—Buena la ha hecho Eduardo: a quién se le ocurre ponerse en manos de los curas —le iba rezongando a Ludda—. Y, por si eso fuera poco, ahí está su madre, ¡esa zorra!, que es aún peor. —Estábamos de vuelta en Fagranforda, y había pedido al chico que viniese conmigo al norte. Íbamos a caballo por esos montes desde donde, al otro lado del anchuroso caudal del río Saefern, se divisaban las colinas de Gales. Llovía en aquellas tierras lejanas del oeste, pero, como destellos de plata fundida, los tímidos rayos de un sol pálido rielaban en las aguas que discurrían por el valle que se abría a nuestros pies—. Se creen que, a fuerza de plegarias, evitarán la guerra, y todo por culpa del cretino de Plegmund, que así piensa bajarles los humos a los daneses.
—A veces da resultado, mi señor —dijo Ludda, tratando de infundirme ánimos.
—Te doy mi palabra de que no —gruñí—. Además, si vuestro dios hubiera querido que las cosas fueran así, ¿por qué no hizo nada hace veinte años?
Ludda tenía cabeza suficiente para ahorrarse la respuesta. Nadie más venía con nosotros. Iba en busca de algo, y no quería que nadie supiese de qué se trataba, de forma que, solos, los dos cabalgábamos por aquellas crestas. Hicimos algunas averiguaciones: hablamos con esclavos que trabajaban los campos, con thegns en sus caseríos. Al cabo de tres días de marcha, aunque no en el lugar que había imaginado —demasiado cerca, para mi gusto, de Fagranforda, y no lo bastante de territorio danés—, di con lo que iba buscando.
—No hay nada parecido en el norte —me dijo Ludda—, al menos, yo no lo he visto. Montones de piedras, sí, a cual más sorprendente, pero nunca las había visto enterradas en el suelo.
Esas piedras tan llamativas son enormes rocas que nuestros antepasados colocaban en forma de círculo, probablemente para honrar a sus dioses. Cuando nos salen al paso unas piedras que siguen esa disposición, lo normal es que cavemos alrededor. Por ese procedimiento, en una o dos ocasiones, he encontrado algunos objetos de valor. Esas piedras enterradas suelen estar en la cima de un montículo, por lo general un túmulo redondeado, aunque en ocasiones se las ve alineadas, como las lomas de una cadena de colinas. En ambos casos, se trata de lugares de enterramiento que erigieron nuestros antepasados. Aunque no falta gente que cree que hay espíritus o incluso dragones que echan fuego por las fauces para defender los esqueletos allí enterrados, no por eso dejamos de excavarlas. Una vez encontré una vasija llena de azabache, ámbar y aderezos de oro en una de esas sepulturas. El túmulo que encontramos aquel día se encontraba en la cresta de una colina desde la que podía divisarse cualquier punto en el horizonte. Si dirigíamos la mirada al norte, a lo lejos, demasiado en mi opinión, con la vista alcanzábamos los apartados territorios de los daneses. Con todo, me pareció que aquel antiguo lugar de enterramiento podía venirnos al pelo para lo que tenía en mente.
Se encontraba en una localidad llamada Natangrafum. Era propiedad de un aparcero de Mercia, de nombre Elwoldo, que no pudo ocultar su satisfacción al enterarse de que me proponía horadar el montículo.
—Pondré a vuestra disposición cuantos esclavos necesitéis —me ofreció—. Hasta que llegue la hora de recoger la cosecha, esos cabrones no tienen casi nada que hacer.
—Prefiero que lo hagan los míos —contesté.
Elwoldo me miró receloso, pero yo era Uhtred, y no quería líos conmigo.
—¿Vamos a partes iguales en todo lo que encontréis? —me preguntó, intranquilo.
—Por supuesto —le aseguré, poniendo un trozo de oro encima de la mesa—. Ahí tenéis: oro a cambio de vuestro silencio. Nadie sabe que ando por aquí, y vos no se lo diréis a nadie. Si me entero de que os habéis ido de la lengua, volveré y yo mismo os enterraré en ese montículo.
—No diré nada, mi señor —me prometió. Era mayor que yo, de mofletes caídos y largos cabellos grises—. Bien sabe Dios que no soy de esos que se meten donde no los llaman —añadió—. El año pasado, la cosecha no fue buena y los daneses no están tan lejos como parece. Sólo aspiro a llevar una vida tranquila —continuó, guardándose el oro—. Pero no encontraréis nada en esa colina, mi señor. Mi padre la excavó hace unos años y sólo vio esqueletos. Ni siquiera un mísero abalorio.
En aquella cima había dos sepulturas, una encima de la otra. En el centro, se alzaba un túmulo de forma circular que, de este a oeste, cruzaba en diagonal un largo terraplén de unos diez pies de alto y una longitud aproximada de sesenta pasos. La mayor parte de aquella colina alargada no era sino eso, un montón de tierra y creta, pero en el extremo más oriental se veían unas grutas horadadas por la mano del hombre a las que se accedía por una entrada que miraba al sol naciente y cegaba una enorme peña.
Envié a Ludda de vuelta a Fagranforda con el encargo de que regresara con una docena de esclavos. Entre todos, consiguieron desplazar la piedra y retiraron la tierra que se había amontonado, de forma que, agachando la cabeza, nos adentramos en un largo pasadizo revestido de piedra. Cuatro cámaras, dos a cada lado, iban a dar a aquel túnel. Alumbramos la tumba con unas antorchas embadurnadas de pez y echamos abajo las pesadas rocas que cerraban el paso a las cámaras. Tal como Elwoldo me había dicho, sólo encontramos esqueletos.
—¿Crees que nos servirá? —pregunté a Ludda.
Incapaz de articular palabra, con cara de espanto, el chico no apartaba los ojos de aquellos huesos.
—Volverán para amedrentarnos, mi señor —susurró.
—No —repuse, y un escalofrío pareció helarme la sangre—. No —repetí, aunque ni yo mismo me lo creía.
—No los toquéis, mi señor —me suplicó.
—Elwoldo me ha asegurado que su padre ya los había importunado —le dije, tratando de convencerme a mí mismo de que era cierto lo que afirmaba—, o sea, que no hay nada que temer.
—Si perturbó su descanso, mi señor, es de imaginar que los despertaría, y ahora estarán a la espera de tomarse cumplida venganza.
Sin orden ni concierto, adultos y niños juntos, los esqueletos yacían en montones. Las calaveras nos obsequiaban con su macabra sonrisa. Un cráneo mondo mostraba una profunda hendidura en la sien izquierda; otro aún conservaba algunos vestigios de pelo. Un pequeño se acurrucaba entre los brazos de otro esqueleto. Otro nos señalaba con un brazo descarnado; los huesos de los dedos estaban por el suelo.
—Sus espíritus aún siguen aquí —me susurró Ludda—. Puedo sentir su presencia, mi señor.
Sentí un estremecimiento de nuevo.
—Vuelve a Fagranforda —le dije—, y regresa con el padre Cuthberto y mi mejor lebrel.
—¿Vuestro mejor perro?
—Eso es. Tráete a Rayo. Os espero aquí mañana.
Agachados, como habíamos entrado, volvimos al pasadizo y salimos al aire libre. Los esclavos volvieron a colocar en su sitio la enorme piedra que separaba el mundo de los muertos de la tierra de los vivos. Aquella noche, unos fantásticos resplandores de color azul claro y de un blanco cegador, que se estremecían en las alturas y ocultaban las estrellas, iluminaron el cielo. Había visto esas luces antes, aunque normalmente en cielos más al norte y en pleno invierno, pero estoy casi seguro de que no fue casualidad que surcasen la noche de aquel día en que había llevado la luz al mundo de los muertos que estaban bajo tierra.
Alquilé una vivienda a Elwoldo, una casa romana casi en ruinas, a escasa distancia de una aldea llamada Turcandene, a un corto paseo a caballo al sur de la tumba. Las zarzas se habían enseñoreado de casi toda la casa; la hiedra trepaba por los muros que aún quedaban en pie. No obstante, las dos estancias más amplias, aquellas que en tiempos remotos ocuparan los romanos que dominaban las tierras de los alrededores, se habían utilizado como refugio del ganado y estaban protegidas por rústicos cabríos y una techumbre que apestaba. Las adecentamos, y aquella noche dormí bajo techado. A la mañana siguiente, volví a acercarme a la tumba. Una espesa bruma se cernía sobre el montículo alargado. A poca distancia de los esclavos, me dispuse a esperar. Ludda regresó a eso del mediodía; la niebla no se había disipado. Atado, traía a Rayo, mi buen rastreador de ciervos; con él venía también el padre Cuthberto. Me hice con la traílla que llevaba Ludda en la mano, y el perro gimoteó de satisfacción. Le acaricié las orejas.
—Lo que quiero de vos —expliqué a Cuthberto— es que hagáis lo que sea para que los espíritus que habitan la cueva nos dejen en paz.
—¿Puedo preguntaros qué hacéis por estos parajes, mi señor?
—¿Qué os ha dicho Ludda?
—Que requeríais mi presencia, y que tenía que traer al perrito.
—En tal caso, aparte de cercioraros de que expulsáis a los espíritus, nada más tenéis que saber.
Retiramos la enorme piedra de la entrada y Cuthberto se adentró en la tumba, donde recitó sus plegarias, aspergió agua y plantó en el suelo una cruz que él mismo había hecho con las ramas de un árbol.
