NOTA HISTÓRICA

Aunque recogida en diversos manuscritos, la Crónica Anglosajona es la fuente más fiable de que disponemos para los hechos ocurridos en la época en que anglos y sajones dominaban Britania. Es probable que Alfredo fuera el valedor del texto original, un resumen a modo de anales de los hechos más importantes acaecidos desde el nacimiento de Cristo, y que enviase una copia del manuscrito a los monasterios con el encargo de ir poniéndolo al día, de modo que no sólo no hay dos versiones coincidentes, sino que las entradas se nos pueden antojar oscuras hasta decir basta y no siempre son de fiar. Así, en el año 793, la Crónica registra la presencia de dragones que echaban fuego por las fauces en los cielos de Northumbria. En 902, sin embargo, da cuenta de una batalla que tuvo lugar en el Holme, lugar que nunca ha llegado a identificarse con exactitud, aunque sabemos que estaba en alguna parte de Anglia Oriental. Un ejército danés, a las órdenes del rey Eohric y de Etelwoldo, aspirante al trono de Wessex, invadió Mercia, cruzó el Támesis a la altura de Cracgelad (Cricklade), asoló Wessex y emprendió la retirada. El rey Eduardo los persiguió hasta Anglia Oriental y, como venganza, saqueó el reino de Eohric. Así reza el evocador relato de aquella batalla tal como se recoge en la Crónica: «Cuando el rey (Eduardo) anunció el final de la campaña, ordenó al ejército que todos los soldados a un tiempo abandonasen aquel territorio. Pero los hombres de Kent no se movieron de donde estaban a pesar de las órdenes recibidas y de los siete correos que el rey les remitiese. Envió, pues, a sus tropas y hubo una batalla». Al resumen de lo que allí aconteció acompaña la lista de las bajas más notables que se registraron, como la del propio Etelwoldo, la del rey Eohric, el ealdorman Sigelf y su hijo, Sigebriht, o la de Beortsig. «Hubo, por otra parte —añade la Crónica—, una gran carnicería, sobre todo entre los daneses, que no por eso abandonaron el campo de batalla», lo que nos lleva a pensar que los daneses se alzaron con la victoria, pero que la mayoría de sus caudillos se dejaron la vida en el empeño (me sirvo de una traducción de la Crónica a cargo de Anne Savage, editada por Heinemann, Londres, 1983).

Lo más llamativo de tan escueto resumen es la sorprendente negativa de las fuerzas de Kent a retirarse de aquellos parajes. La explicación que se recoge en estas páginas en cuanto a que el ealdorman Sigelf se disponía a traicionar al ejército sajón es pura invención por mi parte. No sabemos dónde tuvo lugar dicha batalla, ni lo que allí sucedió; sólo que hubo una batalla en la que, de resultas, perdió la vida Etelwoldo, adversario de Eduardo y aspirante al trono de Wessex. La Crónica recoge una rebelión encabezada por Etelwoldo en una larga entrada del año 900 (aunque el fallecimiento de Alfredo se produjo en 899): «Alfredo, hijo de Etelwulfo, falleció seis noches antes del Día de Todos los Santos. Fue rey de todos los ingleses, menos de los que vivían en aquella parte del reino que estaba en manos de los daneses; y lo fue hasta un año y medio antes de que se cumpliesen treinta años de reinado. A su muerte, heredó el reino su hijo Eduardo. Fue entonces cuando Etelwoldo, hijo del hermano de su padre, se apoderó de las haciendas de Wimbourne y de Christchurch sin contar con el beneplácito del rey ni de sus consejeros. El rey reunió un ejército que llevó a Badbury Rings, cerca de Wimbourne; rodeado de sus fieles, Etelwoldo ocupó la hacienda y cerró las puertas a cal y canto, asegurando que, ni vivo ni muerto, se movería de allí. Pero, durante la noche, escapó con sigilo y fue en busca de ayuda a Northumbria. El rey ordenó a los suyos que fuesen tras él, pero no le dieron alcance. Encontraron, sin embargo, a la mujer que se había llevado con él, sin el consentimiento del rey ni la aprobación del obispo, porque era una monja consagrada». Nada más se dice acerca de quién fue esa mujer, ni de las razones de Etelwoldo para secuestrarla, ni sobre qué fue de ella. De ahí que haya tratado de colmar esta laguna recurriendo de nuevo a la inventiva, imaginando que se trataba de Etelfleda, prima carnal de Etelwoldo.

