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Ding Shikou, Ding el de las diez bocas, había trabajado en la Fábrica Municipal de Equipamiento Agrícola durante cuarenta y tres años, y solo le faltaba un mes para cumplir la edad de jubilación cuando le despidieron de forma inesperada. Si pones shi que significa ‘diez’, dentro de un kou, que significa ‘boca’, obtienes la palabra tian, cuyo significado es ‘campo’. Por otro lado, el nombre familiar, Ding, puede significar ‘joven robusto’. Siempre que un joven robusto tenga un campo del que cuidar, nunca tendrá que preocuparse por tener comida sobre la mesa y ropa que vestir. Esta era la esperanza que su padre, que era granjero, abrigaba para su hijo cuando le puso ese nombre. Sin embargo, Ding Shikou no estaba destinado a poseer tierras. En lugar de eso encontró trabajo en una fábrica, lo cual le llevó a tener una vida mucho mejor de la que hubiera tenido como granjero. Se sentía enormemente agradecido porque la sociedad le había reportado muchísima felicidad, y estaba decidido a recompensárselo trabajando duro. Décadas de pesadas labores le habían encorvado la espalda, y pese a que todavía no llegaba a los sesenta tenía el aspecto de un hombre de más de setenta años.
Una mañana, idéntica a todas las mañanas de trabajo, se dirigió hasta la fábrica en su vieja e incombustible bicicleta negra de los años sesenta, la cual constitutía todo un espectáculo entre el resto de bicicletas de la calle, elegantes y ligeras. Los ciclistas más jóvenes, tanto chicos como chicas, primero se quedaban mirándole con curiosidad, y después se mantenían alejados de él, del mismo modo que un coche de lujo adelanta a un camión destartalado. Cuando atravesó pedaleando la puerta de la fábrica vio a un grupo de personas apiñadas alrededor del tablón de anuncios. Las voces de dos mujeres se elevaron por encima del murmullo general como gallinas a punto de poner huevos. Su corazón latió con fuerza cuando se percató de que aquello que los trabajadores más temían había por fin sucedido.
Aparcó la bicicleta y echó un vistazo a su alrededor, intercambiando una mirada cómplice con el viejo Qin Tou, el portero. Entonces, suspirando profundamente, caminó con lentitud para unirse al corrillo. Sentía un nudo en el estómago, pero no demasiado abrumador. Cuando comenzaron los rumores sobre inminentes despidos en la fábrica acudió a ver al director, un hombre de mediana edad, culto, quien le invitó con amabilidad a sentarse en un sofá de piel, color verde claro. Entonces pidió a su secretaria que les trajera té. Mientras Ding sostenía la taza con el té ardiendo y olía la fragancia del jazmín, le asaltó un sentimiento de gratitud, y de pronto era incapaz de articular palabra. Después de alisar su traje y sentarse en el sofá situado enfrente, el director de la fábrica comenzó a hablar entre risas.
—Ding Shifu, sé por qué estás aquí. Después de varios años de problemas financieros en la fábrica, se ha vuelto inevitable efectuar despedidos. Pero tú llevas trabajando aquí mucho tiempo, eres un trabajador modelo en esta provincia, un shifu —un trabajador perfecto—, e incluso si nos viéramos obligados a tener un solo trabajador, ese hombre serías tú.
La gente se estaba reuniendo en torno al tablón de anuncios, y desde el lugar donde se encontraba, Ding Shikou alcanzó a atisbar tres largas hojas de papel escritas. Durante las últimas décadas, su nombre había aparecido en el tablón varias veces al año, y siempre en papel rojo; en esas ocasiones se le había homenajeado como trabajador modelo y eficiente. Intentó abrirse camino con los codos pero los empujones de los más jóvenes provocaron que regresara de nuevo atrás. En medio de las quejas y los insultos, una mujer rompió a llorar. Supo en el acto que se trataba de Wang Dalan, la dependienta del almacén. Había comenzado como operaría con una troqueladora, pero se había destrozado una de sus manos en un accidente, y cuando se le comenzó a gangrenar se la tuvieron que amputar para salvarle la vida. Como había sido un accidente laboral, la fábrica la contrató como dependienta del almacén.
Justo en ese momento un jeep Cherokee atravesó la puerta haciendo sonar el claxon, captando la atención de los que luchaban por leer las hojas con los despidos. Se giraron y se quedaron mirando el jeep, el cual parecía como si acabara de regresar de un largo viaje a través del barro. El clamor cesó al mismo tiempo que se esbozaron expresiones de aturdimiento en las caras de la gente. El jeep de pronto también parecía aturdido: su bocina se quedó súbitamente en silencio, el motor petardeaba y el tubo de escape expulsaba una nube de humo. Era como una bestia salvaje sintiéndose en peligro. Sus ojos grises miraban al gentío mientras, temerosos, ellos analizaban la situación. Prácticamente al mismo tiempo que el coche decidió dar marcha atrás hacia la puerta, un coro de gritos emergió de los trabajadores, cuyas piernas captaron el mensaje y en apenas un instante, el jeep había sido rodeado. Trató de liberarse dando bandazos hacia delante y hacia detrás, pero era demasiado tarde. Un hombre joven alto y fuerte con la cara morada —Ding Shikou vio que era su aprendiz, Lü Xiaohu— se inclinó para abrir la puerta del coche y comenzó a sacudir al Subdirector encargado del Marketing y de los suministros. Se desató una lluvia de insultos y escupitajos sobre la cara del hombre, la cual estaba ya en ese momento más pálida que una sábana. El pelo canoso le caía sobre sus ojos y sus manos se aferraban al pecho, para después doblarse a la altura de la cintura y realizar una reverencia, primero a Lü y después al resto de la multitud. Sus labios se estaban moviendo pero lo que trataba de decir quedaba ahogado por las amenazas y el ruido que le rodeaban. Ding apenas podía articular palabra, pero el semblante desdichado en la cara del tipo no dejaba lugar a la duda, como un ladrón que hubiera sido pillado con las manos en la masa. Lo siguiente que vio fue cómo Lü Xiaohu estiró el brazo para agarrar al Subdirector por su corbata de colores, que parecía un edredón de recién casados, y tiró de ella. El Subdirector desapareció de su vista, como si se lo hubiera tragado la tierra.