—Habremos de esperar hasta bien entrada la noche —me explicó—, para estar seguros de que las oraciones han surtido efecto —parecía desazonado, y agitaba las manos con gestos que daban a entender que no albergaba grandes esperanzas. Tenía unas manos descomunales, y nunca parecía estar muy seguro de qué hacer con ellas—. ¿Me obedecerán los espíritus? —se preguntaba—. ¡No lo sé! Duermen durante el día y, cuando despierten, deberían encontrarse encadenados y sin posibilidad de hacer nada. ¡Pero vaya usted a saber! Esta noche lo descubriremos con certeza.
—¿Por qué esta noche? ¿Por qué no ahora mismo?
—Porque duermen durante el día, mi señor, y esta noche, cuando se despierten, gritarán como almas en pena. ¿Y si rompen las cadenas? —se preguntó estremecido—. Invocaré a los ángeles en mi ayuda y me quedaré toda la noche.
—¿Ángeles?
—Así es, mi señor, ángeles —asintió muy serio. Al ver la cara de extrañeza que ponía, me dirigió una sonrisa—. Ni se os ocurra pensar que los ángeles son como las muchachas bonitas, mi señor. El populacho piensa que los ángeles son unos seres maravillosos y resplandecientes —me dijo al cabo, agitando sus manos enormes a la altura del pecho—, como gacelas —remachó—, cuando en realidad son los custodios de Dios, ¡feroces y temibles criaturas! —añadió, mientras movía las manos como si de alas se tratase, antes de quedarse callado al advertir cómo lo miraba. Tanto tiempo mantuve los ojos clavados en él que se puso nervioso—: ¿Mi señor? —me preguntó, desasosegado.
—Sois avispado, Cuthberto —le dije.
Pareció halagado y avergonzado a un tiempo.
—Lo soy, señor.
—¡San Cuthberto el Listo! —exclamé—. Un necio —añadí—, ¡pero un necio genial!
—Gracias, mi señor. Me siento abrumado.
Aquella noche, Cuthberto y yo nos quedamos a la entrada de la sepultura hasta que las estrellas brillaron en lo alto. Rayo apoyaba la cabeza en mi regazo; yo lo acariciaba. Era un magnífico lebrel, rápido como el viento, tan fiero como un guerrero y no menos audaz. La luna, en cuarto creciente, se asomó por encima de las colinas. La noche estaba poblada de ruidos: el rumor de los animales que andaban por los bosques cercanos, el ulular de una lechuza al acecho, el aullido de una raposa a lo lejos. Cuando la luna llegó a lo alto del cielo, el padre Cuthberto se plantó delante de la sepultura, se puso de rodillas y, en silencio, comenzó a rezar, moviendo los labios y apretando el crucifijo mutilado entre las manos. Si acudieron los ángeles, no los vi, lo que no quiere decir que no estuvieran allí aquellos hermosos guerreros de alas resplandecientes que velaban por el dios de los cristianos.
Dejé a Cuthberto con sus plegarias y me llevé a Rayo hasta lo alto del montículo. Me arrodillé a su lado y comencé a acariciarlo. Le dije que era un perro extraordinario, fiel y bravo como el que más. Le acaricié el lomo recio y hundí la cabeza en su pelo, mientras le susurraba que era el mejor perro que había tenido nunca y, sin dejar de acariciarlo, le rajé el pescuezo de un solo tajo certero con el cuchillo que, con ese propósito, había afilado aquella misma tarde. Sentí cómo su enorme cuerpo se revolvía y se estremecía, mientras se apagaba con rapidez un amago de aullido y la sangre del animal empapaba mi cota de malla, derramándose por mis rodillas. Con lágrimas en los ojos por haberle dado muerte, alcé su cuerpo agonizante y grité a Thor que había realizado aquel sacrificio en contra de mi voluntad, porque son los sacrificios de aquellos seres que nos son más queridos los que más complacen a los dioses. Y mantuve a Rayo en alto hasta que murió. Por suerte fue una muerte rápida. Supliqué a Thor que tuviese a bien aceptar aquel sacrificio a cambio de que los muertos no se revolvieran en sus tumbas.
Llevé el cuerpo sin vida de Rayo hasta una arboleda cercana y, con el mismo cuchillo y un trozo de piedra, cavé una tumba. Coloqué al perro en el hoyo, dejé el cuchillo a su lado y le deseé que disfrutase de una buena caza en el mundo al que iba. Cubrí la tumba de tierra y amontoné unas cuantas piedras para que los carroñeros no se ensañasen con sus restos. Para cuando hube acabado, al filo del amanecer, sucio y cubierto de sangre como estaba, tenía un aspecto lamentable.
—Por todos los santos, ¿qué os ha pasado? —me preguntó, horrorizado, el padre Cuthberto nada más verme.
—Que he estado rezando a Thor —repuse cortante.
—¿Y el perro? —insistió en un susurro.
—Cazando en el otro mundo —le dije.
Se estremeció. Algunos curas me habrían censurado por realizar sacrificios a falsos dioses, pero Cuthberto se limitó a santiguarse.
—Los espíritus han estado tranquilos —me informó.
—Es decir, que una al menos de nuestras plegarias ha dado resultado —contesté.
—Quién sabe si las dos, mi señor —reflexionó.
Al despuntar el sol, llegaron los esclavos. Les ordené que abrieran la sepultura y trasladasen todos los esqueletos de una de las dos cámaras que estaban al fondo de la gruta y los apilasen en la que quedaba enfrente. Allí dejaron los huesos, y sellamos la cámara repleta de esqueletos con una losa de roca. Colocamos las calaveras en las dos cámaras que quedaban más cerca de la entrada, de modo que su sonrisa macabra diera la bienvenida a cualquier visitante inoportuno que se aventurase por el pasadizo. Lo más laborioso fue disimular la entrada de la cámara del fondo, aquella de la que habíamos retirado los huesos, porque Ludda necesitaba entrar y salir de aquella gruta de humana factura. Al padre Cuthberto se le ocurrió una idea para salir del paso. Su padre le había enseñado el oficio de cantero y, como buenamente pudo, desbastó una lasca de piedra caliza hasta darle la forma de un fino escudo. Tardó dos días, pero al final lo consiguió; colocamos la fina plancha de piedra encima de una roca plana, de manera que Ludda podía inclinarla a su antojo. Podía retirarla, entrar en la cámara a gatas y otro hombre volver a colocarla derecha a la entrada, de forma que Ludda quedaba oculto tras aquella laja de piedra que parecía un escudo. Cuando hablaba desde el otro lado de la piedra que cerraba la cámara, su voz sonaba apagada, pero audible.
Sellamos la sepultura de nuevo, echando tierra por encima de la roca que cegaba la entrada, y regresamos a Fagranforda.
—Vamos a ir a Lundene —dije a Ludda—; Finan, tú y yo.
—¡A Lundene! —exclamó encantado—. ¿Y qué vamos a hacer allí, mi señor?
—Ajustamos con un par de putas, faltaría más.
—¡Qué menos! —dijo.
—¿Puedo echaros una mano? —terció el padre Cuthberto, más animado.
—Prefiero que os quedéis aquí y os ocupéis de la recolección de plumas de ganso —le dije.
—¿Plumas de ganso? —me preguntó, mirándome compungido—. ¡Mi señor, os lo suplico!
Putas y plumas de ganso. Plegmund rezaba para mantener la paz; yo me estaba preparando para la guerra.
* * *
Aunque ni falta que me hacían, me llevé a treinta de los míos a Lundene, porque un señor siempre ha de desplazarse conforme a las exigencias de su rango. Encontramos alojamiento para hombres y bestias en el fortín romano que se alzaba en el extremo noroccidental de la ciudad antigua. Una vez allí, con Finan y Weohstan, di un paseo por lo que quedaba en pie de la muralla romana.
—Cuando estabais al frente de la guarnición —se interesó Weohstan—, ¿también os escatimaban el dinero?
—No —contesté.
—Si quiero sacar algo, siempre tengo que andar mendigando —se quejó—. No paran de levantar iglesias, pero no soy capaz de hacerles entender que la muralla tiene que estar en condiciones.
Lo estaba pidiendo a gritos. Casi todo el almenaje romano que había entre la Puerta del Obispo y la Puerta Antigua yacía en el foso nauseabundo que discurría a los pies de la muralla. El asunto coleaba desde hacía tiempo. Cuando había estado al frente de la guarnición de la ciudad, había cubierto el boquete con una sólida empalizada de roble pero, para entonces, los troncos ya se habían secado en demasía y algunos estaban podridos. Por otro lado, estaba convencido de que al rey Eohric no se le había pasado por alto el mal estado en que se encontraba. Tras su visita a Lundene, yo mismo había aconsejado que se reforzara la muralla cuanto antes, pero no se había hecho nada al respecto.
—Mirad —me dijo Weohstan, mientras bajaba casi a gatas por los cascotes que se veían al extremo de lo que quedaba en pie de la muralla: empujó un tronco de roble y vi que se movía como un diente a punto de caerse—. Y no están dispuestos a darme nada para reponerlos —añadió, cariacontecido. Dio una patada al extremo en que se apoyaba en el suelo el tronco y una especie de terrones de setas pardas de la madera salieron volando por los aires.
—¿Acaso no os habíais dado por enterado de que estamos en tiempo de paz? —le pregunté no sin sarcasmo.
—Id a Eohric con ese cuento —me contestó, mientras trepaba por los cascotes hasta ponerse a mi lado. Todas las tierras que veíamos al norte y al oeste de la ciudad pertenecían al reino de Anglia Oriental, y Weohstan me habló de las cuadrillas de daneses que se acercaban a merodear por los alrededores de la ciudad—. Andan al acecho —me informó—, y lo más que me dejan hacer es dirigirles un saludo con la mano.