Carente de detalles o incluso de explicaciones en lo concerniente a los hechos que refiere, la Crónica no es sino una escueta recopilación de acontecimientos que, en efecto, acaecieron. Nada se nos dice, sin embargo, de la suerte que corrió la mujer, Ecgwynn, con la que Eduardo llegó, o quizá no, a contraer matrimonio. Sólo sabemos que tuvo dos hijos con ella y que uno de ellos, Etelstano, llegaría a ser un personaje fundamental para el nacimiento de Inglaterra. Ecgwynn desaparece entonces de los anales y cede su puesto a Elfleda, hija del ealdorman Etelhelmo. Un apunte muy posterior nos lleva a pensar que no se dio por válido el matrimonio de Eduardo con Ecgwynn, pero lo cierto es que, dejando a un lado que, con el tiempo, aquel niño huérfano de madre, Etelstano, llegaría a ser el primer rey de Inglaterra, muy poco es lo que sabemos de tales hechos.

La Crónica señala que Alfredo «fue rey de todos los ingleses», afirmación a la que añade una salvedad no de índole menor: «[…] menos de los que vivían en aquella parte del reino que estaba en manos de los daneses». Porque lo cierto es que aquellos territorios que, con el paso del tiempo, acabarían por convertirse en Inglaterra estaban en manos danesas, a saber, Northumbria, Anglia Oriental y las tierras al norte de Mercia. Alfredo, qué duda cabe, soñaba con ser el rey de todos los ingleses y, cuando le sorprendió la muerte, era con diferencia el caudillo sajón más importante y poderoso, pero no llegó a ver hecho realidad su sueño de reunir todos los territorios donde se hablaba inglés, aunque le cupo la inmensa fortuna de tener un hijo, una hija y un nieto que acariciaron el mismo sueño y que, andando el tiempo, lo harían realidad. Tal es el marco histórico en el que acontecen las aventuras de Uhtred: la historia de la creación de Inglaterra. Desde siempre me ha llamado la atención el interés escaso con que nosotros, ingleses de nacimiento, abordamos los orígenes de nuestra nación. De niños, en la escuela, se nos inculca que la historia inglesa arranca en el año 1066, como si todo lo que hubiera pasado antes careciese de importancia. Sin embargo, la aparición de Inglaterra como nación se nos revela como el noble y apasionante fruto de un empeño colectivo.

Alfredo es el padre de Inglaterra. No vivió para ver unidas las tierras de los Angelcynn pero, gracias a sus desvelos por la cultura sajona y la lengua inglesa, plantó la semilla de la unificación. Hizo de Wessex una fortaleza que resistió los envites de los daneses, tan sólida que, tras su muerte, se extendió por el norte hasta derrotar y embarcar a los señores daneses en el proyecto. Es verdad que, en aquellos años, vivió un Uhtred que tomó parte activa en dicho empeño, un antepasado mío por cierto, pero las peripecias que de él aquí se narran son pura invención. Mi familia fue la titular del señorío de Bebbanburg (en la actualidad, Bamburgh Castle, en Northumbria) desde los primeros años de la invasión de Britania por los anglosajones hasta casi los tiempos de la conquista por los normandos. Cuando los territorios del norte cayeron en manos de los daneses, Bebbanburg se mantuvo inamovible, un enclave de los Angelcynn en tierras vikingas. Lo más seguro es que mantuviera tan peculiar situación gracias a la colaboración con los daneses, sin olvidar las defensas naturales que rodeaban la fortaleza de mi familia. He procurado separar al Uhtred que protagoniza estos episodios de la crónica histórica de Bebbanburg, con el fin de recrear un personaje que hubiera vivido de cerca unos acontecimientos que desembocaron en el nacimiento de Inglaterra, es decir, de hechos acontecidos en las tierras sajonas del sur que, paso a paso, acabaron por imponerse en los territorios del norte de Anglia. Un señor de la guerra, en definitiva, que luchó por los ideales de Alfredo, un hombre al que admiraba casi tanto como detestaba.

