cómo la mujer daba un trago a la botella de refresco que sostenía en la mano. El cabello todavía húmedo de la chica caía por su espalda como la cola de un caballo, hasta el punto de casi cubrir sus nalgas.

El hombre dio un paso fuera del autobús y echó una mirada alrededor.

—Dime, anciano —preguntó en voz baja—, ¿me garantizarías que no vendrá nadie por aquí?

—Hay un pestillo en el interior —dijo—. Tienes mi palabra.

—Nos gustaría dormir una siesta y no queremos que nos interrumpan.

El Viejo Ding asintió y el hombre regresó al interior. Pudo escuchar cómo se cerraba el pestillo de la puerta.

Después de caminar hacia una pequeña arboleda de acacias blancas, miró su viejo reloj de bolsillo, metido en su funda de metal, como un entrenador nervioso en la banda. En un primer momento no se escuchaba nada desde el autobús, pero unos diez minutos después la mujer comenzó a gritar. Como el autobús estaba tan bien sellado, los gritos sonaban como si procedieran del subsuelo. El Viejo Ding estaba muy nervioso, con la imagen de la suave piel blanquecina de la mujer girando dentro de su cabeza. Se dio un golpe en la pierna y masculló:

—¡No pienses en cosas así, viejo chocho!

Pero la piel blanquecina de la mujer se había aferrado a su cerebro y no se iría tan fácilmente. A continuación se unieron la sonrisa y el escote de la mujer que compró los cerditos.

Cincuenta minutos después se abrió la puerta de acero y salió la mujer, ahora vestida con ropa de calle. Su cara estaba colorada y sus ojos brillaban con la expresión de una gallina que acaba de poner un huevo. Lanzó una mirada hacia un lado, como si ni siquiera supiera dónde estaba, y caminó hacia el cementerio. Entonces salió el hombre, con la toalla en el brazo y un refresco en la mano. Se acercó hacia él.

—Cincuenta minutos —dijo con timidez.

—¿Cuánto te debo?

—Lo que usted quiera…

El hombre, vestido también con ropa de calle, se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cincuenta yuanes. Se lo pasó al Viejo Ding, cuya mano tembló; su corazón latía con fuerza.

—No tengo cambio —dijo.

—Quédatelo —contestó el hombre despreocupado—. Mañana vendremos otra vez.

Arrugó el billete dentro de su puño y sintió que estaba a punto de romper a llorar.

—Anciano, eres realmente curioso —dijo el tipo mientras arrojaba lejos la botella vacía—. Deberías proveer el lugar de condones —dijo en voz baja—. Eso y cigarrillos y cerveza. Y entonces podrás doblar el precio.

El Viejo Ding respondió con una reverencia solemne.