—Tampoco les hace falta acercarse mucho —repliqué—. Sus mercaderes ya les habrán puesto al tanto de cuanto necesiten saber.
Como siempre, Lundene era un hervidero de mercaderes —daneses, sajones, francos y frisios— que, al regresar a sus lugares de origen, contaban cómo andaban las cosas. Eohric, y de eso estaba seguro puesto que lo había visto con sus propios ojos, conocía la escasa consistencia de las defensas de la ciudad.
—Además, Eohric es un cabrón cauteloso —le dije.
—No así Sigurd.
—Aún está convaleciente.
—Ojalá Dios se lo llevara —repuso Weohstan, sin andarse por las ramas.
Me enteré de muchas más cosas en las tabernas de la ciudad, hablando con jefes de barco de toda la costa de Britania que, con un poco de cerveza de por medio, me pusieron al tanto de muchos de los rumores que circulaban por ahí, algunos de los cuales no iban desencaminados. Pero ninguno de ellos me habló de guerra. En cuanto a Etelwoldo, seguía atrincherado en Eoferwic y seguía diciendo que era el legítimo rey de Wessex, pero nada podía hacer hasta que los daneses pusiesen un ejército a su disposición. Lo que me preocupaba era que estuvieran tan pacíficos, a pesar de que habría jurado que, tras la muerte de Alfredo, se lanzarían al ataque. Todo lo contrario: ni se movían. El obispo Erkenwald, sin embargo, tenía la respuesta.
—Porque tal es la voluntad de Dios —me dijo un día en que, por causalidad, nos cruzamos por la calle—. Dios nos manda amar a nuestros enemigos, y gracias a ese amor, se convertirán al cristianismo y anhelarán la paz.
Me lo quedé mirando.
—¿De verdad os creéis esas paparruchas? —le pregunté.
—Hemos de tener fe —me dijo muy convencido, al tiempo que impartía la bendición a una mujer que le había hecho una reverencia—. Pero, hablemos de vos, ¿qué os trae por Lundene?
—Hemos venido de putas —le contesté, dejándolo boquiabierto—. ¿Sabéis dónde podemos encontrar unas que estén bien, obispo? —añadí.
—¡Santo Dios! —musitó. Se dio media vuelta y siguió su camino.
Lo cierto es que había pensado que era mejor no ir en busca de putas por las tabernas de Lundene, porque siempre había la posibilidad de que alguien tuviera tratos con las chicas, así que me llevé a Finan, a Ludda y al padre Cuthberto al muelle de los esclavos, río arriba del antiguo puente romano.
Si bien Lundene nunca había tenido un floreciente mercado de esclavos, siempre había la posibilidad de comprar algún joven irlandés, galés o escocés que hubiera caído prisionero. Los daneses tenían más esclavos que los sajones, y los nuestros los dedicábamos a las labores del campo. Un hombre que no pudiera comprar un buey siempre podía ayuntar un par de esclavos a un arado, aunque el surco que roturasen nunca sería tan profundo como el de la reja arrastrada por un buey. Además, los bueyes daban menos quebraderos de cabeza, aunque en los viejos tiempos un amo podía matar a un esclavo revoltoso sin recibir castigo alguno. Pero las leyes de Alfredo habían modificado aquel estado de cosas, y eran muchos los hombres que se complacían en devolver la libertad a sus esclavos pensando que así hacían méritos a los ojos de su dios. Tal era la razón de que hubiera tan poca demanda en Lundene, aunque siempre había algunos esclavos a la venta en aquel muelle del Temes. Muchos de aquellos mercaderes procedían de Ratumacos, una localidad de Frankia. Casi todos eran normandos, porque las tripulaciones vikingas se habían apoderado de los alrededores de la ciudad. Acudían, pues, dispuestos a comprar jóvenes capturados en nuestras escaramuzas fronterizas, aunque siempre había alguno que, al tanto de los caprichos de los potentados señores de Wessex y Mercia, sacaba a la venta algunos de los esclavos que llevara, entre los que nunca faltaba alguna muchacha exótica. Los clérigos fruncían el ceño, pero el negocio seguía adelante.
El embarcadero no estaba lejos de la parte de la muralla que daba al río. Recluían a los esclavos en frías y húmedas cabañas de madera pegadas al muro. Aquel día había cuatro de esos mercaderes en Lundene. Al vernos llegar, los guardianes alertaron a sus amos de que se aproximaban hombres de posibles. Los negociantes salieron a la calle y, sin dejar de hacernos profundas reverencias, uno nos dijo:
—¿Vino, mis señores? ¿Cerveza, quizá? Cualquier cosa que vuestras señorías deseen.
—Queremos mujeres —dijo el padre Cuthberto.
—Cerrad la boca —le dije de malos modos.
—¡Por Cristo y san José! —exclamó Finan.
En ese momento me di cuenta de que Finan se acordaba de los largos meses que él y yo habíamos sido esclavos, encadenados a los remos de Sverri, con los brazos marcados con la «e» de «esclavo». Sverri estaba muerto, lo mismo que su esbirro Hakka, ambos degollados por Finan, pero, desde entonces, el irlandés no podía ni ver a quienes mercadeaban con seres humanos.
—¿Mujeres, decís, o muchachas? —se interesó uno de los mercaderes—. ¿Jóvenes y en la flor de la edad? Tengo lo que venís buscando. ¡Sin desflorar! ¡Lozanas y hermosas, caballeros! —nos señaló con una reverencia una puerta tosca que daba paso al interior de un arco romano.
Me quedé mirando al padre Cuthberto.
—Borraos esa estúpida sonrisa de la cara —bramé, antes de bajar la voz y decirle—: Id en busca de Weohstan, y decidle que venga con diez o doce hombres. ¡Daos prisa!
—Pero, mi señor… —empezó a decir el cura. Quería quedarse.
—¡Id y haced lo que os he dicho! —le grité, y se fue al instante.
—Siempre es mejor dejar de lado a los curas, mi señor —intervino el mercader, pensando que si había despedido a Cuthberto era porque la Iglesia no veía su negocio con buenos ojos. Traté de responderle de un modo cortés, pero la misma ira que había sentido Finan empezaba a revolverme las tripas. Y recordé la humillación de la esclavitud, la miseria. Finan y yo habíamos pasado por eso, encerrados los dos en un cuartucho tan húmedo como aquél. La cicatriz del brazo parecía despertarse mientras, siguiendo al mercader, cruzaba la puerta baja—. He traído media docena de jóvenes del otro lado del mar —prosiguió—. Me imagino que no habréis venido en busca de amas de cría o de putas apergaminadas.
—Que sean como ángeles —masculló Finan.
—¡Eso es lo que he traído! —repuso el hombre, encantado.
—¿Cómo os llamáis? —le pregunté.
—Halfdan —contestó. Tendría unos treinta años, según mis cálculos. Era fornido y alto, con un cráneo mondo y lirondo, y una barba que le llegaba hasta la cintura a la que llevaba ceñida una espada con empuñadura de plata. Entramos en un tugurio vigilado por cuatro guardianes: dos llevaban mazas; los otros dos, espadas. Custodiaban a una veintena de esclavos que, encadenados, estaban sentados en un suelo infestado de porquería que olía que apestaba. La pared del fondo de aquel cuchitril era la parte de la muralla de la ciudad que se alzaba a orillas del río. Gracias a la tenue luz que se colaba por los resquicios de la techumbre podrida de aquel antro, llegué a ver las piedras verdosas y ennegrecidas. Los esclavos nos miraban asustados—. La mayoría son galeses —dijo Halfdan sin miramientos—, aunque también hay una pareja que viene de Irlanda.
—¿Pensáis llevároslos a Frankia? —le preguntó Finan.
—A no ser que os los quedéis —contestó el mercader.
Desatrancó otra puerta, dio unos golpecitos en la madera ennegrecida y escuché cómo, del otro lado, descorrían un cerrojo. Cuando se abrió, nos encontramos con otro hombre allí apostado; éste llevaba una espada. Era el guardián de la mercancía más preciada de Halfdan, las muchachas. El hombre masculló algo a modo de bienvenida y nos agachamos para pasar por la puerta.
En aquella penumbra, no era fácil saber cómo eran.
Estaban acurrucadas en un rincón; una de ellas parecía enferma. Una de las jóvenes era de piel muy atezada; las otras eran blancas.
—Quiero seis de ésas —le dije.
—Servíos, mi señor —contestó Halfdan pretendiendo hacer una broma.
Echó el cerrojo a la puerta que daba al cuchitril algo más amplio donde estaban los esclavos.
Finan se dio cuenta al instante de lo que me proponía. Éramos sólo dos frente a seis mercaderes de esclavos, pero, reconcomidos por la rabia. Llevábamos mucho tiempo sin pelear, y estábamos que se nos llevaban los demonios.
—¡Qué son seis para nosotros! —exclamó Finan.
Ludda percibió cierta sorna, y empezó a ponerse nervioso.
—¿Queréis más de seis? —preguntó Halfdan. Con estrépito, abrió una contraventana que se le resistía para que entrase un poco de luz de la calle. Deslumbradas, las muchachas parpadearon—. Ahí las tenéis, seis preciosidades —añadió el mercader, ufano.
Las seis preciosidades estaban en los huesos, sucias y aterrorizadas. La de piel más oscura volvió la cara, pero no sin que yo apreciara que era una auténtica beldad. Otras dos tenían unos cabellos muy rubios.
—¿De dónde proceden?