Alfredo es, claro está, el único monarca inglés a quien se conoce con el sobrenombre de «el Grande». No hay por supuesto, como en los Premios Nobel, un comité que avale semejante distinción que, por encima de avatares históricos, cuenta con el respaldo unánime de los historiadores, porque pocos, en efecto, se atreverían a poner en duda los merecimientos de Alfredo para alzarse con dicho título. Se mire como se mire, aparte de buena persona, fue un hombre de inteligencia sobresaliente. A Uhtred bien podía disgustarle la idea de una sociedad cristiana, sometida al imperio de la ley, pero la única alternativa era el dominio de los daneses y la instauración del caos de forma perdurable. Alfredo no sólo impuso a los suyos las leyes, la educación y la religión; también los defendió frente a enemigos temibles. En su magnífica biografía Alfredo el Grande (Alfred the Great, John Murray, Londres, 2005), Justin Pollard resume en una frase la proeza del rey: «Alfredo levantó un reino en el que los ciudadanos de cada localidad donde hubiera mercado deseaban defender lo que era suyo, y a su rey de paso, porque de su prosperidad dependía el bienestar de todos». Levantó una nación que supo identificarse con las aspiraciones de los ciudadanos, donde las leyes eran justas, el esfuerzo tenía su recompensa y no estaba en manos de un gobierno tiránico. Una receta tan válida hoy como entonces.

Los restos de Alfredo recibieron sepultura en la catedral del Oíd Minster (antiguo monasterio) de Winchester; más tarde, en un ataúd de plomo, se trasladaron al New Minster (monasterio nuevo). Con el propósito de que sus nuevos súbditos ingleses se olvidasen de su glorioso pasado, Guillermo el Conquistador trasladó el ataúd de plomo con los restos de Alfredo a la abadía de Hyde, en las afueras de la ciudad de Winchester. Como todos los establecimientos religiosos, la abadía quedó clausurada en tiempos de Enrique VIII, y pasó a ser propiedad de una familia, antes de convertirse en cárcel. A finales del siglo XVIII, los presos que entonces la ocupaban dieron con el ataúd que contenía los restos de Alfredo, lo despojaron del revestimiento de plomo y esparcieron los huesos. Justin Pollard es de la opinión de que los restos del que fuera el más importante de los monarcas anglosajones aún reposan en Winchester, en los terrenos donde hoy se alzan un aparcamiento de vehículos y una hilera de casas de la época victoriana. Su corona de esmeraldas incrustadas no corrió mejor suerte. Se mantuvo intacta hasta el siglo XVII, cuando —al menos eso dicen las fuentes— los fanáticos puritanos que rigieron los destinos de Inglaterra al concluir la Guerra Civil arrancaron las piedras preciosas y fundieron el oro.

Winchester, hoy, sigue siendo la ciudad de Alfredo. Muchas de las propiedades que se mantienen en pie en el centro de la ciudad vieja respetan las demarcaciones que, en su día, trazaran los agrimensores de Alfredo. Los restos de muchos de los de su familia reposan en mausoleos de piedra en la catedral, erigida en los terrenos que ocupase el antiguo monasterio, y su estatua se yergue en el centro de la ciudad, gallarda y en actitud belicosa, aunque lo cierto es que fue un hombre enfermizo durante toda su vida, a quien poco interesaban los fastos marciales, porque sus pasiones verdaderas fueron la religión, la educación y las leyes. Fue, sin duda, Alfredo el Grande, pero en los tiempos que aquí se narran aún no se había culminado su sueño, el de una Inglaterra unida. Y a Uhtred no le quedará otra que volver a pelear.