Dos coches de policía irrumpieron en el recinto con las sirenas resonando. El miedo poseyó a Ding Shikou, cuyo corazón latía desaforado, y lo único en lo que podía pensar era en salir inmediatamente de ahí; sin embargo, sus piernas apenas podían seguir las órdenes de su cerebro. Al comprobar que era imposible pasar por la puerta, los policías aparcaron en el exterior del recinto y salieron en trompa de los coches. Eran siete en total, cuatro de ellos gordos y tres delgados. Armados con porras, esposas, walkie-talkies, pistolas, balas, gas lacrimógeno y megáfonos, los siete policías caminaron con lentitud y luego se detuvieron justo en la puerta para formar un cordón, como si quisieran precintar la puerta de la fábrica ante una posible huida. Sin embargo parecía que no la acordonarían después de todo. Uno de los policías, que ya se estaba haciendo viejo, se llevó el megáfono a la boca y ordenó a los trabajadores que se dispersaran, cosa que hicieron. Como un lobo en mitad del campo cuando los tallos del sorgo están cortados, el Subdirector de Marketing y Suministros apareció a la vista de todos. Estaba tirado en el suelo boca abajo protegiéndose la cabeza con las manos, con el culo en pompa, parecía un avestruz aterrorizado. El policía le entregó el megáfono al hombre que estaba junto a él y caminó hacia el Subdirector, muerto de miedo. Se agachó y agarró al hombre por el cuello de la chaqueta con el pulgar y dos dedos como si quisiera ponerle de pie, pero el Subdirector parecía estar tratando de cavar un agujero para meterse dentro. La chaqueta formaba una especie de pequeña tienda de campaña que protegía al hombre. Ahora Ding sí podía escuchar lo que estaba gritando.
—No me culpéis queridos amigos. Acabo de regresar de las islas Hainan y no sé nada. No me podéis acusar de esto…
Sin soltar la chaqueta del hombre, el policía le golpeó levemente en la pierna con la punta de su zapato.
—¡Levántate ahora mismo! —le dijo.
El Subdirector se puso de pie y, cuando vio que la persona que le había levantado era un policía, se le puso la cara, llena de escupitajos, roja como un tomate. Se le doblaron las rodillas y el único motivo por el que no se derrumbó de nuevo en el suelo fue porque el policía todavía le estaba sujetando por el cuello de la chaqueta.
Poco después llegó el Director de la fábrica en un Volkswagen Santana rojo, seguido por el Vicealcalde de industria en un Audi negro. El Director estaba sudando, con los ojos llenos de lágrimas. Después de realizar con solemnidad tres reverencias frente a los trabajadores, les confesó que carecía de poder en un mercado insensible que estaba llevando a esa fábrica de pasado glorioso hacia el camino del desastre económico, y que si seguían perdiendo dinero, tendrían que cerrar. Acto seguido completó la escena cuando llamó al Viejo Ding. Tras resumir la gloriosa carrera del Viejo Ding, le dijo que no tenía más opción que despedirle, a pesar de que su jubilación estaba prevista en tan solo un mes.
Como un hombre que hubiera sido despertado de un sueño, el Viejo Ding se giró para mirar los folios rojos clavados en el tablón de anuncios. Ahí, justo al principio de la lista con los despidos, en orden alfabético, encontró su nombre. Observó a sus compañeros, con la mirada de un niño en busca de su madre. Pero todo lo que vio fue un mar de caras idénticas, grises y apagadas. Sintiéndose de pronto mareado, se puso en cuclillas; cuando se sintió fatigado se sentó en el suelo. Apenas llevaba sentado unos segundos cuando rompió a llorar. Sus lamentos eran mucho más contagiosos que los de las mujeres del grupo, y como si la cara de sus compañeros se oscurecieran, también ellos comenzaron a llorar. Con los ojos bañados en lágrimas vio cómo el vicealcalde Ma, un hombre agradable y simpático, caminaba hacia él junto con el Director de la fábrica. Azorado de pronto por ello paró de llorar, y apoyándose sobre las manos se puso de pie con cierta dificultad. El Vicealcalde extendió el brazo y le estrechó la mano mugrienta. El Viejo Ding se quedó maravillado por la suavidad de su mano, lisa, sin un solo callo. Cuando sacó la otra mano, el Vicealcalde extendió el brazo para estrechársela con la mano que tenía libre. Las cuatro manos estaban firmemente sujetas mientras escuchaba al Vicealcalde decir:
—Camarada Ding, te doy las gracias en nombre del Gobierno municipal y del Comité del Partido.
A Ding comenzó a dolerle la nariz y las lágrimas brotaron de nuevo.
—Ven a verme siempre que quieras —dijo el Vicealcalde.