—La mayoría del norte de Frankia —contestó Halfdan y, señalando a la chica que se había engurruñado, añadió—: pero ésa viene de los confines de la tierra. Sólo los dioses saben de dónde habrá salido. Por mí, como si viniera de la luna. Se la compré a un mercader del sur. Habla una lengua que no entiendo, pero, si os gusta la carne subida de color, es una verdadera belleza.
—¿Hay alguien a quien no le guste? —se interesó Finan.
—Pensaba quedármela —dijo el mercader—, pero es una puta que se pasa el día lloriqueando, y no soporto a las putas lloronas.
—¿Eran rameras? —le pregunté.
—No son vírgenes —repuso Halfdan con una sonrisa halagadora—, no os voy a engañar, mi señor. Pero si eso es lo que venís buscando puedo encontraros algunas, aunque me llevará uno o dos meses. Estas no lo son. La chica de piel oscura y la frisia trabajaron en una taberna durante una temporada, pero tampoco las trajinaron en demasía, lo justo para que se fueran acostumbrando. Están de muy buen ver todavía. Permitidme que os las enseñe —extendió su manaza y arrastró a la chica de piel oscura fuera del montón. La joven gritaba y él tiraba con más fuerza, hasta que le dio un pescozón—, deja de llorar, puta estúpida —volvió a darle un manotazo en la cabeza, de forma que ella giró la cara hacia donde yo estaba—. ¿Qué os parece, mi señor? Es de un color raro, pero es una preciosidad.
—Lo es —asentí.
—Tiene todo el cuerpo de ese color —añadió con una sonrisa maliciosa y, para demostrármelo, le bajó de un tirón la ropa con que se cubría, dejándole los pechos al aire—. Deja de gimotear, puta —le ordenó, abofeteándola de nuevo y levantándole uno de los pechos—. ¿Lo veis, mi señor? Tiene las tetas igual de oscuras.
—Permitidme —dije. Había sacado el cuchillo y Halfdan, pensando que iba a cortar el resto de los harapos que llevaba encima, se apartó.
—Mirad a vuestro antojo, mi señor —me dijo.
—Eso me dispongo a hacer —repuse.
La muchacha seguía lloriqueando cuando me di media vuelta y traté de clavar el cuchillo a Halfdan en la barriga, pero llevaba algo metálico debajo del jubón y la hoja no le hizo ni un rasguño. Oí el susurro sibilante de la espada de Ludda al salir de la vaina, mientras Halfdan trataba de darme un cabezazo. Pero le había atrapado la barba con la mano izquierda, y tiré con todas mis fuerzas. Puse el cuchillo en vertical y bajé la cabeza del mercader hasta colocarla a la altura de la punta de la hoja. Las chicas gritaban; uno de los guardianes del otro cuartucho aporreaba la puerta atrancada. Halfdan chillaba a grito pelado, hasta que sus voces se convirtieron en un estertor, a medida que la hoja penetraba en la mandíbula inferior y le cortaba el cuello. El antro se cubrió de sangre roja y brillante. El hombre del que se había encargado Finan ya estaba muerto; un tajo fulgurante del irlandés había bastado. Dirigió entonces un mandoble a la parte de atrás de las piernas del mercader, desjarretándolo. El hombretón se fue al suelo de rodillas, donde concluí lo que había empezado y le rebané el pescuezo. Su barba larga quedó empapada en sangre.
—Pues sí que os ha costado —comentó Finan, con sorna.
—La falta de costumbre —repuse—, ludda, diles a las chicas que se callen.
—Todavía nos quedan cuatro —me recordó Finan.
Me guardé el cuchillo, me limpié la sangre de la mano con el jubón de Halfdan y me hice con Hálito-de-serpiente. Finan desatrancó la puerta y la abrió de par en par. Uno de los guardianes entró agachado y, al ver la hoja de la espada que lo estaba esperando, trató de darse media vuelta. Pero Finan lo arrastró al interior y le clavé la espada en la barriga. Le di, de paso, un rodillazo en la cara en el momento en que se doblaba, y se fue de bruces al suelo cubierto de sangre.
—¡Acaba con él, Ludda! —le ordené.
—¡Jesús! —musitó el chico.
Los otros tres guardianes fueron más precavidos. Nos esperaban al otro extremo del cuchitril más espacioso y ya habían pedido ayuda a los otros mercaderes. En caso de necesidad, todos se echaban una mano entre ellos, y el aviso bastó para que otros hombres entrasen en el antro. Primero, cuatro; cinco, luego, todos armados y dispuestos a darnos nuestro merecido.
—Osferth siempre anda diciendo que nunca nos paramos a pensar antes de iniciar una pelea —comentó Finan.
—No le falta razón, ¿verdad? —le dije.
Se oyeron voces en el exterior. Weohstan había llegado con algunos de los suyos. Los soldados se abrieron paso hasta el interior de la cabaña y sacaron a los esclavos a la calle, donde dos de los mercaderes les explicaban que éramos unos asesinos. A voces, Weohstan les pidió que se callasen, y se dispuso a inspeccionar el tabuco. Arrugó la nariz al entrar en el más amplio de los dos cuchitriles, se agachó para pasar al antro de dimensiones más reducidas y se quedó mirando los dos cadáveres.
—¿Qué ha pasado?
—Pues que esos dos se pusieron a discutir —dije, señalando a Halfdan y al guardián que Finan había degollado en un abrir y cerrar de ojos—, y acabaron por matarse entre ellos.
—¿Y ese otro? —señaló al tercero de los hombres que estaba en el suelo, y que no dejaba de gemir.
—Te dije que acabaras con él —dije a Ludda, antes de rematarlo yo mismo—. Tanto sintió la muerte de esos dos —expliqué a Weohstan— que trató de quitarse la vida.
Dos de los mercaderes de esclavos nos habían seguido al interior de la choza, y comenzaron a tildarnos de mentirosos y asesinos. No dejaban de repetir que su negocio era lícito y que confiaban en la protección que nuestras leyes les dispensaran. Reclamaron que me llevaran ajuicio por haberlos asesinado, y que pagase un elevado precio en plata por las vidas que había arrebatado. Armándose de paciencia, Weohstan les dejó decir cuanto quisieron.
—¿Juráis decir toda la verdad durante el juicio? —les preguntó a los dos hombres.
—¡Claro que sí! —aseguró uno de ellos.
—¿Contaréis lo que pasó y estáis dispuestos a jurarlo?
—¡Tiene que pagar por sus vidas!
—Lord Uhtred —me dijo Weohstan volviéndose hacia mí—, ¿llevaréis testigos que contradigan lo que éstos afirman?
—Por supuesto —contesté.
La sola mención de mi nombre bastó para bajarles los humos a aquel par de mercaderes vociferantes. Se me quedaron mirando durante un instante, y uno de ellos musitó que Halfdan siempre había sido un necio pendenciero.
—¿De modo que no estáis dispuestos a jurarlo ante el juez? —les preguntó Weohstan. Los dos hombres comenzaron a recular y salieron corriendo—. No me queda otra que apresaros por asesinato —me dijo con una sonrisa.
—Pero si no he hecho nada —repliqué.
Echó una mirada a la hoja de mi espada enrojecida.
—No puedo negar lo que estoy viendo, mi señor —se excusó.
Me incliné sobre el cadáver de Halfdan y le rasgué el jubón. Debajo llevaba una cota de malla y, como me había imaginado, una bolsa colgada a la altura de la cintura, la misma que había parado mi primera cuchillada; estaba repleta de monedas, algunas de oro.
—¿Qué vamos a hacer con los esclavos? —se preguntó Weohstan en voz alta.
—Son míos —le dije—, acababa de comprarlos —le tendí la bolsa no sin antes quedarme con algunas monedas para mí—. Con eso, podréis comprar esos troncos de roble para la empalizada.
Contó las monedas y me miró satisfecho.
—Sois la respuesta a mis plegarias, mi señor —me agradeció.
Llevamos a los esclavos a una taberna de la ciudad nueva, el asentamiento de los sajones, al oeste de la Lundene romana. Con las monedas que me había quedado de la bolsa de Halfdan, les compré comida, cerveza y ropa. Finan habló con los hombres, y me dijo que media docena de ellos podrían llegar a ser buenos guerreros.
—Aunque maldita la falta que nos hacen —rezongó.
—Detesto estos tiempos de paz —reconocí, mientras Finan se echaba a reír.
—¿Qué vamos a hacer con los otros? —me preguntó.
—Los hombres, que se vayan —le dije—. Son jóvenes y sabrán abrirse camino en la vida.
Finan y yo hablamos con las muchachas. El padre Cuthberto no les quitaba los ojos de encima. Se había quedado embelesado con la chica de piel oscura que, por lo visto, se llamaba Mehrasa. Parecía la mayor de las seis; tendría dieciséis o diecisiete años, tres o cuatro más que sus compañeras de cautiverio. Una vez que se dieron cuenta de que estaban a salvo o, de que no corrían peligro de momento, comenzaron a sonreír. Dos eran sajonas, raptadas en las costas de Cent por saqueadores francos; las otras dos eran francas. Luego estaba la enigmática Mehrasa y, por fin, la joven enferma, que era de Frisia.
—Que las jóvenes de Cent regresen a sus casas —ordené—; las otras, que vayan a Fagranforda —dije a Ludda y al padre Cuthberto—. Podéis elegir a un par de ellas y enseñarles lo que tienen que saber; las otras dos pueden trabajar en la vaquería o en las cocinas.
—Será un placer, mi señor —respondió el cura.
Me lo quedé mirando.
—Si abusáis de ellas —le advertí—, lo pagaréis caro.
—Como digáis, mi señor —repuso con la cabeza gacha.
—En marcha, pues.
Le pedí a Rypere que, con doce de los nuestros, velara por la seguridad de las muchachas durante el viaje. Finan y yo nos quedamos en Lundene. Era una ciudad que siempre me había gustado; ningún lugar mejor para enterarse de lo que ocurría en el resto de Britania. Hablé con mercaderes y gentes de paso; asistí incluso a uno de los interminables sermones de Erkenwald, no porque necesitara sus sabios consejos, sino para saber de primera mano lo que los curas trataban de inculcar a la gente. El obispo manejaba bien la oratoria, y su mensaje coincidía con lo que defendía el arzobispo Plegmund: era un alegato a favor de la paz para que la Iglesia dispusiera de tiempo para convertir a los paganos.
—Hemos estado acogotados por la guerra —decía—, y las lágrimas de viudas y madres nos han calado muy dentro.
Sabía que yo estaba en la iglesia, porque no dejaba de mirar a la zona en penumbra donde yo permanecía de pie. En un momento dado, señaló a una pintura reciente en una de las paredes donde se veía a María, la madre de Cristo, llorando a los pies de la cruz.
—Imaginad el remordimiento que no sentirían esos romanos, ¡el mismo que nos reconcome a nosotros cada vez que matamos a uno de nuestros semejantes! Somos hijos de Dios, no corderos que van al matadero.
Hubo un tiempo, sin embargo, en que Erkenwald predicaba que habíamos de matar y nos instaba a aniquilar a los daneses paganos, pero, con la llegada del año 900, algo había pasado en la Iglesia, que nos ordenaba buscar la paz, y todo hacía pensar que sus plegarias eran escuchadas. Seguía habiendo pillaje de ganado en las tierras fronterizas, pero no se presentó ningún ejército danés dispuesto a invadirnos. A finales de aquel verano, Finan y yo, a bordo de uno de los barcos de Weohstan, fuimos río abajo hasta el anchuroso estuario donde tantas temporadas había pasado. Pasamos cerca de Beamfleot y me fijé en que los daneses no habían tratado de reconstruir los fuertes incendiados y en que tampoco había barcos en el riachuelo de Hothlege, aunque aún se veían las cuadernas chamuscadas de las naves que habíamos incendiado. Fuimos más al este, allí donde el Temes va a su encuentro con el mar, y nos adentramos en las aguas poco profundas de Sceobyrig, otro de esos lugares donde las naves danesas solían apostarse para abalanzarse sobre los cargueros que se dirigían a Lundene o que habían zarpado de la ciudad, pero el fondeadero estaba desierto. El mismo aspecto presentaba la orilla sur del estuario: tan sólo aves en libertad y marismas encenagadas.
Remontamos siguiendo un recodo del río Medwaeg hasta la ciudadela de Hrofeceastre y observé que la empalizada de madera que remataba el imponente montículo de tierra se estaba pudriendo como la de Lundene, pero un enorme montón de troncos de roble apilados me llevó a pensar que alguien de aquellos parajes había tenido la idea de reforzar las defensas. Finan y yo tocamos tierra en el embarcadero que había junto al puente romano, y nos fuimos andando hasta la residencia del obispo, al lado de la enorme iglesia. El intendente nos recibió con una reverencia. Al oír mi nombre, se abstuvo de pedirme que me desprendiese de la espada. Nos condujo a una estancia acogedora, y unos criados nos sirvieron cerveza y algo de comer.
El obispo Swithwulf y su esposa tardaron una hora en llegar. Era un hombre de gesto adusto, cabellos blancos, rostro alargado y manos inquietas; su esposa era una mujer menuda y tímida, que me dedicó no menos de diez reverencias antes de tomar asiento.
—¿Qué os trae por aquí, mi señor? —me preguntó Swithwulf.
—Pura curiosidad —repuse.
—¿Sois curioso?
—No dejo de preguntarme —añadí— cuál pueda ser la razón de que los daneses se mantengan en calma.
—Tal es la voluntad de Dios —aventuró la mujer, con timidez.
—Algo andan tramando —dijo Swithwulf—. Nunca hay que fiarse de un danés cuando parece tranquilo —luego añadió, mirando a su mujer—: ¿Por qué no vas a ver si necesitan algo en la cocina?
—¿En la cocina? —se sorprendió ella, antes de ponerse en pie de forma precipitada y abandonar la estancia.
—¿A qué atribuís tanta tranquilidad? —se interesó Swithwulf.
—Sigurd está enfermo —aventuré—, y Cnut, bastante tiene con defender la frontera norte de su territorio.
—¿Y Etelwoldo?
—Emborrachándose en Eoferwic —dije.
—Alfredo debería haberlo estrangulado —rezongó.
Traté de darle un empujoncito al obispo.
—¿Acaso no estáis predicando las bondades de la paz como vuestros pares? —le pregunté.
—Predico lo que me dicen que debo predicar —dijo—, pero, por si acaso, agrando el foso y reconstruyo la muralla.
—¿Y qué me decís del ealdorman Sigelf? —le dejé caer.
Sigelf era el ealdorman de Cent, el comandante militar de la región, el noble de más alto rango de aquellos contornos.
El obispo me observó con cautela.
—¿Qué pasa con él?
—He oído por ahí que aspira a ser rey de Cent.
Swithwulf se quedó desconcertado, y frunció el ceño.
—Tales eran las aspiraciones de su hijo —repuso, no sin reservas—. No estoy seguro de que Sigelf vea las cosas del mismo modo.
—Pero Sigebriht ha mantenido conversaciones con los daneses —repliqué.
Se trataba del muchacho que se había rendido ante mí a las afueras de Sceaftesburi, el hijo del ealdorman.
—¿También estáis al tanto de eso?
—Pues sí —repuse, y el obispo se quedó callado—. ¿Qué está pasando en Cent? —insistí, pero el obispo guardó silencio—. Algo os habrán contado vuestros curas, así que hablad.
Dudó un momento, hasta que, de repente, como cuando se revientan las compuertas de la represa de un molino, comenzó a hablarme del malestar que había en Cent.
—Tiempo atrás, estas tierras eran nuestro reino —se arrancó—. Ahora Wessex nos trata como un montón de escoria. ¡Acordaos de lo que pasó cuando Haesten y Harald desembarcaron con los suyos en estas tierras! ¿Alguien nos echó una mano? ¡Quia!
Haesten había desembarcado en la costa norte de Cent, mientras el jarl Harald el Pelirrojo llevaba más de doscientas naves a la costa sur, donde los suyos habían atacado un fortín a medio construir y asesinado a todos sus ocupantes, antes de asolar la región en un desenfreno de incendios, muerte, esclavitud y pillaje. Wessex había enviado un ejército a las órdenes de Etelredo y Eduardo para hacerles frente, pero las tropas no hicieron nada. Etelredo y Eduardo llevaron a los hombres a las colinas boscosas que se alzaban en el centro de Cent, y se enredaron en discusiones sobre si sería mejor dirigirse hacia el norte contra Haesten o hacia el sur para frenar a Harald, mientras éste se dedicaba a incendiar y matar todo lo que encontraba a su paso.
—Acabé con Harald —le aclaré.
—No lo niego —reconoció el obispo—, ¡pero no antes de que asolase nuestras tierras!
—¿De modo que los habitantes de Cent quieren erigirse en reino otra vez? —le pregunté.
Dudó mucho antes de responder a mi pregunta. Aun así, se mostró evasivo.
—En vida de Alfredo, nadie se lo habría imaginado, pero ¿qué va a pasar ahora?
Me puse en pie y me acerqué a un ventanal. Miré a los embarcaderos a mis pies. Unas gaviotas graznaban y revoloteaban en el cielo estival. En el muelle, dos grúas alzaban caballos y los depositaban en la panza de un barco de carga. Habían dividido la bodega de la nave en establos donde, aún asustadas, amarraban las caballerías.
—¿Adónde llevan esos caballos? —me interesé.
—¿Caballos? —repuso Swithwulf, perplejo, antes de caer en la cuenta del motivo de la pregunta que acababa de hacerle—. Los venderán en Frankia. Criamos buenos caballos en estas tierras.
—¿Ah, sí?
—A eso se dedica el ealdorman Sigelf —repuso.
—Y Sigelf es quien manda aquí —repliqué—, mientras su hijo anda en tratos con los daneses.
El obispo se estremeció.
—Eso es lo que vos decís —respondió con cautela.
Me volví hacia él.
—Y su hijo estaba enamorado de vuestra hija y, por ese motivo, no puede ver a Eduardo —concluí.
—¡Dios la tenga en su gloria! —musitó Swithwulf, al tiempo que se santiguaba y las lágrimas asomaban a sus ojos—. Era una muchacha alocada y frívola, pero tan alegre.
—Creedme que lo siento —le dije.
Parpadeó para disimular las lágrimas.
—Vos veláis por mis nietos, ¿no es así?
—Así es. Están a mi cuidado.
—Me han contado que el chico no anda muy bien de salud —añadió, preocupado.
—No hagáis caso, es sólo un rumor —le aclaré para que se quedase tranquilo—. Los dos están perfectamente sanos, pero si quieren conservar la salud mejor que el ealdorman Etelhelmo piense que no es así.
—No es un mal hombre —comentó de mala gana.
—Aunque, si tuviera una posibilidad, no dudaría en cortar el cuello a vuestros nietos.
Swithwulf asintió.
—¿Cómo tienen el pelo?
—El chico es moreno, como su padre; la niña es rubia.
—Como mi hija —dijo en un susurro.
—La misma que se casó con el heredero de Wessex —dije—, aunque ahora éste lo niegue. Y Sigebriht, el amante despechado, por odio a Eduardo, entró en tratos con los daneses.
—Así es —confirmó el obispo en voz baja.
—A pesar de que juró fidelidad a Eduardo, cuando Etelwoldo huyó al norte.
—Algo de eso he oído —reconoció Swithwulf.
—¿Es un joven de fiar?
Aquella pregunta tan directa lo pilló desprevenido. Frunció el ceño y se revolvió incómodo. Luego, miró por el ventanal a una bandada de cuervos que picoteaba en la hierba.
—Yo no me fiaría de él —dijo en voz baja.
—No os he oído, obispo.
—Que yo no me fiaría de él —repitió más alto.
—Pero su padre es el ealdorman de estas tierras, no Sigebriht.
—Sigelf es un hombre difícil —contestó el obispo, blando la voz de nuevo—, pero no es un necio —añadió, mientras me dirigía una mirada de advertencia—. Si alguien me pregunta, negaré haber mantenido esta conversación —concluyó.
—¿Os habéis percatado de que estuviéramos conversando? —pregunté a Finan.
—No he oído ni una palabra —dijo el irlandés.
Pasamos la noche en Hrofeceastre y, al día siguiente, con la subida de la marea, regresamos a Lundene. Hasta el agua parecía sobrecogerse, como si anunciase que el otoño estaba al caer. Recogí a los míos en las tabernas de la ciudad nueva, y ensillamos los caballos. Tan cerca como estaba de Natangrafum, me había propuesto mantenerme lejos de Fagranforda, así que llevé mi pequeño ejército hacia el sudoeste por caminos que conocía bien y llegamos a Wintanceaster.
Eduardo se mostró tan sorprendido como complacido de verme. Sabía que había pasado casi todo el verano fuera de Fagranforda, así que no sólo no me preguntó por los gemelos, sino que me contó que su hermana lo mantenía al corriente.
—Están bien —me informó, antes de invitarme a un banquete—. No seguimos las pautas de mi padre en cuanto a eso —me aseguró.
—Qué alegría, mi señor —le dije sin poder contenerme, porque en la mesa de Alfredo sólo se servían platos poco apetecibles, caldos ligeritos y verduras hervidas. Eduardo, por lo menos, apreciaba las bondades de la carne.
Ocasión tuve de ver a su nueva esposa, rolliza y preñada, y al ealdorman Etelhelmo, su padre, quien, para decirlo sin rodeos, era el consejero áulico de Eduardo. No vi a tantos curas como en vida de Alfredo, aunque no menos de una docena asistían al banquete, entre ellos mi viejo amigo Willibald. Etelhelmo me saludó cordialmente.
—Nos temíamos que estuvieseis provocando a los daneses —me dijo.
—¿Quién, yo?
—Siguen tranquilos —me dijo el suegro de Eduardo—, mejor no despertarlos.
Eduardo se me quedó mirando.
—¿Acaso vos seríais partidario de hacerlo? —me preguntó.
—Lo que yo haría, mi señor —le dije—, sería enviar un centenar de vuestros mejores guerreros a Cent, y otros doscientos o trescientos a Mercia y construir fortines.
—¿A Cent? —se extrañó Etelhelmo.
—He percibido cierto malestar por aquellas tierras.
—Siempre han sido revoltosos —apuntó el ealdorman con tono displicente—, pero abominan de los daneses tanto como nosotros.
—Que la milicia popular, el fyrd, se encargue de la defensa de Cent —zanjó Eduardo.
—Y que lord Etelredo se encargue de los fortines —añadió Etelhelmo—. Si los daneses meten la nariz donde no los llaman, estaremos preparados para recibirlos como se merecen. Pero meterles el dedo en el ojo me parece que no tiene ningún sentido. ¡Padre Willibald!
—¿Mi señor? —contestó el cura, medio incorporándose de una de las mesas que quedaban más bajas.
—¿Sabemos algo de nuestros misioneros?
—Todo a su tiempo, mi señor —contestó Willibald—. No tardaremos en tener noticias de ellos.
—¿Misioneros? —pregunté.
—Los hemos enviado para convertir a los daneses —me aclaró Eduardo.
—Trocaremos las espadas danesas en rejas de arado —aseveró Willibald.
Tras escuchar aquellas palabras preñadas de esperanza, se anunció la llegada de un correo. Era un cura cubierto de barro de los pies a la cabeza, que acababa de llegar de Mercia y era portador de un mensaje de Werferth, el obispo de Wygraceaster. Había venido a galope tendido. Tras pedir silencio a los comensales, nos dispusimos a escuchar las noticias que traía. Eduardo alzó una mano, y el arpista retiró los dedos de las cuerdas de su instrumento.
—Mi señor —dijo el cura poniéndose de rodillas a los pies de la tarima donde se alzaba la mesa principal, repleta de velas—, os traigo extraordinarias noticias, mi rey.
—¿Ha muerto Etelwoldo? —se interesó Eduardo.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el cura—. ¡Vivimos tiempos milagrosos!
—¿Milagros? —pregunté.
—Al parecer, y según cuentan, hay en Mercia una antigua sepultura, mi señor, donde se han aparecido unos ángeles que predicen el futuro —el cura continuó, sin dejar de mirar a Eduardo—: ¡Britania será un reino cristiano y, de una costa a otra, sólo habrá un rey mi señor, vos! ¡Del cielo han bajado unos ángeles, y eso es lo que dicen!
Se produjo un aluvión de comentarios que Eduardo se encargó de acallar. Etelhelmo y él le hicieron unas cuantas preguntas y, así, nos enteramos de que el obispo Werferth había enviado unos curas al lugar y éstos le habían confirmado la celestial visita. El cura no cabía en sí de contento.
—Los ángeles aseguran que los daneses se convertirán al cristianismo, mi señor, y que vos seréis el rey de un solo reino, ¡el de los Angelcynn!
—¿Lo veis? —dijo el padre Coenwulf, quien, a pesar de haber sido encerrado en una cuadra la noche en que había decidido orar con Etelwoldo, no pudo resistir la tentación de mostrarse exultante—. ¿Lo veis, lord Uhtred? —añadió, mirándome—. ¡Vivimos tiempos milagrosos!
—¡Alabado sea Dios! —se limitó a decir Eduardo.
Plumas de ganso y putas tabernarias. Alabado sea Dios.
* * *
Natangrafum se convirtió en lugar de peregrinación. Cientos de personas pasaron por allí, aunque muchas fueron las que se quedaron con la miel en los labios, porque los ángeles no se aparecían todas las noches, ni mucho menos. A veces, pasaban semanas sin que se viesen luces en la tumba ni se escuchase la sorprendente musicalidad que surgía de sus entrañas de piedra. Al cabo de un tiempo, volvían a aparecer de nuevo, y el valle que se extendía a los pies del sepulcro de Natangrafum no era sino un clamor en el que resonaban las oraciones de la gente que acudía en busca de ayuda.
Sólo a unos pocos se les permitía acceder al interior de la tumba. El encargado de elegirlos no era otro que el padre Cuthberto, quien cruzaba con ellos la entrada al antiguo túmulo, defendida por hombres armados. Eran de los míos. Rypere estaba al frente, pero el estandarte que ondeaba en lo alto de la colina, cerca de la entrada de la sepultura, era el pendón de Etelfleda, un pato desgarbado, que, a pesar de sus patas palmeadas, capaz era de llevar una cruz con una y empuñar una espada con la otra. Etelfleda estaba convencida de que, igual que en su día defendiera un campo de trigo y expulsara a una bandada de gansos hambrientos, santa Werburga velaba por ella. Se daba por sentado que aquello había sido un milagro, en cuyo caso también yo era un hacedor de milagros; lo bastante sensato, por otra parte, como para no contarle nada a Etelfleda. El estandarte del ganso llevaba a pensar que se trataba de soldados de Etelfleda, y cualquiera que fuese invitado a entrar en la tumba se sentía bajo la protección de la hija de Alfredo, porque nadie iba a creerse que fuera Uhtred el Pérfido quien velase por la seguridad de un lugar cristiano de peregrinación. Tras dejar atrás a los hombres que estaban de guardia, los visitantes llegaban a la entrada de la sepultura que, al caer la noche, iluminaban unos haces de luz mortecina que les permitían atisbar dos montones de calaveras, uno a cada lado de la angosta entrada a la gruta. En ese momento, Cuthberto se arrodillaba con ellos, oraba a su lado y les rogaba que dejasen allí sus armas y cotas de malla.
—Nadie con pertrechos de guerra será admitido a la presencia de los ángeles —les exhortaba con voz grave. Una vez que habían atendido tal recomendación, les daba a beber una poción en una copa de plata—. Apuradla hasta el final —les decía.
Nunca llegué a probar aquella pócima que preparaba Ludda. Me bastaba con el recuerdo que aún guardaba del bebedizo que en su día me diera Ælfadell.
—Les hace soñar, mi señor —me explicó Ludda, durante una de las contadas ocasiones en que me dejé ver por Turcandene.
Etelfleda había ido conmigo, e insistía en que quería probarla.
—¿Sueños? —preguntaba.
—A veces, un par de vomitonas, señora —le dijo Ludda—. Pero sí, sueños en cualquier caso.
Nadie de los que allí entraban iba en busca de sueños, pero, una vez que habían apurado el filtro, cuando Cuthberto advertía que la vista se les nublaba, les permitía seguir a gatas por el largo pasadizo. Una vez en el interior, sólo veían piedras por todas partes, en los muros, en el suelo y por encima de sus cabezas y, a ambos lados, las cámaras repletas de huesos que unos tenues haces de luz iluminaban; más adelante, los ángeles. Tres ángeles, que no dos, acurrucados al final del pasadizo, cubiertos por las plumas resplandecientes de sus alas.
—Pensé que mejor que fueran tres: el tres es un número sagrado, mi señor —me explicó Cuthberto—. Un ángel por cada una de las personas de la Trinidad.
Las plumas de ganso estaban pegadas a la roca, formando una especie de abanicos que, bajo aquella luz macilenta, bien podían pasar por alas. Casi un día entero empleó Ludda en colocar las plumas. Luego, hubo que enseñar a las chicas su cometido, lo que les llevó casi un mes. Cuando aparecía un visitante, cantaban suavemente. Cuthberto les había enseñado una melodía dulce y etérea, una especie de tarareo sin letra, sonidos que retumbaban en aquel recinto de piedra tan reducido.
Mehrasa era el ángel del centro. Su piel oscura, su cabello negro y sus ojos de color azabache la convertían en una imagen enigmática. Ludda se había encargado de realzar el misterio, pegando unas cuantas plumas de cuervo entre las blancas. Las tres jóvenes se cubrían con unas sencillas túnicas blancas; la atezada Mehrasa lucía una cadena de oro alrededor del cuello. Los hombres se quedaban pasmados, lo que no es de extrañar, porque las tres eran muy hermosas. Las dos jóvenes de Frankia tenían los cabellos muy rubios y grandes ojos azules. Eran como apariciones en aquella sepultura tenebrosa, aunque ambas, según me contó Ludda, eran propensas a sufrir ataques de risa en los momentos de mayor solemnidad.
Lo más seguro es que el visitante ni se diera cuenta de lo que pasaba. Por si fuera poco, una extraña voz, la de Ludda, parecía surgir de las piedras. Ludda repetía que estaban en presencia del ángel de la muerte y de los dos ángeles de la vida, que les hicieran las preguntas que quisieran y que aguardasen hasta escuchar la respuesta.
Todas las preguntas que planteaban, banales en su mayoría, tenían interés para nosotros, porque nos ponían al corriente de lo que los hombres querían saber: que si iban a heredar de un pariente, que cómo sería la cosecha. Otras eran súplicas que partían el corazón para que un niño o una esposa siguieran con vida; otras pedían ayuda en un procedimiento legal o en una disputa con algún vecino. Ludda salía airoso de ese tipo de preguntas, mientras las chicas entonaban su suave melodía, dulce y lastimera. Otras preguntas, sin embargo, tenían mayor enjundia. ¿Quién se pondría al frente de los destinos de Mercia? ¿Habría guerra? ¿Invadirían los daneses el sur y se apoderarían de las tierras de los sajones? Las plumas, las putas y la sepultura eran como una red en la que cayeron algunos peces de buen tamaño. Beortsig, cuyo padre había pagado tributo a los daneses, también se había pasado por la sepultura: quería saber si los daneses se apoderarían de Mercia y sentarían en el trono a un aliado suyo de ese pueblo. Y lo más llamativo de todo: Sigebriht de Cent había recorrido a gatas el lúgubre pasadizo de piedra que apestaba a incienso quemado, y se había interesado por cuál sería el destino de Etelwoldo.
—¿Qué le dijiste? —pregunté a Ludda.
—Lo que vos me habíais encomendado que le dijera, mi señor: que todos sus sueños y deseos se harían realidad.
—¿Y se dio la circunstancia de que así fuera aquella noche?
—Seffa llevó a cabo su cometido —contestó Ludda, con gesto serio. Seffa era una de las chicas que venían de Frankia.
Etelfleda se fijó en la joven. Ludda, el padre Cuthberto y los tres ángeles vivían en la villa romana de Turcandene.
—Estoy a gusto en esta casa —me dijo el cura nada más verme—. Creo que debería disponer de una vivienda más espaciosa.
—¿San Cuthberto el Comodón?
—San Cuthberto el Satisfecho, más bien —replicó.
—¿Y Mehrasa?
La miró con arrobo.
—Un verdadero ángel, mi señor.
—Parece feliz —dije, y así era.
Temí que no acabara de entender del todo las cosas tan extrañas que le pedíamos que hiciera, pero aprendía nuestra lengua con rapidez y era una joven despierta.
—¿Queréis que le busque un marido rico? —le pregunté al cura, con sorna.
—¡Por Dios bendito! —reaccionó molesto, frunciendo el ceño—. Si me dais vuestro beneplácito, mi señor, me gustaría tomarla por esposa.
—¿Es eso lo que ella quiere?
El cura rompió a reír, rio a carcajadas, y asintió.
—Así es, mi señor.
—En tal caso, no es tan lista como parece —repuse malhumorado—. Pero antes tiene que acabar lo que aquí ha empezado. Y si se le ocurre quedarse preñada, os juro que vuestros huesos irán a reunirse con los de ahí dentro.
La sepultura cumplía a la perfección el cometido que me había propuesto. Las preguntas que planteaban los hombres nos permitían saber lo que les preocupaba. Así, las acuciantes preguntas de Sigebriht a propósito de Etelwoldo me reafirmaron en la idea de que no había renunciado a sus esperanzas de convertirse en rey de Cent, si Etelwoldo arrebataba el trono a Eduardo. La segunda tarea que había impuesto a los ángeles era que contrarrestaran los rumores que llegaban al sur con las profecías de Ælfadell sobre que los daneses se apoderarían de toda Britania. Aquellos chismes habían instilado el desánimo en los hombres de Mercia y de Wessex. Muy diferentes eran los vaticinios que ahora escuchaban, que les aseguraban que los sajones se alzarían con la victoria. El mensaje calaría entre los sajones y les infundiría ánimos renovados, del mismo modo que sorprenderían y molestarían a los daneses. Quería irritarlos. Quería derrotarlos.
Supongo que, mucho después de que haya muerto, llegará el día en que los daneses encontrarán un único caudillo a quien seguir. Ese día, el mundo será consumido por el fuego y los aposentos del Valhalla rebosarán de los muertos que lo festejarán como es debido. Pero durante el tiempo que llevo vivido, amado y peleado, he llegado a la conclusión de que los daneses, de natural belicosos, siempre han estado divididos. El cura de mi esposa actual, un perfecto idiota, asegura que las cosas son así porque Dios ha sembrado la disensión entre ellos. Pero yo siempre he pensado que la única razón era que los daneses son un pueblo tenaz, orgulloso e independiente, incapaz de hincar la rodilla ante un hombre por el mero hecho de que éste se ciña una corona. Seguirán a aquel que empuñe una espada, pero, tan pronto como sufra una derrota, se desperdigarán e irán en busca de otro caudillo. Por eso reúnen ejércitos, se dispersan y vuelven a formarlos. He conocido a daneses —Ubba, Guthrum, incluso Haesten— que casi lograron mantener unido un poderoso ejército y alcanzaron sonadas victorias. Esos, al menos, lo intentaron, aunque al final las cosas no les salieran bien. Porque los daneses no peleaban por una causa o por un país, mucho menos por una idea: sólo buscaban un beneficio. Por eso, cuando conocían la derrota, los ejércitos se esfumaban, y los hombres iban en busca de otro señor que estuviera en condiciones de ofrecerles plata, mujeres y tierras.
Mis ángeles no eran sino un señuelo para convencerlos de que la gloria también se alcanzaba guerreando.
—¿Se ha pasado algún danés por la tumba? —pregunté a Ludda.
—Dos, mi señor —me informó—, mercaderes ambos.
—¿Y qué les dijiste?
Ludda vaciló un instante, miró a Etelfleda y, luego, clavó los ojos en mí.
—Les dije lo que me habíais encomendado que les dijera, mi señor.
—¿De verdad?
Asintió y se santiguó.
—Les dije que encontraríais la muerte, mi señor, y que un danés alcanzaría gran renombre por haber acabado con Uhtred de Bebbanburg.
Etelfleda emitió un hondo suspiro de resignación y, como Ludda, también se santiguó.
—¿Que les dijiste qué? —preguntó.
—Lo que lord Uhtred me ordenó que les dijera, señora —repuso Ludda, intranquilo.
—Estás tentando al destino —me dijo Etelfleda.
—Al contrario: pretendo que los daneses lo hagan, y les he puesto un cebo —respondí.
Porque Plegmund estaba equivocado, al igual que Etelhelmo y Eduardo. La paz es un bien preciado, que sólo disfrutamos cuando nuestros enemigos están lo bastante atemorizados como para guerrear. Los daneses no estaban en calma porque el dios de los cristianos los hubiera aplacado, sino porque andaban ocupados en otros asuntos. Eduardo prefería creer que habían renunciado a sus pretensiones de apoderarse de Wessex, pero yo sabía que vendrían a por nosotros. Al igual que Etelwoldo, quien tampoco había renunciado a sus aspiraciones. Volvería y, tras él, vendrían hordas de espadas y lanzas danesas, sedientas de sangre. Y yo estaba deseando que aparecieran y desbaratar sus sueños. Quería ser la espada de los sajones.
Pero seguían sin dejarse ver.
Nunca llegué a entender por qué los daneses tardaron tanto en sacar provecho de la circunstancia de la muerte de Alfredo. Me imagino que si, en vez de ser un hombre de carácter débil, Etelwoldo hubiera sido un caudillo con más agallas, más tarde o más temprano habrían tomado una decisión. Pero tardaron tanto en hacerlo que en Wessex ya se daba por sentado que su dios había escuchado sus plegarias y que los daneses se habían convertido en un pueblo pacífico. Mientras, mis ángeles seguían interpretando sus canciones, aunque con diferentes letras, una para los sajones y otra para los daneses. Un montón nada desdeñable de daneses soñaban con clavar mi calavera en el hastial de su casa, y la canción que escuchaban en la tumba les invitaba a hacerlo.
Pero seguían sin decidirse.
El arzobispo Plegmund estaba exultante. Dos años después de la coronación de Eduardo, reclamaron mi presencia en Wintanceaster, donde tuve que soportar un sermón en la nueva y colosal iglesia. Inflexible y severo, Plegmund proclamaba que su dios había salido victorioso allí donde las espadas de los hombres habían fracasado.
—Asistimos a la consumación de los tiempos —decía—, asistimos a los albores del reino de Cristo.
Recuerdo aquella visita, porque fue la última vez que vi a Ælswith, la viuda de Alfredo. Cediendo a los insistentes consejos de Plegmund —eso al menos se comentaba—, pensaba retirarse a un convento. Fue Offa quien me lo contó.
—Es uno de los puntales del arzobispo —me dijo—, ¡pero no puede soportarla! Está harto.
—Pobres monjas —comenté.
—¡Por Dios que las mantendrá a raya! —añadió Offa, con una sonrisa. Se lo veía achacoso. Seguía con los perritos, pero ya no amaestraba a otros—. Ahora son mis compañeros —me dijo mientras acariciaba las orejas de uno de los terriers—. Juntos, vamos envejeciendo —los dos estábamos sentados en la taberna de Las Dos Grullas—. No me encuentro bien, mi señor.
—Siento oír eso.
—Dios no tardará en llamarme a su presencia —añadió, y no le faltaba razón.
—¿Habéis recorrido el país este verano?
—Ha sido duro —repuso—, pero sí, anduve por el norte y por el este. Ahora vuelvo a casa.
Puse dinero encima de la mesa.
—Contadme qué está pasando por ahí.
—Se disponen a atacar —me aclaró.
—Lo sé.
—El jarl Sigurd ya se ha recuperado —continuó Offa—, y no paran de llegar naves del otro lado del mar.
—Como siempre, por otra parte —comenté.
—Sigurd ha dado a entender que piensa apoderarse de otras tierras.
—Wessex.
Asintió.
—Por eso vienen los barcos, mi señor.
—¿Dónde tocan tierra?
—Todos recalan en Eoferwic —me confirmó Offa. Algunos mercaderes llegados de Northumbria me habían dicho lo mismo: que arribaban nuevos barcos, repletos de guerreros ambiciosos y hambrientos, aunque, en su opinión, estaban reuniendo un ejército para atacar a los escoceses—. Eso es lo que quieren que penséis —continuó Offa, acariciando una de las monedas de plata que había puesto encima de la mesa, pasando el dedo por el perfil del busto de Alfredo—. Me ha llamado gratamente la atención lo que estáis haciendo en Natangrafum —añadió, socarrón.
No dije nada durante unos momentos. Una bandada de gansos pasaba por delante de la taberna, lanzando ásperos graznidos a un perro que les ladraba.
—No sé a qué os referís —comenté al fin, como si no quisiera darme por enterado.
—No se lo he dicho a nadie —me aseguró.
—Me parece que estáis soñando, Offa —le dije.
Me miró, e hizo la señal de la cruz sobre su pecho descarnado.
—Os lo juro, mi señor. No se lo he dicho a nadie, pero he de reconocer que ha sido muy inteligente por vuestra parte. ¡El jarl Sigurd estaba fuera de sí! —rio entre dientes, antes de servirse del mango de hueso de un cuchillo para cascar una avellana—, ¿qué fue lo que dijo uno de vuestros ángeles? Ah, sí, que Sigurd era un hombre bajito y poco dotado —rio de nuevo para sus adentros y meneó la cabeza—. Eso le sacó de quicio, mi señor. Quizá no fuera otra la razón de que le diera a Eohric un buen dinero, una suma importante, para que se uniese a los daneses.
—Eduardo asegura que Eohric le ha prometido que se mantendrá en paz —le advertí.
—Y como yo, bien sabéis vos lo que valen esas promesas —insistió Offa—. Se disponen a llevar a cabo lo que deberían haber hecho hace veinte años, mi señor. Van a unirse contra Wessex: todos los daneses y todos los sajones que abominan de Eduardo.
—¿Y qué hay de Ragnar? —le pregunté.
Ragnar era un viejo y querido amigo, un hombre al que apreciaba como a un hermano, a quien no había visto desde hacía años.
—No se encuentra bien —me dijo en voz baja—, al menos no lo bastante bien para unirse a ellos.
Aquella noticia me dejó cabizbajo. Me serví cerveza, y una de las chicas de la taberna se abalanzó para comprobar si la jarra estaba vacía. Con un gesto, le indiqué que nos dejara tranquilos.
—¿Y qué se cuece en Cent? —le pregunté.
—¿En Cent, mi señor?
—Sigebriht no puede ni ver a Eduardo —le expliqué—, y quiere ser rey.
Offa negó con la cabeza.
—Sigebriht es un joven alocado, mi señor, pero su padre lo ha refrenado. Hubo de recurrir al látigo, pero Cent se mantendrá leal —afirmó muy seguro de lo que decía.
—¿Ya no anda en tratos con los daneses? —le pregunté.
—Si es así, nadie ha dicho nada —dijo Offa—. No, mi señor, creo que Cent es leal. Sigelf sabe que Cent le viene grande, y que más le vale estar a bien con Wessex que fiarse de los daneses.
—¿Habéis contado a Eduardo lo mismo que me estáis diciendo a mí?
—Se lo expliqué al padre Coenwulf —me dijo. Para entonces, Coenwulf era el consejero principal de Eduardo y no se apartaba de su lado—. Incluso le dije por dónde tenían pensado atacar.
—¿Por dónde? —Miró las monedas que había encima de la mesa y no dijo nada. Puse otras dos encima. Offa las acercó a su lado de la mesa y las colocó en línea recta—. Quieren que penséis que el ataque vendrá por la parte de Anglia Oriental —añadió—, pero no será así. El verdadero ejército partirá de Ceaster.
—¿Cómo podéis estar tan seguro? —le pregunté.
—Por Brunna —me respondió.
—¿La mujer de Haesten?
—Es cristiana de corazón —repuso.
—¿De verdad?
Me quedé boquiabierto. Siempre había pensado que el bautizo de la mujer de Haesten no había sido sino una maniobra de despiste para engañar a Alfredo.
—Ha visto la luz —continuó Offa, en tono burlón—. Sí, mi señor, es cierto, y fue ella quien me lo contó. —Me miró con ojos tristes—. Hubo un tiempo en que fui cura y quizá eso no pueda borrarse. Me pidió que la oyera en confesión y que le administrara los sacramentos. Le di lo que me pedía, Dios me guarde, y, que Dios me ayude, he revelado los secretos que me contó.
—¿Los daneses reunirán un ejército en Anglia Oriental?
—Y vos no tardaréis en daros cuenta, estoy seguro, pero no prestaréis atención al ejército que están reuniendo más allá de Ceaster. Ese es el ejército que se dispone a atacar el sur.
—¿Cuándo?
—Cuando se haya recogido la cosecha —me dijo Offa en voz baja, tan queda que sólo yo podía oírle—. Sigurd y Cnut se disponen a reunir el mayor ejército que nunca se haya visto en Britania. Dicen que ha llegado la hora de poner punto final a esta guerra. Llegarán cuando se haya recogido la cosecha, para que a sus hordas no les falte de nada. Se disponen a apoderarse de Wessex con el mayor ejército que jamás se haya reunido.
—¿Dais por bueno lo que os dijo Brunna?
—No puede ni ver a su marido, y sí, la creo.
—¿Y qué dice Ælfadell en estos últimos tiempos? —le pregunté.
—Dice lo que Cnut le ha pedido que diga, que el ataque procederá del este, y que Wessex caerá en sus manos —suspiró—. Me gustaría vivir lo bastante para ver el final de esta historia, mi señor.
—Seguiréis dando guerra durante diez años, Offa —le aseguré.
Negó con la cabeza.
—Siento el ángel de la muerte a mis espaldas, mi señor —vaciló un instante—. Siempre me habéis tratado bien —agachó la cabeza—. Quiero daros las gracias, me siento en deuda con vos por vuestras bondades.
—¡Qué cosas se os ocurren!
—Es lo que pienso, mi señor —alzó la cabeza, me miró y, con sorpresa, descubrí que tenía lágrimas en los ojos—. No todo el mundo ha sido tan considerado conmigo, mi señor —añadió—, y siempre habéis sido generoso.
No sabía qué decir.
—Me habéis sido de gran ayuda —musité.
—Así que por respeto a vos, mi señor, y como muestra de agradecimiento, permitidme que os dé un último consejo —calló un momento y, para mi sorpresa, puso las monedas de mi lado de la mesa.
—Eso no —le dije.
—No me privéis de este placer, mi señor —replicó—. Quiero daros las gracias —acercó aún más las monedas a mi lado de la mesa. Una lágrima le rodó por la mejilla; se la enjugó con el puño—. Hacedme caso, mi señor, y no perdáis de vista a Haesten, mi señor. Estad pendiente del ejército que vendrá del oeste —me miró a los ojos y me rozó la mano con uno de sus largos dedos—. Prestad atención al ejército de Ceaster, y no permitáis que los paganos acaben con nosotros, mi señor.
Murió aquel verano.
Luego, recogimos la cosecha; aquel año fue abundante.
Después, llegaron los paganos.